jueves, 15 de octubre de 2015

EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 8





El incidente de la puerta afectó a Paula mucho más de lo que esperaba. Él la había visto muchas veces en la piscina, así que su viejo sujetador no tenía por qué parecerle la gran novedad, y sin embargo…


Con las mejillas aún ardiendo, se había reunido con él para comer, intentando aparentar normalidad en todo momento. 


Algo había cambiado, no obstante, y ambos lo sabían.


Una nueva conciencia de cosas que hasta entonces habían pasado inadvertidas había surgido entre ellos. Paula intentaba que no afectara a su trabajo, pero… ¿Cómo no iba a afectarle? El temblor incesante de sus dedos mientras le masajeaba era como el que había sentido el primer día. De pronto se dio cuenta de que había perdido la confianza que había ganado con la práctica, pero lo que más lamentaba era la pérdida de esa comodidad que siempre había sentido en presencia de Pedro Alfonso. Durante un tiempo casi había llegado a sentir que eran iguales. Podía decir cualquier cosa que le viniera a la mente y a veces incluso llegaba a hacerle reír.


Los días fueron pasando y poco a poco se estableció una especie de rutina. Paula se levantaba temprano y nadaba un poco en la piscina, antes de que se levantara el servicio. 


Nadaba furiosamente para librarse de los demonios que la acosaban por las noches y después flotaba sobre la superficie del agua. Miraba hacia el cielo, hacia el sol que nacía.


Después llevaba a Pedro a hacer sus ejercicios y le daba un buen masaje antes del desayuno, un ritual que repetía tres veces al día. Cada vez que tenía oportunidad, no obstante, iba a esconderse en algún rincón secreto de aquella enorme finca para leer un poco.


Habían tenido un par de visitantes. Ambas se habían presentado sin avisar, en momentos distintos. Paula había oído sus risas mucho antes de verlas. Una de ellas era una preciosa rubia y la otra una pelirroja. Revoloteaban por la piscina sin mojarse ni un dedo, pero ninguna se había quedado a pasar la noche. Pedro las había mandado de vuelta a casa en uno de sus coches de lujo.


Él también había salido un par de veces. Su chófer le había llevado a Mónaco por la costa, donde, según Simone, una actriz de Hollywood había alquilado un famoso restaurante para celebrar una comida en su honor.


Ese día Paula apenas había probado bocado alguno. No tenía derecho a comportarse como un niño posesivo. ¿Cómo no iba a dejarla en casa Pedro Alfonso? ¿Cómo iba a asistir a un glamuroso almuerzo vestida con una de sus camisetas color pastel y su falda vaquera hasta la rodilla?


Al menos había logrado leer un par de libros que llevaban tiempo acumulando polvo en su estantería, y el aire fresco y la buena comida la hacían sentirse bien físicamente, a pesar de la falta de sueño.


Una tarde, mientras su mente recorría el fascinante laberinto de la física cuántica una oscura sombra se proyectó sobre las páginas de su libro. Al levantar la vista se encontró con Pedro. Detrás de él, el agua color turquesa de la piscina bailaba bajo la luz del sol, y más allá se extendía el azul insondable del mar.


–¿Qué estás leyendo?


Paula arrugó los párpados.


–No me había dado cuenta de que había llegado la hora de tu masaje.



–Es un nombre muy raro para un libro.


–Muy gracioso –le mostró la portada para que pudiera verla bien.


–¿Y por qué estás tumbada al sol, leyendo… –arrugó los párpados para poder leer–. La teoría cuántica no puede hacerte daño?


–Deja de reírte de mí. Ya sabes por qué. Ya te dije que me gusta la ciencia.


–A mí me gustan los coches, pero no paso el tiempo en la piscina leyendo manuales de mecánica. Hay muchas novelas en la biblioteca. Puedes escoger la que quieras.


–Gracias, pero ahora mismo no tengo ganas de leer una novela. Esto es…


–¿Qué? –Pedro levantó su bastón y lo usó para señalar–. ¿Pesado? ¿Indescifrable?


–Absolutamente fascinante, en mi opinión.


Pedro apoyó el bastón contra una de las tumbonas y dejó escapar una risotada.


–Realmente eres todo un enigma, Paula. ¿Qué tienes pensado hacer con todos estos méritos que estás acumulando? Más tarde o más temprano, ya no vas a tener más exámenes que hacer.


Ella titubeó.


–¿Y eso tiene algo de malo?


Él se encogió de hombros.


–Te convertirás en una de esas personas con un montón de diplomas que no usan.


–¿Quién dice que nunca los voy a usar?


Él sonrió.


–La ciencia te ayuda a entender por qué hay que usar harina de maíz para hacer alfajores, pero tampoco es necesario realmente, ¿no?


Paula sintió una punzada de resentimiento al ver la burla que teñía sus palabras. El mundo giraba en torno a Pedro Alfonso. Molesta con su actitud, arremetió contra él.


–A lo mejor no solo estoy acumulando diplomas. A lo mejor hago todos esos exámenes porque quiero hacer algo de provecho.


–¿Como qué?


–Como… ser médico.


–¿Tú? ¿Médico?


–¿Por qué no? ¿Crees que soy incapaz de ser médico?


–Realmente no lo he pensado mucho.


Paula le miró fijamente.


