sábado, 12 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 21






Aquella noche, Pedro ayudaba a Paula a decorar el enorme arbol que había arrastrado desde el bosque. Lo habían cubierto de luces y habían colgado todos los ornamentos de Alex y Melisa. Era un monumento a la fiesta, pero ¿qué había resuelto o demostrado?


La relación de Paula con sus padres era cada vez más mala. 


A nadie parecía importarle que estuvieran cuidando de la perfecta casa de Melisa. Y en cuanto a las gemelas, se suponía que eran sus primeras mágicas Navidades, pero mientras estuvieran bien provistas de biberones y pañales, Pedro sospechaba que la Navidad no podría importarles menos.


Lo cierto era que no tenía ni idea de qué hacía allí. Tras los dos primeros días de adaptación después de romperse el brazo, Paula se manejaba perfectamente. Y si ella no lo necesitaba, ¿por qué no había regresado a la base? ¿Por qué se había quedado en Conifer, jugando a las casitas?


–¿Alguna vez vas a volver a dirigirme la palabra?


Él se encogió de hombros.


–Lo siento –Paula lo abrazó por detrás–. Antes de la muerte de Melisa tomé partido por ti en el asunto del divorcio. Y sigo pensando igual, pero su muerte ha nublado mi cerebro. Mi hermana nunca dijo nada odioso de ti. Se limitó a exagerar su papel de víctima. Supongo que su única salida para no admitir el adulterio era quejarse de que pasabas tanto tiempo fuera que se había visto obligada a buscar consuelo en Alex. 


El mundo según Melisa.


–Gracias –Pedro tomó las manos de Paula–. El problema es que, sin tu hermana aquí para corroborar mi historia, ya sabemos qué versión van a creer tus padres.


–Lo siento…


–¿Sabes qué me hace gracia? –él le acarició los brazos.


–Lo cierto es que no se me ocurre nada que pueda hacer gracia –ella sonrió con tristeza.


–Puede que «gracia» no sea la palabra adecuada, pero el hecho es que mientras te tenga a ti a mi lado, me da igual lo que piensen tus padres.


Ella no supo qué responder.


–¿Te gustaría poder sentir lo mismo?


–Todo esto es tan complicado –ella asintió y lo abrazó con fuerza–. No sé qué pensar.


–¿Qué tal si lo dejamos en tablas por ahora, apagamos esta obscenidad de iluminación y nos centramos en lo que mejor se nos da? –Pedro la besó. Por mucho que le asustara reconocerlo, en el diminuto Conifer, Alaska, con su amiga de la infancia, había encontrado un hogar.


El único problema era cómo demonios iba a mantener ese hogar. Y, sobre todo teniendo en cuenta su anterior fracaso, ¿estaba seguro de querer mantenerlo?


****


Dos días antes de Navidad, en lugar de acudir al bar, tal y como le había dicho a Pedro que haría, Paula pasó por casa de sus padres. Como madre de las gemelas, debía ser muy concienzuda con todos los aspectos de la maternidad. 


Si bien jamás alcanzaría el grado de perfección de Melisa, intentaría hacerlo lo mejor posible.


Su madre solía desvivirse por decorar la casa, pero en la puerta seguía colgada la corona que había puesto el día de la muerte de Melisa.


La relación entre Paula y sus padres se había degradado tanto que llamó al timbre en lugar de entrar.


–Qué agradable sorpresa –fue Ana quien abrió la puerta–. ¿Has traído a las niñas?


–No –Paula se quitó el abrigo en la entrada.


–Casi me da miedo preguntar quién está con ellas.


Pedro –¿ya estaba otra vez?–. Y es estupendo, mamá. Lo adoran.


–Pasa –la mujer suspiró–. ¿Te apetece algo? ¿Un té?


–No, gracias. ¿Dónde está papá?


El hogar de infancia de Paula, siempre abarrotado, aunque limpio, se había vuelto un lugar triste. Platos y periódicos cubrían las encimeras y la mesa del comedor estaba repleta de álbumes de fotos.


