martes, 10 de noviembre de 2015
UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 6
Paula estaba en la puerta del avión Gulfstream.
¿Lugar? Launceston, Tasmania.
¿Hora de llegada? Media mañana.
¿Temperatura? Glacial.
Inhaló el frío e invernal aire. ¡Qué bien olía allí! A bosque, a pureza. Hasta podía oír los pájaros cantar, y el cielo era tan claro y azul que hacía daño a los ojos. Una pequeña sonrisa rozó las comisuras de sus labios.
Había dudado cómo se sentiría al poner pie en Tasmania después de tanto tiempo en Melbourne y no sabía si le resultaría un lugar provinciano en comparación con su ocupada vida cosmopolita allí. Pero fue como volver a casa.
Una profunda voz dijo tras ella:
–¿Qué? ¿Nadie te espera con una pancarta que diga «Bienvenida a casa»? ¿Ni te recibe una banda de música?
–¡Por favor! –dijo sobresaltada–. Ya me voy, ya me voy. Puedes seguir tu camino. Vuelve al avión, está helando.
–Soy un chico grande, puedo soportar el frío –vació dentro de su boca los restos de una bolsa de nueces de macadamia y miró a su alrededor–. Así que esto es Tasmania.
Ella miró también. El Aeropuerto Internacional de Launceston. Un sencillo edificio de tejado plano situado sobre kilómetros de gris asfalto. Una suave llovizna espesaba el frío aire. Montoncitos de nieve se esparcían por puntos donde daba la sombra mientras que el resto del suelo estaba cubierto de pequeños charcos.
En lo que respectaba a las primeras impresiones, dudaba que ese lugar fuera a despertar la atención de Pedro.
–No, esto es un aeropuerto. Tasmania es un conjunto de maravillas ocultas.
–Venga, muévete, que no tengo todo el día.
Ella sacudió la cabeza.
–Lo siento. Claro. Gracias… por el viaje. Pero, por favor, no necesito que vengas a recogerme para volver. Nos vemos el martes.
Y con eso bajó las escaleras corriendo… para ver que el piloto acababa de dejar sus maletas sobre el asfalto junto a unas que se parecían demasiado a las de Pedro.
–¿Qué está haciendo? –preguntó justo antes de volverse y ver que lo tenía detrás.
Instintivamente, apoyó las manos sobre el pecho de Pedro para no caerse hacia atrás, y sus caderas rozaron sus muslos… y su rodilla derecha quedó encajada entre las suyas.
Unos fuertes músculos se tensaron de inmediato cuando se agarró a él. Unos músculos ardientes… Los bien formados músculos de Pedro.
Lo único en lo que podía pensar era en ¡lo agradable que resultaba tocarlo! Grande. Fuerte. Sólido. Cálido. Demasiado real. Lo miró fijamente a los ojos, impactada, y vio unos resplandecientes círculos de un intenso gris mirándola.
–Estás temblando –le dijo él con mala cara, como si le hubiera herido la sensibilidad.
Ella cerró los puños y ocultó las manos detrás de su poncho mientras daba un paso atrás.
–Claro que estoy temblando. Estamos prácticamente bajo cero.
Él miró a su alrededor, como si por un momento hubiera olvidado dónde estaban. Después, se llevó una mano al punto donde un instante antes habían estado las de ella y rozó su pecho.
–¿En serio? No me había fijado.
Lo cierto era que ella tampoco, porque a pesar de esas gélidas temperaturas, seguía sintiendo una especie de fiebre después de haber estado tan cerca de un horno humano.
Dio otro paso atrás.
–¿Por qué ha puesto James tu equipaje junto al mío?
–Estoy haciendo una investigación.
–¿Cuál es? ¿La diferencia entre el asfalto de los aeropuertos de Tasmania y los aeropuertos de Nueva Zelanda?
En los ojos de Pedro se veía humor, diversión y ella, al captarlo, comenzó a sentir un calor puramente femenino. Después él se puso las gafas de sol y Paula ya no pudo seguir estudiando su expresión.
–Algo menos específico –dijo secamente–. Probaré con Tasmania.
–¡Espera! –gritó ella–. Espera un minuto. ¿Qué me estoy perdiendo?
–Te subestimas en lo que se refiere a tus habilidades como relaciones públicas. Me lo has vendido.
–¿Qué te he vendido?
–Extensiones de una belleza salvaje y virgen. Acantilados escarpados. Bosques exuberantes. Impresionantes cascadas. Lagos tan calmados que no sabes distinguirlos del cielo. ¿Te resulta familiar?
Claro que sí. Ese había sido uno de sus muchos y efusivos discursos sobre su maravilloso lugar natal.
–Me ha hecho pensar y ya lo tengo decidido. El equipo sabe qué hacer en Nueva Zelanda y lo hará mientras yo hago un reconocimiento de esta zona durante el fin de semana.