–Ya que pareces tan interesado en el tema, te diré que ya he hecho la solicitud para entrar en la facultad de Medicina y tengo una plaza esperándome. Tengo pensado matricularme en cuanto haya ahorrado suficiente dinero para mantenerme durante el curso. Llevo mucho tiempo queriendo ser médico y no pienso dejar a un lado mis sueños. Nunca lo he hecho.


Se incorporó y se puso las gafas encima de la cabeza, pero el movimiento de sus pechos fue lo que distrajo a Pedro


De repente no podía dejar de mirarla.


–Te has bronceado un poco.


Siguiendo la dirección de su mirada, Paula bajó la vista y reparó en la marca blanca que tenía allí donde se le había movido el tirante.


–Sí. Un poco –sonrió e intentó aligerar le pesada atmósfera que se cernía sobre ellos–. Eso es lo que suele pasar cuando expones tu piel al sol, Pedro.


–Y has perdido peso.


–¿Ah, sí?


Sus miradas se encontraron.


–Ya sabes que sí.


–Si lo he perdido, no ha sido intencional –Paula se encogió de hombros–. Este clima no… Bueno, me quita el apetito, y Simone me ha hecho muchas ensaladas deliciosas. Además, he salido a nadar casi todas las mañanas. Con este tiempo sería un crimen no hacerlo. Todo eso ayuda.


–¿No tienes biquini?


Esa pregunta impaciente sorprendió a Paula. Le miró a los ojos.


–¿Un biquini?


–Ya sabes… Esa prenda de dos piezas, la favorita de las mujeres de tu edad, esas a las que no les gusta ponerse la ropa de su abuela.


Paula sintió un repentino ardor en las mejillas. Bajó la vista.


–No tengo figura para un biquini.


–¿Y qué clase de figura es esa?


–Estoy demasiado gorda.


–No estás demasiado gorda. Tienes curvas. Es cierto. Pero todo está en su sitio. Además, a los hombres les gustan las curvas. De hecho, les gusta verlas. No les gusta que las escondan debajo de sacos de patatas ni de ropas informes que no favorecen en nada. Deberías intentarlo un día. Deja de quejarte de tu aspecto y haz algo para cambiarlo, si te hace tan infeliz.


–Dices cosas muy bonitas, Pedro.


–A lo mejor era algo que necesitabas oír.


Paula cerró el libro de golpe.


–¿Qué hora es?


–Las cuatro y diez.


–Entonces será mejor que empecemos con tu masaje.


–Si tú lo dices, Paula.


–Sí lo digo.


Pero Pedro no se movió. No podía hacerlo, porque un masaje era lo último en lo que pensaba en ese momento. 


Desde su posición, lo único que veía eran sus piernas. 


Habían tomado un color que le recordaba al dulce de leche de su madre, ese que solía hacerle antes de que la traición partiera en dos su mundo de niño y lo cambiara para siempre.


Cambió de postura, pero no sirvió para aliviar el ansia que crecía bajo su vientre.


–Dame quince minutos –le dijo en un tono seco–. Tengo que hacer una llamada primero.


–Quince minutos entonces –Paula se levantó de la tumbona como si estuviera deseando alejarse de él–. Te veo en la sala de masajes.


Pedro la siguió con la mirada, fijándose en el movimiento de sus caderas. El traje de baño se le estaba subiendo y dejaba al descubierto más piel de la que ella hubiera querido enseñar. Seguramente se hubiera puesto roja como un tomate de haber sabido que casi podía verle todo el trasero en ese momento.


Tras apoyar el bastón contra la tumbona, Pedro sacó el teléfono móvil y llamó a sus oficinas de Argentina. Durante un tiempo su mente se vio ocupada por toda clase de consideraciones prácticas relativas a su imperio empresarial, pero a medida que ordenaba la información que le daban, imágenes inesperadas comenzaron a colarse en su cabeza. 


Eran recuerdos dolorosos, enterrados mucho tiempo atrás. 


Trató de bloquearlos, pero no funcionó. Con la vista fija en el bastón que le servía de apoyo, de repente se sorprendió recordando el accidente con una claridad cristalina que le hizo sobrecogerse. Era demasiado fácil recordar esa extraña fracción de segundo de calma, momentos antes del impacto. 


Después había llegado el ruido ensordecedor del metal al doblarse. El coche acababa de estrellarse contra un lado de la pista. Cerró los ojos al recordar el olor del caucho quemado y el primer roce de una llamarada. El vehículo se había convertido en una bola de fuego. El sonido distante de las sirenas y los gritos ahogados de aquellos que acudían en su ayuda sonaban cada vez más cerca. Recordaba haber quedado atrapado en aquel ataúd de metal, pensando que iba a morir.


Pedro echó a andar hacia la sala de masajes. Algo acababa de activarse en su interior y le hacía moverse hacia delante. 


Abrió la puerta con cuidado y parpadeó, cegado por la luz. 


Paula estaba de espaldas a él, organizando frascos de aceites aromáticos. Se había puesto su uniforme y la falda se le ceñía al trasero, realzando sus generosas curvas.


–Me… has sorprendido –dijo ella de repente, dándose la vuelta.


–No era mi intención.


–¿Dónde está tu bastón?


Sorprendido, Pedro bajó la vista y vio que no tenía nada en las manos. Lo había dejado atrás.


–No me había dado cuenta. Debí de dejarlo en la piscina.


