martes, 13 de octubre de 2015
EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 3
El corazón de Paula latía como un tren porque… todo era muy extraño.
Colocó sus manos temblorosas sobre la espalda desnuda de Pedro y respiró profundamente. Solo podía esperar que no se diera cuenta de lo nerviosa que estaba. Rezando en silencio, comenzó a hacer todo lo que le había dicho Mary.
No era difícil. El masaje era un arte que requería habilidad, pero miles de personas lo hacían cada día.
Aunque la idea de tocarle la llenara de miedo, ya no había forma de dar marcha atrás. Él le estaba pagando un plus.
Ese había sido el acuerdo al que habían llegado. Además, ¿no era una locura haber llegado a los treinta y todavía tener miedo de tocar a un hombre? Puso las manos sobre su piel bronceada y resplandeciente y pensó un momento. ¿Cómo había dejado que el pasado sangrara en el presente de esa manera? ¿Acaso iba a dejar que un sinvergüenza le arruinara la vida para siempre?
Si quería cumplir el sueño de convertirse en médico, tendría que tocar a la gente todos los días.
Apretando la base de las palmas contra la piel de Pedro, comenzó a mover las manos. Era una suerte que él no pudiera verle la cara. De haberla visto en ese momento, se hubiera echado a reír al notar la vergüenza que la carcomía por dentro y por fuera.
Verle así, semidesnudo, resultaba ser toda una distracción.
No llevaba nada más que unos calzoncillos ceñidos de color negro. Pensó en lo pálidas que parecían sus propias manos sobre la piel bronceada de Pedro. Los dedos le temblaban, pero no podía evitarlo. Sorprendentemente, no obstante, los nervios no tardaron en disiparse en cuanto logró tomar un ritmo constante. Si se concentraba en el aspecto curativo del masaje, era sencillo ahuyentar los pensamientos turbadores.
De alguna forma, era lo contrario a trabajar con la masa de hojaldre, que necesitaba movimientos rápidos y ágiles. Para el masaje tenía que embadurnarse las manos de aceite y los movimientos eran lentos y deliberados. Empujó con fuerza contra el músculo dorsal ancho y él dejó escapar un gemido.
–¿Está bien así? –le preguntó, nerviosa.
Él gruñó, sin aclararle nada.
–No te estoy haciendo daño, ¿no?
Pedro sacudió la cabeza y se movió un poco. La toallita que llevaba sobre la ingle le rozaba cada vez más, pero no quería centrar su atención en esa zona.
«Dios mío», pensó Pedro.
No. Ella no le estaba haciendo daño, pero no podía evitar preguntarse si trataba de torturarle. Apoyando la mejilla contra sus brazos cruzados, cerró los ojos. No era capaz de determinar si estaba en el infierno o en el cielo, aunque tal vez se tratara de una mezcla de los dos.
¿Qué estaba ocurriendo?
Podía sentir cómo se movían las manos de Paula sobre su espalda, arriba y abajo, deslizándose tentadoramente sobre el contorno de su trasero para finalmente aterrizar en la parte más alta de sus muslos. Pedro tragó con dificultad. Los minutos transcurrían lentamente…
De repente se encontró perdido en las sensaciones que ella producía con sus manos.
Aunque al principio hubiera titubeado un poco, se había hecho con la tarea rápidamente, como si hubiera nacido para tocar la piel de un hombre de esa manera. ¿Quién hubiera dicho que su apocada ama de llaves iba a tener manos de ángel?
Sin embargo, había sido todo un ejemplo de profesionalidad y eficiencia desde que había entrado por la puerta. No le había ofrecido más que una breve sonrisa antes de decirle que se tumbara en la camilla. En ningún momento había flirteado con él, y eso le hacía preguntarse por qué empezaba a sentirse tan excitado. ¿Cómo era posible que Paula, siempre sosa y tímida, hubiera logrado hacerle sentir así? ¿Acaso era porque no estaba flirteando con él y no estaba acostumbrado a ello? Durante un instante se la imaginó pidiéndole que levantara un poco el trasero para poder meter las manos por debajo. Se la imaginó tomando su miembro, cada vez más erecto, y frotándole hasta llevarle al clímax más extático.
La boca se le secó.
–No. No me estás haciendo daño –le dijo por fin.
