jueves, 19 de noviembre de 2015

CULPABLE: CAPITULO 9





Paula se sentía horrible desde hacía dos semanas. Todo lo que comía le sentaba mal y no tenía casi energía. Además, había faltado tantos días al restaurante que su situación económica estaba complicándose.


Ese día tenía su primera cita con el doctor en una clínica que Pedro había escogido. Era extraño ir a una clínica que había elegido el hombre que intentaba mantenerse alejado de todo aquello.


Aunque suponía que la clínica la habría elegido su secretaria y eso le resultaba más fácil de asimilar. El lugar era de alto standing, mucho mejor que la clínica donde se había hecho la analítica al principio del embarazo. En lugar de sillas de plástico y suelo de baldosas, había moqueta y una sala de espera que parecía más el salón de una casa acogedora.


Era asombroso lo que se podía conseguir con un poco de dinero. O con mucho, en ese caso. Casi podía comprender por qué su padre estaba tan ansioso por juntarse con la élite y disfrutar de los frutos de su trabajo.


Por supuesto, Paula había descubierto que el riesgo no merecía la pena. Un poco tarde, sin embargo.


–¿Señorita Chaves? – una mujer asomó la cabeza por la puerta de la consulta.


Paula agarró su botella de agua y se puso en pie. Siguió a la mujer hasta una báscula para que la pesaran y después hasta una salita donde había un camisón blanco sobre una silla y una camilla.


–La doctora pasará a verla enseguida. Quítese la ropa y póngase el camisón – dijo la mujer.


Paula asintió. En teoría, todo lo relacionado con el bebé iba bien, pero siempre le quedaba alguna duda.


Se quitó la ropa, se puso el camisón y esperó sentada en la camilla.


Cuando llamaron a la puerta, contestó:
–Pase.


Entró una mujer sonriente vestida con una bata y Paula sonrió también. Después, entró un hombre trajeado, con el cabello negro peinado hacia atrás y con un brillo en sus ojos oscuros que ella no pudo identificar. Tampoco deseaba hacerlo. Igual que hubiera preferido no identificar al hombre.


Pedro estaba allí. Y ella se sentía como si le hubieran dado un puñetazo.


–Bueno, ahora que ha llegado el padre, supongo que estamos listos para comenzar – dijo la doctora.


–Vaya sorpresa – dijo Paula– . Pedro – le dijo– . No te esperaba.


–Supongo que no. Yo tampoco pensaba venir y, sin embargo, aquí estoy – no parecía muy contento al respecto.


Paula se estiró el camisón para tratar de cubrirse las piernas lo máximo posible.


–No comprendo cómo puedes haberte sorprendido a ti mismo.


Ella estaba sorprendida, pero hizo lo posible para que él no lo notara. Se había prometido que no le mostraría quién era en realidad. No lo merecía. Y él ya sabía bastante acerca de ella.


–Vivimos un momento extraño e interesante – dijo él, sentándose en una silla frente a la camilla.


La doctora miró a Pedro y después a ella:
Todo va bien – dijo Pedro, sin molestarse en mirar a Paula– . Solo es una pequeña discusión.


Paula resopló.


–Sí, una disputa entre amantes – Pedro y ella ni siquiera podían decir que eran amantes. Solo se habían acostado una vez. El amor no tenía lugar en todo aquello. Él la había utilizado. Humillado.


–¿A qué estamos esperando? – dijo Pedro, mirando a su alrededor.


La doctora pestañeó y buscó en la pantalla el informe de Paula.


–Bueno, Paula, vas bien de peso. Y todo es normal en el análisis de orina.


Paula se sonrojó al oír lo de la orina. Algo ridículo, puesto que Pedro la había visto desnuda.


–Me alegra saberlo – dijo.


–Y ahora vamos a intentar ver si oímos el latido de su corazón. Si no lo conseguimos es porque es muy pronto, así que no os preocupéis.


Pedro la miraba fijamente. Quizá por eso había ido, para ver si podía escuchar el latido y comprobar si ella estaba diciendo la verdad. La doctora se levantó y se puso unos guantes de goma.


–¿Puedes tumbarte, por favor?


Paula miró a Pedro.


–Por favor, colócate detrás de mis hombros.


–No has concebido al bebé tú sola – dijo él– . Ambos sabemos que te he visto antes.


