martes, 10 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 5





Las tuberías del edificio construido antes de la guerra chirriaron cuando el agua se cortó en el baño de Paula.


«Por fin», pensó Pedro. Le había dicho que serían solo cuarenta y cinco minutos y esa mujer llevaba en la ducha una eternidad. Soltó la revista que había estado hojeando todo ese tiempo.


–¿Café? –le preguntó Sonia como salida de la nada.


Estaba tan seguro de que se encontraban solos, él en el salón, ella en la ducha con unos pocos metros y una fina puerta de madera separándolos, que se sobresaltó al oír su voz.


–¿De dónde demonios has salido? –bramó.


–De por ahí –respondió Sonia al girarse hacia la resplandeciente máquina exprés de café que ocupaba la mitad de la diminuta cocina. Era lo único que parecía haber costado algo de dinero en todo ese lugar.


El resto eran alfombras desgastadas, papel de pared rosa de flores y unas lámparas de borlas tan viejas que cada vez que miraba una le entraban ganas de estornudar. Se sentía como si estuviera sentado en el vestíbulo de un viejo burdel del Oeste esperando a que apareciera la madame. No era lo que se habría esperado de la casa de Paula, aunque tampoco es que se hubiera parado a pensar mucho en ello.


Era una mujer trabajadora, meticulosa, con una reserva de estamina oculta en algún lugar de su pequeña constitución, lo cual significaba que era capaz de estar a la altura del ritmo frenético de Pedro ahí donde otros habían fracasado.


Pero de lo que había estado seguro era que no era ni cursi, ni ñoña…


O eso creía…


–Me voy a preparar uno para mí, así que no es molestia.


Pedro se dio cuenta de que estaba mirando con tanta intensidad la puerta del baño de Paula que parecía como si intentara atravesarla con visión rayos X.


–¿Café? –repitió Sonia, de cuyo meñique con uña pintada en rosa pendía una taza rosa y dorada.


Estaba claro que el apartamento era puro Sonia. ¡Claro! 


Ahora recordaba vagamente que le había contado que Paula iba a mudarse a vivir con ella ese año.


Por alguna razón, se tranquilizó al ver que podía seguir confiando en el sentido común y el buen gusto de Paula. 


Miró el reloj y frunció el ceño. Si no se daba prisa, iba a tener que cambiar esa opinión que tenía de ella.


–Uno rápido.


Una vez hechos los cafés, Sonia se sentó en el borde de la silla con tapicería de rayas rosas.


–Así que, ¿vas a llevarte a nuestra chica a Tasmania?


–De camino a mi viaje de reconocimiento a Nueva Zelanda.


–Pues tienes que desviarte varios cientos de kilómetros.


–¿Qué intentas decir?


–Ese no es mi trabajo. A mí me pagas por construir misterios y emociones –dijo sonriendo–. Y, ¿qué puede haber más misterioso y emocionante que el hecho de que Paula y tú vayáis a vivir unos momentos excitantes en los parajes más remotos de Tasmania?


–¿Excitantes…? –se puso más serio que antes incluso e intentó ponerse lo más derecho posible en ese sillón extremadamente acolchado y blando–. Trabaja muchísimo y solo se lo estoy agradeciendo, así que no empieces a inventarte historias. Ya sabes lo poco que me gustan ni el drama ni los teatros.


Sonia lo miró fijamente y, al darse cuenta de que no estaba de broma, asintió y respondió:
–Lo que tú digas, jefe.


Y con eso se levantó y fue hacia lo que debía de ser su dormitorio.


–Con tal de que me prometas que yo seré la primera en enterarse cuando tengas algo que contar…. sobre Nueva Zelanda –añadió antes de girarse con un dramático ademán que hizo que su bata de seda siseara.


Pedro se dejó hundir lentamente en el sillón y se tomó el café de un trago dejando que le achicharrara la garganta.


«Si esta mujer no fuera tan buena en su trabajo… »


Aborrecía el drama gratuito y lo había evitado durante toda su vida, hasta el punto de recorrer para ello miles de kilómetros y llegar hasta remotas montañas y lejanos ríos en el medio de la nada, adentrarse en junglas deshabitadas. Había dedicado su vida a verdaderos desafíos que podía ver y tocar. Se había enfrentado al mundo para descubrir qué clase de hombre era en realidad.