Ella continuó trabajando en silencio. Sentía cómo se hundían sus dedos, cómo cedían los músculos bajo sus yemas… y era inevitable seguir fantaseando un poco más. Se preguntó cómo serían los pechos que tanto escondía detrás de esa horrible bata. Una imagen fugaz de unos pechos blancos con unos pezones sonrosados se coló entre sus pensamientos.
Se imaginó trazando con la lengua un círculo húmedo alrededor de uno de esos pezones, y entonces volvió a moverse para ponerse más cómodo.
Ella debió de notar el movimiento porque sus manos se detuvieron.
–¿Seguro que no te estoy haciendo daño?
Pedro volvió a mover la cabeza.
–No. Tienes un… don natural para esto. No me puedo creer que no hayas hecho esto antes en toda tu vida.
–Mary me ayudó mucho. Me enseñó exactamente todo lo que tenía que hacer. Me dijo que si apretaba con firmeza sobre ciertas partes del cuerpo… así… sería muy efectivo. Y además anoche estudié muchas técnicas y leí consejos prácticos en Internet.
Pedro no pudo contener el gruñido de placer que se le escapó de los labios.
–¿No tienes nada mejor que hacer un viernes por la noche que mirar técnicas de masaje en Internet?
Se produjo un silencio momentáneo.
–Me gusta hacer bien el trabajo, sea el que sea. Y me estás pagando un plus más que generoso por hacer esto.
Su hincapié en el aspecto económico acabó con los últimos reparos de Pedro. ¿Por qué no iba a interrogarla?
–Entonces no hay por ahí ningún novio gruñón que se queje al ver que tu jefe te exige cada vez más horas extra, ¿no?
Se produjo otro silencio, algo más prolongado que el anterior. Paula pareció escoger las palabras con sumo cuidado.
–No tengo novio. No. Pero, si lo tuviera, no creo que este trabajo fuera compatible con ello, no si se tratara de una relación seria.
–¿Por qué no?
–Porque cuando estás aquí haces muchas horas y porque estoy viviendo en la casa de otra persona y…
–No entiendo por qué un trabajo de interna no puede ser compatible con una relación –le dijo Pedro, interrumpiéndola con impaciencia–. No hace falta ser un genio para darse cuenta de ello. No. Me refería a por qué no tienes novio.
Paula se echó más aceite en las manos. Era difícil dar una respuesta razonable a esa pregunta.
–No estoy interesada en los hombres –dijo por fin.
–Ah. ¿Te gustan las mujeres?
–¡No! No soy… homosexual.
–Ah –Pedro volvió la cabeza hacia un lado.
Paula podía ver una sonrisa en sus labios.
–Entonces, ¿cómo es que no hay ningún hombre en tu vida?
–Me vuelve loca que la gente diga eso. Es la primera cosa que todo el mundo le pregunta a una mujer sola –comenzó a masajearle de nuevo, apretando la base de las palmas con dureza contra su piel firme–. Tú no tienes novia, ¿no? Pero yo no te pregunto por qué y no hago que parezca que tienes algún problema, ni tampoco te interrogo al respecto.
–No tengo una pareja estable, pero sí tengo novias de vez en cuando. Tú, en cambio, no.
Las manos de Paula se detuvieron de golpe.
–¿Cómo sabes eso si apenas pasas tiempo aquí?
–El gerente de la finca me mantiene al tanto de todo. Me gusta saber lo que le pasa a una persona que se ocupa de mi casa cuando no estoy aquí, así que, de vez en cuando, pregunto por ti, pero él tampoco me dice nada interesante nunca ya que, según parece, haces una vida de monja.
Paula se puso tensa. La crítica que se escondía detrás de sus palabras era evidente.
–Las monjas no tienen nada de malo.
–No he dicho lo contrario. Pero no has hecho ningún voto religioso desde que empezaste a trabajar para mí, ¿no, Paula? No has hecho ningún voto de pobreza o de obediencia, al menos –le dijo él en un tono burlón.
–En realidad, como jefe parece que exiges una obediencia total a tus empleados, aunque no puedo negar que pagas muy bien.
–Entonces solo nos queda la castidad, ¿no?
Paula sintió que su corazón retumbaba de nuevo, pero se obligó a seguir adelante con el masaje. Lo mejor que podía hacer era tratar de concentrarse en esos movimientos lentos y circulares y no en el giro bizarro que había dado la conversación.