–Trabaja hasta tarde. Al parecer mantenerse ocupado lo ayuda.


–¿Y tú qué? ¿Tienes pensado hacer algo por ti?


–Estoy pensando en hacer un álbum de recortes –Ana se sentó en el sofá–. Se trata de un gran proyecto. Si quieres, puedes ayudar. Tenía pensado hacer un álbum por cada año que vivió tu hermana. Sin embargo no sé si obviar las fotos de su boda con Pedro. La idea es celebrar su vida y no me parece correcto añadir una etapa en la que le hicieron sufrir tanto.


–Por favor, no te lo tomes a mal –Paula sentía verdaderos deseos de darse de cabezazos contra la pared–, pero ¿por qué os empeñáis papá y tú en culpar a Pedro de todo lo que le sucedió a Meli?


Durante un segundo, el gesto de estupefacción de su madre le provocó una punzada de culpabilidad. Pero el recuerdo de las innumerables ocasiones que Pedro había compartido con su familia la ayudó a seguir adelante.


–Cuando me rompí el tobillo, ¿quién me trajo a casa? Y cada vez que Meli remoloneaba con su tarea escolar, ¿quién le sacaba las castañas del fuego? ¿Quién trabajaba en el jardín sin esperar nada a cambio, salvo uno de tus sándwiches de jamón o un guiso de pescado? Cierto que el divorcio de Meli y Pedro fue desagradable, pero ¿por qué no quieres comprender que él nunca lo quiso? La amaba tanto como nosotros. Ella era su vida y, básicamente, Melisa la arrojó a la basura. ¿Cómo puedes culparle cuando fue la parte perjudicada?


–Pensé que sería buena idea compartir el proyecto del álbum de recortes –contestó su madre muy agitada–, pero me estás alterando.


–Mamá, necesito que te alteres –Paula la ayudó a recoger las fotos que se le habían caído de las manos–. Tienes que hacer un esfuerzo y admitir que las niñas necesitan a su abuela.


–Si fuera así, Melisa me las habría dejado a mí, no a ti.


–¿No lo entiendes? –Paula presionó la frente con los talones de las manos–. Al dejarme a las niñas, Melisa os liberó de la monotonía diaria de biberones, baños y coladas para que pudierais ser sus abuelos. Quería que crecieran adorándoos, como Melisa y yo hicimos con nuestros abuelos. ¿Por qué les niegas esa oportunidad? Y sobre todo, ¿por qué le echas la culpa a Pedro?


–¿Por qué culpo a Pedro? –las silenciosas lágrimas de Ana se convirtieron en un sollozo–. Pues porque, si no se hubiesen divorciado, tu hermana jamás se habría casado con Alex, y nunca se habría subido a ese avión. Por favor, márchate. Déjame.


Paula se acercó a su madre para abrazarla antes de marcharse. Había hecho todo lo posible por solucionar los problemas entre ambas. La pelota estaba en el tejado de Ana.


–Estaremos encantados de que desayunéis con nosotros en Navidad, sobre las nueve de la mañana. Fer y Javier estarán. También he invitado a los padres de Alex, aunque dudo que vengan. Sería una pena perderse la primera Navidad de Vivi y Vane.



******


Mientras Fer cuidaba de la gemelas, Pedro y su padre recorrían Shamrock’s en busca del regalo perfecto para Paula, Fer y las niñas.


–¿Qué tal una bufanda y unos guantes?


–Hijo –Javier rio–. Me parece que no te enteras de nada.


–¿Y eso?


–¿No crees que preferiría un anillo?


–¿Y de dónde has sacado esa idea? –Pedro casi se atragantó.


–No solo vivís juntos, compartís dos niñas. Te he visto con las tres y pareces prendado de ellas. ¿Por qué no te casas con Paula? Está enamorada de ti casi desde el día que empezó a caminar.


–Venga ya… –pasaron por delante del departamento de joyería–. Mi intención siempre fue casarme solo una vez, y ya ves adónde me llevó. Además, tú no volviste a casarte tras perder a mamá, ¿por qué debería hacerlo yo?