Así que eso era lo que habían estado tramando en el avión mientras ella había estado jugando a estar de vacaciones e intentando no dejarse atrapar por conversaciones laborales: tomándose un cóctel, leyendo una revista de cotilleos y escuchando música en su iPod, evadiéndose de todo.
Debió de quedarse literalmente con la boca abierta porque él añadió:
–No te asustes. No tengo ninguna intención de invadir tus vacaciones. Sebastian me ha alquilado un coche y me ha trazado una ruta.
Paula cerró la boca bruscamente. No entendía que él fuera a quedarse, pero por encima de todo estaba intentando controlar la intensa sensación de desazón que le producía ver que el único momento en que se había desvinculado del trabajo era el momento en que podría haber demostrado su valía como productora. Sí, sin duda, Sebastian era genial con un mapa online, pero nadie en el círculo de Pedro conocía más que ella la isla, los detalles y los lugares más apropiados para mostrar por televisión.
No podía haber sido un momento menos oportuno.
Una insistente voz resonó en la parte trasera de su cerebro.
«Olvídalo. Date este tan necesitado descanso y el próximo martes dile exactamente por qué tiene que ponerte al cargo de ese proyecto».
–De acuerdo –dijo exageradamente animada–. Bueno, es… excelente. De verdad. No lo lamentarás.
Se dio la vuelta, fue hacia su equipaje y lo oyó: una penetrante voz femenina en la distancia.
–¡Yuuuuuhu! ¡Paula! ¡Aquíííííí!
¿Por qué? ¿Cómo? ¡El mensaje! Le había enviado un mensaje a Elisa diciéndole que llegaría pronto. ¡Maldita sea!
–¡Paula!
Desesperadamente, miró hacia el grupo de personas que aguardaban a sus seres queridos desde el otro lado de una verja de alambre. Con sus castañas melenas largas y lisas, piel clara, sus brillantes piezas de bisutería y ataviadas de rosa de pies a cabeza, la madre y la hermana de Paula destacaban de entre la pequeña y alegre multitud como flamencos en un grupo de palomas.
En unos cinco segundos se sintió como si pasara de ser la respetada ayudante de un joven prodigio de la televisión a una esquelética chicazo que iba por el jardín de casa dándole patadas a un balón de fútbol mientras su madre y su hermana iban de compras, se acicalaban y se reían hablando de chicos.
Su madre se abrió paso a empujones entre la multitud, empujó el portón de la verja, probablemente rompiendo así una media docena de leyes de seguridad de aviación, y fue hacia ella.Paula sabía que lo más maduro que podía hacer era acercarse y saludarla con alegría, pero estaba tan sumida en su debacle personal que comenzó a retroceder. Y fue entonces cuando sintió un brazo colarse bajo su poncho y posarse firmemente en la parte baja de su espalda.
El muro de calidez que acompañó a ese gesto la detuvo más de lo que pudiera haberlo hecho cualquier otra cosa.
Debía de haber dado tantas muestras de angustia y aflicción que hasta su contenido y frío jefe se había dado cuenta y había salido en su defensa. Lo cierto era que la galantería se estaba convirtiendo en un patrón de actuación en ese hombre; ojalá sentirlo tan cerca no hiciera que sus rodillas olvidaran cómo mantener derechas sus piernas. Y lo peor de todo era que necesitaba toda la fuerza del mundo para lo que estaba a punto de pasar: enfrentarse a su madre sin estar previamente preparada y someter a su jefe a ese culebrón en directo que era su familia.
Pedro y su madre… ¡Oh, no! Como si tuviera un sexto sentido, se acercó a él y le dijo:
–Gira a la izquierda, dirígete a esos arbustos que hay al este y te toparás con la carretera principal en unos tres minutos. Cuando llegues, llama a un taxi. ¡Vete!
Él enarcó las cejas y soltó una suave carcajada.
–¿Y por qué demonios iba a querer hacer eso?
–¿Ves esa visión rosa que se dirige hacia nosotros? Es mi madre. Y si no sales corriendo ahora, te sentirás como si te hubiera azotado un huracán.
Pero ya era demasiado tarde.
Sintió a Pedro tensarse tras ella y cómo sus dedos se hundieron en su piel. Si su cerebro no hubiera estado trabajando a toda máquina para encontrar el modo de evitar que su jefe cayera junto a ella en una debacle, habría gritado de placer.
Los ojos de Virginia se habían clavado en Pedro con ganas, y no era de extrañar. Un hombre guapo de más de metro ochenta bajo la sombra de su propio avión privado no era algo que una mujer pudiera ignorar fácilmente. Y, mucho menos, una mujer como ella.
