sábado, 10 de octubre de 2015

QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 9





Algo extraño estaba pasando; Pedro podía percibirlo. Paula no guardaba bien los secretos. Se descubría en sus miradas vacilantes, en cada inflexión de su tono de voz, en el nervioso tintineo de sus pulseras.


—Entonces, ¿qué planes hay para hoy? —preguntó con naturalidad.


Paula dio un respingo, confirmando que, indudablemente, estaba tramando algo.


—¿Para hoy?


—Sí, para hoy. Se supone que debo continuar a tu lado, sin separarme de ti y viendo en qué cosas podré resultarte de mayor ayuda, ¿recuerdas?


—Oh, claro, es verdad… Yo… Lo siento, Pedro. No creo que puedas hacerlo hoy.


—¿Se puede saber por qué?


Paula tardó solo un instante en inventarse una plausible excusa:
—He decidido que necesitas tomarte el día libre.


—¿De verdad? —arqueó una ceja—. Llevo menos de una semana aquí y ya se me permite que me tome un día libre, ¿es eso?


—¿No te parece que soy una jefa maravillosa?


—Cariño, eres la mejor de todas.


—Entonces, ¿qué es lo que piensas hacer hoy mientras el resto de nosotras seguimos trabajando duro?


—Creo que me quedaré rondando por aquí y viendo qué problemas puedo causar.


—¿Problemas? ¿Qué tipo de problemas?


Su expresión de culpabilidad casi hizo reír a Pedro, pero se detuvo justo a tiempo.


—No sé. ¿Tienes tú alguna sugerencia?


—¿Sugerencias? —Paula elevó tanto la voz que su pregunta pareció un graznido—. ¿Por qué piensas que yo debería tener alguna sugerencia?


Pedro se inclinó hacia delante, hasta que ambos quedaron nariz contra nariz.


—Vaya, señorita Chaves, me parece que está usted sudando demasiado. ¿Alguna razón en especial?


—Yo… tú… —se apresuró a retroceder un paso, apartándose los rizos de los ojos—. No sé a qué te refieres.


—No lo creo —le dio un golpecito en la punta de la nariz con el dedo índice—. En ese caso, nos veremos después.


—Mucho después —se aclaró la garganta—. ¿De acuerdo?


—Absolutamente.


Satisfecho de poder pasar su día libre tan cerca de Paula como fuera posible, Pedro se mantuvo deliberadamente fuera de su vista durante el siguiente par de horas, en caso de que decidiera deshacerse de él con alguna falsa excusa.


Por el momento no había descubierto nada útil. No se habían recibido más anónimos. Pedro no había observado nada extraño en los alrededores de la casa; mientras tanto, se había dedicado a investigar los antecedentes de todas las personas que habían podido contactar con Paula. También había enviado el último anónimo a un amigo suyo, por ver si era posible recoger alguna huella dactilar. Hasta que recibiera el informe, Pedro tendría que esperar y arreglárselas de la mejor manera posible para proteger a Paula.


Justo después de mediodía, sus peores temores se vieron confirmados. Las entrevistas fueron reanudadas, y los candidatos a fabricantes de niños fueron amablemente invitados por Paula a esperar en la misma sala de la víspera. 


Pedro entrecerró los ojos mientras analizaba las posibilidades de que disponía. Podía inventarse alguna excusa que la sacara de su despacho en medio de una entrevista. Eso podría funcionar… pero solo por unos minutos. O podría esperar en la sala, listo para irrumpir en la habitación en el momento en que gritara pidiendo ayuda. 


Desgraciadamente, aquella pesada puerta cerrada constituiría una excelente barrera.


Aquel particular detalle era el que más lo preocupaba. Paula podía gritar desde el otro lado con toda la fuerza de sus pulmones y no sería extraño que él no la oyera. Se le ocurrió otra idea; no le gustaba, pero sospechaba que sería su única opción si quería vigilar a Paula y a su entrevistado de turno. 