–La palabra clave es «perder» –Javier tomó una caja de bombones–. Lo que te pasó a ti fue diferente. Nunca te lo mencioné, pero Melisa siempre me pareció que tenía demasiados humos. Todo el mundo revoloteaba a su alrededor como si estuviera por encima del bien y del mal, pero lo que Alex y ella te hicieron… Tú no tuviste la culpa y no entiendo por qué te has pasado años culpándote cuando tenías a la dulce Paula a tu disposición, esperando a que comprendieras que es lo mejor de la familia Chaves.


–Para ti es fácil decirlo –a Pedro le daba vueltas la cabeza–, pero ¿qué pasa contigo y con Fer? Cualquiera que tenga ojos en la cara ve que sois más que amigos.


–Pues claro que lo somos.


–Entonces, ¿admites que sientes algo especial por ella?


–Eso espero, teniendo en cuenta que me casé con ella hace diez años.


–¿Qué? –Pedro se paró y miró estupefacto a su padre.


–Ya me has oído. Decidimos no anunciarlo. Yo soy alérgico a sus perros, y no soporto los programas de televisión que le gustan, de modo que pasa la mayor parte del tiempo en su casa –el hombre guiñó un ojo–. Sin embargo, nunca falta los sábados por la noche en mi casa.


–¿Y por qué nunca me lo contaste?


–Lo que quiero es que olvides que me lo preguntaste siquiera.



*****

–¿Qué hacéis? –preguntó Paula al regresar de casa de sus padres y encontrar a Pedro jugando con las niñas en la alfombra.


–Intentamos decir «vaca», pero no hay manera.


–¿Te das cuenta de que aún faltan meses para que pronuncien sus primeras palabras? –ella se unió al trío.


–La mayoría pronuncia su primera palabra alrededor de los doce meses, pero es evidente que aquí tenemos a dos prodigios, de modo que estoy adelantando el momento.


–Ya veo… –Paula le hizo cosquillas a Viviana en la barriguita. Estar con Pedro y las niñas transformaba cualquier momento en mágico–. De acuerdo, preciosas, escupidlo. Según el sargento Pedro, para el día de San Valentín, ya deberíais hablar con fluidez.


Pedro palideció visiblemente.


–¿Estás bien?


–Me cuesta hacerme a la idea de que, la próxima vez que las vea, ya caminarán y hablarán.


–Me sorprende que hayas pensado en eso.


–¿Por qué? –Pedro acercó a Vanesa, que se sentó apoyada contra él. Se la veía tan cómoda que a Paula le partió el corazón pensar en cómo les afectaría su marcha–. Estas dos me importan mucho.


–Lo sé, pero dado que renunciaste a tus derechos, pensé que para ti no sería gran cosa marcharte.


–Yo también lo creía.


¿Insinuaba que lamentara haber cedido sus derechos? 


Aunque así fuera, ¿cómo iba a ocuparse de ellas cuando su carrera le obligaba a pasar mucho tiempo en ultramar?


Paula tenía ganas de narrarle la conversación con su madre, pero no pudo. Pedro no se merecía ser arrastrado por la irracional crueldad de esa mujer. Había intentado recordarle los buenos momentos compartidos, pero, si Ana se negaba a escuchar, había poco más que pudiera decirle.


–Tu padre y Fer vienen para Navidad, ¿verdad?


–Por supuesto. Por cierto, tengo una noticia que darte.


–Adelante –Paula sentó a Viviana en su regazo.


–Prepárate para una bomba. Mi padre y Fer están casados.


–¿Cómo?


–Papá y yo fuimos de compras esta tarde y me confesó que llevan diez años casados.


–Esa es la mayor locura que he oído jamás.


–Yo pensé lo mismo.


–¿Y por qué no viven juntos? –ella escuchó atentamente las razones que Pedro le enumeró–. De acuerdo, pero ¿a qué viene tanto secreto? Alguien debió prepararles al menos una fiesta.