Paula sintió a Pedro acercarse unos centímetros y respirar hondo antes de que él rompiera el silencio diciendo:
–Bueno, para reducir al huracán a categoría de llovizna, ¿qué tengo que saber?
–Número uno: llámala Virginia, nada de «señora lo que sea». Nunca le ha gustado que la vean como madre o esposa porque si la gente cree que es ambas cosas, eso es una prueba de que tiene una cierta edad. Hazlo y verás…
Pedro enarcó las cejas en exceso, pero relajó el modo en que estaba agarrándola.
–¿Y qué creía que pensaba la gente que erais tu hermana y tú? ¿Su club de fans?
Paula se rio y, al girarse, vio que él estaba mucho más relajado de lo que jamás habría podido esperar; la mano de Pedro se deslizó más alrededor de su cintura.
–Relájate –le murmuró–. Estás tan nerviosa que estás empezando a asustarme un poco. Que no te entre el pánico. A las madres les encanto.
Paula le lanzó una mirada de desesperación.
–Ese no es el problema. Quiero decir, mírate. No tengo la más mínima duda de que mi madre te va a adorar.
Él esbozó una sexy media sonrisa.
–¿Te parezco adorable?
–Hasta la punta de tus calcetines de diseño –respondió ella con la voz más inexpresiva que pudo adoptar–. Y, que conste, además de hombres altos con aviones privados, mi madre también adora las circonitas, las chaquetas rosas ajustadas y los cócteles de fruta con sombrillitas en el vaso.
En cuanto esas palabras salieron de su boca, lamentó haber hecho semejante comparación. Sin embargo, no era la primera vez que le tomaba el pelo a ese tipo. Para poder trabajar sesenta horas a la semana, una chica tenía que tener sentido del humor y él era lo suficientemente duro como para soportarlo. Pero… ¿compararlo con las circonitas?
Tal vez su cerebro había entrado en una especie de estado de cierre por vacaciones. Fuera como fuera, se le había soltado la lengua peligrosamente.
Y así de peligrosamente la mano de Pedro se deslizó más aún hasta terminar posada sobre su cadera, hasta que su dedo meñique se coló entre su camiseta y sus vaqueros y encontró su piel. Una indicación de que si iba un paso más allá, estaría a su merced. Y una indicación muy efectiva, por cierto. Estaba tan tensa que, prácticamente, estaba vibrando.
No tuvo tiempo de pensar antes de que Virginia estuviera sobre ellos, con su larga melena sacudiéndose como en un anuncio de champú y sus tacones tintineando sobre el asfalto.
–¡Paula! ¡Querida! –los ojos de Virginia estaban vidriosos, tenía los brazos extendidos y estaba mirando a Pedro de arriba abajo como si fuera una langosta de doscientos dólares mientras le tendía un abrazo a la hija a la que llevaba tres años sin ver.
Virginia la rodeó con su brazo de un modo nada delicado justo cuando Pedro apartó su mano y Paula se entregó a la una a la vez que echaba de menos al otro.
–Virginia, qué alegría que hayas venido a recibirme, pero no era necesario. Y menos este fin de semana en concreto.
Por encima de los hombros de su madre vio a Elisa acercándose y se le encogió el corazón al ver lágrimas en los verdes ojos de su hermana pequeña.
–Es muy guapo.
Ni siquiera fue un susurro; fue una obvia declaración por parte de su madre que seguro que hasta James el piloto había oído.
–Es mi jefe, lo que significa que está fuera de los límites. Déjame tranquila.
Elisa ocultó una carcajada detrás de un bostezo fingido. Su madre se apartó y la miró directamente a los ojos con lo que pareció un atisbo de respeto. ¡Guau! Eso era algo que no había pasado nunca.
Virginia dio un paso atrás y, señalando el atuendo de Paula, dijo:
–¿Vaqueros,Paula? ¿Es que siempre tienes que parecer un chicazo?
«Aquí la tenéis, chicos. Mi madre».
–Mi trabajo implica que tengo que viajar mucho, por todo el mundo, de hecho y he aprendido que esto es lo más cómodo – mentalmente, le sacó la lengua a su madre y le hizo una pedorreta, sin importarle mucho que esa actitud le hiciera sentirse como una niña de cinco años.
Tras haber dicho todo lo que, al parecer, quería decir, Virginia volvió a mirar a Pedro que parecía muy cómodo con sus vaqueros, su camisa ceñida y su cazadora de cuero.
Estaba para comérselo. Y el aroma a macadamia que emanaba de él no hacía más que reforzar ese pensamiento y expandirlo. Tuvo que ignorar la sensación que la recorrió y que terminaba en su espalda, como si tuviera grabada en ella la forma de su mano. –Parece que mi hija no tiene modales para presentarnos…
–Perdóname –dijo Paula–. Virginia, te presento a Pedro Alfonso, mi jefe. Pedro, ella es Virginia Millar Chaves McClure, mi madre.
