jueves, 10 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 14




En cuanto cerraron la puerta, dieron rienda suelta a sus deseos.


Paula le arrancó la camisa mientras él hacía lo propio con el vestido. Como una mujer ciega que hubiera visto el sol por primera vez, se deleitó con la contemplación de los fuertes músculos.


Amparada en la oscuridad, se olvidó de preocuparse por lo que pensaría al verla desnuda.


Pedro la empujó contra la pared, que resultó ser la puerta del baño. Tanto daba.


–Qué hermosa eres –susurró él, acelerándole el pulso hasta límites imposibles.


–No…


–Calla –Pedro la besó, agachándose para descender por debajo del ombligo, entre las piernas.


Paula hundió las manos en sus cabellos y se abandonó al rápido clímax que dio paso al siguiente. Las caricias de Pedro la transportaban a un lugar donde todo era posible.


Cuando la soltó para sacar un preservativo de la cartera, ella pensó que estaba preparada, pero nada más lejos de la realidad.


Con los ojos cerrados, la pura belleza del movimiento, de los dos volviéndose al fin uno, le provocó tal emoción que no fue capaz de contener las lágrimas.


–¡Eh! ¿Quieres que pare? –él se detuvo.


–No, por favor –Paula hundió los dedos en su espalda, animándolo a seguir.


–¿Qué sucede?


–Por favor, Pedro, no pares.


–¿Y qué otra cosa puedo hacer? –Pedro apoyó las manos en la pared–. Estás llorando.


–Últimamente siempre estoy llorando. No es para tanto.


–Paula…


–Esto es muy importante para mí –ella lo besó–. Créeme. Lo deseo, más de lo que imaginas.


–De acuerdo entonces… –Pedro nunca había visto nada más hermoso que Paula, desnuda ante él, sonriendo con timidez, mirándolo a los ojos–. ¿Seguimos en la ducha?


–Suena un poco salvaje –Paula soltó una risita nerviosa–. A mí me gusta salvaje, ¿y a ti?


–Por supuesto… Siempre que tú estés segura.


–Piensas demasiado –ella abrió el grifo–. Y al parecer también llevas demasiado tiempo lejos de Conifer. ¿Has olvidado la regla sobre las fiestas de tormenta?


–No la he olvidado. Créeme, estoy dispuesto a portarme como un salvaje. Pero, Paula, no quiero hacerlo a tu costa. Estabas llorando –Pedro quiso sostenerle la mirada, pero le faltó fuerza.


–Por si no te habías dado cuenta, últimamente siempre estoy llorando. Pero esta vez –ella le obsequió con un dulce beso– eran lágrimas de felicidad. Lo que más deseo es estar contigo. Siempre lo he deseado. Si mis padres lo supieran, me desheredarían. Pero esta noche nadie tiene por qué saberlo, aparte de nosotros dos.


–¿Estás segura entonces? –él se hundió en los ojos color chocolate.


Paula asintió.


–Cielo. Manos a la obra –Pedro la empujó contra la pared y la levantó para que ella pudiera rodearlo con brazos y piernas–. ¿Preparada para despegar?



****

Cuando Paula despertó para ir al cuarto de baño, aunque seguía reinando la oscuridad, supo que la tormenta había pasado y la luz de la luna ofrecía un hermoso paisaje. Casi tanto como la visión de Pedro que, tras hacer el amor por tercera vez, se había quedado dormido.


De no sentirse dolorida en ciertas partes de su cuerpo, no se podría creer lo sucedido.


Pero había sucedido.


Sabía que acostarse con Pedro no había cambiado nada. Él se marcharía el domingo por la mañana temprano y ella criaría sola a sus sobrinas. No creía en los cuentos de hadas, pero tras disfrutar de una noche inigualable, por muchas desgracias que le acontecieran en su vida, siempre le quedaría la noche en que fue una princesa.


Paula bebió un trago de agua y regresó a la cama. Pedro murmuraba algo y, de una patada, se desembarazó de la sábana. Fuera lo que fuera que estuviera soñando, parecía inquietante.


¿Debía despertarlo?


–¿Pedro? –cuando sus gemidos parecieron de dolor, le tocó el hombro–. ¿Estás bien?


–¡No, no! –él sacudió la cabeza.


–¿Pedro? Despierta –ella lo sacudió un poco más fuerte.


–¿Melisa? –sobresaltado, Pedro abrió los ojos. Parecía perdido.


Paula se quedó paralizada. Debía de haberlo entendido mal. 


Minutos antes había estado a punto de estallar de felicidad, pero de repente fue consciente de la magnitud de su error. 


Sabía que Pedro ya no estaba enamorado de su hermana, pero habían compartido un pasado significativo. Tanto que Melisa seguía apareciendo en sus sueños… o pesadillas.


–¿Nena? –con los ojos cerrados de nuevo, Pedro pataleó en el aire–. ¿Eres tú?


Aunque él se sumió en un pacífico sueño, para Paula no hubo más descanso.