–No querían que nadie se entrometiera en sus asuntos –Pedro acarició el cabello de Vanesa–. ¿Te suena?


–Quizás –Paula rio–, pero estoy convencida de que pronto mi padre vendrá para disculparse.


–Pues yo no pienso contener la respiración hasta entonces.


****

La mañana de Navidad, Paula fue la primera en despertar. 


Normalmente, las gemelas dormían hasta las siete y eso le daba tiempo para aclarar sus ideas y tomarse una taza de café.


–¿Adónde te crees que vas? –Pedro la agarró por la cintura.


–Casi me da un infarto –ella rio.


–Lo siento. Se me había ocurrido una idea.


–Olvídalo –ella le dio una palmada en el fuerte brazo.


–¿Por qué? Es muy divertido.


Después del apasionado beso, ella no pudo por menos que estar de acuerdo.


Para cuando dieron por terminada la ducha compartida, las niñas habían despertado y reclamaban el desayuno.


–¿Divide y vencerás? –Pedro sugirió la habitual rutina.


–Trato hecho.


Después de dar de comer a las niñas, Pedro encendió la chimenea.


Paula puso las luces del árbol y colocó sobre la mesa tres fuentes de galletas que había preparado el día anterior. La madre de Clementina se había ido de crucero y su amiga y los chicos también irían a comer. Fer y Javier estarían para el desayuno y la comida. Pero ni se atrevía a soñar con que sus padres se presentaran, siquiera para una de las dos comidas.


Vistió a las niñas de verde y rojo, y les colocó lacitos en el pelo para terminar con unos leotardos rojos y zapatitos negros. Esperaba que Melisa estuviera sonriendo desde el cielo.


–¿Te importa vigilar a las ratitas un momento? –le preguntó a Pedro–. Necesito arreglarme.


–¿A qué te refieres? –él la miró perplejo–. Estás estupenda.


–Estoy toda sudada. Hoy haremos un montón de fotos y no quiero que en el futuro las niñas se avergüencen de su tía Paula.


–Eres increíble –Pedro acomodó a las niñas sobre el sofá y atrajo a Paula hacia sí–. Ya sea vestida con chándal, o con un vestido de noche, para mí no hay mujer más hermosa que tú.


–No… –Paula contempló sus uñas rotas.


–¿Qué? –mientras Pedro la besaba, el sol asomó por la cima de las montañas.


El cálido aliento de Pedro sabía a café y, de inmediato, Paula sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo conseguía hacerle sentir la mujer más especial del mundo con un simple beso? ¿Cómo había podido abandonarlo su hermana?


–El sol ilumina tu piel y tus cabellos. Eres tan hermosa.


–Para –susurró ella.


Con el corazón acelerado, Paula deseó poder estar segura de la sinceridad de esas palabras. A lo mejor no eran más que frases hechas y repetidas a las chicas en Virginia.


 ¿Cómo iba a averiguarlo jamás?











UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 20




–Déjame ayudar –cuando Ana se levantó del sofá, a Paula le costó reconocerla. Había perdido muchísimo peso y sus ojos estaban rodeados de oscuros círculos.


–Tranquila, mamá, tú descansa.


–Ya he descansado bastante –la mujer contempló su reflejo en la ventana–. A pesar de todo, me alegra que Pedro no resultara herido. Puede que el peligro de un nuevo accidente fuera la sacudida que necesitaba. Me alegra volver a estar con las niñas.


–Mamá… –nunca habían sido muy expresivos a la hora de demostrar sus sentimientos, lo que convertía las palabras de su madre en mucho más significativas. Paula no había esperado un gran discurso, solo que reconociera que aún le quedaba familia–. No pasa nada.


–Lo sé, pero necesito soltarlo. Desde el principio pensé que lo que hizo tu hermana, ceder la custodia de sus hijas a ti y a un hombre que debería estar lejos de nuestras vidas, fue una horrible traición. Y, en lugar de aceptar los deseos de Melisa, aceptar el honor que significaba, él rechazó sus derechos sobre la custodia. Es un hombre horrible. Lo peor.