La doctora pestañeó asombrada.


–Tendrás que disculparlo – dijo Paula– . Se crio con los lobos. Hicieron un pésimo trabajo.


Pedro se encogió de hombros y sonrió.


–El fundador de Roma también se crio con los lobos. Me considero en buena compañía.


–Estupendo, Rómulo, ponte detrás de mí.


Paula se sorprendió al ver que obedecía, pero quizá tenía prisa. Ella se tumbó y la doctora sacó una sábana para cubrirle las piernas.


Después le puso un poco de gel sobre el vientre y comenzó a hacerle la ecografía. De pronto, se percibió el sonido de un latido.


–Eso es – dijo con entusiasmo– . Eso es el latido del bebé.


Paula miró a Pedro y se arrepintió al instante. No debería importarle su manera de reaccionar, y de hecho pensaba que él no mostraría reacción alguna. Sin embargo, su rostro se volvió de piedra, como si fuera una estatua.


Era realmente atractivo, pero era mal momento para pensar en ello. El tono dorado de su piel, los rasgos angulosos de sus pómulos, su mentón. La curva sensual de su boca.


¿Tendría su hijo la misma expresión que él? ¿Y el cabello liso y oscuro como su padre? ¿O rizado y negro como ella?


Pedro frunció el ceño.


–No parece un latido – comentó.


–A mí sí me lo parece – dijo la doctora, sin dejarse intimidar por Pedro.


Había un brillo extraño en la mirada de Pedro que ella no fue capaz de identificar.


–Va muy deprisa – dijo él.


–Es normal – repuso la doctora– . Fuerte y sin motivos para preocuparse – miró a Paula.


–Está embarazada – afirmó Pedro.


La doctora arqueó las cejas.


–Sin duda.


–Ya veo – dijo él.


Durante un momento, nadie dijo nada más. Solo se oía el sonido del bebé y en la pantalla se veía el gráfico de los latidos.


–¿Tenéis alguna pregunta para mí? – dijo la doctora.


Paula negó con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra.


 Apenas podía pensar.


–Entonces, te veré dentro de cuatro semanas. No tienes por qué preocuparte por nada. Todo va según debería ir.


La doctora le retiró el gel del vientre con la sábana y añadió antes de marcharse:
–Ya te puedes vestir.


Paula y Pedro se quedaron a solas.


–¿Puedes marcharte, por favor?


–¿Por qué? – preguntó él.


–Tengo que vestirme.


Él coloco las manos detrás de la cabeza y se reclinó contra el respaldo de la silla.


–Estás siendo muy modesta. Ambos sabemos que posees un poco más de descaro.


–Bien. Si lo que quieres es un espectáculo, disfrútalo.


Se levantó y dejó caer la sábana al suelo. Se desabrochó el camisón y se lo quitó, consciente de que se quedaba desnuda ante él.


Estaba demasiado enfadada como para sentirse avergonzada. No le importaba que él la mirara. Tenía razón, él ya la había visto desnuda. Y la había tocado. Ese era el motivo por el que las cosas estaban de esa manera.


Cuando terminó de vestirse, se volvió hacia Pedro. Él la estaba mirando fijamente.


–Debería haber cobrado entrada – dijo ella.


–La chica ingenua me resultaba mucho más atractiva. ¿Quizá puedas retroceder?


–Ambos sabemos que ya no puedo comportarme como una ingenua. He perdido la inocencia en algún sitio.


Él esbozó una sonrisa.


–Así es. Aunque empiezo a pensar que la virginidad no tiene nada que ver con la inocencia.


–No voy a discutir contigo sobre eso.


–¿Estás admitiendo tu culpa?


–Por supuesto que no. Solo digo que mi inocencia no está relacionada con si me he acostado con un hombre o no.


–Es cierto que eras virgen, ¿no?


Ella alzó la barbilla y lo miró.


–¿Es importante?


Él la miró y, durante un instante, Paula tuvo la sensación de percibir una expresión de culpabilidad en su mirada.


–No especialmente. Si tuviera conciencia, supongo que me habría afectado una pizca. Afortunadamente para los dos, no la tengo. Aunque puede que influya en lo convencido que estoy acerca de si la criatura que llevas en el vientre es mía.