–Iré a buscarlo.


–No. Ya no lo necesito.


–Creo que eso debería decirlo el médico.


–Mi médico no está aquí, Paula–echó a andar hacia ella y entonces se dio cuenta de que por primera vez en mucho tiempo era capaz de andar sin apoyo.


Una carcajada de alegría escapó de sus labios.


–Pero tú sí estás aquí.


–Yo no puedo dar consejos médicos.


–Y yo no necesito ninguno –le dijo él, deteniéndose justo delante de ella–. Por lo menos no para lo que tengo pensado.


–Oh. ¿Y qué es?


–Eres una mujer muy inteligente, Paula. No me hagas preguntas para las que ya tienes la respuesta.


Paula le miró fijamente. Sus ojos parecían más grandes que nunca, pero también parecían cansados.


–No sé de qué hablas –le dijo, sacudiendo la cabeza.


–Oh, por favor. No finjas, Paula. Eres demasiado lista para eso, a no ser que quieras negar la química que hay entre nosotros y que lleva semanas creciendo, o a menos que vayas a negar que quieres besarme tanto como yo a ti. Me estás volviendo loco, y tengo la sensación de que, si no hago algo al respecto pronto, uno de los dos o los dos vamos a perder la razón.


Temblando de pies a cabeza, Paula sintió su mano sobre la nuca. Notó cómo se curvaban sus dedos, sujetándola con firmeza. Podía sentir el revoloteo de sus propias pestañas y los párpados le pesaban mucho.


–No podemos hacer esto.


–¿Por qué no?


–Ya sabes por qué no. Yo trabajo para ti.


–Te daré una excedencia.


–Eso no tiene gracia.


–No pretendía que la tuviera. Nunca he hablando tan en serio.


Todavía seguía acariciándole la nuca y Paula sabía que debía apartarse antes de que fuera demasiado tarde, pero no era capaz de hacerlo.


Sus miradas se encontraron otra vez.


–No podemos –volvió a decirle.


–Deja de luchar. Podemos hacer lo que nos dé la gana –le dijo con brusquedad al tiempo que tiraba de ella.


Su beso, sin embargo, fue completamente distinto a sus palabras, suave, insistente y lo bastante inocente como para hacerla relajarse. Paula sintió que sus propios labios se entreabrían sin que tuviera que hacer ningún esfuerzo. Notó el roce de su lengua contra el cielo de la boca y se aferró a él con ambos brazos, asiéndole con una avidez que la sorprendía. Llevaba semanas observándole y deseándole y por fin podía tocarle.


De repente sintió que una necesidad arrolladora la consumía por dentro. El pasado se convirtió en un lugar desolado que se alejaba cada vez más. El presente era lo único que importaba, y Paula quería saborear cada segundo.


¿Hizo algún ruido? ¿Fue por eso que él levantó la cabeza y la miró con un brillo especial en esos ojos negros suyos? 



Sus labios esbozaron una sonrisa fugaz y entonces volvió a besarla.


Paula no llegó a saber muy bien cuánto había durado ese segundo beso, pero sí notó una nueva determinación que hasta entonces no había experimentado. Él la apoyó contra la pared y comenzó a acariciarle el rostro. Deslizó los dedos a lo largo de su cuello, dibujando pequeñas líneas alrededor de sus hombros. Paula se estremecía. Un momento después esos mismos dedos bajaban por su pecho. Paula comenzó a moverse con impaciencia. Pedro dejó escapar una risita y comenzó a tirar de la cremallera de su uniforme. El cierre se resistió un poco, pero finalmente logró bajárselo hasta la cintura. La prenda se abrió con facilidad, dejando sus pechos al descubierto.


Paula sintió una ráfaga de aire frío sobre la piel. Él murmuró algo y se retiró un poco para contemplarla.


–Perfecta –dijo de pronto, abarcando uno de sus pechos con la palma de la mano. Deslizó el dedo pulgar sobre uno de los pezones, endureciéndolo.


–¡Oh! –exclamó ella.


–¿Todavía sigues pensando que no podemos? –le preguntó él en un tono burlón.


Paula no podía pensar en nada que no fuera lo que le hacía sentir. La mano de Pedro se había extraviado hasta llegar a su cintura y en ese momento le estaba subiendo el vestido. 


Paula sentía un calor insoportable. Sentía la piel tirante sobre el cuerpo y el corazón se le salía del pecho. Cerró los ojos. Apenas se atrevía a respirar por miedo a que él recuperara el juicio y se detuviera.


Pero él no parecía tener intención de detenerse, sino que la empujaba hacia la estrecha camilla de masajes. El trasero de Paula chocó contra la suave superficie de cuero. De manera instintiva, le clavó los dedos en el cuello. Tenía miedo de caerse al suelo y de arrastrarle con ella, rompiendo así la magia. Él sonrió.


–Relájate. No estaría haciendo esto si no pensara que soy capaz de llegar hasta el final.


El golpe de alarde sexual fue como un jarro de agua fría para Paula. La magia y el deseo comenzaron a disolverse poco a poco. ¿Qué estaba haciendo? Se trataba de Pedro, su
jefe… Pedro, el que se acostaba con actrices y supermodelos. Una ola de pánico se cernió sobre ella como dos enormes alas negras.


Simplemente estaba en el sitio adecuado en el momento justo. Era por eso por lo que Pedro Alfonso quería acostarse con ella.