Era una idea que contradecía todos los códigos de su comportamiento ético.


«Enfréntate a los hechos, Alfonso», se dijo. Por Paula sería capaz de hacer cualquier cosa. Haría lo que fuera con tal de mantenerla sana y salva. Una vez tomada esa decisión, no había tiempo que perder. Se dirigió a la cocina, salió por la puerta trasera y rodeó la casa, con la esperanza de que nadie lo viera merodeando entre los arbustos del jardín y llamara a la policía. O quizá fuera eso lo mejor que pudiera suceder. Una vez que lo arrestaran, el asunto del chantaje saldría por fuerza a la luz y su extraño empleo tendría un rápido final.


Escondido detrás de una buganvilla, se arriesgó a lanzar una rápida mirada a la ventana. Bien. Había dado con la adecuada. Paula se hallaba sentada frente a su candidato. 


Desgraciadamente, Pedro no podía oír lo que estaban diciendo. Lo más sigilosamente que pudo, consiguió levantar unos centímetros el marco de la ventana. Si lo sorprendían en aquel preciso momento, tendría muchas cosas que explicar.


Un murmullo de voces llegó hasta sus oídos, demasiado apagado para que pudiera escucharlo con claridad. Jurando entre dientes, levantó un poco más la ventana. Satisfecho finalmente de poder escuchar la conversación, se arrodilló en el suelo mientras fingía retirar las malas hierbas del lecho de flores.


—¿Es usted el señor Sylvester, verdad? —oyó Pedro que decía Paula.


—Puede llamarme Thomas.


—Thomas. Tengo cierto número de preguntas que hacerle, si no le importa.


—No me importa. Adelante.


—¿Es usted consciente de lo que estoy buscando?


—Tener un bebé, ¿no?


—Así es. ¿Tiene algún problema con eso?


—Ni uno solo —le aseguró alegremente Sylvester—. Estoy deseoso de ayudarla.


«¡El muy cerdo!», exclamó en silencio Pedro mientras arrancaba un manojo de hierbajos.


—Estupendo. Solo se lo he preguntado para asegurarme de que sabía usted lo que estaba buscando. Un bebé, quiero decir. Durante la última ronda de entrevistas, uno de los hombres no comprendió en absoluto mi anuncio, lo malinterpretó, y yo le hice una entrevista. No le gustó mucho la idea cuando se la expliqué.


—No debía de ser un hombre muy inteligente.


—Oh, sí que lo es. Brillante incluso. Para ser sincera, tenía todas las cualidades que estaba buscando. Lo que pasa es que no comprendió bien la situación. Una verdadera pena, porque habría sido perfecto para el trabajo.


«¿Perfecto?», se preguntó Pedro, sonriendo. Así que ella lo consideraba perfecto, ¿eh? Interesante. Él también la encontraba a ella absolutamente excepcional.


—Creo que usted me encontrará a mí incluso más perfecto —afirmó Sylvester.


No parecía muy contento cuando lo dijo. Al parecer Thomas no apreciaba los elogiosos comentarios que había hecho antes Paula, y Pedro podía entenderlo muy bien. Arrancó otro manojo de hierbajos.


—Ya veremos —repuso Paula—. Antes tengo que hacerle las preguntas.


—Adelante, nada tengo que esconder.


Pedro escuchó el tintineo de las pulseras de Paula y se arriesgó a echar otro vistazo. Tenía enterrada la nariz en un fajo de papeles. Estaba guapísima. Su cabello había escapado a los intentos del peine por dominarlo, y se rizaba en torno a su rostro como un halo dorado. Desde donde estaba podía admirar la forma de su redondeado trasero. 


Resultaba evidente que su esbelta figura tampoco había escapado a la atención de Sylvester.


—De acuerdo —anunció finalmente Paula.