–Lo que haga en mi tiempo libre no es asunto tuyo.
–El gerente me dijo que siempre parecías estar escondida en un libro –le dijo Pedro, ignorando su comentario–. Y me ha dicho que vas a clase por las tardes en una ciudad cercana.
–¿Tiene algo de malo que quiera progresar? A lo mejor debería montar una fiesta salvaje cuando te marchas. Así, al menos, les daría suficiente munición al jardinero y al gerente para que me creen una reputación como es debido.
–¿Por qué? ¿Te gustan las fiestas salvajes?
–No.
–A mí tampoco.
–Entonces, ¿cómo es eso? –le preguntó ella, frunciendo el ceño–. Celebras fiestas salvajes muy a menudo. La casa siempre está llena de gente. Creo que podrías contratar a un encargado de eventos a tiempo completo.
–Estoy de acuerdo. Se han convertido en algo habitual, y se lo debo a mis días en las carreras. Por aquel entonces, las fiestas salvajes eran obligatorias, pero últimamente me estoy cansando de ellas –se encogió de hombros–. Son todas iguales.
Paula parpadeó. Lo que acababa de decirle era algo muy peculiar. Siempre había creído que Pedro Alfonso adoraba las fiestas locas que daban algo de qué hablar a los lugareños durante semanas. Paula recordaba muy bien todas aquellas hordas de ricos y famosos que inundaban la mansión; muchos viajaban desde París o Nueva York solo para asistir a la fiesta. Las mujeres solían ser esas rubias de serie que tanto le gustaban, con sus diminutos vestidos y sus ojos hambrientos. En más de una ocasión, Paula había terminado preparándole un café bien cargado a alguna pobre infeliz que lloraba desconsoladamente frente a la mesa de la cocina porque Pedro se había llevado a otra a la cama.
–Muy bien –Paula dejó de masajearle por fin. De repente notó una fría gota de sudor que descendía entre sus pechos –tragó en seco–. ¿Te sientes mejor?
–Me siento… bien –dijo Pedro.
Rápidamente, Paula se limpió las manos con una toalla.
Tenía que dejar de sentir cosas extrañas y recuperar la imparcialidad de siempre.
–Creo que ya es suficiente, ¿no crees? Podemos tener otra sesión… eh… antes de que te vayas a la cama. Puedes levantarte si quieres, Pedro.
Pero Pedro no quería levantarse, o más bien no se sentía capaz de incorporarse sin dejarle bien claro que estaba sintiendo algo muy erótico por ella. Podía sentir ese pálpito lento entre las ingles, ese dolor agudo que no podía ignorar y que solo significaba una cosa… Sus movimientos impacientes no hicieron más que empeorar la situación.
Pedro escondió el rostro contra la almohada. Todas esas semanas de inactividad le habían llevado al borde de la locura. Llevaba tanto tiempo sin trabajar, sin jugar, sin sexo… Pero lo peor de todo era que el confinamiento le había dado demasiado tiempo para pensar, y él era de los que preferían hacer antes que pensar. Despojado de su constante necesidad de acción, se había visto obligado a sumergirse en la introspección.
La encarcelación hospitalaria que había vivido le había hecho detenerse un momento. Había podido contemplar su propia vida y se había dado cuenta de que se había convertido en un circo. Había pensado en todas esas casas que poseía por el mundo y en el séquito de adoradores que le acompañaba a todos los sitios… Era la vida de un completo desconocido. ¿Cuándo había conseguido tantos fans? Recordaba muy bien sus caras de absoluta estupefacción cuando les había enviado de vuelta a su cuartel general de Buenos Aires, con Diego al frente de todo.
A partir de ese momento, una extraña calma se había apoderado de la casa.
–¿Qué tal si vas a nadar un poco ahora, Pedro?
La voz de Paula, suave y persuasiva, irrumpió entre sus pensamientos. Afortunadamente, la erección comenzaba a disminuir.
–¿Es una sugerencia? –le preguntó, bostezando.
–No. Es una orden, ya que respondes mucho mejor a ellas –Paula levantó la cortina y miró hacia el exterior–. Oh, vaya, está lloviendo de nuevo.
–Siempre llueve en este maldito país.