Terriblemente avergonzada, Paula le empujó en el pecho.


–¡No!


Él debió de pensar que estaba jugando porque se acercó más y le rozó los labios con los suyos propios.


–Oh, Paula. Cállate y bésame.


–No –volvió a decir Paula, empujándole con la palma de la mano.


Esa vez él sí se dio cuenta de que hablaba en serio. Había auténtica sorpresa en sus ojos, como si fuera la primera vez que alguien le hacía detenerse.


Paula se bajó de la camilla. Con dedos temblorosos, se subió la cremallera del uniforme y se colocó la falda.


–¿Qué estás haciendo?


–¿A ti qué te parece? Voy a parar todo esto antes de que se nos escape de las manos.


–No lo entiendo. Hace unos segundos estabas encantada con ello y ahora te comportas como si fuera el gran lobo malo –el rostro de Pedro se oscureció–. A mí no me gustan las mujeres que juegan a estos juegos. ¿Qué pasa, Paula?


–¿Que qué pasa? –apartándose de él, Paula se agarró de la mesa para no perder el equilibrio–. ¿Por dónde quieres que empiece? ¿Quieres que empiece por la total falta de profesionalidad que hemos demostrado?


–Ya te dije que estaba dispuesto a pasarlo por alto.


Paula sacudió la cabeza. Cuando se trataba de hombres las cosas nunca le salían bien. A lo mejor simplemente era una de esas mujeres que llevaban escrita la palabra «víctima». 


Miró a Pedro. Contempló su magnífico cuerpo, escondido debajo de unos vaqueros desgastados y una camiseta blanca.


¿Cómo iba a interesarse en ella alguien como él en circunstancias normales?


–Bueno, yo no estoy lista para pasarlo por alto, porque a ninguna mujer le gusta sentirse sustituta.


–¿De qué demonios estás hablando?


–Oh, vamos. Se trata de mí, Pedro, no de alguien que has recogido en una fiesta. Llevo en tu vida el tiempo suficiente para saber cómo eres. Y eres un mujeriego notorio. Te encantan las mujeres.


–¿Y eso quiere decir…?


–Que te conocen por tu debilidad por las actrices y las modelos. Durante todo el tiempo que llevo trabajando para ti, nunca te he visto codearte con alguien que… ¡Alguien como yo! Alguien normal, alguien en quien te has fijado precisamente ahora porque estoy aquí, por nada más.


Pedro tardó unos segundos en contestar.


–¿No crees que podría tener a una de esas actrices o modelos en mi cama en cuestión de una hora, si quisiera? ¿Crees que no me sería todo mucho más fácil si lo hiciera?


–Bueno, ¿por qué no lo haces?


–Porque es a ti a quien quiero. Puede que esté mal y sé que es inexplicable, pero… te… quiero… a… ti. Y tú me deseas a mí también.


Paula le miró fijamente. Su voz se había endurecido a causa del deseo, pero solo había una palabra que reclamaba su atención.


Inexplicable.


No era capaz de explicar por qué la deseaba tanto. Sin embargo, tampoco le estaba diciendo nada nuevo. Solo le estaba dejando claro algo que ya sabía: que sería una aventura de una vez y que todo acabaría en un mar de lágrimas para ella. Para los hombres como Pedro las mujeres solo entraban en dos categorías: las chicas buenas y las prostitutas.


Si le contaba la verdad, no obstante, a lo mejor lograba que respetara su inocencia, una inocencia que le situaba fuera de su alcance y que impediría que algo así volviera a ocurrir.


–Bueno, no va a pasar, porque yo…


–¿Qué?


Paula tragó con dificultad.


–¡Soy virgen! –gritó–. ¡Sí! ¿Ahora lo entiendes, Pedro? Soy un bicho raro. ¡Una mujer de veintitrés años de edad que nunca ha tenido sexo con nadie!


Dio media vuelta y echó a correr como si la persiguiera un perro rabioso.


El no fue tras ella. No la siguió hasta la suntuosa habitación situada frente a la bahía. No trató de besarla a toda costa hasta borrar todas sus objeciones.


Paula estaba de pie, contemplando los lujosos yates blancos que surcaban el agua a lo lejos. ¿Cómo había podido llegar a pensar que lo haría?


Se mordió el labio al verse invadida por las dudas. Aunque hubiera decidido no acostarse con ella, al menos podría hacerle dicho que no era un bicho raro. Se apartó de la ventana y fue hacia el espejo. Se vio como Pedro debía de haberla visto, con la piel enrojecida, el pelo alborotado y unos ojos que ya no le parecían propios. Tragó con dificultad. La Paula que tenía delante le era totalmente desconocida.


Tiró el uniforme en el cesto de la ropa sucia, se lavó la cara y se cambió. Se cepilló el pelo y se hizo su coleta de siempre.


 ¿Qué iba a hacer hasta la hora de cenar? ¿Y qué iba a decirle a él cuando volviera a verle? ¿Cómo había podido confesarle algo tan íntimo de esa manera?


Sus pensamientos confusos se vieron interrumpidos por alguien que llamaba a la puerta. Cuando fue a abrir se encontró con Pedro al otro lado.


Pero su rostro no reflejaba el enojo que esperaba. ¿No era burla lo que veía en sus ojos?