–Es tuya. No me he acostado con nadie más – hizo una pausa– . Así te cuesta más insultarme, ¿no?


–Puede que te resulte extraño – dijo él– , pero no he venido aquí para insultarte.


–Pues, desde luego, no has venido a traerme flores y a deshacerte en cumplidos. ¿A qué has venido?


–He cambiado de opinión.


–¿Qué quieres decir?


Pedro se puso en pie y comenzó a caminar de un lado a otro.


–He decidido que pasarte una pensión no es suficiente. Quiero a mi hijo – dijo, mirándola fijamente– . No solo a mi hijo, te quiero a ti.








CULPABLE: CAPITULO 8




La habitación estaba vacía. No quedaba nada que pudiera identificar a la persona que podía vivir en aquella pequeña casa de Roma. Ningún juguete que demostrara que un niño jugaba allí. Ni ollas ni sartenes en la cocina, nada que demostrara que una madre vivía allí. Una madre que cocinaba la cena cada noche, al margen de que las porciones fueran modestas.


Ni siquiera estaban las mantas que solían estar en una esquina del salón.


Y había unos desconocidos sonrientes, aunque no había motivo alguno para sonreír.


Sus juguetes no estaban.


Y su madre tampoco.


Daba igual cuántas veces hubiera preguntado él dónde estaba, nadie le contestó nunca. Solo le aseguraron que todo saldría bien, cuando él sabía que nada volvería a estar bien nunca más.


La habitación estaba vacía y no encontraba nada de lo que necesitaba.



****


Pedro despertó empapado en sudor y con el corazón acelerado. Por supuesto, su habitación no estaba vacía. 


Estaba durmiendo en una enorme cama con almohadas y mantas por todos sitios. En la esquina, estaba su vestidor y en la pared un televisor de pantalla plana. Todo estaba en su sitio.


Y lo más importante, él no era un niño pequeño. Era un hombre. Y no era indefenso.


Sin embargo, por algún motivo, a pesar de que a menudo tenía ese sueño, la inquietud no se le pasaba.


Salió de la cama y se acercó al mueble bar que estaba junto a la puerta. Necesitaba una copa, y después podría volver a acostarse.


Encendió la luz y sacó una botella de whisky. Se sirvió una copa con manos temblorosas y bebió un sorbo. Recordó el sueño que había tenido y, de pronto, la cara del niño había cambiado. Ya no era él, sino un niño que tenía una madre con expresión desafiante y cabello oscuro.


Pedro blasfemó y dejó la copa sobre el mueble bar. No había motivo para que tuviera que formar parte de la vida del niño que Paula llevaba en el vientre. La probabilidad de que estuviera embarazada era pequeña. Y de que él fuera el padre mucho menor. Era una estrategia para engañarlo. Era una estafadora, como su padre, y él lo sabía


Sí, también sabía que era virgen cuando se acostó con ella, pero igual era parte de su engaño. No estaba seguro.


Debía olvidar todo lo que había sucedido. Olvidar que ella había ido a verlo. Él podría enviarle dinero cada mes, ella y el bebé tendrían lo necesario y él podría continuar con su vida como siempre.


Sin embargo, no podía olvidar sus tristes ojos marrones. 


Miró la copa, levantó el vaso y lo lanzó contra la pared, observando cómo se rompía en mil pedazos. No le importaba.


Y tampoco debería importarle Paula Chaves y el bebé que quizá llevara en el vientre.


«¿Abandonarías a tu hijo? ¿En eso te has convertido?».


Era una voz del pasado. La de su madre. Una mujer que había dejado a su padre y su vida de lujo para tenerlo a él. 


Que poco antes había vendido sus joyas y su ropa. Una madre que había trabajado en una fábrica por las noches, caminando de regreso a casa de madrugada, sola.


Su madre lo había dado todo, hasta que perdió la vida tratando de cuidar de él.


Y él estaba dispuesto a dejar a su hijo con tan solo una cantidad de dinero mensual.


Trató de ignorar el sentimiento de culpa que hacía que le costara respirar. No creía en la culpa. Era inútil. No servía de nada. Era mejor actuar.


¿Qué podía hacer? ¿Quedarse con el bebé? ¿Convertir a Paula en su esposa? ¿Formar una familia con la mujer que le había estafado un millón de dólares?