–Por eso está todo tan verde. No importa. Podemos usar la piscina interior.
–No me gusta –dijo Pedro en un tono gruñón–. Lo sabes. Es claustrofóbica.
–¿Y esta habitación no?
–No tengo pensado nadar aquí, así que… ¿Por qué no salimos y usamos la piscina de fuera? Vivir peligrosamente por una vez…
Paula le dio la espalda a la ventana y le dedicó una mirada de desaprobación. Sabía que esa era una de sus locuras típicas.
–Porque a mí no me gusta vivir peligrosamente. Y a lo mejor, si tú tampoco lo hicieras, no habrías terminado en una cama de hospital durante tanto tiempo, seguramente ocupando un sitio que otra persona necesitaba de verdad. Con este tiempo, la hierba estará empapada, y los azulejos que rodean la piscina estarán húmedos y será fácil resbalar.
–Qué… miedo –dijo Pedro con sarcasmo.
Paula prefirió no darse por aludida.
–Así que, a menos que quieras arriesgarte a caerte, te aconsejo que apuestes por algo seguro y uses la piscina del interior, la cual fue diseñada por gente que tuvo en cuenta días como estos.
–¿Nunca te cansas de ser la voz sensata de la razón?
«¿Y tú nunca te cansas de hacer de chico malo?».
–Pensaba que me pagabas por ello.
–Sí, y también por cómo cocinas –Pedro hizo una pausa. Sus gruesas pestañas le tapaban los ojos–. ¿Entonces no te gusta vivir peligrosamente?
Paula sacudió la cabeza de manera enfática.
–En realidad, no. Tú ya vives peligrosamente por los dos.
Él dejó escapar un suspiro exagerado.
–Muy bien, señorita Sensibilidad. Usted gana. Usemos la piscina de dentro. Ve a por tu traje de baño y nos vemos allí.
EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 2
Mientras le observaba, entendió por qué era tan fácil que las mujeres le adoraran, y también comprendió por qué la prensa solía llamarle «La Máquina Sexual» cuando estaba
en la cumbre del éxito y era campeón del mundo de las carreras. Por aquella época ya había oído hablar de él. Todo el mundo había oído hablar de él en realidad.
Su rostro estaba en todas partes por aquel entonces, en las pistas o fuera de ellas. Cuando no estaba sobre el podio, rodeado de galardones y bañando en champán a las multitudes enardecidas, su imagen aparecía en todas las vallas publicitarias.
Pero Pedro Alfonso era algo más que un tipo apuesto.
Incluso Paula se daba cuenta de ello. Había algo salvaje en él, algo indomable. Era el trofeo que jamás estaba al alcance de nadie, el objeto de deseo al que ninguna podía aferrarse durante demasiado tiempo. Su cabello negro azabache, algo más largo de lo normal, le daba un aspecto aventurero, y esos ojos negros la miraban de una forma que la hacía sentirse cada vez más nerviosa.
Dándose la vuelta, Paula miró a Mary Houghton, que llevaba semanas visitando la mansión. Con su cuerpo perfecto y su pelo radiante, la fisioterapeuta estaba tan hermosa como siempre, vestida con el impecable uniforme blanco que siempre la acompañaba. Había, sin embargo, cierto gesto de angustia en su rostro.
–Bueno, aquí estás por fin –dijo Pedro. Su voz estaba cargada de sarcasmo–. Por fin. ¿Has tenido que tomar un vuelo desde el otro lado del mundo para llegar hasta aquí? Ya sabes que no me gusta que me hagan esperar.
–Estaba ocupada haciendo unos alfajores, para que te los tomes luego, con el café.
–Ah, sí –asintió sin muchas ganas–. Lo tuyo no es la puntualidad, pero nadie puede negar que eres una excelente cocinera, y tus alfajores son tan buenos como los que solía comer de niño.
–¿Querías algo en especial? –le preguntó Paula–. Este tipo de horneado no admite demasiadas interrupciones.
–Tú no sabes llevar una agenda como es debido, así que no me des lecciones –dijo, volviéndose hacia Mary Houghton. Por alguna razón, la fisioterapeuta se había puesto muy roja–. Me parece que a Paula se le olvida con demasiada frecuencia que una buena ama de llaves debe ser sumisa, pero es una empleada muy capaz, así que estoy dispuesto a tolerar una pequeña insubordinación de vez en cuando. ¿Crees que ella puede hacerlo, Mary? ¿Crees que puede ponerme en plena forma como antes, ahora que estás empeñada en dejarme?