A las cinco de la mañana, harta de intentar dormirse, se vistió, peinó y escribió una nota para Pedro indicándole que lo esperaba en el vestíbulo.


Necesitaba un café, bollos y un lugar donde procesar sus pensamientos, por oscuros que fueran.


****

Pedro lamentó no encontrar a Paula en la cama cuando despertó. Después de la salvaje noche que habían compartido, no le hubiera importado darle un beso de buenos días.


Menuda locura que, tras años siendo amigos, hubieran descubierto que había algo más. Y qué triste que estuviera a punto de marcharse. Tenía que hacerle entender que, a pesar de su marcha, aquello no había sido solo sexo. Ella siempre había sido muy importante para él, y lo seguía siendo. No estaba muy seguro de cómo encajaba Paula en su mundo, pero ya se ocuparía de ello en otro momento.


Al bajar al vestíbulo la encontró sentada en el sofá frente a la chimenea. Llevaba los cabellos recogidos en una cola de caballo. Incluso desde lejos se veía que no estaba bien.


–Hola… –él la besó en la cabeza y se sentó a su lado–. Menuda noche, ¿eh?


La sonrisa de Paula no alcanzó los ojos inyectados en sangre.


–¿Todo bien? –preguntó Pedro con una mano apoyada en el delicioso muslo.


–Me alegra que hayas bajado –ella asintió–. Deberíamos irnos. El vuelo sale dentro de una hora.


–Deberías haberme despertado. Podríamos haber desayunado juntos.


Ella se limitó a encogerse de hombros.


–¿Te importaría explicarme qué me he perdido? –él miró a su alrededor–. Después de lo de anoche, tu frialdad empieza a asustarme.


–Bien, pues estamos en paz –antes de que él pudiera preguntarle qué significaba eso, Paula llamó al taxista–. Hemos tenido suerte –anunció tras colgar–. Está a unos minutos de aquí.


–Genial. Con suerte tendremos tiempo suficiente para que me expliques qué demonios te pasa. ¿Tiene algo que ver con mi marcha?


–¿Podemos regresar a Conifer y ya está? –ella sacudió la cabeza–. Lo de anoche fue un error y ambos lo sabemos.


–¿Bromeas? –Pedro tomó la mano de Paula–. Anoche no fue solo espectacular. También me abrió los ojos a una nueva tú. Eres como Paula, pero mucho mejor. No me queda más remedio que regresar a la base, pero estaba pensando que tú y las chicas podríais venir de visita en vacaciones. ¿No te parece divertido?


–No tienes la menor idea, ¿verdad? –ella se soltó, los ojos de nuevo anegados en lágrimas.


–¿No tengo la menor idea de qué? –Pedro empezaba a estar harto del jueguecito.


–Vamos –del exterior llegó el sonido de un claxon–. Es nuestro taxi.


–¿Y la factura?


–Pagada.


–Maldita sea, Paula –él la agarró del brazo–, no nos movemos de aquí hasta que me expliques qué sucede.


–Llamaste a Melisa. ¿Satisfecho? –ella sacó un pañuelo del bolso y se secó los ojos–. Después de pasar toda la noche haciéndome el amor, resulta que tu subconsciente prefiere a mi hermana.


Mientras Pedro intentaba asimilar la gravedad de lo que acababa de oír, Paula salió a la calle.


Corrió tras ella y estuvo a punto de agarrarla cuando resbaló en la nieve, pero no llegó a tiempo y Paula aterrizó sobre un brazo. Aquello no tenía buena pinta.


–¿Estás bien?


–Sí –insistió ella mientras rechazaba todos sus intentos de ayuda–. Déjame, por favor.


Al menos le permitió abrirle la puerta del taxi. Después se sentó a su lado.


Sin ganas de airear los trapos sucios delante del taxista, esperó a haber facturado en el aeropuerto.


–En cuanto a lo de anoche –susurró en un tranquilo rincón–. ¿De verdad me echas la culpa de algo que dije en sueños? Demonios, si ni siquiera me acuerdo de qué trataba.


–Pues debía ser bueno. Después de muchos gemidos, gritaste su nombre y la llamaste «nena».


–Estás siendo paranoica –espetó él–. Entendería que estuvieras alterada si no hubiésemos utilizado preservativos, o si te hubiera quitado la sábana –rio–. Tú, mejor que
nadie, debería saber el dolor que me causó tu hermana, mientras que tú siempre me has hecho sonreír.


Sin pedirle permiso, Pedro la besó y Paula no pudo evitar suspirar.


–Paula, siento haberte hecho daño sin querer. Lo cierto es que, al menos para mí, lo de anoche fue increíble, pero ahí se acaba todo.


–Gracias por la disculpa –ella asintió. Lo que le había contado tenía sentido–. Te comprendo. Si supieran en la ciudad que estamos juntos, los chismosos iban a hacer el agosto –respiró hondo antes de continuar–. No voy a mentirte, oírte llamar a mi hermana me despedazó el corazón, y estaba demasiado borracha de sexo para comprender que, como bien has dicho, lo de anoche no puede ser nada más que diversión. Placer compartido por dos adultos en una fiesta de tormenta.