Al ver que Sylvester tenía fija la mirada en su top transparente, Pedro tuvo que esforzarse por dominarse. Una palabra equivocada y entraría por la ventana, rompiendo el cristal si era necesario.


—Pregunta número uno. Si hubiera tenido que elegir entre regalarme una rosa color rojo brillante y una pequeña margarita, ¿qué habría elegido?


—¿Eh?


Pedro contuvo la risa. Solo Paula habría podido formular una pregunta parecida. En esa ocasión no pudo esperar a ver la cara que puso el bueno de Silvester.


—¿Qué escogería? ¿Una rosa o una margarita? —repitió Paula, impaciente—. ¿No me está escuchando? Este no es un comienzo muy prometedor para nuestra entrevista, señor Sylvester.


—La estaba escuchando, de verdad. Escogería… —vaciló—… escogería para usted una rosa roja. Para que hiciera juego con sus pantalones, de color rojo brillante…


—Oh, vaya —suspiró Paula, decepcionada—. Me lo temía.


—¿He dicho una rosa? ¡Una margarita! Quise decir una 
delicada y preciosa margarita.


—¿Entiende usted que no esté interesada en el matrimonio, verdad?


—Lo entiendo.


Pedro se dijo que, bajo otras circunstancias, la expresión asombrada de aquel tipo habría merecido una sonora carcajada. Era una pena que no fueran esas las circunstancias presentes. Sylvester se aclaró la garganta, confuso.


—Pero, esto… ¿qué tiene eso que ver con rosas y margaritas?


—Todo, por supuesto —respondió Paula—. Otra pregunta: ¿le molesta que no lleve zapatos?


Pedro gruñó. Habría apostado cualquier cosa a que aquella pregunta no figuraba en los papeles que ella tenía entre manos. Arrancó otro manojo de hierbajos.


—No, no me importa —le aseguró Thomas—. Creo que su pintura de uñas es preciosa.


—Me encontraba indecisa entre varios colores, así que estoy probando con tres hasta que pueda elegir uno: Rosa Radiante, índigo Insaciable y Coral Carnal. El coral no destaca mucho con mis pantalones, pero esos detalles nunca me han preocupado demasiado. ¿Cuál prefiere usted?


—¿El Carnal?


—Ya, a mí también me gusta más.


—Esos nombres, ¿no son como para desternillarse de risa? No sé de dónde se los sacan.


Siguió un nuevo rumor de papeles, y para desmayo de Pedro, el tintineo de sus pulseras indicó que se estaba acercando hacia la ventana. Se pegó a la pared de estuco de la casa, esperando que no mirara hacia allí.


—Bien. ¿Está usted preparado para la siguiente pregunta?


—Supongo —Thomas parecía muchísimo menos entusiasmado que antes—. Esas preguntas son muy extrañas. No consigo imaginarme qué pueden tener que ver con concebir un bebé.


—Son sencillamente vitales —insistió Paula—. Y ahora, si debo seleccionarlo a usted entre los demás candidatos, me gustaría realizar la entrevista lo más pronto posible. ¿Tiene algún problema con eso?


—No. ¿Cuánta prisa tiene?


—Muchísima. ¿Sabe? Existe cierta oposición a mis planes.


«¡No me digas!», estuvo a punto de exclamar Pedro en voz alta. Pero nuevamente se acercó Paula a la ventana, con su mano directamente encima de su cabeza, y se enterró literalmente en un arriate de buganvillas. ¡Diablos! Con solo que mirara un poco más abajo lo vería allí, agazapado. ¿Por qué demonios había tenido que aceptar aquel empleo? 


Debía de haber estado chiflado para hacerlo.


—¿Sabe una cosa? El hombre que he contratado recientemente, el mismo que interpretó mal mi anuncio… —cortó un capullo de buganvilla—…. Por alguna razón, no le gusta mi idea. No es asunto suyo, por supuesto. Pero, si él quisiera, podría dificultarme bastante las cosas.