A esas alturas,Paula ya había dejado de pensar en los pastelitos argentinos que tanto le gustaban a Pedro. Aquella extraña interacción había captado todo su interés y ni siquiera le molestaba que hablaran de ella como si fuera un objeto inanimado. Quería saber por qué Mary Houghton no dejaba de morderse el labio como si algo horrible hubiera pasado.
¿Acaso había pasado algo horrible?
–¿Pasa algo?
Mary Houghton le dedicó una sonrisa cálida a Paula, acompañada de un gesto con los hombros.
–No exactamente. Pero mi relación profesional con el señor Alfonso ha llegado a su… fin. Ya no necesita los servicios de una fisioterapeuta –le dijo. Durante una fracción de segundo, su voz sonó insegura–. Pero va a seguir necesitando masajes y ejercicios durante las próximas semanas de manera regular para que pueda recuperarse del todo, y alguien tiene que estar al tanto.
–Muy bien –dijo Paula, sin saber muy bien adónde iba aquella conversación.
Pedro le clavó la mirada. Sus ojos negros la taladraban como dos rayos láser.
–No tendrás problema en sustituir a Mary durante un tiempo, ¿no? Eres buena con las manos, ¿verdad?
–¿Yo? –exclamó Paula, estupefacta.
–¿Por qué no?
Paula abrió los ojos. De repente todos esos miedos latentes la asediaban sin piedad.
–¿Quieres que te dé masajes?
Los ojos de Pedro Alfonso brillaron de repente. Paula no sabía si se estaba divirtiendo con todo aquello o si, por el contrario, la idea le desagradaba.
–¿Qué pasa? ¿Por qué te resulta tan horrible la idea, Paula?
–No. No es eso. Por supuesto.
«Por supuesto que es eso», se dijo a sí misma.
Pedro Alfonso se hubiera echado a reír de haber sabido que era la persona menos indicada para ejercer de masajista sustituta. Si hubiera sabido lo poco que sabía de los hombres…
Paula se encogió de hombros. Las mejillas le escocían.
–Es que… Bueno, nunca le he dado un masaje a nadie.
–Oh, eso no va a ser un problema –dijo Mary Houghton de repente–. Puedo enseñarte las técnicas básicas. No es difícil. Y si eres buena con las manos, no vas a tener problemas con ello, con los ejercicios, quiero decir. Son muy fáciles de hacer, y el señor Alfonso ya sabe cómo hacerlos bien. Lo más importante es que te asegures de que cumpla el horario.
–¿Crees que puedes hacerlo, Paula?
Ese suave deje de americano sureño le acarició los oídos, y la intensidad de su mirada la hizo sentir mareos. Pedro Alfonso nunca la había mirado así antes. Era como si estuviera calculando algo, poniéndola a prueba… ¿Acaso estaba pensando lo que muchos otros habían pensado antes? ¿Acaso estaba pensando que era del montón, insignificante y común?
¿Se hubiera sorprendido Pedro Alfonso de haber sabido que ella lo prefería así?
Paula intentó mantener a raya todos esos pensamientos que la acosaban.
–Seguro que hay otra persona que pueda hacerlo, ¿no?
–No quiero que lo haga ninguna otra persona. Te quiero a ti. ¿O acaso tienes otras cosas que hacer, Paula? ¿Tienes otras obligaciones que te impiden ocuparte de esto? ¿Hay algo que deba saber? Después de todo, soy yo quien te paga el salario, ¿no?
Paula cerró los puños. La tenía contra la pared y ambos lo sabían. Él le pagaba un jugoso sueldo, y la mayor parte del dinero iba a parar a su cuenta de ahorros para pagar la escuela de medicina. Su trabajo en la casa le permitía disponer de mucho tiempo libre para estudiar y el empleo era bastante cómodo. Pedro pasaba la mayor parte del tiempo fuera del país y su residencia en Inglaterra no estaba entre sus favoritas. Paula ni siquiera entendía por qué se molestaba en mantener una mansión como esa y una vez se había atrevido a preguntarle a su asistente.