–¿Te apetece un café? –Pedro apoyó los codos en las rodillas.


Ella sacudió la cabeza.


Después de una espera interminable, Pedro consiguió su café y llegó el momento de embarcar.


De nuevo Paula palideció al subir al avión, pero en esa ocasión no le dejó que le tomara la mano. Tanto mejor, en opinión de Pedro.


Cuanto antes se alejara de ella y regresara a Virginia Beach, mejor.



*****

El vuelo duró treinta y cinco minutos, a los que hubo que añadir otros quince hasta llegar a casa de Alex y Melisa, donde Fer les esperaba con las niñas en brazos.


–¿Qué pasa entre Paula y tú? –preguntó su padre con disimulo.


–Es una larga historia.


–¿Una historia buena o mala?


–Un poco de las dos –Pedro rio.


–¿A qué hora vengo a buscarte mañana para llevarte al aeropuerto? –el hombre frunció el ceño.


–A las seis de la mañana, por favor.


–Hecho –el inesperado abrazo de su padre no podría haber llegado en mejor momento.


Pedro no le parecía bien tener que marcharse, pero estaba seguro de no poder quedarse.


Para cuando al fin se quedaron a solas, no supo si Paula seguía enfadada con él o si había algo más. Estaba muy pálida y, al tomar a una de las niñas en brazos, había dado un respingo.


–¿Estás bien? –preguntó él de nuevo.


–Estoy bien. Pero, cuando termine de lavar estos biberones ¿podemos hablar?


–Déjame ayudarte –Pedro vio la mano hinchada–. ¿Intentas engañarme? Estás herida, ¿verdad?


–Estaré bien. Quisiera pedirte disculpas por lo de esta mañana. Anoche fue tan… y yo…


–Disculpas aceptadas. Y dado que tienes el brazo demasiado hinchado para que te arremangue, voy a quitarte el jersey, ¿de acuerdo?


Ella asintió.


El brazo de Paula presentaba varios tonos de morado, indicando que debía de estar roto.


–Pero, bueno, ¿cuándo tenías pensado ocuparte de esto?


–Pensé que dentro de un par de días estaría mejor.


–Ni hablar –él arrojó el jersey sobre mostrador de la cocina y la condujo hasta el sofá–. Espera mientras voy a buscarte una camiseta. Luego nos vamos al hospital.



***


–¿Y no puede ser que no haya interpretado bien las radiografías? –una hora más tarde, Paula estaba sentada en la camilla de la clínica de Conifer. Pedro aguardaba en la sala de espera y, por los llantos camuflados que le llegaban, él tampoco debía de estar pasándoselo en grande.


–Lo siento, cielo –la doctora Murdock rio–, pero me temo que te espera un mínimo de seis semanas escayolada. La buena noticia es que tenemos una de color rosa.


–No solo no soy nada cursi –Paula gruñó–, no puedo permitirme tener un brazo inutilizado.


–Bueno, sobre eso no puedo hacer nada. Pero tengo muchos más colores. ¿Rojo? ¿Naranja? ¿Negro? Ya falta poco para Navidad, ¿qué tal verde?


–Supongo que quedaría bien.


Media hora más tarde, con una escayola verde de dos toneladas y una receta de analgésicos, Paula se reunió con Pedro en la sala de espera.


–Te lo dije –Pedro levantó la vista y frunció el ceño.


Ella le sacó la lengua.


–No me propongas nada divertido –él le guiñó un ojo.


–Calla. Esto duele y no puedo tomarme nada.


Tras instalar a las niñas en el cochecito salieron al soleado aparcamiento.


–¿Por qué no puedes tomarte nada?


–¿Te parece buena idea atontarte con medicamentos mientras tienes que cuidar de dos bebés y solo tienes una mano?


–No había pensado en eso –Pedro abrió la puerta del SUV–. Siéntate. Yo me ocupo de las niñas.


–Gracias –Paula cerró los ojos y levantó el rostro hacia el sol.


Todo iba a salir bien, siempre y cuando mantuviera una actitud positiva y trabajara duro. Era perfectamente capaz de criar a sus sobrinas, cuidar de su familia y llevar el bar. La escayola ni siquiera la frenaría. Pan comido.


–¿Qué te parece si pido que me prolonguen el permiso? –preguntó Pedro de repente.


–¿Qué? ¿Por qué? –el corazón de Paula dio un brinco.


El problema era que cuanto más tiempo pasaba con él, más consciente era de que debía marcharse, no solo por su trabajo en el ejército, también por la paz mental de ella. La doctora le había recordado la proximidad de las vacaciones. 


Paula tenía que conseguir que la familia regresara a la normalidad y no podría hacerlo con Pedro cerca.