–Querida, te has olvidado de «Smythe». Aunque me temo que Derek era una persona de la que era fácil olvidarse.
Pedro se quitó las gafas de sol y se las enganchó en el cuello de la camisa antes de estrechar la mano de la mujer; una mano con una manicura perfecta. Paula contuvo el aliento. La roca estaba a punto de chocar contra el huracán y se preparó para esquivar las piedras que podían salir volando.
–Un placer, Virginia –dijo Pedro con esa sexy voz tan profunda y suave como la seda–. Y, teniendo en cuenta que nunca he visto a nadie con un color de ojos tan impresionante como el de Paula, ella debe de ser Elisa.
Virginia, de ojos marrones, parpadeó lentamente mientras apartaba la mano de la de Pedro y se hacía a un lado para dejar paso a su hija. No acostumbrada a quedar en segundo plano, permaneció en silencio un momento.
Paula se llevó una mano a la boca para ocultar su sonrisa. Si bien antes no había sentido debilidad por su jefe, ahora eso había cambiado.
Los ojos verde claro de Elisa, muy parecidos a los de su padre, prácticamente se le salieron de las órbitas mientras parecía gravitar hacia Pedro.
–Vaya, es un placer conocerlo, señor Alfonso. Me encantan sus programas. Muchísimo. Los adoro, y no solo porque Paula trabaje en ellos. ¡Son buenísimos!
Pedro se rio.
–Gracias. Creo.
Paula se mordisqueó el dedo pulgar. Increíble. Para ser un tipo que solía convertirse en piedra ante el primer signo de semejantes declaraciones de adoración, estaba tomándoselo muy bien. Lo observó cuidadosamente en busca de alguna señal que le indicara que estaba a punto de echar a correr, pero su sonrisa parecía auténtica.
Y con esa misma sonrisa, fue girándose lentamente hacia ella y la miró, asombrado por un instante, como diciéndole que era consciente de cómo había reaccionado, pero que a pesar de ello era capaz de mantener esa actitud un rato más.
La única razón que se le ocurrió por la que él estuviera comportándose así era ella misma. Sabía que su viaje a casa sería breve, pero importante, y por eso la había ayudado a llegar allí lo antes posible. Se había dado cuenta de que reencontrarse con su madre no era algo que hubiera estado deseando, y por eso la había protegido.
De pronto, el suelo bajo sus pies le pareció menos asfalto y más gelatina, y fue entonces cuando se dio cuenta de que Elisa aún estaba hablando.
–Paula no nos había dicho que vendría acompañada, pero sin duda haremos sitio para ti, ¿verdad, Virginia? Paula es tan discreta con su vida en Melbourne que no cuenta nada sobre los guapos famosos a los que conoce en todas esas fiestas de la televisión ni sobre los chicos con los que sale. ¡Pero tú puedes contarnos todos los cotilleos!
–No, no, no –se apresuró a decir Paula–. Elisa, Pedro no ha venido a tu…
–Vendrás a la boda –insistió Virginia situándose entre Paula y su jefe–. El hotel es de seis estrellas, la comida una delicia y Cradle Mountain es el lugar más hermoso del planeta. Sin duda. No puedes venir a Tasmania y no experimentar su salvaje belleza. Es más, es uno de los lugares que serían perfectos para uno de tus programas.
Paula sacudió la cabeza tan enérgicamente que se fustigó el ojo con un mechón de pelo. Agarró a Pedro del hombro y prácticamente tiró para liberarlo de las garras de su taimada familia.
–Pedro no ha venido para ir a la boda y ni siquiera le sobra un minuto para quedarse aquí de cháchara, ¿verdad, Pedro?
–Sería de lo más improvisado –fue su única respuesta.
Paula lo miró a los ojos, pero vio que él estaba evitando mirarla. Después, Pedro la agarró con fuerza del codo y ella comenzó a sentir un intenso calor recorriéndole el brazo.
Intentó apartarse, pero él la apretó con más fuerza y le sonrió.
Paula sintió como si se le fuera a salir el corazón, aunque finalmente se soltó. Jamás debería haberlo comparado con circonitas, ni con chaquetas rosas ajustadas, ni con cócteles de frutas con sombrillitas. No estaba protegiéndola. ¡Estaba castigándola!
–No seas ridículo –dijo Virginia enganchándolo del otro brazo–. La tía abuela Maude dijo anoche que estaba segurísima de que tenía tuberculosis.
Elisa volteó los ojos.
–Para la fiesta de compromiso era malaria. Aunque, dejando de lado su hipocondría, es la tía abuela perfecta. ¡Siempre manda los regalos por adelantado!
Virginia se giró hacia el edificio de la terminal y comenzó a tirar de Pedro. Paula, como de costumbre, no tuvo más opción que seguirlos.