–Impuestos –le había dicho el fornido exluchador.
Su tarea era mantener la casa habitable en caso de que Pedro decidiera pasar allí una temporada. De hecho, en ese momento no tendría que haber estado allí, pero se había empeñado en participar en una carrera benéfica que le había hecho pasar varias semanas en el hospital recuperándose de una fractura de pelvis.
Paula le miró. ¿Cómo iba a darle masajes a Pedro Alfonso sin hacer el ridículo?
–Solo me preguntaba si no sería mejor que buscaras a otro profesional –le dijo.
Pedro miró a Mary Houghton un instante. La mueca de sus labios no pasó desapercibida para Paula.
–¿Nos dejas un momento, por favor, Mary?
–Claro. Yo… hablamos cuando termines, Paula –la fisioterapeuta hizo una pausa–. Adiós, Pedro –dijo, ofreciéndole la mano–. Ha sido… bueno, ha sido genial.
Él asintió, pero la frialdad de su expresión permaneció intacta. Se apoyó en el codo un momento y le estrechó la mano a la fisioterapeuta.
–Adiós, Mary.
Se produjo un silencio cuando Mary abandonó la habitación.
Pedro se incorporó de inmediato y señaló con un gesto impaciente. Quería el albornoz que estaba detrás de la puerta.
Ella le dio lo que le pedía y apartó la mirada un instante.
–¿Por qué te muestras tan reticente a hacer lo que te pido? –le preguntó él una vez vestido–. ¿Por qué estás siendo tan testaruda?
Paula guardó silencio durante un momento.
¿Se hubiera reído de ella de haber sabido que lo que le proponía la asustaba? ¿Se hubiera sorprendido al enterarse de que había dejado que una experiencia horrible la condicionara de por vida? ¿Se hubiera reído de ella Pedro Alfonso si hubiera sabido que se había pasado casi toda la vida huyendo del contacto personal que buscaban casi todas las mujeres de su edad? Alguien como Pedro Alfonso probablemente le hubiera dicho que siguiera adelante, como hacía todo el mundo… como si fuera tan fácil…
Pero no solo se trataba de lo que le había ocurrido a ella. No veía más que problemas si accedía a la propuesta, porque los hombres ricos y poderosos como Pedro no acarreaban más que problemas. Su propia hermana se había pasado la vida persiguiendo a esa clase de hombres, tropezando una y otra vez con la misma piedra.
Recuerdos de aquellas locas escapadas de Isabel la asaltaron de repente.
–No quiero descuidar mis tareas como ama de llaves.
–Entonces busca a otra persona para que cocine y limpie. No creo que sea muy difícil.
Paula se sonrojó.
–Tú puedes buscar a una masajista profesional que, sin duda, va a hacerlo mucho mejor que yo.
–No –le dijo él en un tono que rozaba la exasperación–. Estoy cansado de tener que tratar con extraños, cansado de la gente que tiene otras metas y objetivos, gente que entra en mi casa y que me dice lo que tengo que hacer y lo que no. ¿Cuál es el problema, Paula? ¿Te opones porque la tarea de darle masajes a tu jefe no aparece especificada en tu contrato?
–No tengo contrato.
–¿No tienes?
–No. Cuando hice la entrevista para el trabajo me dijiste que, si no confiaba en tu palabra, entonces no era la clase de persona que estabas buscando.
Una sonrisa arrogante apareció en los labios de Pedro.
–¿De verdad dije eso?
–Sí. Lo dijiste.
La sonrisa se le borró de golpe.
–Me estoy cansando de esta discusión. ¿Estás dispuesta a ayudarme o no?
La amenaza implícita que se escondía tras sus palabras no pasó inadvertida para Pedro.
–Estaría dispuesta si tú estuvieras dispuesto a darme un plus.
–¿Un plus de peligrosidad? –le preguntó en un tono de burla.
Haciendo una mueca, bajó las piernas de la camilla.
–Sí. Eso es. Un plus de peligrosidad –dijo Paula, siguiendo con el sarcasmo y rehuyendo su mirada una vez más–. No podría haberlo dicho mejor.
Él dejó escapar una pequeña risotada.
–Es curioso. Jamás pensé que fueras una buena negociadora, Paula.
–¿Ah, no? ¿Por qué?