–Tienes que entender que… que si quieres que los hombres corran detrás de ti, será mejor que escojas a uno que pueda correr.


Paula tragó en seco.


–No quería que vinieras corriendo detrás de mí.


–Oh, pues a mí me parece que sí –le dijo, levantando las cejas–. ¿No me vas a invitar a entrar?


–No creo que sea una buena idea.


–¿Acaso tienes una mejor? ¿Como fingir que no ha pasado nada?


–No ha pasado nada.


–¿No?


–¡No!


–Mira. ¿Por qué no abres esta puerta del todo y me dejas entrar para que podamos tener esta conversación en privado?


–¿Eso es una orden?


–Si es eso lo que hace falta, entonces sí. Es una orden.


Paula titubeó.


–Muy bien. Entra, ya que estás empeñado –le dijo en un tono de pocos amigos, abriendo la puerta un poco más.


Pedro entró en la habitación y ella cerró la puerta tras él. 


Llevaba más de una hora intentando convencerse de que ir a verla era una mala idea, pero no era capaz de olvidar lo ocurrido, o tal vez no quería olvidar.


Se volvió hacia ella. Tenía el rostro contraído por la tensión y no paraba de morderse la cara interna del labio.


–¿A qué has venido,Pedro?


–No he venido a disculparme, si es eso lo que estás pensando.


–Bueno, ¿entonces para qué? –le preguntó, rehuyéndole la mirada.


–Quiero saber por qué hablaste así de tu virginidad.


Paula se encogió. Su franqueza parecía haberla sorprendido.


–¿Y de qué manera hablé? –le preguntó en el mismo tono de voz que hubiera utilizado para hablar del tiempo.


–Como si te avergonzaras.


Paula bajó la vista y guardó silencio durante unos segundos.


–¿Por qué te sorprende? No es algo de lo que uno pueda estar orgulloso, ¿no? Vivimos en una era en la que nos bombardean constantemente con imágenes sexuales y la gente que no tiene sexo maravilloso todo el tiempo es tachada de bicho raro. La mayoría de las mujeres de mi edad no son como yo.


–Haces que parezca una especie de carga que llevas encima.


–En cierto modo, sí que lo es.


Él arrugó los párpados.


–Sin embargo, cuando me ofrecí a liberarte de este estado de reclusión autoimpuesta, diste media vuelta y saliste corriendo.


Paula apretó los nudillos.


–Fuiste muy generoso al ofrecerte a «liberarme» –le dijo Paula con sarcasmo–. Pero no necesito obras de caridad. No necesito que el gran semental Alfonso me enseñe todo lo que he hecho mal hasta ahora.


Pedro arqueó las cejas.


–¿Y qué has hecho mal hasta ahora?


–No importa.


–Sí. Sí que importa.


–Por favor, no sigas por ahí, Pedro.


–¿Por qué no? Creo que deberías hablar de ello.


De repente Paula sintió que las fuerzas la abandonaban. Se sentó al borde de la cama y le miró a los ojos.


–¿Qué quieres saber?


–Todo.


–Eso es mucho pedir.


–Lo sé.


Paula permaneció en silencio durante un minuto. Trató de convencerse de que él no tenía derecho a exigirle algo así, pero entonces recordó que había sido ella quien había empezado al contarle una pequeña parte de la historia.


–Entonces, ¿por qué, Paula?


Su pregunta suave y sutil atravesó todas las defensas de Paula. De repente estaba allí de nuevo, con esa música atronadora y los haces de luz. Volvió a sentir aquella horrible sensación de mareo que la había hecho terminar agachada en el jardín helado, vomitando.


–Estaba en una fiesta.


–¿Cuándo?


–Tenía dieciséis años, pero seguramente parecía mayor. Llevaba semanas sin salir de casa por mi padre, así que me fui a una fiesta enorme en las afueras de la ciudad con una amiga del instituto. Por una vez, iba maquillada y unas amigas me habían prestado algo de ropa. Estaba emocionada. Allí había un tipo… Yo había bebido un par de copas, y él también. Él seguramente habría tomado más de dos, pensándolo bien.


–¿Entonces estaba borracho?


–Un poco. Pero más que nada estaba encaprichado de otra persona, alguien que no le quería.


–No te entiendo, Paula.


–¿No? –Paula dejó escapar una carcajada vacía–. Muy bien. Entonces de lo diré más claro. Se suponía que yo iba a ser su amante sustituta esa noche, aunque en ese momento yo no lo sabía. Yo fui la afortunada a la que escogió para sentirse mejor consigo mismo, para sentirse deseado. Seguro que ya puedes adivinar qué pasó a continuación.


–Oh, puedo imaginármelo, pero preferiría que me lo dijeras. Dices que quieres ser médico. Bueno, serás un médico mucho mejor si no te aferras al pasado y lo usas como un escudo.


Hubo una pausa incómoda que se prolongó más de lo debido.


–Comenzó a besarme y después empezó a tocarme. Al principio a mí me gustaba. Me gustaba cómo me hacía sentir. Pero entonces…


–Entonces, ¿qué, Paula?


Sus palabras sonaban distantes, como si procedieran de muy lejos.


–Él… –Paula hizo una mueca de dolor al recordar todo aquello. Sacudió la cabeza.


–¿Te violó?


–No. Eso no.


–Pero te tocó… ¿Íntimamente?


–Sí.


–¿De forma agresiva?