El destello de un movimiento apareció en el rabillo de su ojo devolviéndolo al presente como de un manotazo. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y se pasó la mano por la cara en un esfuerzo de borrarse de la mente el resto de sus recuerdos. Todos se desvanecieron de inmediato al darse cuenta de qué había sido ese destello: Paula saliendo del baño corriendo para meterse en su dormitorio. 


Desnuda.


Giró la cabeza lentamente para ver el espacio, ahora vacío, donde antes había estado esa visión. Una visión que se coló en su mente pieza a pieza.


Una espalda de mujer, unas esbeltas y húmedas piernas y una pequeña toalla de mano cubriendo apenas lo que debían de ser unas nalgas mojadas.


Paula, desnuda, que justo en ese momento estaría detrás de la puerta secándose con algo del tamaño de un sello postal. Como salido de ninguna parte, un calor comenzó a surgir en su interior. Un calor inconfundible. Ese calor que solía recibir con los brazos abiertos.


Apartó los ojos de ese punto para volver a mirar al frente, hacia una lámpara rosa cubierta con tantas borlas que la imagen le hizo daño a los ojos. Sin embargo, mejor eso que centrarse en la imagen que parecía estar achicharrándoselos.


Un fuerte golpe se oyó en la habitación de Paula, tras el cual vinieron un improperio y un ruido que parecía indicar que estuviera dando saltos.


De pronto él soltó una carcajada y lo invadió una sensación de alivio a la vez que ese desafortunado calor que había ardido en su interior se disipaba. Esa era la Paula que conocía: trabajadora, meticulosa y capaz de sacarlo de ese laberinto mental cuando él más lo necesitaba.


Justo entonces Paula salió saltando de su habitación y completamente vestida. Es más, parecía que llevaba una manta gris cubriéndola mientras tiraba de una gran maleta negra.


Él logró levantarse de las garras del esponjoso sillón justo cuando ella soltó de golpe la maleta junto a la puerta y se giró para mirarlo con los labios separados y casi sin aliento. 


¿Sin aliento por haber cargado con la maleta? ¿Por haber saltado al darse el golpe? ¿Por el esfuerzo de correr hasta su habitación desnuda y mojada?


Se dio una bofetada mental.


–¿Te has hecho café? –le preguntó mirando a la mesita de centro.


–Sonia.


–¡Oh… Oh! –Abrió los ojos de un modo exagerado y miró hacia la habitación en la que se había metido Sonia–. ¿Te ha…? ¿Le has…?


Él enarcó una ceja y ella se limitó a sacudir la cabeza con un tinte rosado en las mejillas y una mirada que decía mucho sin necesidad de palabras; una mirada que, cuando se sumaba a la imagen de un cuerpo femenino desnudo, podía hacer bullir la sangre de un hombre.


«Eres un hombre, no una piedra. No seas tan duro contigo mismo».


De pronto Paula levantó un dedo y se dirigió a la pequeña mesa redonda situada detrás del sofá e, ignorándolo por completo, hojeó un puñado de periódicos. Al moverse, su voluminosa manta, que resultó ser una especie de poncho, se desplazó y dejó ver que, en lugar de sus habituales y elegantes trajes de chaqueta, llevaba unos vaqueros ajustados negros por dentro de unas botas vaqueras y un jersey ceñido de rayas rojas y negras. Muy ceñido. Tanto que revelaba unas curvas que sus sueltos y sobrios trajes de trabajo nunca antes habían destacado.


Unas curvas que él había visto en su desnudez, sin ningún tipo de embellecimiento. Unas curvas que casi podía sentir bajo sus manos.


Apretando los dientes, Pedro apoyó la espalda contra el borde del sillón, esperó y observó. Con el sol de primera hora de la mañana colándose por la vieja ventana que tenía tras ella, Paula parecía tan joven, tan fresca. Tenía la nariz sonrojada por el frío, y las mejillas más todavía. Sus labios eran del natural color de una rosa oscura. Tenía unas pecas por la nariz en las que jamás se había fijado antes y su melena, siempre con un estilo tan cuidado y profesional, estaba alborotada, como si acabara de volver de pasar un día en la playa. Como si acabara de salir de la cama.


Ella alzó la mirada y lo encontró mirándola. Al cabo de un segundo, sonrió a modo de disculpa.


–Dos segundos. Te lo prometo.


Él se aclaró la voz.


–Si no te conociera bien, pensaría que estás retrasando nuestra marcha a propósito.