–No fue así –cuando Ana empezó a sollozar, Paula la abrazó–. Pedro es un buen hombre, pero tiene un trabajo importante, y ahora mismo no está preparado para ser padre.


–¿Y criar a las hijas de tu hermana no es importante?


–No quería decir eso –Paula suspiró–. Es complicado.


*****

–¿Señor? –Pedro se aclaró la garganta–. No estoy seguro de entender a qué se refiere.


–Pues seré más claro –Luis colocó la funda de la cadena en la motosierra–. Puede que Paula sea adulta, pero por lo que a mí respecta, ya has hecho daño a una de mis hijas. Si tu plan consiste en volver a provocar el mismo dolor, entonces…


–Señor –Pedro apretó los puños con fuerza–, no pretendo faltarle al respeto, pero Melisa me engañó. Usted es un hombre, y supongo que sabrá lo que significa mantener a la familia. Si hubiera podido quedarme en casa con Mel después de lo del aborto, ¿no cree que lo habría hecho? Desgraciadamente no pude permitirme ese lujo. Para proporcionarle a su hija el estilo de vida que se merecía, tenía que trabajar. Y lo único que sabía hacer era pescar.


–Lo comprendo –Luis encajó la mandíbula–, pero no te equivoques. Si estás coqueteando con mi hija, haré todo lo posible por detenerte.


–¿Exactamente qué no entiende del hecho de que su hija me abandonó, y encima por mi mejor amigo? Ella no fue la que se vio obligada a alistarse en la marina porque, en cada rincón de esta estúpida ciudad, mis supuestos amigos me miraban con lástima. Paula me entiende. Es una mujer hermosa y cariñosa, muy capaz de…


El derechazo de Luis lo pilló desprevenido y lo dejó momentáneamente sin habla.


–Lo pasaré por alto, dado que todavía está de luto. Pero lo que no voy a aceptar es que se me culpe de que su hija mayor decidiera voluntariamente romper nuestros votos matrimoniales. En cuanto a Paula, es lo bastante mayor para tomar sus propias decisiones.


–Eso ya lo veremos –su exsuegro soltó un gruñido y subió las escaleras del porche.



****


–¿Te golpeó? –Paula acababa de preparar los biberones y dos cuencos de melocotón para las niñas cuando su padre irrumpió en la casa y le dijo a Ana que era hora de marcharse.


–Sí –Pedro sacó una bolsa de guisantes del congelador.


–¿Qué le hiciste? –preguntó ella.


La mirada de Pedro le indicó que la pregunta no era la adecuada.


–¿Qué pasa en tu familia que todos dais por hecho que yo soy el malo? Tu padre quería saber por qué te besé. Y luego te declaró fuera de mi alcance.


–Tienes que estar de broma –Paula se cubrió el rostro con las manos.


–Ojalá.


–¿Y ahora qué? –ella dio de comer a Viviana.


–¿Me lo preguntas a mí? –Pedro hizo lo propio con Vanesa.


–Es evidente que mis padres han perdido la cabeza. No entiendo cómo prefieren quejarse sobre ti antes que disfrutar de la compañía de estas dos monadas.


–Buena pregunta –con un trapo húmedo, él limpió las pegajosas mejillas de Vanesa.


–Lo siento.


–¿Por qué? Tú no me golpeaste.


–Pero de no haber sido por ese estúpido árbol de Navidad, nada de esto habría sucedido.


–Árbol que, por cierto, sigue ahí fuera. En cuanto terminen de comer estas dos, ¿me ayudas a meterlo dentro?


–Nada podría apetecerme más –ella le dio un beso.


–¿Nada? –él sonrió antes de hacer una mueca de dolor–. Al menos, después de haber recibido un puñetazo de tu padre, me debes una sesión de jugar a los médicos.



****


Paula terminó de colgar las luces de Navidad en el bar y dio un paso atrás para admirar su obra.


–Tendrían que estar más a la derecha –observó Rufus.