–Es evidente que necesitas ayuda. Y yo no podré tener la mente puesta en el trabajo si estoy preocupado por ti. De modo que he pensado en alargar mi permiso. Es una idea estupenda, ¿a que sí? –Pedro le dedicó su sonrisa especial marca de la casa.


Con el recuerdo de lo que era capaz de hacer con esa boca, ella intentó cubrirse el rostro con las manos. Pero lo único que consiguió fue golpearse la nariz con la escayola.


¿Podía ir peor ese día? Daba igual que Pedro se marchara al día siguiente o el día de Año Nuevo. Tarde o temprano se marcharía. Y aunque no tenía derecho a desear que se quedara para siempre, lo deseaba. Y temía que siempre lo desearía.


Además había otro problema. El que Pedro hubiera llamado a Melisa en sus sueños le indicaba que, por ardientes que fueran sus noches, siempre sentiría por ella una pizca menos de lo que había sentido por su hermana.


Y ella se merecía algo más. Si no podía ser la primera para Pedro, prefería no tenerlo en absoluto.


–Eres un encanto al pensar en mí –Paula pegó una sonrisa artificial en su rostro–, pero las niñas y yo estaremos bien. Lo mejor será que te marches.



******



–Si esto tiene algo que ver con lo de anoche… –Pedro no sabía qué pensar.


–No, en absoluto –lo tranquilizó ella–. Pero lo mejor será acabar cuanto antes con lo inevitable. Anoche fue…


–Entiendo, y seguramente tienes razón –si había esperado otra reacción, el rostro de Paula no lo reveló. ¿Tan poco le había afectado lo sucedido?–. Me marcharé tal y como tenía previsto.


–Bien.


La actitud de esa mujer lo estaba fastidiando. ¿Era realmente así de displicente o se trataba de una pose? Se conocían de toda la vida. Si había alguien con quien pudiera mostrarse tal y como era, ese alguien era él.


Por otra parte, ¿por qué iba a mostrarle lealtad? La amistad de la que habían gozado se había producido hacía una eternidad. ¿Había creado la muerte de su hermana una realidad artificial, forzándoles a una reunión? ¿Una reunión que no era más que una ilusión?


¿Sería Paula la única lo bastante inteligente como para llamar a lo sucedido la noche anterior por su nombre? Un revolcón en una fiesta de tormenta entre dos viejos amigos.
Ignorando las protestas de Paula, paró en la farmacia para comprar los analgésicos para que, al menos aquella noche, pudiera sentir alivio.


–Tómatelo –le ordenó al llegar a la casa.


–Soy perfectamente capaz de ocuparme de las niñas.


–Lo sé.


–Entonces déjame…


–Paula, por favor, solo tendrás que aguantarme una noche más. Deja que te cuide –Pedro le sostuvo la mirada.


Dejarla sola con las gemelas ya era bastante malo. Hacerlo en esas circunstancias le hacía sentirse como el mayor cretino del mundo.


–Claro. Como quieras. Lánzame las llaves para que, al menos, pueda abrir la puerta.


Pedro condujo a Paula hasta el sofá. Le llevó un refresco, la medicina y el móvil.


–¿Te traigo unas galletas saladas? No creo que debas tomarte eso con el estómago vacío.


–Gracias, no será necesario.


Pedro empezó a preparar la chimenea, pero se detuvo y se sentó sobre la fría piedra.


–¿Alguna vez volverás a hablarme con normalidad?


–Creía que ya lo estaba haciendo.


–Sí, claro –bufó él.


–Lo siento. Es que me duele y estoy furiosa conmigo por tener tanta prisa esta mañana y caerme.


Pedro deseó que siguiera hablando, que admitiera que también estaba alterada por su inminente marcha. Pero ella tomó una revista que Fer había dejado y comenzó a hojearla.


–¿Dónde estarás mañana a estas horas?


–Supongo que en el avión –a Pedro le sorprendía que le importara–. Saldré de Anchorage a las nueve y veinticinco de la mañana, pero no aterrizaré en Norfolk hasta las diez y cuarto de la noche. Va a ser un día muy largo.


–Pero un buen día –la tímida sonrisa de Paula encogió el estómago del soldado–. De niña siempre soñé con viajar. Debe de ser emocionante recorrer el mundo como lo haces tú.


–Lo es. Lo era, pero a menudo la marina nos lleva a sitios a los que no iría una persona sensata.


Había tantas cosas que quería decirle, pero ¿por dónde empezar?


Jamás habría pensado que se alegraría de oír el llanto de las niñas, pero en ese caso, la distracción fue más que bienvenida.


–Supongo que es la hora del biberón.


–¿Quieres que te ayude?


Pedro confió en que su mirada fuese lo suficientemente elocuente.


–Ven aquí, bichito –con Viviana en brazos, se dispuso a preparar los biberones. La mirada azul anegada en lágrimas de la pequeña lo desarmó–. Vas a ser una rompecorazones.
Desde el parque, Vanesa mostró su descontento ante la atención que acaparaba su hermana.