—Pues despídalo —la voz de Sylvester sonaba mucho más baja que antes. Más apagada.


—No puedo.


—¿Por qué no? Es sencillo. Simplemente dígale: «está despedido, amigo». Y punto.


Pedro se preguntó dónde diablos se habría metido la voz de Sylvester. Parecía como si se hubiese caído a un pozo o mudado a otra habitación.


—No puedo hacer eso. Es un regalo de cumpleaños de mi madre. ¿Qué se suponía que tendría que decirle? ¿Que no me gusta porque no aprueba que tenga un bebé? —suspiró—. Mi madre me mataría si se enterara de mis planes. Pero yo deseo de verdad tener un hijo.


—Y ahí es donde entro yo, ¿no?


Las manos de Paula buscaron más capullos de buganvilla que arrancar. Con que se asomara un poquito más, acabaría descubriéndolo. Y, lo que era peor, su top transparente le estaba ofreciendo una maravillosa perspectiva desde abajo. 


Pedro juró en silencio, obligándose a comportarse decentemente y a no mirar… no sin antes permitirse un último vistazo.


La buganvilla que estaba encima se agitó cuando Paula cortó otro capullo, y Pedro se arriesgó a mirar otra vez hacia arriba. Aparentemente satisfecha con su elección, Paula se puso las flores en el pelo.


—Sí, ayudarme para que me quede embarazada es el motivo de su presencia aquí —se dirigió hacia Sylvester—. Quizá. Si lo elijo, me gustaría empezar cuanto antes. ¿Tiene algún problema al respecto?


—Ninguno. Estoy listo, deseoso… y si tiene usted la bondad de volverse… verá que soy perfectamente capaz de realizar ese cometido.


Paula se retiró entonces de la ventana y Pedro se fue incorporando lentamente, frotándose sus doloridos músculos.


—¿Qué di…? —la pregunta de Paula se transformó en un tremendo chillido—. ¡Thomas! ¿Qué diablos está haciendo?


—Quería empezar cuanto antes, ¿no? Bueno, cariño, aquí estoy.


Pedro no quiso escuchar más. Una sola mirada por la ventana le confirmó sus peores temores. Con un rugido de furia, levantó del todo la ventana y saltó a la habitación. Una vez dentro se abalanzó contra el estupefacto Sylvester.


—¡Maldito seas!


Con un grito de horror, Sylvester retrocedió, optando por levantar las manos antes que cubrir con ellas sus desnudeces.


—¿Quién es usted? —chilló.


—¿Que quien soy? Soy el tipo que te va a saltar los dientes —Pedro cerró los puños.


—¡Espere! Déjeme explicarme.


—No hay necesidad. Algunas cosas hablan por sí mismas —en dos pasos, Pedro se colocó junto a él y lo sacó al vestíbulo en volandas. Al oír la conmoción producida, Loner acudió corriendo por el pasillo, ladrando ferozmente—. Empieza a correr, amigo. Es tu única oportunidad.


—¡Mi ropa! No puede dejarme marchar sin mi ropa.


—Yo no puedo —chasqueó los dedos, haciendo una seña a Loner—. Pero mi lobo sí.


Con un chillido de pánico, Sylvester salió de la casa a toda velocidad. Paula demostró más generosidad que Pedro, puesto que recogió su ropa y se la lanzó al porche.


—Y no vuelva más —le gritó ella.


Después de cerrar de un portazo, Pedro se volvió hacia Paula.


—Ahora te toca a ti —anunció en un tono peligrosamente bajo.


—¿A mí? ¿Qué es lo que he hecho yo?


La agarró de un brazo y la hizo entrar de nuevo en la habitación.


—Loner, vigila —le ordenó antes de cerrar la puerta. Luego soltó a Paula y esperó en silencio.


—Has llamado «lobo» a Loner.


—¿Ah, sí?


