sábado, 12 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 21






Aquella noche, Pedro ayudaba a Paula a decorar el enorme arbol que había arrastrado desde el bosque. Lo habían cubierto de luces y habían colgado todos los ornamentos de Alex y Melisa. Era un monumento a la fiesta, pero ¿qué había resuelto o demostrado?


La relación de Paula con sus padres era cada vez más mala. 


A nadie parecía importarle que estuvieran cuidando de la perfecta casa de Melisa. Y en cuanto a las gemelas, se suponía que eran sus primeras mágicas Navidades, pero mientras estuvieran bien provistas de biberones y pañales, Pedro sospechaba que la Navidad no podría importarles menos.


Lo cierto era que no tenía ni idea de qué hacía allí. Tras los dos primeros días de adaptación después de romperse el brazo, Paula se manejaba perfectamente. Y si ella no lo necesitaba, ¿por qué no había regresado a la base? ¿Por qué se había quedado en Conifer, jugando a las casitas?


–¿Alguna vez vas a volver a dirigirme la palabra?


Él se encogió de hombros.


–Lo siento –Paula lo abrazó por detrás–. Antes de la muerte de Melisa tomé partido por ti en el asunto del divorcio. Y sigo pensando igual, pero su muerte ha nublado mi cerebro. Mi hermana nunca dijo nada odioso de ti. Se limitó a exagerar su papel de víctima. Supongo que su única salida para no admitir el adulterio era quejarse de que pasabas tanto tiempo fuera que se había visto obligada a buscar consuelo en Alex. 


El mundo según Melisa.


–Gracias –Pedro tomó las manos de Paula–. El problema es que, sin tu hermana aquí para corroborar mi historia, ya sabemos qué versión van a creer tus padres.


–Lo siento…


–¿Sabes qué me hace gracia? –él le acarició los brazos.


–Lo cierto es que no se me ocurre nada que pueda hacer gracia –ella sonrió con tristeza.


–Puede que «gracia» no sea la palabra adecuada, pero el hecho es que mientras te tenga a ti a mi lado, me da igual lo que piensen tus padres.


Ella no supo qué responder.


–¿Te gustaría poder sentir lo mismo?


–Todo esto es tan complicado –ella asintió y lo abrazó con fuerza–. No sé qué pensar.


–¿Qué tal si lo dejamos en tablas por ahora, apagamos esta obscenidad de iluminación y nos centramos en lo que mejor se nos da? –Pedro la besó. Por mucho que le asustara reconocerlo, en el diminuto Conifer, Alaska, con su amiga de la infancia, había encontrado un hogar.


El único problema era cómo demonios iba a mantener ese hogar. Y, sobre todo teniendo en cuenta su anterior fracaso, ¿estaba seguro de querer mantenerlo?


****


Dos días antes de Navidad, en lugar de acudir al bar, tal y como le había dicho a Pedro que haría, Paula pasó por casa de sus padres. Como madre de las gemelas, debía ser muy concienzuda con todos los aspectos de la maternidad. 


Si bien jamás alcanzaría el grado de perfección de Melisa, intentaría hacerlo lo mejor posible.


Su madre solía desvivirse por decorar la casa, pero en la puerta seguía colgada la corona que había puesto el día de la muerte de Melisa.


La relación entre Paula y sus padres se había degradado tanto que llamó al timbre en lugar de entrar.


–Qué agradable sorpresa –fue Ana quien abrió la puerta–. ¿Has traído a las niñas?


–No –Paula se quitó el abrigo en la entrada.


–Casi me da miedo preguntar quién está con ellas.


Pedro –¿ya estaba otra vez?–. Y es estupendo, mamá. Lo adoran.


–Pasa –la mujer suspiró–. ¿Te apetece algo? ¿Un té?


–No, gracias. ¿Dónde está papá?


El hogar de infancia de Paula, siempre abarrotado, aunque limpio, se había vuelto un lugar triste. Platos y periódicos cubrían las encimeras y la mesa del comedor estaba repleta de álbumes de fotos.


–Trabaja hasta tarde. Al parecer mantenerse ocupado lo ayuda.


–¿Y tú qué? ¿Tienes pensado hacer algo por ti?


–Estoy pensando en hacer un álbum de recortes –Ana se sentó en el sofá–. Se trata de un gran proyecto. Si quieres, puedes ayudar. Tenía pensado hacer un álbum por cada año que vivió tu hermana. Sin embargo no sé si obviar las fotos de su boda con Pedro. La idea es celebrar su vida y no me parece correcto añadir una etapa en la que le hicieron sufrir tanto.


–Por favor, no te lo tomes a mal –Paula sentía verdaderos deseos de darse de cabezazos contra la pared–, pero ¿por qué os empeñáis papá y tú en culpar a Pedro de todo lo que le sucedió a Meli?


Durante un segundo, el gesto de estupefacción de su madre le provocó una punzada de culpabilidad. Pero el recuerdo de las innumerables ocasiones que Pedro había compartido con su familia la ayudó a seguir adelante.


