sábado, 12 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 19





De regreso a casa, Pedro colocó el árbol que habían comprado, en el salón.


–¿Quieres que ponga unos libros debajo para que parezca más alto?


–En la granja parecía más grande –Paula observaba el árbol con Vanesa en brazos.


La granja había abierto hacía una semana y los mejores ejemplares ya habían sido vendidos.


Viviana hizo sonar el claxon de su nuevo andador.


–Parece que a ella le gusta –Pedro rio.


–Sí, pero yo quería el árbol perfecto. ¿Cómo pude equivocarme en la fecha de apertura?


–¿No tendrá algo que ver el hecho de que hayas perdido a tu hermana, que tu madre haya caído en un pozo, que te rompiste el brazo y te encuentres con la responsabilidad de dos bebés?


–Dicho así –Paula se sentó en el brazo del sofá–, supongo que tienes razón.


–¿En serio? –Pedro la envolvió en un cálido abrazo.


–¿Has mirado ahí fuera? Todo el campo está cubierto de árboles de Navidad…


*****


Paula se despertó acurrucada junto a Pedro. Eran las seis de la mañana y aún sería de noche durante un buen rato. Distraída, jugueteó con la mano de Pedro, apoyada en su estómago.


–Te has despertado demasiado temprano –murmuró él antes de besarle el cuello–. Con suerte, las ratitas seguirán dormidas una media hora más.


–Me he despertado porque estoy excitada.


–Yo también… –la erección subrayó sus palabras–. ¿Y qué vamos a hacer?


–Pensaba que íbamos a ir al bosque a buscar un árbol de Navidad gigante.


–¿No preferirías quedarte en la cama? –Pedro la besó lentamente.


–Supongo que estaría bien –ella rio–, pero ¿qué pasa con lo del árbol más grande?


–Aquí hay algo que se hace más y más grande mientras hablamos.


–¡Eres horrible!


–Y tú deliciosa –contestó él tras otro apasionado beso–. Vamos con ello antes de que nuestras dos monitas empiecen a enredar.


Horas más tarde, cuando el sol al fin salió, abrigaron a las niñas y partieron hacia el bosque.


–Supongo que eres consciente de que esto es una locura –observó Pedro.


–Y eso lo dice el que sacó los pupitres al campo de fútbol para formar con ellos su nombre.


–Cosa de críos –Pedro se hundió en la nieve hasta los muslos–. ¿Se te ocurre cómo vamos a llevar la motosierra y dos bebés con esta nieve?


–Tú eres el SEAL.


–¿De verdad va a funcionar así? –él sonrió de manera seductoramente provocativa.


–Has empezado tú. Alégrate de que no puedo llevar a Vanesa en brazos y lanzarte una bola de nieve al mismo tiempo o te machacaría.


–¿Así? –antes de que ella pudiera prepararse, Pedro le golpeó la cabeza con una bola de nieve.


–¡Bruto! –el frío de la nieve contra el rostro le arrancó a Paula una carcajada, pero también una gran sed de venganza, iniciando una persecución–. Te odio.


–No es verdad –bromeó él, siempre unos pasos por delante.


Al cabo de un rato, redujo la marcha para que ella pudiera alcanzarlo en el cuello con una apretada bola de nieve. 


Soltando un rugido, tumbó a Paula y a Vanesa sobre un montículo de nieve recién caída.


–Eres un ser horrible, atacando a unas pobres chicas indefensas –la sensual sonrisa de Pedro despertó en Paula el deseo de un nuevo beso y la dejó casi sin aliento.


–No soy tan malo –él se volvió hacia Viviana–. A ti te parezco divertido, ¿a que sí?


La pequeña le devolvió una sonrisa desdentada.


–¿Lo ves? Las mujeres me aman –Pedro se inclinó y besó a Paula en los labios.


«Sí, Pedro, sería muy fácil amarte».


–Pero no me estás ayudando a encontrar un árbol más grande.


–Como siempre sucede cuando estás cerca, aquí hay algo que sí se está haciendo más grande.


–¡Eres horrible! –y enormemente sexy.


–Admítelo, nunca te sacias de mí –él la volvió a besar, aumentando su deseo.