¿La mujer que había puesto a prueba su capacidad de control?


Inaceptable.


No podía ser. No le debía nada. Ni siquiera la pensión de manutención para su hijo. Seguía casi convencido de que ella tenía su dinero escondido en algún sitio. Un millón de dólares metido en alguna cuenta para su uso personal.


En realidad, él estaba siendo generoso al ofrecerle dinero.


Sacó otro vaso del bar y se sirvió otro whisky. No volvería a pensar en eso. Le pediría a su secretaria que se ocupara de concertar las citas médicas de Paula para que recibiera la mejor atención posible. Otro gesto de generosidad.


Había tomado la decisión correcta. Y no volvería a cuestionarla.


Se bebió el resto del whisky y regresó a la cama.










CULPABLE: CAPITULO 7




Paula no pensaba darle la noticia de esa manera.


Su intención era mostrarse un poco más vulnerable. Por eso había ido vestida con su uniforme de camarera, para demostrarle cómo vivía en realidad.


Quizá fuera ridículo que intentara suscitar su compasión por segunda vez, pero necesitaba que comprendiera que no vivía por todo lo alto gracias a su dinero, porque justamente era su dinero lo que necesitaba.


Para su nueva vida. Para ella.


Para el bebé.


Era surrealista que fuera a tener un bebé con un extraño. 


Que fuera a haber una persona que compartiera el ADN con él y con ella. No parecía justo. Ni para ella, ni para el niño. Y no le importaba si para Pedro era justo o no.


Había ciertas cosas que nunca podría proporcionarle al bebé con sus ingresos. Y no debería sentirse avergonzada por ello. Asegurarse de que el bebé estuviera bien cuidado, y de que tuviera todo lo que merecía, implicaba sacrificar su orgullo.


No quería que él adoptara el papel de padre y tratara de formar una familia feliz con ella. Solo deseaba su dinero.


Quería lo mejor para el bebé. E intentaría aprender a ser una buena madre. Quería aprender a ser otra cosa aparte de ladrona.


Habían pasado treinta segundos desde que había soltado la noticia bomba y Pedro todavía no había dicho ni una palabra. Tenía derecho a asombrarse, igual que se había asombrado ella al hacerse la prueba. Al ver la rayita rosa que cambió su vida.


Sí, habían utilizado preservativo, pero ya se sabía que era un método que a veces fallaba.


Aun así, no podía evitar sentir que la habían castigado por cómo había manejado el asunto. Si hubiese rechazado la propuesta de Pedro, estaría en la cárcel en lugar de esperando a un bebé.


En cierto modo, tenía esperanzas positivas puestas en el bebé. Aquello podía ser el inicio del cambio hacia una nueva vida.


–¿Esa es tu manera de dar una noticia? – preguntó Pedro momentos después.


–Supongo que sí. No era mi plan, pero no esperaba que fueras tan desagradable. Supongo que ese ha sido mi primer error. Después de todo, nos hemos acostado.


–Empleamos protección – dijo él con frialdad.


–Sí, y yo hablé con los planetas cuando vi que se me retrasaba el período. No sirvió de nada.


–¿Y cómo sé que después de que nos separáramos no saliste corriendo para acostarte con el primer hombre que te cruzaras? ¿No será una venganza? ¿No intentarás hacerme creer que este bebé es mío?


Paula notó que la rabia la invadía por dentro.


–¿Cómo te atreves? Tú, el que me chantajeó para acostarse conmigo. Me robaste la virginidad a cambio del dinero que te robó mi padre. Un dinero que yo ni siquiera toqué – esa parte era verdad– . Tú eres el malo de esta película, Pedro Alfonso. No me quedaré impasible ante tus acusaciones. No permitiré que te quedes ahí, mirándome como si fueras superior cuando la realidad es que me obligaste a acostarme contigo.


–Puede que hiciera alguna de esas cosas, pero no te obligué a acostarte conmigo. Dijiste: sí, sí, por favor. Y te di lo que me suplicabas.


Ella miró a otro lado, sonrojándose.


–Era virgen. No hacía falta mucho para hacerme perder la cabeza.


–Ahora no te hagas la víctima. Yo nunca habría llegado tan lejos si no me lo hubieras pedido.


–¿De veras quieres decirme que no pretendías terminar manteniendo una relación sexual conmigo?