–Un segundo, cariño. Casi he terminado. Enseguida me ocupo de ti.


Por el rabillo del ojo captó un movimiento desde el sofá hacia las escaleras. Se volvió justo a tiempo para ver desaparecer a Paula por el pasillo.


Paula llegó al cuarto de baño instantes antes de vomitar en el inodoro. ¿Por qué no le había hecho caso a Pedro cuando le había aconsejado comer algo? ¿En qué más tenía razón? ¿En querer quedarse?


Había deseado desesperadamente acceder a su plan, pero ¿de qué serviría?



****


Sentada en el borde de la bañera, apoyó los codos sobre las rodillas. Quería llamar a Pedro, pero se marcharía por la mañana y ella tendría que aprender a vivir sola, y parecer feliz por ello.


El llanto de las gemelas ascendió tímidamente desde la planta inferior y, segundos más tarde, Pedro apareció en la puerta del baño.


–¿Estás bien?


–Odio tener que reconocerlo –ella asintió–, pero tenías razón sobre lo de las galletitas saladas.


–Lo siento –como si le hubiese leído la mente, tomó una de las toallas de diseño de Melisa, la mojó y la presionó contra su frente.


–Gracias. Debería haberte hecho caso.


Los llantos provenientes de la planta inferior se hicieron más fuertes.


–¿Estarás bien si te dejo un segundo? –Pedro le besó la cabeza–. Las subiré aquí.


–Estoy bien. No hace falta que te des prisa –«ni siquiera que vuelvas», pensó ella.


Las gemelas se tranquilizaron al poco rato y Paula oyó a Pedro hablar por teléfono. Arrastrándose fuera del baño, se acercó a la escalera y escuchó.


–Sí, señor… Gracias… Lo mismo digo, señor.


¿Con quién estaba hablando? ¿Con su padre?


–Se lo confirmaré… Sí, señor. Gracias de nuevo.


Paula nunca le había oído llamar «señor» a Javier.


Oyó gemir a una de las gemelas y decidió bajar a echar una mano, y de paso enterarse mejor de con quién hablaba Pedro. Su gesto había cambiado por completo. La voz era más grave y tenía los hombros cuadrados.


Durante un segundo ella recordó la ducha compartida y el aspecto de esos hombros mojados y cubiertos de jabón. Con la boca seca, obligó a su pulso a calmarse y a su mente a despejarse.


–¿Quién era? –preguntó en lo que esperaba fuera un tono despreocupado.


–Mi superior –Pedro se agachó para tomar a la llorosa Viviana en brazos–. ¿Qué pasa, princesa? ¿El aperitivo te ha sabido a poco?


Las risitas del bebé contribuyeron a empeorar el estado de ánimo de Paula. Las gemelas habían perdido a sus padres y se preguntó cómo les afectaría perder a Pedro.


Pedro se agachó de nuevo y tomó a Vanesa. Con las dos niñas en brazos, se dirigió a la cocina en busca de dos biberones y regresó al sofá.


–¿Quieres que me ocupe yo para que puedas hacer la maleta?


–¿No te he ordenado que descanses? –él le dedicó de nuevo esa sonrisa que la destrozaba.


–¿Y desde cuándo hago lo que me dices?


–Eso es verdad –Pedro rio.


–¿Me pasas un biberón? –Paula se sentó a su lado y tomó a Vanesa con el brazo bueno.


Mientras terminaban de dar de comer a las niñas se hizo de noche y Paula sintió un escalofrío.


–Voy a bañar a estos dos monitos y las acuesto –Pedro se levantó–. Si luego sigues despierta, ¿quieres ver una película o que charlemos frente al fuego?


–¿Disculpa? –de pensar por un segundo que le hablaba en serio, la elección habría sido obvia.


–Estaba bromeando. Te veo dentro de un rato.


Pedro, tienes que hacer la maleta. Yo puedo ocuparme del baño. No es gran cosa.


–Relájate –de nuevo la sonrisa–. Tenemos todo el tiempo del mundo.


–Eso, suponiendo que no duermas. ¿No le pediste a tu padre que viniera a las seis a buscarte?


–Supongo que debería llamarle para explicarle que ya no necesito sus servicios de taxista.


–¿De qué hablas? –preguntó ella con los ojos entornados.


–¿A que te gustaría saberlo?


–Pues sí –Paula no estaba de humor para bromitas–, me gustaría.


–¡Cálmate, Pau! No necesito a papá por una razón muy sencilla. No me marcho.


–¿Por… por qué? –ella no estaba segura de haberlo oído bien.


–¿No es evidente? Tienes un brazo roto, estos angelitos necesitan mucha atención y, egoístamente –murmuró mientras la miraba fijamente–, no me importaría seguir investigando a ese genio que dejamos salir de la botella.


Mientras él subía las escaleras, Paula echó la cabeza hacia atrás y suspiró. «Se queda».


Lo cual significaba que su cordura pronto desaparecería.








UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 13





–¿Aliviado? –le preguntó Paula a Pedro en el taxi mientras regresaban del juzgado al aeropuerto. La tormenta aún no había comenzado y cuanto antes se marcharan de allí, mejor.


–No –él miró por la ventana. La firma de la renuncia de sus obligaciones parentales y económicas sobre las hijas de Melisa había llevado menos de diez minutos–. Tenemos tres horas hasta que salga nuestro vuelo. Déjame invitarte a cenar. ¿Te apetece un buen filete?


–Si tú quieres –Paula se encogió de hombros.


–Señor –Pedro se dirigió al taxista. Cualquier cosa antes de estar tres horas sentado con ella en el aeropuerto–. ¿Le importaría llevarnos a ese restaurante que acabamos de pasar?


Una camarera los acomodó en una mesa junto a la chimenea. Toda la decoración estaba basada en cornamentas: colgadas de las paredes, en forma de candelabros, incluso en la barandilla de las escaleras que conducían a las habitaciones del hostal.


–No sé tú, pero me parece que aquí faltan algunas cornamentas –observó Pedro en cuanto la camarera se hubo marchado tras anotar el pedido.


–¿Eso crees? –por primera vez en todo el día, Paula sonrió.


Las bebidas llegaron.


–Mamá nos trajo a Melisa y a mí a este lugar para asistir a un festival de bordados hace un par de años –comentó ella tras beberse casi toda la copa–. Estuvo bastante bien.


–Me alegra oírlo.


–Los bordados nunca fueron mucho de mi agrado. Me divertí más al año siguiente cuando papá y yo nos alojamos en el Robe Lake Lodge. Pesqué un tiburón salmón –Paula vació su copa–. Él jamás lo reconocerá, pero estoy segura de que sigue celoso.


–No lo culpo.


–¿Ves a nuestra camarera? –eran las dos de la tarde y en el comedor solo había otros tres comensales, por lo que no resultó complicado encontrarla sentada en una esquina.


–¿Necesitas algo?


Paula levantó la copa vacía hacia la mujer.


–No has desayunado ni comido. ¿Deberías tomar otra?


–El domingo a estas horas ya te habrás marchado. ¿Qué más te da?


–Me importas –Pedro le quitó el vaso vacío de las manos.


La camarera le sirvió a Paula la segunda copa.


–La semana que viene a estas horas ya ni te acordarás de mi nombre –la copa desapareció y la cremallera del jersey bajó–. ¡Uy! ¡Qué calor hace aquí dentro!


Parte del sujetador negro de satén quedó expuesto y Pedro sintió al instante una erección que lo obligó a cambiar de postura. No necesitaba que nadie le recordara el tiempo que llevaba en el dique seco. Ni estaba dispuesto a acabar con él con Paula.


–Quizás deberías hacer algo al respecto –él señaló la cremallera e hizo el gesto de subirla.


Paula miró hacia abajo y sacudió una mano en el aire.


Fue Pedro quien se inclinó por encima de la mesa e hizo el trabajo.


–¿Sabes? –ella habló en tono sobrio–. Esto resume mi vida. Siempre he sido la niña buena y siempre hay alguien que me sube la cremallera. ¿Pues sabes qué? Estoy harta de ser buena. Y aquí me tienes, madre de dos niñas y ni siquiera disfruté de buen sexo antes.


–¿No hicieron un buen trabajo los tipos con los que has estado? –Pedro se atragantó con su copa y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie hubiese oído la queja de Paula.


–Para nada –ella reflexionó durante unos segundos–. Sin duda es una señal de que necesito beber más para sacar el valor.


–¿Valor para qué?


–Para todo este asunto de la madre soltera, pero, sobre todo, estoy bebiendo todo lo que puedo para no olvidar que debo mantener las manos lejos de ti.


De nuevo alzó la mano, pero Pedro consiguió agarrársela antes de que llamara la atención de la camarera.


–¿Tan malo sería?


–¿El qué?


–Que pusieras tus manos sobre mí.


–Sería lo peor del mundo –Paula bufó–. No me malinterpretes, eres más apetecible que una manzana envuelta en caramelo, pero no pienso darte ni un mordisco, ni siquiera lamerte.


La idea de esa mujer lamiéndolo provocó una nueva sacudida en Pedro. Lo que había pretendido ser una comida de celebración se estaba convirtiendo en una aventura sexualmente frustrante. Para cuando la camarera llegó con los filetes y las ensaladas, nevaba tanto en el exterior que ya no se veía la calle.


Pedro consultó el móvil y descubrió que la tormenta no solo se había adelantado, era más fuerte de lo esperado.


–Eh… ¿qué te parece si me dejas cortar a mí la carne? –sugirió cuando Paula estuvo a punto de apuñalarse a sí misma con el cuchillo.


Al acercarse aspiró el aroma floral de sus cabellos que le recordaron tantos paseos por el campo.


Se había casado con Melisa, pero se había divertido con Paula.


Una sensación de culpa hizo que se encerrara en sí mismo.