–De acuerdo, lo admito, sufro una desesperante adicción por ti, pero ¿qué pasa con mi árbol?


–¿Siempre has sido tan exigente?


–Sí –Paula alzó la barbilla y sonrió–. De modo que dame un último beso y en marcha. Dado que hay más nieve de la que creíamos, las niñas y yo nos quedaremos en casa.


–Trato hecho.



*****

La misión de encontrar el árbol de Navidad perfecto para Paula se había convertido en una absurda urgencia para Pedro. Quería verla sonreír, y ser él el responsable de esa sonrisa.


Tras caminar casi un kilómetro con la nieve por los muslos, descubrió un ejemplar de más de tres metros que hasta Paula encontraría impresionante. Perfectamente simétrico, no era demasiado grande, una auténtica belleza, como la mujer a la que iba destinado.


Desde hacía unas semanas, sobre todo desde que dormía cada noche en la cama con Paula, la casa de Alex y Melisa había empezado a parecerle un verdadero hogar. ¿Qué significaba eso? ¿La comodidad emanaba de la casa o de sus ocupantes? Bastó recordar los ardientes besos y las risas infantiles para comprender que las tres damas lo habían hechizado.


¿Se sentía realmente comprometido con Paula y las niñas, o simplemente había sucumbido a los privilegios de jugar a las casitas con sus ventajas?


Frustrado con sus pensamientos, sacó una pala plegable de la mochila y empezó a cavar alrededor del árbol. Descubrió que, bajo la nieve, era mucho más ancho de lo que parecía.


El siguiente paso era arrancar la motosierra. Pero por más que tiraba de la cuerda de arranque, no se movía. Odiaba esas máquinas desde niño y, al parecer, ellas le correspondían.


Al final se rindió y optó por una pequeña hacha que se había llevado como apoyo.


El cielo estaba cada vez más negro y las temperaturas caían vertiginosamente. Debía darse prisa.


Él había sido pescador, no leñador, y sus habilidades con el hacha dejaban mucho que desear. Sabía hacer la hendidura en el tronco, y sabía que su ubicación era crucial para determinar hacia dónde caería el árbol.


Cruzó los dedos y asestó un golpe final. Un enorme crujido estalló en el aire y el árbol cayó.


Ya solo le quedaba arrastrarlo hasta la casa…



****


Dos horas más tarde, Pedro aún no había regresado. Ese hombre era un SEAL y, sin duda, capaz de derribar a un oso con una mano, pero eso no era excepcional en Alaska.


Aunque el lado más racional de Paula sabía que estaría bien, la parte aún perpleja por la muerte de su hermana y cuñado le advertía que no corriera riesgos. Apenas quedaban dos horas de luz.


Tras pasear inquieta por la cocina, marcó el número de sus padres.


–Papá, siento molestarte –lo saludó–, pero necesito tu ayuda. Puede que Pedro tenga problemas.


–Enseguida llego –fue la respuesta de Luis y colgó.


Nevaba copiosamente y las temperaturas habían caído en picado. Paula dejó a las niñas en el parque y, llevándose el monitor, salió de la casa.


–¡Pedro! –la nieve y los árboles amortiguaban sus gritos–. Pedro, ¿me oyes?


Si le había sucedido algo por su capricho de tener un estúpido árbol, jamás podría perdonárselo.


Temblando de frío, regresó al interior y se arrodilló junto al parque.


–Ahora mismo me gustaría que pudieseis hablar. Mejor aún, que fuerais lo bastante mayores para inculcarme algo de sentido común sobre mis ansias de perfección en la decoración.


Melisa había sido la gran decoradora. ¿Por qué se sentía ella empujada a reproducir lo que solía hacer su hermana? ¿Tenía algo que ver con sus inseguridades hacia Pedro?


El timbre de la puerta sonó y Paula corrió a abrir.


–Gracias por venir –ella lo abrazó con fuerza.


–Lo encontraremos –el hombre le tendió unas raquetas de nieve–. Sus huellas deberían ser fáciles de seguir.


–Pero no puedo acompañarte y dejar a las niñas.


–Yo las cuidaré –su madre apareció, con gesto de amargura y movimientos lentos, pero también con los brazos extendidos para recibir un abrazo.