–Sí.


–Bueno, esa es una definición de violación en muchas leyes –dijo Pedro.


Había una oscura rabia en su rostro que Paula no había visto antes.


–¿Qué le hizo parar?


–Alguien entró en la habitación para recoger un abrigo.


–¿Y entonces llamaste a la policía?


Paula no contestó inmediatamente. Eso era lo que más la avergonzaba. Había sucumbido a la presión y a las expectativas de otras personas. Les había permitido que tomaran el control de la situación.


–No. Al final decidí no hacerlo.


–¿Decidiste no hacerlo?


–Eso he dicho.


Hubo otra pausa.


–¿Quieres decirme por qué?


Paula le miró a los ojos.


–¿Qué te impidió denunciarlo?


–Mi madre.


–¿Tu madre?


–Dijo que sería imposible probarlo, que sería su palabra contra la mía, y tenía razón. Era un tipo muy rico, y con muchos amigos. Podría haber contratado a los mejores abogados. Yo no era más que una chica corriente con un padre enfermo y sin dinero. No hubiera tenido ninguna posibilidad. Mi nombre no valía nada en ese contexto. Además, hubiera sido otra cosa más que añadir a la larga lista de problemas que teníamos en casa. No llegó a violarme.


–¿Y qué pasa con la persona que entró a recoger el abrigo? ¿No podrían haber prestado declaración?


Paula dejó escapar una risotada amarga.


–Era un amigo de él. Para esa persona solo estábamos «retozando».


Pedro hizo una mueca de dolor.


–Cabrón –dijo con rabia.


Fue hacia la cama y se sentó junto a ella.


Paula se puso tensa, pero el brazo que le rodeaba los hombros no era un gesto de seducción, sino de protección.


–Fue entonces cuando empezaste a esconder tu feminidad, ¿no?


–No sé de qué estás hablando.


–Oh, yo creo que sí. Seguramente fue entonces cuando empezaste a hacerte esa maldita coleta, para que nadie te viera el pelo. Dejaste de ponerte ropa favorecedora y tiraste a la basura el maquillaje que lleva la mayor parte de chicas de tu edad. Debiste de pensar que, si no llamabas la atención sobre ti, no obtendrías atenciones que no buscabas. Pensaste que siendo invisible la gente no te vería y nunca más te volvería a pasar algo así.


Paula sintió el picor de las lágrimas detrás de los párpados, pero no lloró. Esa hubiera sido la humillación final.


–¿De pronto te crees cualificado para hacer de psiquiatra simplemente porque te he contado mi patética historia?


–No es una historia patética, Paula. Es la verdad. Y quiero ayudarte.


–Bueno, yo no quiero tu ayuda –le dijo ella, apartándose de él y mirando hacia la terraza.


–Puede que no quieras ayuda, pero sí me quieres a mí.


Paula se volvió hacia él. De repente se dio cuenta de que estaba sentada en la cama, demasiado cerca de Pedro.


–No. Eso no es cierto.


–Entonces deberías intentar decirlo como si fuera verdad –Pedro esbozó una dura sonrisa–. Pero los dos sabemos que es imposible.


–No me puedo creer que estés diciendo esto. ¿De verdad crees que es… aceptable? –la voz de Paula temblaba sin cesar–. ¿Empezar a hablar de deseo, teniendo en cuenta lo que acabo de contarte?


–Sí. Así lo creo. Lo que te pasó fue algo muy malo, y el tipo que se aprovechó de ti es escoria, pero todo pasó hace mucho tiempo y no puedes dejar que eso condicione el resto de tu vida. El sexo no está mal, Paula. Es algo natural. Es uno de los grandes placeres de la vida y tú te lo estás perdiendo. ¿Es que no lo ves?


Paula le miró fijamente a los ojos.


–¿Crees que podemos volver a lo de antes?


–Probablemente –tomó una de sus manos y le dio la vuelta para examinar la palma de su mano. Era como si estuviera leyendo la línea de la vida en su piel. Cuando volvió a levantar la vista, había un interrogante en sus ojos–. Pero yo no quiero. Y tú tampoco. En realidad, no.


Había empezado a tocarle las mejillas con las yemas de los dedos y Paula tenía que resistir el impulso de cerrar los ojos. 


Era tan maravilloso sentir sus caricias.


De pronto sintió su dedo pulgar sobre el labio inferior. El contacto la hizo estremecerse.


Pedro


Él sonrió, como si acabara de ganar una batalla


–Dime algo, Paula. ¿Estás guardando tu virginidad para el hombre con el que te casarás un día?


La pregunta la sacó de su ensoñación.


–Es una pregunta muy rara para hacerla precisamente en este momento –le dijo, sorprendida–. Y la respuesta es no. No la guardo para nadie. Eso no es como el dinero que metes en el banco. Es que nunca he conocido a nadie que…


–¿Que te haga sentir lo que yo te hago sentir?


Su afirmación podría haber resultado arrogante, pero no fue así porque lo que decía era cierto.


Paula sacudió la cabeza.


–No.


Él se inclinó hacia delante y sus labios tomaron el relevo de sus manos.


–Quiero ser tu amante, Paula –le dijo, rozándole los labios de una forma que la hacía temblar aún más–. Quiero enseñarte a disfrutar del placer. Me has ayudado a mejorar, me has curado, así que deja que yo te cure ahora.