–Así que hay una comida que ya está pagada y que nos sobra.
Elisa, que ahora se había agarrado al otro brazo de Pedro, dijo:
–¡Y también está pagado el regalo! Escribiremos tu nombre junto al de la tía abuela Maude en la tarjeta. Ella jamás lo sabrá. No te sentarás con Paula, porque ella estará toda la noche con Roberto, pero pareces un hombre que sabe cuidar de sí mismo.
Paula giró los ojos y vio que Pedro estaba mirándola.
–¿Roberto? –le preguntó con un tono extrañamente acusatorio.
–El padrino –explicó Elisa–. Es un gurú del fitness. Ella, como dama de honor, tendrá que estar pegada a él, pero te prometo que te buscaremos una mesa divertida.
–Además –dijo Virginia–, eres la razón por la que nuestra chica no ha podido venir aquí hasta ahora. Nos lo debes, así que no aceptaremos un «no» por respuesta. Ahora iré a buscar a alguien para que se ocupe de vuestro equipaje y os alquile un coche. El nuestro está hasta arriba de cosas para la boda; si no, con mucho gusto iría de copiloto mientras tú conducías el mío – le dio una palmadita en la mejilla antes de marcharse seguida por Elisa.
Pedro esperó a que Paula estuviera a su lado.
–Te he dicho que salieras corriendo.
–Sí, me lo has dicho –sacudió el cabeza como asombrado y esbozó una media sonrisa que aceleró el corazón de Paula.
–No puedes venir.
Él se quedó en silencio un instante… dos… y cuando ella estaba segura de que iba a darle la razón, le respondió:
–¿Y por qué no?
–Porque serías un estorbo para mí.
–¿Lo sería ahora? –le preguntó con una pícara sonrisa.
–Nunca se sabe.
–Mmm… Bueno, ¿y cómo lleva tu padre tanta energía femenina a su alrededor?
La sonrisa de Paula se desvaneció y ella comenzó a juguetear con el viejo reloj de su padre.
–Murió cuando yo tenía catorce años.
Y desde el momento en que aquello había pasado ella se había sentido como Cenicienta, abandonada con su familia adoptiva… con la diferencia de que a ella la habían abandonado con la suya propia.
Sintió los ojos de Pedro posados en ella mientras se lo explicaba.
–Adoraba a Virginia. A Elisa y a mí nos parecía asqueroso cuando los pillábamos besándose en la cocina. Y entonces murió y ella se casó a los seis meses. Desde entonces, nuestra relación ha sido bastante fría.
Pedro tardó un rato en contestar.
–Lamento oírlo.
–Gracias.
En la tranquilidad de ese gran espacio abierto, Paula se preguntó si había llegado el momento adecuado, por primera vez, de preguntarle por su familia. No sabía si sus padres vivían o estaban muertos, si almorzaba todos los domingos con ellos, si eran misioneros, cazadores de ovnis o los reyes de algún pequeño país europeo poblado únicamente por gente guapa.
Sin embargo, en el último segundo se echó atrás y le dijo:
–Mi madre ha vuelto a casarse. Dos por ahora.
Y lo había hecho prometiendo amarlos y honrarlos igual que había amado y honrado a su querido padre. Todo ello no era nada más que una bonita mentira y esa era la razón por la que Paula jamás le haría a alguien una promesa así a menos que de verdad lo sintiera. A menos que supiera que tendría asegurado el mismo nivel de compromiso. La idea de hacer algo opuesto a eso le daba ganas de vomitar.
–Tu madre…
Paula se preparó para oír lo que había oído millones de veces. «Tu madre tiene mucho glamour. Y Elisa parece una muñequita. Aunque tú eres… distinta ».
–Es… –Pedro se detuvo otra vez–. Creo que ese vestido que lleva es…
Paula soltó una inesperada y efusiva carcajada, tan efusiva que pasó a convertirse en un golpe de tos. Una vez que hubo recuperado el aliento, dijo:
–A Virginia le encantan los volantes, además de las chaquetas rosas y los cócteles con sombrillitas.
En esa ocasión no hizo mención de las circonitas, pero el gesto de diversión que vio en el rostro de Pedro le dijo que eso él ya lo sabía.
Sonrió. No pudo evitarlo.
Y después, como si él también estuviera sintiendo una extraña familiaridad creciendo entre los dos, frunció el ceño y miró a otro lado, hacia el cielo. Tomó una bocanada de aire helado y se metió las manos en los bolsillos. Al verlo, ella no supo qué decir y ahí estaba, sintiéndose como un satélite de su luna. Si esa no era razón suficiente para ponerle fin al enamoramiento que tenía por su jefe, no sabía qué lo sería.
–El día está pasando y nosotros seguimos aquí. Ha llegado el momento de moverse. Te dejaré en tu hotel.