La camarera regresó con la carta de postres y Pedro pidió tarta de queso.


–¿Tienen tarta de carne? –dijo Paula apenas aguantándose la risa.


–Comprobaré nuestro vuelo –él consultó de nuevo el móvil.


–¿Por qué? –ella estaba sentada frente a la chimenea.


–Mira a tu espalda.


–¿Sabías que el accidente de Alex y Melisa se produjo por el mal tiempo? –ella cerró los ojos.


–Sí –su padre le había contado que habían despegado de Conifer con buena visibilidad, pero que habían quedado atrapados en una tormenta al sur de Anchorage. Pedro dudaba que fueran a ir a ninguna parte–. Llamaré a las líneas aéreas.


–¿Y bien? –preguntó Paula cuando él hubo colgado la llamada.


–De momento no sale ningún vuelo.


–Y justo cuando pensaba que ya no iba a tener que resistirme a ti por mucho más tiempo –ella soltó un gemido y apoyó la cabeza sobre la mesa.


–Aguanta –cómo le hubiera gustado doblegar esa escasa resistencia, pero su padre lo había educado bien y jamás se aprovecharía de una chica que hubiera bebido de más.
Terminó la tarta de queso y echó la silla hacia atrás–. Voy a reservar un par de habitaciones. Dormiremos bien y mañana por la mañana lo intentamos de nuevo. Seguro que a papá y a Fer no les importa quedarse con las niñas. ¿Te parece bien?


Quizás el gesto que ella hizo fue de asentimiento, pero la expresión no podía ser más cariacontecida.


Cinco minutos después, Pedro regresó, aunque no con las noticias que ella esperaba oír.


–Solo les quedaba una habitación.



*****


Paula despertó de una siesta de tres horas y descubrió a Pedro sentado a su lado en la enorme cama. En la televisión, una mujer acababa de ganar un premio en un concurso, pero él no parecía siquiera interesado. El atractivo perfil lucía estoico, resignado a pasar la tormenta con ella cuando seguramente preferiría la compañía de una bonita rubia.


La habitación estaba a oscuras, salvo por el reflejo de la pantalla del televisor. Fuera, el viento aullaba y el viejo edificio se estremecía con algunas ráfagas.


Cualquier persona normal estaría asustada, pero los habitantes de Alaska eran de todo menos normales y del bar llegaba el sonido de una fiesta en todo su apogeo.


–¿Qué darías por estar tumbado en una playa de Hawái en estos momentos?


–La bella durmiente ha despertado –Pedro sonrió–. Estuviste muy traviesa en la comida.


–¿En serio? –ella bostezó–. No recuerdo mucho después de la tercera copa.


–Qué típico –bromeó él–. Ven aquí.


Pedro la agarró de la cintura y la atrajo hacia sí hasta que la cabeza de Paula estuvo apoyada contra su pecho. Justo donde ella deseaba estar, pero sabía que no debería estar.


–Me gustas un poco achispada –Pedro le besó la cabeza–. Tu sinceridad resultó muy excitante.


Ella gruñó e intentó apartarse, pero él no se lo permitió.


–No recuerdo bien todo lo que dijiste, pero sí que en un momento dado hablaste de lamerme.


–Cállate –Paula se cubrió el sonrojado rostro entre las manos.


–Lo haría con gusto, pero conseguiste grabar esa imagen en mi mente. Y luego estuvo eso que hiciste con los espárragos…


–Que te calles.


–De eso nada –Pedro le levantó el rostro y la besó muy despacio.


Cuando ella gimió, la atrajo hacia sí y deslizó una mano bajo el jersey. Estar con él así resultaba tan natural, tan correcto. 


Pero ¿en qué estaba pensando?


Pedro, no –ella lo apartó de un empujón–. No podemos hacer esto. Está mal.


–¿Por qué?


Su mente se llenó de las imágenes de su madre y de Sofia. 


Y también imágenes de su preciosa hermana el día que se casó con Pedro.


–No puedo. No quiero ser la clase de mujer que…


–¿La clase de mujer que vive su vida?


Esa era la pregunta que le había llevado a pedir la primera copa. En cuanto Pedro hubo firmado los papeles de renuncia, se había iniciado el fin de su vida compartida. La idea de no volver a jugar a las familias con él, de dejar de intercambiar ocasionales contactos físicos o miradas, le había empujado a buscar el valor en la bebida.


Desde luego que vivía su vida. Una vida muy solitaria.


–Ja, ja –Paula saltó de la cama–. Te crees muy gracioso.


–Solo intento ser realista –Pedro bostezó–. ¿Tienes hambre?


–No –«sí». ¿Cuándo no tenía hambre?, pero pensar en la última dieta que había abandonado no le haría ningún bien a su maltrecho ánimo.


–¿Te importaría acompañarme mientras me tomo una hamburguesa?


–Claro. En cuanto encuentre mis zapatos nos bajamos.


El bar estaba abarrotado y los únicos asientos libres eran dos banquetas junto a la barra.