Ella parpadeó varias veces muy deprisa y después sacudió la cabeza rápidamente haciéndole pensar que, tal vez, lo que había comentado como una broma en realidad había dado en el clavo. Pero sabía tan poco sobre ella fuera del trabajo que no podía estar seguro.


–Sonia es muy despistada a la hora de pagar las facturas y hace demasiado frío como para arriesgarme a que le corten la calefacción, aunque se me ocurren muchos motivos por los que se lo merecería.


Él se vio sobrepasando una línea que no solía cruzar cuando preguntó:
–¿Por qué tengo la sensación de que hay alguna otra razón por la que estás evitando salir por esa puerta?


–Yo… –tragó saliva antes de mirarlo fijamente a los ojos durante varios segundos, encogerse de hombros y responder–: No es que no quiera volver a casa. Adoro esa isla más que nada en el mundo. Solo estoy preparándome para lo que voy a encontrarme cuando cruce el umbral del Gatehouse.


–¿El Gatehouse?


–El hotel.


–¿Estás arrepintiéndote de tu elección?


Con ese comentario se ganó una verde mirada tan fría que podría cortar el cristal.


–¿De verdad crees que organizaría la boda de mi única hermana en un antro?


–Supongo que eso depende de si te cae bien tu única hermana. ¿Cuánto dices que hace que no la ves?


Sus mejillas se sonrojaron todavía más; fue un luminoso, cálido y encantador rosa que surgió cuando la sangre se precipitó hacia su rostro. Sin embargo, ella optó por ignorar su pregunta.


–El Gatehouse, para que lo sepas, es un pedacito de cielo. Como un chalet suizo metido en un bosque de eucaliptos nevados y situado a un simple paseo de la impresionante Cradle Mountain. Cien habitaciones maravillosas, seis restaurantes espléndidos, una discoteca fabulosa, un cine y un gimnasio a la última. ¡Y ni te imaginas cómo son las suites!


Cerró los ojos y se estremeció. Sintió un intenso temblor que comenzó en sus hombros y fue bajando por su cuerpo para terminar en sus botas. No podía hacer otra cosa que quedarse allí de pie, con los dientes apretados, y pedirle a los cielos que ella terminara pronto para poder así salir de ese piso que parecía un tocador rosa gigante antes de que le achicharrara más neuronas.


¿Quién era esa mujer y qué había hecho con su leal ayudante?


De no ser por esos grandes y expresivos ojos verde claro que lo miraban fijamente sin sentirse en absoluto intimidados, estaría preguntándose si se había equivocado de apartamento.


Ella, como si no hubiera pasado nada, se dirigió hacia la montaña de papeles.


–De acuerdo. Creo que podemos decir con seguridad que Sonia sobrevivirá hasta el martes –se pasó una mano por el pelo, que terminó incluso más despeinado y sexy que al principio–. Estoy lista.


Él no podía dejar de mover las manos, como si no supiera dónde ponerlas. Como si quisieran ir a algún lugar donde su cerebro sabía que no debían ir. Por eso, decidió darles una tarea y agarró el asa de su maleta.


–¿Pero qué llevas aquí? ¿Ladrillos?


Paula posó una mano sobre su cadera que desapareció bajo las profundidades de metros de lana gris que ocultaban seductoramente más de lo que dejaban ver.


–Sí. He llenado la maleta de ladrillos y no, como sería lógico, de ropa, zapatos y ropa interior que me harían falta para pasar estos días y, además, asistir a una boda. ¿Es que nunca has ido a una boda?


–Jamás.


–¡Vaya! No sé si decir que no sabes lo que te has perdido o que eres el hombre más afortunado del mundo. Mientras estés recorriendo algunos de los parajes más bellos del mundo, o sea, los de Tasmania, yo estaré cambiándome de ropa más veces que una cantante en un videoclip.


Pedro cerró los ojos para detener la visión que provocó ese comentario antes de que se pudiera manifestar dentro de su cabeza.


–El coche está abajo –gruñó sacando la maleta por la puerta–. O estás en cinco minutos o… «Ropa interior…».
–O me largaré sin ti.


–Vaaaaale.


Y con eso, se giró para ir a despedirse de Sonia.


Pedro salió por esa puerta y se alejó de esos asfixiantes y cursis volantes de terciopelo rosa que, sin duda, se habían elegido para que revolvieran el cerebro de un hombre.


Y ahora derecho al aeropuerto, a subirse al avión, a dejarla en su destino, a oír cómo le daba las gracias… y después su equipo y él directos a Nueva Zelanda.









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