–¿Hotel? –Paula casi pudo oír su pregunta resonar por las nubes que se cernían sobre las colinas a lo lejos.
Pedro ni se inmutó.
–El itinerario de Sebastian empieza en Cradle Mountain. He estudiado su ruta y tiene sentido. Al igual que tiene sentido que te lleve en mi coche porque está claro que necesitas uno.
Paula cerró la boca de golpe. Si a ella le hubieran encargado trazar el itinerario, habría hecho lo mismo, pero estaba de vacaciones. Y sí, necesitaba un coche.
Alzó las manos al aire y fue hacia el edificio de la terminal.
Él la siguió y la alcanzó en dos pasos.
–Más vale que ese coche que ha alquilado Sebastian sea bueno y resistente. Las carreteras de esta isla pueden ser muy sinuosas.
–Es un Black roadster –y con las manos dibujó su silueta.
–¿Estás de broma?
Oyó una agradable y suave carcajada y, aunque caminó deprisa, él pudo alcanzarla sin esforzarse demasiado.
UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 5
Las tuberías del edificio construido antes de la guerra chirriaron cuando el agua se cortó en el baño de Paula.
«Por fin», pensó Pedro. Le había dicho que serían solo cuarenta y cinco minutos y esa mujer llevaba en la ducha una eternidad. Soltó la revista que había estado hojeando todo ese tiempo.
–¿Café? –le preguntó Sonia como salida de la nada.
Estaba tan seguro de que se encontraban solos, él en el salón, ella en la ducha con unos pocos metros y una fina puerta de madera separándolos, que se sobresaltó al oír su voz.
–¿De dónde demonios has salido? –bramó.
–De por ahí –respondió Sonia al girarse hacia la resplandeciente máquina exprés de café que ocupaba la mitad de la diminuta cocina. Era lo único que parecía haber costado algo de dinero en todo ese lugar.
El resto eran alfombras desgastadas, papel de pared rosa de flores y unas lámparas de borlas tan viejas que cada vez que miraba una le entraban ganas de estornudar. Se sentía como si estuviera sentado en el vestíbulo de un viejo burdel del Oeste esperando a que apareciera la madame. No era lo que se habría esperado de la casa de Paula, aunque tampoco es que se hubiera parado a pensar mucho en ello.
Era una mujer trabajadora, meticulosa, con una reserva de estamina oculta en algún lugar de su pequeña constitución, lo cual significaba que era capaz de estar a la altura del ritmo frenético de Pedro ahí donde otros habían fracasado.
Pero de lo que había estado seguro era que no era ni cursi, ni ñoña…
O eso creía…
–Me voy a preparar uno para mí, así que no es molestia.
Pedro se dio cuenta de que estaba mirando con tanta intensidad la puerta del baño de Paula que parecía como si intentara atravesarla con visión rayos X.
–¿Café? –repitió Sonia, de cuyo meñique con uña pintada en rosa pendía una taza rosa y dorada.
Estaba claro que el apartamento era puro Sonia. ¡Claro!
Ahora recordaba vagamente que le había contado que Paula iba a mudarse a vivir con ella ese año.
Por alguna razón, se tranquilizó al ver que podía seguir confiando en el sentido común y el buen gusto de Paula.
Miró el reloj y frunció el ceño. Si no se daba prisa, iba a tener que cambiar esa opinión que tenía de ella.
–Uno rápido.
Una vez hechos los cafés, Sonia se sentó en el borde de la silla con tapicería de rayas rosas.
–Así que, ¿vas a llevarte a nuestra chica a Tasmania?
–De camino a mi viaje de reconocimiento a Nueva Zelanda.
–Pues tienes que desviarte varios cientos de kilómetros.
–¿Qué intentas decir?
–Ese no es mi trabajo. A mí me pagas por construir misterios y emociones –dijo sonriendo–. Y, ¿qué puede haber más misterioso y emocionante que el hecho de que Paula y tú vayáis a vivir unos momentos excitantes en los parajes más remotos de Tasmania?
–¿Excitantes…? –se puso más serio que antes incluso e intentó ponerse lo más derecho posible en ese sillón extremadamente acolchado y blando–. Trabaja muchísimo y solo se lo estoy agradeciendo, así que no empieces a inventarte historias. Ya sabes lo poco que me gustan ni el drama ni los teatros.
Sonia lo miró fijamente y, al darse cuenta de que no estaba de broma, asintió y respondió:
–Lo que tú digas, jefe.
Y con eso se levantó y fue hacia lo que debía de ser su dormitorio.
–Con tal de que me prometas que yo seré la primera en enterarse cuando tengas algo que contar…. sobre Nueva Zelanda –añadió antes de girarse con un dramático ademán que hizo que su bata de seda siseara.