–¿Seguro que estarás bien? –preguntó Paula.


–Estaré bien –la mujer asintió–. Ya hablaremos más tarde. Ahora id a buscar a Pedro.


Su padre estaba en lo cierto. Incluso con la tormenta, las huellas de Pedro eran visibles. Al comprobar lo profundamente que se había hundido, se sintió enfermar.


A medida que se adentraban en el bosque, la nieve caía con más fuerza.


–¡Pedro! –Paula sentía tal opresión en el pecho que temió sufrir un ataque.


–Le dije a tu madre que, si no volvíamos en una hora, llamara para pedir ayuda.


–¿Cómo conseguiste traerla?


–No lo hice. Ella misma decidió tomar los tranquilizantes solo por la noche. Y quiso venir.


–Eso es estupendo –los dientes de Paula empezaron a castañetear, por el frío y el miedo. Y se le ocurrió que, si su madre se encontraba mejor, debería haber llamado. ¿Seguía enfadada?


–¡Pedro! –gritó su padre.


–¿Luis? –respondió una voz en la oscuridad, seguido de un extraño ruido de arrastre.


–Pedro. Gracias a Dios –al verlo, las lágrimas rodaron por las mejillas de Paula. Con toda la rapidez que le permitían las raquetas, corrió hacia él y, tras rodearle el cuello con los brazos, lo besó en los labios sin importarle que su padre estuviera mirando–. Tenía tanto miedo de que te hubiera sucedido algo. ¿Por qué has tardado tanto?


–¿Tú qué crees? Fue por tu árbol –tras devolverle el beso, Pedro señaló a su espalda.


–¿Por qué elegiste uno tan grande? –preguntó Luis.


–Tu hija lo quería enorme. Temía que, si llegaba a casa con algo más pequeño, no me dejaría entrar –Pedro rio–. Lo que me dio fuerzas para seguir fue la imagen de una taza de café.


–Qué tonto –Paula sacudió la cabeza–. Te habría prometido un suministro vitalicio de café con tal de que regresaras antes.


–Y yo te habría tomado la palabra –Pedro le guiñó un ojo–, pero no me atrevía a regresar sin el árbol.


****

–Estás a salvo –Ana abrió la puerta y se santiguó.


–Siento haberos asustado –estupefacto, Pedro optó por no mencionar nada sobre el aspecto de su exsuegra. Por el bien de Paula, esperaba que marcara el inicio del regreso a la unión entre madre e hija–. Todo este asunto del árbol de Navidad se nos escapó de las manos.


Paula al menos tuvo la decencia de sonrojarse al oír la queja de Pedro.


–No debería habértelo pedido.


–Ya que tenemos aquí el árbol, lo mejor será colocarlo de pie –observó Luis–. A tu hermana le gustaba frente a la ventana, ¿verdad, Paula?


–Quitaré el arbolito ese de en medio –ella asintió.


De nuevo en la calle, Pedro intentó, otra vez sin suerte, arrancar la motosierra para recortar las ramas inferiores.


–¿Me permites? –preguntó Luis.


–Adelante –él se hizo a un lado.


La estúpida máquina arrancó a la primera, haciéndole sentir como un crío de doce años.


–Con esto debería bastar –minutos después, el padre de Paula, terminó su labor.


–Tiene buen aspecto –más que ansioso por terminar con aquello, Pedro agarró el árbol por la base del tronco para llevarlo al interior de la casa.


–Un momento –Luis le bloqueó el paso a las escaleras del porche–. Ya que estamos solos, ¿te importaría explicarme lo de ese beso?












viernes, 11 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 18



Tras unos días relativamente amistosos, seguidos de sus noches ardientes, Pedro se sentía completamente confuso. 


El martes, en cuanto Paula se fue al bar, llamó a su amigo, Calder.


–Estábamos hablando de ti –al fondo se oía el llanto de uno de los hijos de Calder.


Pandora y él tenían un hijo de tres años, una hija de uno, y Julia, producto de un anterior matrimonio de Pandora. Si alguien podía ayudarle con todo ese lío, era Calder.


–Se ha organizado una apuesta sobre si vas a regresar o no.