Pedro no contestó de inmediato. Estaba concentrado en estirar las caderas, tal y como Mary le había enseñado. No iba a molestarse en decirle a su insulsa ama de llaves que acababa de confirmarle la creencia de que todo el mundo tenía un precio. Nunca era buena idea molestar a una mujer, a no ser que no hubiera forma de evitarlo. Muchas veces, no obstante, no había manera de evitarlo, porque normalmente no escuchaban cuando se les hablaba.
O de lo contrario empezaban a enamorarse, aunque nadie les hubiera dado el más mínimo motivo para ello. Ese había sido el error de Mary Houghton. La cosa había ido a más día tras día, y al final apenas era capaz de mirarle a los ojos sin sonrojarse. Le había dejado bien claro que estaba dispuesta a tener una aventura y… él se había dejado tentar. No hubiera podido hacer otra cosa. Mary era una mujer muy hermosa y además había leído en algún sitio que las fisioterapeutas eran muy buenas amantes porque sabían muy bien cómo funcionaba el cuerpo humano.
Se volvió hacia Paula. Al menos con ella no tenía nada que temer porque la atracción sexual jamás asomaría la cabeza en esa ocasión.
De repente, Pedro se sorprendió a sí mismo preguntándose si tendría un espejo en su dormitorio. ¿Acaso no veía lo que veía el resto del mundo?
Llevaba el pelo, grueso y castaño, recogido en una coleta y no llevaba nada de maquillaje. Nunca había visto rastro alguno de máscara en esas pestañas pálidas que rodeaban unos ojos del color del té helado, ni tampoco pintalabios. Un poco de colorete le hubiera dado algo de vida a esa tez clara… Siempre se había preguntado por qué se empeñaba en llevar una bata azul encima de la ropa que llevaba durante las horas de trabajo. Ella le decía que lo hacía para proteger su ropa, pero, por lo que había visto, esa ropa que llevaba siempre no parecía necesitar mucha protección.
Según decían, los tejidos sintéticos eran incómodos y también resultaban muy desfavorecedores cuando se estiraban demasiado sobre cuerpos curvilíneos y poco apetecibles como el de ella.
Pedro estaba acostumbrado a las mujeres que hacían un arte de la feminidad, mujeres que invertían muchísimo tiempo y dinero poniéndose preciosas y que después pasaban el resto de sus vidas intentando preservar ese estado. Paula, sin embargo, no era una de ellas.
Definitivamente no lo era.
Pedro esbozó una seca sonrisa.
¿Qué era lo que decían los ingleses?
«No juzgues al libro por la portada», recordó.
El viejo refrán sí tenía algo de verdad, no obstante, porque, a pesar de su fealdad y la ausencia total de adornos femeninos, nadie podía negar que Paula Chaves tenía espíritu. Por mucho que se esforzara, a Pedro no se le ocurría ninguna otra mujer que hubiera dudado durante una fracción de segundo ante la idea de ponerle las manos encima.
Y esa era la razón por la que la quería para el trabajo.
Necesitaba ponerse en forma, y tenía que hacerlo lo más pronto posible porque ese estado de inactividad le estaba
volviendo loco.
Lo único que quería era volver a sentirse normal. Odiaba el mundo que le rodeaba, así que todo lo que podía hacer era verlo pasar por su lado. La inactividad le daba tiempo para pensar, y le hacía pensar que le faltaba algo. Quería volver a las pistas de esquí. Quería pilotar un avión. Quería volver a sentir el desafío de un deporte de riesgo, sentir la adrenalina que le llenaba y que le hacía sentir vivo de nuevo.
Haciendo una mueca, se levantó de la cama.
–Dame las muletas,Paula.
Ella arqueó las cejas.
Él dejó escapar un gruñido.
–Por favor.
En silencio, Paula se las dio y le observó. Él las agarró con fuerza y se puso erguido. Era extraño ver a un hombre tan poderoso e impresionante como Pedro Alfonso con muletas, pero al menos parecía que ya empezaba a recuperarse. Los médicos habían dicho que había tenido suerte de haber salido casi ileso de aquel accidente.
Llevaba cinco años sin correr a nivel profesional, pero no había podido resistirse al torneo benéfico que habían organizado las grandes casas automovilísticas. Pedro Alfonso tenía una arrogancia innata que le hacía creerse indestructible.