Pedro se dejó hundir lentamente en el sillón y se tomó el café de un trago dejando que le achicharrara la garganta.
«Si esta mujer no fuera tan buena en su trabajo… »
Aborrecía el drama gratuito y lo había evitado durante toda su vida, hasta el punto de recorrer para ello miles de kilómetros y llegar hasta remotas montañas y lejanos ríos en el medio de la nada, adentrarse en junglas deshabitadas. Había dedicado su vida a verdaderos desafíos que podía ver y tocar. Se había enfrentado al mundo para descubrir qué clase de hombre era en realidad.
El destello de un movimiento apareció en el rabillo de su ojo devolviéndolo al presente como de un manotazo. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y se pasó la mano por la cara en un esfuerzo de borrarse de la mente el resto de sus recuerdos. Todos se desvanecieron de inmediato al darse cuenta de qué había sido ese destello: Paula saliendo del baño corriendo para meterse en su dormitorio.
Desnuda.
Giró la cabeza lentamente para ver el espacio, ahora vacío, donde antes había estado esa visión. Una visión que se coló en su mente pieza a pieza.
Una espalda de mujer, unas esbeltas y húmedas piernas y una pequeña toalla de mano cubriendo apenas lo que debían de ser unas nalgas mojadas.
Paula, desnuda, que justo en ese momento estaría detrás de la puerta secándose con algo del tamaño de un sello postal. Como salido de ninguna parte, un calor comenzó a surgir en su interior. Un calor inconfundible. Ese calor que solía recibir con los brazos abiertos.
Apartó los ojos de ese punto para volver a mirar al frente, hacia una lámpara rosa cubierta con tantas borlas que la imagen le hizo daño a los ojos. Sin embargo, mejor eso que centrarse en la imagen que parecía estar achicharrándoselos.
Un fuerte golpe se oyó en la habitación de Paula, tras el cual vinieron un improperio y un ruido que parecía indicar que estuviera dando saltos.
De pronto él soltó una carcajada y lo invadió una sensación de alivio a la vez que ese desafortunado calor que había ardido en su interior se disipaba. Esa era la Paula que conocía: trabajadora, meticulosa y capaz de sacarlo de ese laberinto mental cuando él más lo necesitaba.
Justo entonces Paula salió saltando de su habitación y completamente vestida. Es más, parecía que llevaba una manta gris cubriéndola mientras tiraba de una gran maleta negra.
Él logró levantarse de las garras del esponjoso sillón justo cuando ella soltó de golpe la maleta junto a la puerta y se giró para mirarlo con los labios separados y casi sin aliento.
¿Sin aliento por haber cargado con la maleta? ¿Por haber saltado al darse el golpe? ¿Por el esfuerzo de correr hasta su habitación desnuda y mojada?
Se dio una bofetada mental.
–¿Te has hecho café? –le preguntó mirando a la mesita de centro.
–Sonia.
–¡Oh… Oh! –Abrió los ojos de un modo exagerado y miró hacia la habitación en la que se había metido Sonia–. ¿Te ha…? ¿Le has…?
Él enarcó una ceja y ella se limitó a sacudir la cabeza con un tinte rosado en las mejillas y una mirada que decía mucho sin necesidad de palabras; una mirada que, cuando se sumaba a la imagen de un cuerpo femenino desnudo, podía hacer bullir la sangre de un hombre.
«Eres un hombre, no una piedra. No seas tan duro contigo mismo».
De pronto Paula levantó un dedo y se dirigió a la pequeña mesa redonda situada detrás del sofá e, ignorándolo por completo, hojeó un puñado de periódicos. Al moverse, su voluminosa manta, que resultó ser una especie de poncho, se desplazó y dejó ver que, en lugar de sus habituales y elegantes trajes de chaqueta, llevaba unos vaqueros ajustados negros por dentro de unas botas vaqueras y un jersey ceñido de rayas rojas y negras. Muy ceñido. Tanto que revelaba unas curvas que sus sueltos y sobrios trajes de trabajo nunca antes habían destacado.
Unas curvas que él había visto en su desnudez, sin ningún tipo de embellecimiento. Unas curvas que casi podía sentir bajo sus manos.
Apretando los dientes, Pedro apoyó la espalda contra el borde del sillón, esperó y observó. Con el sol de primera hora de la mañana colándose por la vieja ventana que tenía tras ella, Paula parecía tan joven, tan fresca. Tenía la nariz sonrojada por el frío, y las mejillas más todavía. Sus labios eran del natural color de una rosa oscura. Tenía unas pecas por la nariz en las que jamás se había fijado antes y su melena, siempre con un estilo tan cuidado y profesional, estaba alborotada, como si acabara de volver de pasar un día en la playa. Como si acabara de salir de la cama.