–Por supuesto que voy a regresar. Aún le debo dos años a la marina.


–Conoces a gente importante que te podría liberar de eso si lo necesitas.


–No es mi estilo.


–No he dicho que lo sea, pero sé lo que es encontrarte de repente con una hija, y tú tienes dos.


–Ya no. Estoy cuidándolas hasta que se cure el brazo de Paula, pero he renunciado a la custodia.


–Cooper nos lo contó –el sonido del llanto se intensificó, acompañado de agudos chillidos.


–Parece que estás en el zoo.


–Pandora y los chicos me regalaron un cachorrito por mi cumpleaños. El maldito no deja de mearse por todas partes, pero es tan mono que no me puedo enfadar con él.


–Te pillo en mal momento. ¿Debería llamar más tarde?


–En absoluto. ¿Qué sucede?


–No sé muy bien por dónde empezar. Después de lo que me hizo Melisa, ni en un millón de años pensé que volvería a plantearme un compromiso, pero entre Paula y yo ha surgido algo…


–Espera un momento –Calder gritó algo al niño, o al perro–. Lo siento, se me descontrolan. Escucha, antes de saber que quería casarme con Pandora, mi padrastro me dio un consejo estupendo.


–Te escucho.


–Lo sabrás cuando lo sepas.


–¿Te importaría elaborarlo un poco más? –«¿eso era todo?».


–No hay nada más –alguien soltó un aullido–. Lo siento, tío, pero Pandora se ha ido de compras con una amiga y aquí tengo una crisis. En serio, piensa lo que te he dicho. Lo mejor que hice en mi vida fue confiar en mí lo suficiente para creer en lo que hacía.


Pedro colgó y consideró seriamente tirar el teléfono a la basura.


Era evidente que el amor había trastornado el cerebro de su amigo. Nada de lo que había dicho tenía sentido. Pedro se había casado con la idea de que fuera para siempre, pero la ilusión se había roto y, para él, el amor era una farsa.


En cuanto a lo que sentía por Paula, no tenía ni idea.



***


Faltaban tres semanas para Navidad y Paula se sentía invadida por una sensación de urgencia. Acción de Gracias había sido un desastre, al menos en lo concerniente a sus padres, pero estaba decidida a hacer de la Navidad un día especial.


La festividad siempre había sido muy importante en Conifer.


Los artículos de decoración que les llegaban eran limitados y los habitantes tenían que ser rápidos para llevárselos en cuanto llegaran a Shamrock’s.


El martes por la mañana, Pedro y ella instalaron a las niñas en el SUV de Melisa y se dirigieron a una granja de abetos. 


Paula iba a comprar el más grande que encontrara.


–¿Seguro que es por aquí? –Pedro conducía y las gemelas parloteaban incoherencias.


–Según el mapa está en la calle Owl Creek, y es esta, ¿no?


Pedro frenó el coche y la miró con gesto severo por encima de las gafas de sol.


–Estamos en Deer Creek, porque esa fue la calle que me dijiste.


–¡Uy! –Paula esperaba que su sonrisa mejorara el ánimo de Don Gruñón. Iban a ser las primeras Navidades de las niñas y todo debía salir perfecto. Paula siempre había querido ir a esa granja, pero sus padres compraban árboles artificiales–. Con toda esta nieve, parece la misma calle.


–Claro, salvo por la señal en la que pone Deer Creek.


–Lo siento. En cuanto lleguemos estarás de lo más contento de haber hecho el viaje. Clementina compró aquí el árbol el año pasado y era espectacular.


Treinta minutos más tarde al fin llegaron a la granja Olde St. Nick’s. El trenecito turístico no funcionaba los días de diario, pero había muchos árboles y un pony negro, llamado Coal, para que las niñas pudieran montarse. El edificio en el que se alojaba Papá Noel, que también proporcionaba chocolate caliente y galletas, había sido decorado a semejanza de un poblado de Dickens. Miles de luces brillaban por todas partes, iluminando el nublado día. De los altavoces surgían villancicos y el aire estaba impregnado de un aroma de canela y pino. A Paula no se le ocurría mejor lugar para que Pedro recuperara su espíritu navideño.