Pedro hizo una pausa y apretó los dientes.


–No. Lo único que deseaba era que me lo suplicaras, pero fuiste mucho más convincente de lo que esperaba.


–No olvides que tú también suplicaste.


–No tuve que suplicar mucho tiempo, ¿a que no?


–Te odio – dijo ella. Tragó saliva y preguntó indignada– : ¿Qué nos has hecho?


–Tu inexperiencia no disculpa tus actos, así que no me eches la culpa de todo a mí.


–Ah, ¿no quieres ser culpable? Entonces, quizá no deberías ir por ahí como si fueras el dios del universo. No puedes ser todopoderoso y no ser culpable. Me amenazaste, me hiciste sentir como si tuviera que obedecer para no acabar en la cárcel. Sí, reconozco que al final acepté, pero, si no me hubieras obligado, no habría ido a tu habitación. Es evidente que me he pasado la vida alejada de los hombres y de su habitación de hotel, así que, la tuya no iba a ser una excepción.


–Bien. Fui un monstruo. ¿Eso es lo que quieres oír? ¿Así se calma tu dolor? No debería, igual que tampoco cambia la situación.


–Me sorprende que admitas que eres un monstruo – dijo ella.


–Nunca me ha preocupado que me consideraran un hombre amable. No me importa si me comporté o no acorde a las normas morales. Yo quería triunfar. Lo hice, y lo seguiré haciendo. Lo demás es secundario. Tendré lo que es mío, y esa es mi mayor preocupación.


–No puedo devolverte el dinero. No sé dónde está mi padre. Si lo supiera, te aseguro que lo contaría. No lo estoy protegiendo. No soy tan sacrificada. Me acosté contigo para que me evitaras problemas, porque no querías escucharme. Te habría entregado a mi padre sin dudarlo, solo para evitar lo que pasó.


–Todo esto está de más – dijo él– . ¿Qué es lo que quieres?


–Quería que supieras lo del bebé porque quería darte la oportunidad de elegir si quieres formar parte de su vida o no.


Él la miró fijamente.


–¿Y qué papel esperas que juegue en la vida de un niño?


–Supongo que el papel de padre, puesto que es el papel que jugaste a la hora de concebirlo – ella sabía que él no iba a aceptarlo, pero tenía que preguntárselo. No había conocido a su madre y su padre siempre había estado distante. Debía darle a Pedro esa oportunidad.


Aunque sabía que él la rechazaría. Y ella se alegraría, porque lo último que quería era tener cualquier implicación con él.


Aparte del apoyo económico que sin duda él le ofrecería, y que ella y su bebé tanto necesitaban.


–No tengo ni la más mínima idea de cómo ser padre. No tuve uno.


–Bueno, yo no tengo madre y estoy a punto de convertirme en una. Al parecer, el hecho de que no se tenga padre o madre no es una forma efectiva de evitar el embarazo.


–No veo por qué quieres que me implique en la vida de ese bebé.


–Entonces, no lo hagas. Eso sí, tendrás que pagarle una pensión. No pienso criar a mi hijo sin dinero mientras tú cenas en sitios elegantes y pones los pies en alto en tu lujosa villa italiana.


–Por supuesto que pagaré una pensión de manutención. Si el niño es mío.


–Es tuyo. No he estado con ningún otro hombre. Nunca. Mi primera vez fue en tu suite del hotel. Y ha sido la única vez – tragó saliva– . Sé que lo sabes. Por otro lado, tú has estado con tantas mujeres que seguro que no sabes ni la cifra. Cuando fui a hacerme el análisis de sangre para confirmar mi embarazo, pedí que me hicieran un análisis completo para asegurarme de que no me has transmitido ninguna enfermedad.


–Siempre uso protección – contestó él, esbozando una sonrisa.


–Y es evidente que no siempre es eficaz.


–¿Necesitas dinero para el médico? – preguntó él.


–Lo necesitaré. A menos que pueda pedir alguna ayuda…


–¿Cuándo puedes hacerte la prueba de paternidad?


Ella cerró los puños. Comenzaba a sentirse un poco mareada.


–Dentro de unas semanas. Y por lo que he oído existe el riesgo de sufrir un aborto.