Mientras Pedro llamaba a su padre para interesarse por las gemelas, Paula llamaba a su bar. Craig y Trevor le aseguraron que todo estaba en orden y el local también lleno.


–¿Te apetece una cerveza? –le propuso Pedro.


–Sí, por favor –también accedió a compartir unos aritos de cebolla–. ¿Qué tal un brindis?


–¿Por qué?


–Por la verdadera amistad, que dure para siempre.


–Brindo por eso –Pedro levantó la botella de cerveza.


–Desde que regresaste, hemos hablado de bebés, testamentos y muerte, pero no me has contado nada de tu vida. ¿Tienes amigos? ¿Una novia?


–Mis amigos son casi todos SEAL –Pedro se ruborizó–. Mi mejor amigo, Calder, espera su segundo hijo –tras un largo trago de cerveza, dejó la botella sobre la barra–. Durante mucho tiempo estuve enfadado con él por pasarse al otro lado. Tu hermana hizo un buen trabajo con mi cabeza –respiró hondo–. En cuanto a la segunda pregunta, la relación más larga que he mantenido últimamente fue con una botella de leche que dejé olvidada en la nevera antes de marcharme a Afganistán. ¿Te puedes creer que permaneció conmigo seis meses?


–No sé si las similitudes de nuestras vidas amorosas debería hacerme reír o llorar, aunque yo sí tuve un novio que me duró ese tiempo. Constantino… –Paula apuró la cerveza–. Estupendo en la cama. Incapaz de conservar un empleo –ruborizada ante sus propias palabras, se cubrió el rostro con las manos–. ¡Qué desvergonzada parezco!


–Tranquila –Pedro pidió otras dos cervezas–. Me gustan desvergonzadas.


Antes de que ella pudiera preguntarse si lo había dicho en serio, Pedro le guiñó un ojo.


–Tienes más de treinta años, y todo el derecho del mundo a quedar satisfecha en la cama. Demonios, como todos. Y opino que la ética laboral de un tipo dice mucho de su carácter.


–Cierto. Melisa solía quejarse de lo mucho que trabajabas. Ya ni me acuerdo de las veces que le expliqué que trabajabas por ella, para vuestros futuros hijos.


–¿Lo ves? Adoro que lo comprendas. Eres buena gente, Pau. Y muy sabia.


–Lo intento.


En el bar habían arrinconado las mesas para improvisar una pista de baile. El fuego de la chimenea y la gente bailando había subido la temperatura del local, figurada y literalmente. 


Las luces estaban casi apagadas y Paula se dejó envolver por la penumbra.


Le daba el valor necesario para olvidarse de sí misma y sus preocupaciones, y centrarse en el momento y en el único hombre al que había deseado jamás.


De nuevo bajó la cremallera del jersey y se abanicó con una servilleta.


–Nadie diría que fuera estamos a bajo cero.


–Me encanta esta canción –él rio y le ofreció una mano–. Bailemos.


Una canción, mucho más lenta que la primera, empezó a sonar y Paula se apretó contra Pedro, abandonándose ambos a la música y el calor de la chimenea. Pedro apoyó las manos sobre las caderas de Paula, provocándole una mareante sensación.


Todo el mundo sabía que las fiestas de tormenta eran como Las Vegas. Lo que allí sucedía no salía de allí jamás.


Pedro deslizó las manos bajo el jersey de Paula. Sus miradas se fundieron como jamás lo habían hecho. 


¿Cuántas veces había mirado a ese hombre a los ojos? A Paula le gustaba creer que lo conocía de arriba abajo, pero nunca se había sentido así.


Una nueva canción, de Justin Timberlake, empezó a sonar. 


Paula siempre había asociado su música con la gente guapa. Y en ese momento, con las traviesas manos de Pedro muy cerca de sus pechos, se sentía guapa y, por primera vez en su vida, dispuesta a tomar lo que deseaba.


Cuando él ladeó la cabeza, como si estuviera a punto de besarla, sintió, sin embargo, una oleada de pánico. ¿Qué estaba pasando? Era Pedro. El novio, marido, de su hermana. Su exmarido.


Sin pedir permiso, Pedro le tomó el rostro entre las manos ahuecadas y la atrajo hacia sí para besarla como ella siempre había deseado ser besada.


Paula nunca se había sentido tan falta de aire, ni de control. 


No habría podido dejar de besar a ese hombre aunque la sala se hubiera incendiado.


Él continuó con la tortura hasta que la canción finalizó. Y la cosa se puso seria cuando le tomó una mano y la arrastró hasta las escaleras, sentándose en el primer peldaño.


Allí la besó apasionadamente, acariciándola con la lengua. 


Independientemente de lo que sucediera aquella noche, estaba decidido a que ella no olvidara ese beso, el sabor a cerveza y a pura masculinidad.


–¿Qué me dices si continuamos con esto arriba? –Pedro presionó su erecto deseo contra ella.


Y de algún modo, Paula encontró el valor para asentir.