–¿No te parece bonito? –le preguntó ella cuando se bajaron del coche–. ¿Hacemos una foto de las niñas montadas en pony o vamos primero a ver a Papá Noel?


–Yo creía que habíamos venido a comprar un árbol. Una incursión relámpago. Milimetrada.


–¿Qué te pasa a ti con las misiones? Será la primera vez que Vane y Vivi vean a ese tipo de rojo.


–Pensaba que le ibas a pedir a tu madre que te acompañara –Pedro cerró el coche.


–Lo hice, pero, como de costumbre, me rechazó.


–Lo siento.


–Es lo que hay –Paula fingió un tono casual. Estaba harta de sentirse dolida por su madre.


–¿Qué le ha pasado al sol? –Pedro se guardó las gafas en el bolsillo–. Tenía entendido que no iba a nevar hasta esta noche.


–Pues adelante con la nieve. Creará un ambiente todavía más festivo.


–¿Sabes que hablas como un elfo lunático? Por lo que he leído, dudo que las niñas recuerden siquiera esta Navidad.


–Pero tendrán fotos. ¿Quieres que sean las únicas del colegio que no hayan conocido a Papá Noel?


–Te voy a dar una noticia –Pedro abrió la puerta del corral del pony–. Aún les quedan unos añitos para ir al colegio.


–Tú calla.


Dado que no había casi nadie, las gemelas disfrutaron de una vuelta más larga. Mientras Pedro caminaba junto al pony, sujetando a ambas niñas sobre la silla, Paula tomaba fotos.


Al cabo de unos minutos, el pony soltó un bufido y Viviana se asustó, estallando en llanto.


–Ya está –Pedro las bajó de la silla–. Se acabó el paseo. Vamos a elegir el árbol antes de que empiece a nevar.


–De eso nada. Primero hay que ver a Papá Noel –Paula continuó haciendo fotos–. ¿Verdad que son la cosa más mona que hayas visto nunca?


–Apuesto a que estas niñas quieren sonajeros nuevos para Navidad –la estruendosa risa de Papá Noel aterrorizó a Vanesa.


–Y ahora que las dos han sido concienzudamente traumatizadas, ¿podemos acabar con esto?


–¿A ti qué te pasa? –susurró Paula para que Papá Noel no la oyera.


–No me gustan estas cosas, eso es todo.


–¿A qué te refieres? –ella tomó a Vanesa en brazos.


–Todo este numerito.


–No sabía que no te gustara la Navidad –Paula contempló el horizonte, cada vez más negro.


–No es nada personal, pero mamá murió una semana antes de Navidad y, desde entonces, el recuerdo anula todo lo demás.


–Espero que no me tomes por loca, pero ¿nunca se te ha ocurrido elaborar nuevos recuerdos? Pasaste unas cuantas Navidades con nosotros, y parecías muy contento.


–Porque Melisa siempre me estaba dando la lata para que sonriera –bufó él.


–Lo siento –lo cierto era que Paula recordaba al niño siempre triste. Ella le tomó una mano.


–¿Ves algo que te guste?


–Un cambio de tema muy hábil –Paula se puso de puntillas y lo besó–. ¿Qué te parece si estas Navidades recuerdas los momentos felices con tu madre? Mejor aún, ¿qué te parece si hacemos que estas sean tan perfectas que querrás volver a celebrarla una y otra vez?


–Eres demasiado buena –él la abrazó–. No te merezco.


–Es verdad –bromeó ella–, pero de momento estamos aquí los dos con esos adorables angelitos. ¿Qué tal si fingimos ser una familia?


–¿Eso te gustaría?


Paula tragó nerviosamente. No tenía ni idea de qué quería, aparte de estar con ese hombre. Si él la seguía en el estúpido juego, sería eso, un estúpido juego. Pasado Año Nuevo se marcharía. Y ni siquiera sería una ruptura verdadera. ¿Cómo reclamar a un hombre que jamás había sido suyo?


Y para empeorarlo todo, como siempre sucedía en una pequeña ciudad, el abrazo tuvo testigos. El cliente habitual del bar, Rufus, al parecer trabajaba en la granja y recortaba un arbolito mientras la señalaba con un dedo.