–Tú decides. Háblalo con tu médico, pero, si aceptas mi ayuda durante el embarazo y cuando nazca el bebé se descubre que no es mío, me deberás todo el dinero que te haya dado.


–Es probable que elija la segunda opción. Estoy completamente segura de cuál va a ser el resultado. No me preocupa deberte nada.


–Estupendo – dijo él– . Me ocuparé de que abran una cuenta para tus gastos médicos. Después del parto, cuando hayamos establecido legalmente la paternidad, acordaremos una pensión de manutención.


Ya estaba. Había ganado. Él había aceptado pasarle una pensión. Ella podría ofrecerle una buena vida a su hijo. Y él no iba a estar presente.


Por algún motivo, la sensación de victoria era mucho más vaga de lo que ella había imaginado. De hecho, no se sentía triunfadora. Solo un poco mareada.


Quizá porque estaba en shock. Llevaba así desde el momento en que se hizo la prueba de embarazo.


Era difícil sentirse triunfadora cuando todo aquello le parecía aterrador. Extraño.


–Supongo que sabes cómo contactar conmigo – dijo ella.


–Y tú también sabes dónde encontrarme. Evidentemente.


–¿Eso es todo?


Él se encogió de hombros y se dirigió a su silla detrás del escritorio.


–A menos que tengas otra pregunta. O alguna información acerca del paradero de tu padre.


–No.


–Es una pena. Infórmame cuando tengas los resultados de la prueba de paternidad.


–Quieres decir cuando nazca el bebé.


–Imagino que será a la vez – dijo él, mirando a otro lado, como si ella ya se hubiera marchado.


–Te llamaré. O a tu secretaria – dijo ella, y salió por la puerta.


Consiguió mantener la compostura hasta llegar a la recepción. Una vez allí, comenzó a llorar. Estaba temblando. 


No sabía por qué le importaba tanto si él se interesaba o no por su hijo. No quería que lo hiciera. ¿Por qué se sentía tan culpable?


«Porque sabes lo doloroso que es. Sabes que el dolor perdura».


Ella conocía el dolor del abandono y sabía que no se pasaba.


Odiaba que su hijo comenzara la vida como ella había empezado la suya. Y le parecía aterrador que las necesidades de su hijo le parecieran más importantes que las suyas.


Ella continuó caminando y, nada más salir del edificio, tomó una bocanada de aire fresco. Toda su vida estaba cambiando. No era el fin del mundo, solo el comienzo de uno diferente. Y no, su hijo no tendría padre, pero ella sabía por experiencia que era peor tener un padre horrible que no tener ninguno.


Y su hijo tendría una madre. De eso no había dudas.


Era aterrador. Era una camarera de veintidós años que acababa de empezar su propia vida y, desde luego, no quería mantener la forma de vida que su padre había tratado de inculcarle. Una forma de vida en la que ella había participado porque no sabía qué más podía hacer.


Aún no sabía qué hacer, pero con la ayuda económica que Pedro iba a proporcionarle, no tendría que participar en más engaños. Quizá buscaría una casa en el campo. Quizá pudiera hacerse amiga de otras madres. Quizá tuviera que inventarse una historia acerca de sus orígenes y de lo que le había sucedido al padre de su bebé.


A lo mejor, ese podría ser su último engaño. Una forma de vida. Algo normal, algo feliz.


La idea la hizo sonreír.


Las cosas iban a cambiar, pero era lo que necesitaba. 


Desesperadamente. Necesitaba cambiar. Tal vez, era la oportunidad de tener una verdadera relación. De amar a alguien sin reservas. Y de sentirse amada.


Un amor que ni su hijo ni ella tendrían que ganarse.


Cerró los ojos y se secó las lágrimas que rodaban por sus mejillas. No necesitaba que Pedro Alfonso fuera feliz. Ni tampoco su hijo.


Todo ese asunto de su padre había comenzado con uno de los errores más grandes de su vida, pero quizá pudiera suceder algo asombroso de ello.


En cualquier caso, era un capítulo nuevo. Había terminado con su padre. Había terminado con la vida que habían llevado juntos. Y ya no iba a estafar a nadie más.


También había terminado con Pedro, excepto por el apoyo económico que él iba a ofrecerle. Era una vida nueva, un nuevo comienzo.


Y tras haber superado la parte más difícil, estaba preparada para empezar.