–Cuando me rompí el tobillo, ¿quién me trajo a casa? Y cada vez que Meli remoloneaba con su tarea escolar, ¿quién le sacaba las castañas del fuego? ¿Quién trabajaba en el jardín sin esperar nada a cambio, salvo uno de tus sándwiches de jamón o un guiso de pescado? Cierto que el divorcio de Meli y Pedro fue desagradable, pero ¿por qué no quieres comprender que él nunca lo quiso? La amaba tanto como nosotros. Ella era su vida y, básicamente, Melisa la arrojó a la basura. ¿Cómo puedes culparle cuando fue la parte perjudicada?


–Pensé que sería buena idea compartir el proyecto del álbum de recortes –contestó su madre muy agitada–, pero me estás alterando.


–Mamá, necesito que te alteres –Paula la ayudó a recoger las fotos que se le habían caído de las manos–. Tienes que hacer un esfuerzo y admitir que las niñas necesitan a su abuela.


–Si fuera así, Melisa me las habría dejado a mí, no a ti.


–¿No lo entiendes? –Paula presionó la frente con los talones de las manos–. Al dejarme a las niñas, Melisa os liberó de la monotonía diaria de biberones, baños y coladas para que pudierais ser sus abuelos. Quería que crecieran adorándoos, como Melisa y yo hicimos con nuestros abuelos. ¿Por qué les niegas esa oportunidad? Y sobre todo, ¿por qué le echas la culpa a Pedro?


–¿Por qué culpo a Pedro? –las silenciosas lágrimas de Ana se convirtieron en un sollozo–. Pues porque, si no se hubiesen divorciado, tu hermana jamás se habría casado con Alex, y nunca se habría subido a ese avión. Por favor, márchate. Déjame.


Paula se acercó a su madre para abrazarla antes de marcharse. Había hecho todo lo posible por solucionar los problemas entre ambas. La pelota estaba en el tejado de Ana.


–Estaremos encantados de que desayunéis con nosotros en Navidad, sobre las nueve de la mañana. Fer y Javier estarán. También he invitado a los padres de Alex, aunque dudo que vengan. Sería una pena perderse la primera Navidad de Vivi y Vane.



******


Mientras Fer cuidaba de la gemelas, Pedro y su padre recorrían Shamrock’s en busca del regalo perfecto para Paula, Fer y las niñas.


–¿Qué tal una bufanda y unos guantes?


–Hijo –Javier rio–. Me parece que no te enteras de nada.


–¿Y eso?


–¿No crees que preferiría un anillo?


–¿Y de dónde has sacado esa idea? –Pedro casi se atragantó.


–No solo vivís juntos, compartís dos niñas. Te he visto con las tres y pareces prendado de ellas. ¿Por qué no te casas con Paula? Está enamorada de ti casi desde el día que empezó a caminar.


–Venga ya… –pasaron por delante del departamento de joyería–. Mi intención siempre fue casarme solo una vez, y ya ves adónde me llevó. Además, tú no volviste a casarte tras perder a mamá, ¿por qué debería hacerlo yo?


–La palabra clave es «perder» –Javier tomó una caja de bombones–. Lo que te pasó a ti fue diferente. Nunca te lo mencioné, pero Melisa siempre me pareció que tenía demasiados humos. Todo el mundo revoloteaba a su alrededor como si estuviera por encima del bien y del mal, pero lo que Alex y ella te hicieron… Tú no tuviste la culpa y no entiendo por qué te has pasado años culpándote cuando tenías a la dulce Paula a tu disposición, esperando a que comprendieras que es lo mejor de la familia Chaves.


–Para ti es fácil decirlo –a Pedro le daba vueltas la cabeza–, pero ¿qué pasa contigo y con Fer? Cualquiera que tenga ojos en la cara ve que sois más que amigos.


–Pues claro que lo somos.


–Entonces, ¿admites que sientes algo especial por ella?


–Eso espero, teniendo en cuenta que me casé con ella hace diez años.


–¿Qué? –Pedro se paró y miró estupefacto a su padre.


–Ya me has oído. Decidimos no anunciarlo. Yo soy alérgico a sus perros, y no soporto los programas de televisión que le gustan, de modo que pasa la mayor parte del tiempo en su casa –el hombre guiñó un ojo–. Sin embargo, nunca falta los sábados por la noche en mi casa.


–¿Y por qué nunca me lo contaste?


–Lo que quiero es que olvides que me lo preguntaste siquiera.



*****

–¿Qué hacéis? –preguntó Paula al regresar de casa de sus padres y encontrar a Pedro jugando con las niñas en la alfombra.


–Intentamos decir «vaca», pero no hay manera.


–¿Te das cuenta de que aún faltan meses para que pronuncien sus primeras palabras? –ella se unió al trío.


–La mayoría pronuncia su primera palabra alrededor de los doce meses, pero es evidente que aquí tenemos a dos prodigios, de modo que estoy adelantando el momento.