–¿Curación sexual?


–Si quieres llamarlo así.


Ella se apartó de él.


–Es… es una idea absurda.


–¿Por qué?


–¿Cómo iba a funcionar? –le preguntó, ignorando su pregunta anterior–. Si yo accediera.


–En realidad no he pensado mucho en esa parte. Me pareció que era un poco… presuntuoso por mi parte.


–Supongo que sí –dijo Paula.


Eso le traía sin cuidado, no obstante. Solo quería que Pedro empezara de nuevo, que volviera a besarla y que la hiciera sentir como antes. Quería sentir sus manos sobre el pecho, en el cabello.


Cerrando los párpados, levantó la barbilla y le invitó a besarla en silencio. La risa de Pedro, sin embargo, la hizo abrir los ojos de nuevo.


–Oh, no. No es así como quiero seducirte, querida. No va a ser ni aquí ni ahora. No va a ser rápido y efímero ni nos vamos a revolcar en la cama como dos adolescentes hambrientos. Será lento y sutil, una fiesta para los sentidos, un banquete y no algo que devoras sin apenas probarlo. Quiero que estés segura de que esto es lo que quieres en realidad –esbozó una sonrisa lenta–. Y cuando lo estés, no habrá limitaciones.


Paula quería llevarle la contraria. Quería hacerle caso a esa vocecilla que cuestionaba su propia cordura, pero el impulso que la movía era más poderoso.


–Bueno…


–Bueno –repitió Pedro, poniéndose en pie rápidamente, como si no aguantara estar sentado a su lado en la cama por más tiempo–. Nos vemos en la terraza superior a las ocho. Le pediré al cocinero que prepare algo frío y le daré el resto de la noche libre a todo el personal. No nos molestarán.


Paula sintió un escalofrío sobre la piel.


–Me gustaría que llevaras una falda o un vestido para que luzcas las piernas un poco. Oh, y déjate el pelo suelto. No quiero verte con esa horrible coleta.


–¿Algo más? –le preguntó Paula, disfrazando de sarcasmo el dolor que sentía de repente


–Sí. Y seguramente esto es lo más importante de todo –la miró a los ojos.


Su sombra la envolvía como un oscuro manto.


–Necesito que me prometas que no te vas a enamorar de mí. Me gusta el sexo, el sexo bueno, pero no me va lo del amor. ¿Lo entiendes, Paula? Lo digo de verdad. Y si crees que esto va a terminar en campanas de boda y nubes de confeti, entonces estás equivocada.


Paula sabía que hablaba muy en serio. Su tono implacable y el brillo metálico de sus ojos no dejaban lugar a dudas.


–No tienes que preocuparte por eso. Créeme. No tengo ganas de caminar hacia el altar convertida en un pastel de tul para después escuchar una larga ristra de discursos infumables. Voy a ser médico, no ama de casa, y puedes estar seguro de que no corro peligro de enamorarme de ti, Pedro. Te conozco demasiado bien.


Él sonrió.


–Eso es lo que me gusta de ti, Paula. Me gusta tu forma clara de pensar.


Paula le miró a los ojos entonces y no pudo evitar preguntarse si realmente lo tenía todo tan claro como él creía.










EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 7





El coche rodeó una curva y la mansión de Pedro apareció en el camino. Era una villa de estilo belle-époque. Según le había dicho, se la había comprado a un príncipe árabe, un amigo de un amigo que al parecer era sultán.


Paula y levantó la vista hacia la villa al tiempo que el vehículo atravesaba el portón exterior. Más bien parecía una fortaleza, suntuosa e imponente. Era de un color blanco deslumbrante y estaba flanqueada por enormes cipreses solemnes.


–¿Tienes mucho personal en la casa? –le preguntó Paula, repentinamente nerviosa.


–Lo necesario. Y tu homóloga francesa se llama Simone. Te caerá bien.


Simone les esperaba en el inmenso vestíbulo, del que salían muchos corredores en varias direcciones. Jarrones llenos de rosas de color naranja y de ramas de eucalipto decoraban toda la estancia, reflejándose una y otra vez en enormes espejos muy ornamentados. En un rincón había una estatua clásica de una mujer que se echaba agua encima.


Paula miró a su alrededor. Era como estar en un museo y el ama de llaves francesa asustaba un poco con ese aire tan chic. El vestido de Simone dibujaba su esbelta figura a la perfección y aunque la empleada rondara los cincuenta, Paula se sintió como una pordiosera de repente.


–Me voy directamente a mi estudio –dijo Pedro–. Tengo que contestar a los correos de Diego antes de que estalle como una bomba. Simone, esta es la primera vez que Paula visita Francia. Creo que deberíamos prepararle la habitación azul, la que da a la bahía.


Hubo una fracción de segundo de vacilación.


–Pero a lo mejor mademoiselle Chaves estaría más tranquila en una de las casas de huéspedes –la sonrisa de Simone parecía un dibujo sobre sus labios–. He preparado una. Tal vez sería más… apropiado.


–Paula no ha viajado mucho por Europa. Lo menos que podemos hacer es dejarla disfrutar de unas buenas vistas. No habrá problema, ¿no?


–Mais non! –Simone gesticuló con las manos–. Pas de problème.


Paula se dio cuenta de que Pedro la observaba atentamente y sus mejillas se enrojecieron.