–No le hagas caso –intervino Clementina–. Está estupendo, aunque sigo sin entender cómo puedes actuar como si nada hubiera sucedido el día después de que tu padre golpee a tu novio.


–Yo no diría que es mi novio.


–¿Entonces qué dirías? –Clementina sacó el árbol metálico guardado bajo las escaleras.


–¿Hay que colgarle una etiqueta por fuerza?


–Supongo que no, pero ¿habéis hablado de lo que pasará cuando se marche?


–No –Paula prefería no pensar en ello.


Las puertas del bar se abrieron y, junto a una ráfaga de helado viento, entró el padre de Paula.


–¿Lo golpeaste? –Paula le hizo frente antes de que se sentara–. Papá, tú no eres así. Eres uno de los hombres más amables que he conocido. ¿Qué le está pasando a nuestra familia?


–Es complicado –Luis se quitó la gorra–. Lo único que sé es que Pedro destrozó a Melisa y que hará lo mismo contigo. No es hombre de familia. Nunca lo ha sido.


–¿Deliras o qué? –la aguda voz de Paula atrajo la mirada de algunos clientes y, tirando de su padre, se lo llevó a un rincón más apartado–. Mamá y tú nunca habéis querido aceptar que vuestra perfecta hija engañó a su marido, pero así fue. Siento que sufriera un aborto, pero eso jamás justificará que se acostara con Alex, el mejor amigo de su marido. ¿Por qué te niegas a verlo? Es más, ¿por qué no reconoces que Pedro fue la parte agraviada en todo este asunto? Melisa y Alex conservaron a sus amigos. Pedro perdió a su esposa, y también toda su vida.


–¿Me traes una cerveza? –su padre suspiró.


–No. No hasta que reconozcas que hiciste mal al golpear a Pedro y que le debes una disculpa. Y también quiero que reconozcas que yo me merezco un poco de felicidad. Si Pedro me hace sonreír, ¿qué mal puede haber en ello?


–Ya veo que no me vas a traer esa cerveza. Me marcho.


–Eres imposible –exclamó ella mientras Luis se dirigía hacia la puerta.


–Y tú alucinas. Acuérdate de lo que te digo, ese chico solo te traerá dolor.


–No es un chico, es un hombre –susurró ella cuando su padre ya se había marchado–. Y, ahora mismo, lo respeto más que a ti.


–No deberías faltarle al respeto a tu padre –Rufus sacudió la cabeza.


–¿En serio? Gracias por el consejo, pero estoy harta de que él me falte al respeto a mí.


****


–Recuérdame por qué estamos haciendo cola para que las niñas vean a Papá Noel por segunda vez este año –el sábado anterior a Navidad, Pedro empujaba el carrito de las gemelas mientras a su alrededor se oían villancicos y los puestos callejeros vendían dulces y chocolate caliente.


Hasta su alistamiento en la marina, no se había perdido ninguna cabalgata de Navidad en Conifer. ¿Por qué se sentía como si hubiera aterrizado en la Luna sin traje espacial?


–¿Y por qué no íbamos a traerlas? Tú mismo solías venir de niño.


–Claro, como todos, pero solo digo que las niñas podrían sentirse confusas ante el concepto de la multiplicidad de Papá Noel, ya que acaban de conocer a otro en la granja de abetos.


–Da igual, tú quédate ahí y pon cara de guapo.


De haber estado solos, Pedro le habría propinado un golpe en el trasero por su descaro. Pero estaban rodeados de parejas con las que Melisa y él habían ido al instituto.


–¿Qué sucede? –preguntó Paula–. Miras como si alguien te hubiera quitado un caramelo.


–No soporto cómo nos mira todo el mundo.


–¿Quién? –ella miró a su alrededor.


–No lo sé. Todos.


–¿Y desde cuándo te preocupan tanto esas cosas?


–Olvida lo que he dicho –avanzaron un poco más–. Acabemos con esto y volvamos a casa.