Ella alzó la mirada y lo encontró mirándola. Al cabo de un segundo, sonrió a modo de disculpa.
–Dos segundos. Te lo prometo.
Él se aclaró la voz.
–Si no te conociera bien, pensaría que estás retrasando nuestra marcha a propósito.
Ella parpadeó varias veces muy deprisa y después sacudió la cabeza rápidamente haciéndole pensar que, tal vez, lo que había comentado como una broma en realidad había dado en el clavo. Pero sabía tan poco sobre ella fuera del trabajo que no podía estar seguro.
–Sonia es muy despistada a la hora de pagar las facturas y hace demasiado frío como para arriesgarme a que le corten la calefacción, aunque se me ocurren muchos motivos por los que se lo merecería.
Él se vio sobrepasando una línea que no solía cruzar cuando preguntó:
–¿Por qué tengo la sensación de que hay alguna otra razón por la que estás evitando salir por esa puerta?
–Yo… –tragó saliva antes de mirarlo fijamente a los ojos durante varios segundos, encogerse de hombros y responder–: No es que no quiera volver a casa. Adoro esa isla más que nada en el mundo. Solo estoy preparándome para lo que voy a encontrarme cuando cruce el umbral del Gatehouse.
–¿El Gatehouse?
–El hotel.
–¿Estás arrepintiéndote de tu elección?
Con ese comentario se ganó una verde mirada tan fría que podría cortar el cristal.
–¿De verdad crees que organizaría la boda de mi única hermana en un antro?
–Supongo que eso depende de si te cae bien tu única hermana. ¿Cuánto dices que hace que no la ves?
Sus mejillas se sonrojaron todavía más; fue un luminoso, cálido y encantador rosa que surgió cuando la sangre se precipitó hacia su rostro. Sin embargo, ella optó por ignorar su pregunta.
–El Gatehouse, para que lo sepas, es un pedacito de cielo. Como un chalet suizo metido en un bosque de eucaliptos nevados y situado a un simple paseo de la impresionante Cradle Mountain. Cien habitaciones maravillosas, seis restaurantes espléndidos, una discoteca fabulosa, un cine y un gimnasio a la última. ¡Y ni te imaginas cómo son las suites!
Cerró los ojos y se estremeció. Sintió un intenso temblor que comenzó en sus hombros y fue bajando por su cuerpo para terminar en sus botas. No podía hacer otra cosa que quedarse allí de pie, con los dientes apretados, y pedirle a los cielos que ella terminara pronto para poder así salir de ese piso que parecía un tocador rosa gigante antes de que le achicharrara más neuronas.
¿Quién era esa mujer y qué había hecho con su leal ayudante?
De no ser por esos grandes y expresivos ojos verde claro que lo miraban fijamente sin sentirse en absoluto intimidados, estaría preguntándose si se había equivocado de apartamento.
Ella, como si no hubiera pasado nada, se dirigió hacia la montaña de papeles.
–De acuerdo. Creo que podemos decir con seguridad que Sonia sobrevivirá hasta el martes –se pasó una mano por el pelo, que terminó incluso más despeinado y sexy que al principio–. Estoy lista.
Él no podía dejar de mover las manos, como si no supiera dónde ponerlas. Como si quisieran ir a algún lugar donde su cerebro sabía que no debían ir. Por eso, decidió darles una tarea y agarró el asa de su maleta.
–¿Pero qué llevas aquí? ¿Ladrillos?
Paula posó una mano sobre su cadera que desapareció bajo las profundidades de metros de lana gris que ocultaban seductoramente más de lo que dejaban ver.
–Sí. He llenado la maleta de ladrillos y no, como sería lógico, de ropa, zapatos y ropa interior que me harían falta para pasar estos días y, además, asistir a una boda. ¿Es que nunca has ido a una boda?
–Jamás.
–¡Vaya! No sé si decir que no sabes lo que te has perdido o que eres el hombre más afortunado del mundo. Mientras estés recorriendo algunos de los parajes más bellos del mundo, o sea, los de Tasmania, yo estaré cambiándome de ropa más veces que una cantante en un videoclip.
Pedro cerró los ojos para detener la visión que provocó ese comentario antes de que se pudiera manifestar dentro de su cabeza.
–El coche está abajo –gruñó sacando la maleta por la puerta–. O estás en cinco minutos o… «Ropa interior…».
–O me largaré sin ti.
–Vaaaaale.
Y con eso, se giró para ir a despedirse de Sonia.
Pedro salió por esa puerta y se alejó de esos asfixiantes y cursis volantes de terciopelo rosa que, sin duda, se habían elegido para que revolvieran el cerebro de un hombre.
Y ahora derecho al aeropuerto, a subirse al avión, a dejarla en su destino, a oír cómo le daba las gracias… y después su equipo y él directos a Nueva Zelanda.
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