–Ya veo… –Paula le hizo cosquillas a Viviana en la barriguita. Estar con Pedro y las niñas transformaba cualquier momento en mágico–. De acuerdo, preciosas, escupidlo. Según el sargento Pedro, para el día de San Valentín, ya deberíais hablar con fluidez.


Pedro palideció visiblemente.


–¿Estás bien?


–Me cuesta hacerme a la idea de que, la próxima vez que las vea, ya caminarán y hablarán.


–Me sorprende que hayas pensado en eso.


–¿Por qué? –Pedro acercó a Vanesa, que se sentó apoyada contra él. Se la veía tan cómoda que a Paula le partió el corazón pensar en cómo les afectaría su marcha–. Estas dos me importan mucho.


–Lo sé, pero dado que renunciaste a tus derechos, pensé que para ti no sería gran cosa marcharte.


–Yo también lo creía.


¿Insinuaba que lamentara haber cedido sus derechos? 


Aunque así fuera, ¿cómo iba a ocuparse de ellas cuando su carrera le obligaba a pasar mucho tiempo en ultramar?


Paula tenía ganas de narrarle la conversación con su madre, pero no pudo. Pedro no se merecía ser arrastrado por la irracional crueldad de esa mujer. Había intentado recordarle los buenos momentos compartidos, pero, si Ana se negaba a escuchar, había poco más que pudiera decirle.


–Tu padre y Fer vienen para Navidad, ¿verdad?


–Por supuesto. Por cierto, tengo una noticia que darte.


–Adelante –Paula sentó a Viviana en su regazo.


–Prepárate para una bomba. Mi padre y Fer están casados.


–¿Cómo?


–Papá y yo fuimos de compras esta tarde y me confesó que llevan diez años casados.


–Esa es la mayor locura que he oído jamás.


–Yo pensé lo mismo.


–¿Y por qué no viven juntos? –ella escuchó atentamente las razones que Pedro le enumeró–. De acuerdo, pero ¿a qué viene tanto secreto? Alguien debió prepararles al menos una fiesta.


–No querían que nadie se entrometiera en sus asuntos –Pedro acarició el cabello de Vanesa–. ¿Te suena?


–Quizás –Paula rio–, pero estoy convencida de que pronto mi padre vendrá para disculparse.


–Pues yo no pienso contener la respiración hasta entonces.


****

La mañana de Navidad, Paula fue la primera en despertar. 


Normalmente, las gemelas dormían hasta las siete y eso le daba tiempo para aclarar sus ideas y tomarse una taza de café.


–¿Adónde te crees que vas? –Pedro la agarró por la cintura.


–Casi me da un infarto –ella rio.


–Lo siento. Se me había ocurrido una idea.


–Olvídalo –ella le dio una palmada en el fuerte brazo.


–¿Por qué? Es muy divertido.


Después del apasionado beso, ella no pudo por menos que estar de acuerdo.


Para cuando dieron por terminada la ducha compartida, las niñas habían despertado y reclamaban el desayuno.


–¿Divide y vencerás? –Pedro sugirió la habitual rutina.


–Trato hecho.


Después de dar de comer a las niñas, Pedro encendió la chimenea.


Paula puso las luces del árbol y colocó sobre la mesa tres fuentes de galletas que había preparado el día anterior. La madre de Clementina se había ido de crucero y su amiga y los chicos también irían a comer. Fer y Javier estarían para el desayuno y la comida. Pero ni se atrevía a soñar con que sus padres se presentaran, siquiera para una de las dos comidas.


Vistió a las niñas de verde y rojo, y les colocó lacitos en el pelo para terminar con unos leotardos rojos y zapatitos negros. Esperaba que Melisa estuviera sonriendo desde el cielo.


–¿Te importa vigilar a las ratitas un momento? –le preguntó a Pedro–. Necesito arreglarme.


–¿A qué te refieres? –él la miró perplejo–. Estás estupenda.


–Estoy toda sudada. Hoy haremos un montón de fotos y no quiero que en el futuro las niñas se avergüencen de su tía Paula.


–Eres increíble –Pedro acomodó a las niñas sobre el sofá y atrajo a Paula hacia sí–. Ya sea vestida con chándal, o con un vestido de noche, para mí no hay mujer más hermosa que tú.


–No… –Paula contempló sus uñas rotas.


–¿Qué? –mientras Pedro la besaba, el sol asomó por la cima de las montañas.


El cálido aliento de Pedro sabía a café y, de inmediato, Paula sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo conseguía hacerle sentir la mujer más especial del mundo con un simple beso? ¿Cómo había podido abandonarlo su hermana?


–El sol ilumina tu piel y tus cabellos. Eres tan hermosa.


–Para –susurró ella.


Con el corazón acelerado, Paula deseó poder estar segura de la sinceridad de esas palabras. A lo mejor no eran más que frases hechas y repetidas a las chicas en Virginia.


 ¿Cómo iba a averiguarlo jamás?











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