–¿No podemos ir al mercadillo de artesanía? Me gustaría comprarles algo especial a Fer y a tu padre para agradecerles lo mucho que han ayudado con las niñas.


–Por favor, Paula, ¿no podemos…?


–¡Hola, Pedro! Cuánto tiempo sin verte –Craig Lovett, el tipo que había celebrado su cumpleaños en el sótano de Alex y Melisa la noche antes del accidente, le estrechó la mano–. Eres mi héroe, tío. Un auténtico SEAL. Estás viviendo el sueño.


–Pensaba que el sueño éramos nosotros –Sue, la esposa de Craig empujaba un sillita de bebé.


–Cielo, ya sabes a qué me refiero –Craig besó a su mujer–. ¿Qué tipo no querría ser un SEAL? Yo siempre quise, pero nunca encontré el tiempo. ¿Es cierto que durante la semana infernal tenéis que matar a un tiburón con vuestras manos?


–No –¿de dónde se sacaba la gente esas ideas?


Craig se había portado como un auténtico cretino durante el divorcio y Pedro estuvo tentado de asegurarle que no solo tenían que matar a un tiburón, tenían que matar al gran blanco.


–Nada de tiburones, solo correr mucho y levantar pesas.


–¡Oh! –Craig parecía desilusionado–. Bueno, pero sí tenéis que permanecer bajo el agua durante veinticuatro horas, respirando a través de una caña. Yo lo habría clavado.


–Las técnicas de respiración bajo el agua son alto secreto, tío –Pedro se quitó lentamente las gafas de sol–. Si te hablara de ello, tendría que matarte después.


–Claro, entendido –Craig sacudió la cabeza–. A lo mejor debería considerar alistarme.


–¿Qué tal las gemelas? –Sue puso los ojos en blanco y se volvió a Paula–. Debe de ser duro perder a ambos padres. Nuestro hijo mayor, Frank, perdió a su hámster a los dos años y pensé que iba a tener que llevarle a terapia para que dejara de llorar.


–Eh… sí, claro.


Pedro no estaba seguro, pero le pareció que Paula lo miraba suplicante.


–Acabo de recordar que a las dos tenemos que recoger esas galletas que encargué, y la pastelería cierra en diez minutos. Tenemos que irnos.


–¡Madre mía! –Sue apartó el carrito de su hijo cuando Paula casi lo atropelló con el de las gemelas–. Bueno, me alegra haberos visto.


Pedro –gritó Craig–. Cuando tengas un momento, pásate por la tienda. Me encantará escuchar tus historias de batallas.


–Lo haré –Pedro lo saludó con la mano en el aire.


–¿Qué te parece esa mujer? –cuando estuvieron lo bastante lejos, Paula aminoró la marcha–. Ha comparado la pérdida de Vivi y Vane con la de un hámster. ¿De verdad tuviste que respirar a través de una caña durante veinticuatro horas?


–¿A ti qué te parece?


–No –ella rio–, pero teniendo en cuenta que cortaste un árbol enorme, lo arrastraste hasta casa y lo colocaste sobre un pedestal tú solito, estoy dispuesta a creerme casi cualquier cosa de ti.


–¿Por qué sigues aquí?


–¿A qué te refieres? –Paula cruzó la calle.


–No me malinterpretes, pero no recuerdo tus años de instituto como muy felices. ¿Por qué sigues frecuentando a esa gente?


–No lo hago. Eran los amigos de mi hermana, y solían ser los tuyos.


–No me lo recuerdes –Pedro dio un respingo–. He cambiado.


–Me encanta Conifer. Aquí está mi familia y el bar. Amigas como Clementina, y mis clientes habituales. Hay poca delincuencia y muchas cosas divertidas que hacer. No me imagino un lugar mejor para criar una familia, sobre todo ahora que resulta que tengo una.


–Te admiro –habían llegado al mercadillo de artesanía–. No creo que yo pudiera hacerlo.


–¿Alguien te lo pidió alguna vez?


El tono irritable de Paula lo puso en alerta.