–Muchas gracias por el detalle –le dijo, algo turbada.


–No es nada. Disfruta de las vistas. Te veo luego. ¿Un masaje después de la comida?


–Siempre y cuando no sea una comida muy pesada.


–¿Ves lo estricta que es, Simone? –dijo Pedro en un tono bromista–. No te preocupes, Paula. Dejaré que controles todo lo que como, si eso te hace sentir mejor.


Sus palabras no hicieron más que agravar la confusión de Paula. ¿Acaso estaba malinterpretando las señales de nuevo, pensando que estaba flirteando con ella?


Le vio alejarse por el pasillo en silencio. Había mejorado tanto… Seguramente no tardaría en prescindir del bastón que le acompañaba.


–Le enseñaré la casa –dijo Simone–. Puede resultar un tanto abrumadora al principio. No se preocupe por su maleta. Alguien se la subirá al dormitorio.


Paula siguió a la francesa por uno de los interminables corredores. Las puertas daban acceso a estancias de un puntal altísimo y desde muchas de ellas se divisaba el mar. 


Había dos salones, uno de ellos con un techo de cristal retráctil. En la planta baja había un gimnasio desde el que se accedía al área de la piscina, dotada de terraza, y en el piso superior había otra terraza que ofrecía unas vistas extraordinarias de las montañas que se alzaban detrás de la mansión. Paula pensó que era el sitio más hermoso en el que había estado jamás.


Cuando el ama de llaves la llevó por fin a su habitación, no pudo evitar quedarse boquiabierta al contemplar aquel glorioso paisaje mediterráneo.


–Y esta será su habitación.


De repente Paula entendió las reservas que Simone había mostrado en un primer momento. Aquel dormitorio era digno de un rey.


–¿Quiere decir que me voy a quedar aquí?


–Sí, aquí –su voz sonaba suave, casi tierna–. La dejaré para que se cambie. La comida estará lista a las dos. La serviremos en la terraza pequeña. ¿Recuerda cómo llegar?


–Sí. Creo que sí.


Una vez sola, Paula deambuló por la habitación como alguien que está hechizado, deslizando los dedos sobre las blancas cortinas que enmarcaban las vistas sobrecogedoras. 


Fuera, en la terraza, había una mesa, sillas e incluso una tumbona.


Por primera vez en toda su vida no se sintió como la segundona que siempre había sido. Dejó de ser la niña rara que siempre llevaba ropa práctica mientras que su hermana brillaba como una princesa con sus preciosos vestidos. Se preguntó qué hubieran dicho su madre e Isabela si la hubieran visto en ese momento.


Comenzó a deshacer la maleta, pero nada más hacerlo se dio cuenta de que ese cambio temporal de sus circunstancias no modificaba nada en realidad. Aunque la cubrieran de oro, seguiría siendo esa chica de siempre, apocada y gris.


«Oh, Paula ha sacado la inteligencia, pero Bella sacó la belleza».


Era evidente que para su madre la apariencia lo era todo.


Miró el reloj. Tenía que hacer algo para arreglarse un poco. 


Por lo menos podía lavarse el pelo y ponerse algo más presentable para la comida.


Cuando se quitó la ropa para meterse debajo de la ducha fría, sin embargo, siguió sintiéndose como una extraterrestre, consciente en todo momento de su propio cuerpo rellenito mientras se echaba el jabón y el champú. Después se secó un poco el cabello y se puso unas braguitas y un sujetador.


Justo en ese momento llamaron a la puerta.


A lo mejor era Simone. Agarrando una toalla y sujetándola por delante, caminó hasta la puerta y abrió. No era Simone quien estaba allí, no obstante.


Paula sacudió la cabeza, intentando recuperarse del susto.


–No he oído la campanita –dijo, lamiéndose los labios.


Pedro Alfonso frunció el ceño.


–¿Qué campanita?


«Compórtate de una forma normal. Haz como si no pasara nada, porque no pasa nada en realidad».


–La campanita de la comida.


Él arrugó los párpados.


–Será porque nadie la ha tocado.


–Oh, claro. ¿Tú has… –Paula se encogió de hombros–. ¿Has podido contestar a todos tus correos?


–No.


–No creo que Diego esté muy contento.


–Supongo que no. Pero ahora mismo no estoy pensando en Diego.


–Oh. Muy bien.


Pedro se le había secado la garganta de repente. Sabía que debía marcharse, pero no podía apartar la vista de ella. 


No estaba especialmente sexy. Tenía las piernas muy pálidas y los tirantes de su sujetador parecían muy desgastados y viejos. Además, no era gran cosa saber que no llevaba nada más debajo de esa toalla. Estaba acostumbrado a ver a mujeres desnudas.


Pero se trataba de Paula y, por una vez, llevaba el cabello suelto. Por una vez se había quitado la coleta de siempre y apenas era capaz de resistir el impulso de tocarla y de enredar los dedos en uno de esos mechones de seda.


–Paula…


Ella abrió los ojos. Se lamió los labios de nuevo.


–¿Qué… pasa?


–No pasa nada –dijo bruscamente–. Quería acompañarte a la terraza, por si te perdías. Sé que es fácil perderse aquí, pero llegas tarde, como siempre. ¿Qué pasa contigo? –Pedro frunció el ceño–. Te veo en la terraza dentro de un cuarto de hora y, por favor, muévete.