Paula recordaba aquel día, cuando había recibido la llamada de teléfono y alguien le había dicho que le habían llevado al hospital. Con el corazón en la garganta, había conducido como una loca por esas estrechas carreteras rurales hasta llegar al lugar del accidente. Se había temido lo peor, pero allí le habían dicho que le habían llevado al Theatre y que no sabían cuál era su estado.
Recordaba muy bien el momento en que le había visto, totalmente solo en aquella sala de hospital. A pesar de todo su dinero y del éxito que le rodeaba, Pedro Alfonso estaba solo aquel día. Sus padres estaban muertos y no tenía hermanos. Ella había sido la única que había estado a su lado.
Se había quedado despierta toda la noche, sujetándole la mano y deslizando las yemas de los dedos sobre ella, diciéndole que todo iba a salir bien, aunque no pudiera oírla.
De repente, Paula volvió a la realidad. Los ojos de Pedro Alfonso la atravesaban. Estaba esperando una respuesta a una pregunta que en realidad no era más que una orden.
–Sí. Lo haré –suspiró–. Será mejor que vuelva y que hable con Mary para que me diga qué es lo que necesitas exactamente, aunque no sé por qué no podías seguir pagándole para que siguiera tratándote en privado.
Paula no tardó en encontrar la respuesta a esa pregunta.
Mary Houghton estaba en el invernadero, de cara a los grandes ventanales.
¿Acaso estaba llorando?
–¿Mary? ¿Te encuentras bien?
Pasaron unos segundos hasta que la fisioterapeuta se dio la vuelta. Los ojos le brillaban, llenos de lágrimas.
–¿Cómo lo hace, Paula? –le preguntó con una voz temblorosa–. ¿Cómo lo hace para que mujeres sensatas y en su sano juicio como yo se enamoren de un hombre que ni siquiera les gusta? ¿Cómo es posible que me haya echado de la manera más fría y cruel y que yo siga pensando que es lo mejor que hay en el mundo?
Paula intentó hacer una broma. Cualquier cosa era buena para aligerar la atmósfera e intentar borrar ese terrible gesto de dolor que contraía el rostro de Mary.
–Bueno, a mí nunca me ha gustado mucho el pan de molde. Por eso me hago mi propio pan.
Mary tragó en seco.
–Lo siento. No debería haber dicho nada, y menos a ti. Tú trabajas para él todos los días y creo que te mereces mi compasión, y no al revés.
–No te preocupes. No eres la primera mujer a la que ha dejado llorando y no serás la última –Paula se encogió de hombros–. No sé cómo lo hace, si te soy sincera. No creo que lo haga de una forma calculada, y tampoco creo que sea intencionado. Es que tiene ese algo que vuelve locas a las mujeres. A lo mejor es inevitable cuando eres tan guapo, rico y poderoso.
–¿Sabes que nunca me había gustado un paciente hasta ahora? –le dijo Mary, interrumpiéndola–. Nunca. Ni una vez. Jamás se me había pasado por la cabeza, aunque no muchos hombres como Pedro Alfonso terminan en una sala de hospital. No puedo creerme que le haya dejado verlo –se mordió el labio–. Y es tan poco… profesional. Y humillante. Y ahora me ha pedido que me vaya. ¿Y sabes qué? Me alegro de irme.
Paula no sabía qué decir. De repente pensó que las cosas casi nunca eran lo que parecían. Siempre había creído que Mary Houghton era una de esas inglesas gélidas con un corazón de piedra.
La miró un momento.
–Lo siento mucho.
Mary apretó los labios.
–Oh, lo superaré. Y creo que es mejor que todo haya sido así. A lo mejor empiezo a salir con ese médico tan dulce que lleva semanas pidiéndome que salga con él. Es hora de olvidarse de un hombre que tiene fama de romperles el corazón a todas las mujeres. Bueno, te enseñaré todo lo que necesitas saber para que Pedro Alfonso vuelva a estar en plena forma –añadió, recuperando ese tono de voz que la caracterizaba.
–Pero solo si te encuentras bien.
–¡Paula, estoy bien! –dijo Mary, aunque en ese momento estuviera sacando un pañuelo de papel del bolso para secarse las lágrimas que salían de sus ojos sin parar
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