*****

Paula tarareaba un villancico, pero eso no significaba que estuviera tranquila.


Antes de romperse el brazo había controlado la situación con Pedro. De no haber sido tan estúpida como para caerse en esas escaleras, él se habría marchado hacía mucho tiempo. Y, por mucho que intentara convencerse a sí misma de que no se sentía atraída hacia él, que ni siquiera lo deseaba porque antes había sido de Melisa, empezaba a temer que sus esfuerzos eran fútiles.


¿A quién quería engañar? Pedro siempre había formado parte de ella, pero eso no significaba que fuera a comprometerse formalmente con ella.


Su acción de rescate no se diferenciaba de aquella vez que se había roto el tobillo y él la había llevado a su casa en brazos. Ella le importaba, pero nada más. Incluso había admitido que, después de lo que su hermana le había hecho, ya no podía ofrecer nada a nadie.


Y por eso tenía que dejar de contemplarlo como el hermoso hombre de sus sueños y empezar a verlo como lo que era, el amargado ex de su hermana.


–¿Crees que a Fer le gustaría esto? –Pedro sostuvo en alto una caja con forma de casa para pañuelos de papel. Los pañuelos salían de la chimenea.


–Estoy segura de que sí –¿cómo lo hacía? Justo cuando acababa de jurarse a sí misma que iba a superar la enfermiza adicción que sentía por Pedro, él hacía algo adorable.



***


Media hora después Paula acompañó a Pedro a la tienda de deportes de Craig.


–Papá lleva años quejándose por haber perdido su mejor caña de pescar.


Mientras Pedro se eternizaba en elegir la caña perfecta, Paula recordó las innumerables ocasiones en que había comprado en esa tienda, con Melisa y su madre, algo para su padre. Era increíble lo mucho que se habían distanciado desde entonces.


Sus padres sin duda le echarían la culpa a su relación con Pedro, pero se equivocaban. Sus padres, que una vez le habían parecido infalibles, no eran más que humanos.


Por otro lado casi suponía un alivio saber que eran simples mortales, como los demás, pero ¿por qué habían decidido rendirse? Cierto que Melisa estaba muerta, pero no podían desmoronarse, por ella y por sus nietas. Los necesitaba más que nunca aunque, después de que su padre hubiera golpeado a Pedro, ¿qué podía decir siquiera?


–Creo que esta –Pedro eligió una–. A papá le encantará. ¿Qué le vas a comprar al tuyo?


–Un saco de carbón. Sigo furiosa con él. ¿Tú no?


–Al principio lo estaba –se dirigieron hacia la caja–, pero me puse en su lugar. Ha perdido a su hija en una muerte sin sentido. Por eso reacciona con tanta agresividad.


–¿Cómo puedes ser tan clemente con mi padre? –tras pagar, salieron a la calle.


–¿Y qué quieres que haga? –Pedro sacó el coche del aparcamiento–. Luis era como un segundo padre para mí. Su puñetazo dolió más emocional que físicamente. Sin embargo, sigo sin entender por qué se empeñan en echarme a mí toda la culpa del divorcio.


–Yo tampoco lo tengo claro –el tráfico era una pesadilla. Hacía un día tan bonito que todo el mundo parecía haber salido de sus casas–, pero seguro que Melisa tuvo algo que ver.


En cuanto mencionó el juego sucio de su hermana, Paula se sintió culpable.


En muy poco tiempo, Pedro había llegado a significar tanto para ella que la asustaba. Desde el principio se suponía que no iban a compartir más que una diversión temporal.


–¿Melisa habló muy mal de mí? –preguntó Pedro en el siguiente semáforo en rojo.


–Supongo –ella bajó el rostro, pero él le sujetó la barbilla y la obligó a mirarlo a los ojos.


–¿Exactamente qué dijo de mí?


–No quiero seguir. No me parece bien.


–¿Y sí te parece bien que tu hermana mintiera sobre mí ante tus padres?


–No quería decir eso.


Durante las horas que siguieron, Pedro no volvió a articular palabra alguna.