—Sí. Quizá deberías explicarme eso.


—Quizá no debería hacerlo.


Paula se aclaró la garganta, optando por una táctica diferente.


—Bueno, apareciste justo a tiempo. Gracias por la intervención. Creo que ahora ya sí que podré arreglármelas sola.


—Ni hablar —por alguna razón, Pedro tenía serios problemas para ordenar los caóticos pensamientos que se le acumulaban en el cerebro. Quizá eso tuviera que ver con la fuerza con que apretaba los dientes, sin poder contenerse—. Ese tipo… estaba… desnudo.


—¿Tú también lo has notado? Vaya, sí, claro que estaba desnudo. Completamente. No sé cómo no me di cuenta antes de que se estaba desnudando, pero así fue. Supongo que la próxima vez tendré que prestar más atención —buscó algo más que decir, vacilante—. Dios mío, vaya una sorpresa…


—¿Sorpresa? ¿Por qué? Resulta evidente que planeaba ofrecerte una inmediata respuesta a tu anuncio y hacerte el favor que pedías.


—Bueno, sí, supongo que tenía unas expectativas demasiado altas… que tú te encargaste de desinflar —esbozó una mueca al ver la expresión de Pedro—. Y te estoy muy agradecida por ello. Muy agradecida.


—¡Esto no tiene ninguna gracia, Paula!


—No me grites. No me gusta.


—No quería gritarte —se pasó una mano por el pelo—. ¡Maldita sea! Sí, claro que quería gritarte. Ese hombre pudo haberte hecho daño. ¿Es que has perdido el juicio? Si no hubiera entrado cuando…


—¿Entraste por la ventana, no?


—Sí.


—¿Y qué estabas haciendo ahí afuera?


—Rescatarte.


—No, me refiero a antes de eso.


—Asegurarme de que no necesitabas que te rescatara.


—¿Estabas escuchando a escondidas nuestra conversación? —lo miró con la boca abierta.


—Me diste el día libre, así que decidí aprovecharlo dedicándome a la jardinería y quitando las malas hierbas —se acercó a la ventana y señaló los patéticamente escasos puñados de hierbajos que había estado arrancando—. ¿Lo ves?


Paula se reunió con él y se asomó a la ventana.


—Para tu información, eso es hierbabuena, no malas hierbas.


—Menos mal que no llegaste a contratarme como jardinero.


—¿Estuviste escuchando mi entrevista?


—No vas a librarte de esto, Paula—replicó furioso—. Agradéceme que estuviera aquí. No creo que ese Thomas hubiera aceptado un «no» por respuesta. ¿Qué habrías hecho entonces?


—Habría buscado ayuda, por supuesto.


—¿De verdad? Finjamos que yo soy Thomas —se dirigió hacia la puerta y le indicó que se acercara—. Vamos. Para salir, habrías tenido que librarte de mí. Muéstrame cómo lo habrías hecho.


—No quiero. Tú no eres Thomas y nunca podrías serlo. Si la entrevista se hubiera puesto fea, habría luchado con él.


—No lo dudo. Eres luchadora por naturaleza, eso te lo concedo. Pero no llegas al metro setenta de estatura. ¿Es que no lo entiendes, Paula? —abrió los brazos—. Yo mido uno noventa y peso más de ochenta kilos. Imagíname desnudo y dispuesto a todo. ¿Y sabes una cosa? Metes a un desconocido en tu casa, le dices que quieres tener un hijo suyo y luego le dices que tienes muchísima prisa —vio que la estaba contemplando asombrada, como anonadada al escuchar las palabras que ella misma había pronunciado—. No entiendo por qué te sorprendió tanto su reacción.


—¡Me estabas escuchando!


—¡Pues claro que te estaba escuchando! Y, a propósito, ¿qué diablos era todo eso de las rosas y de las margaritas? ¿Es ese tipo de preguntas las que les has hecho a los candidatos que has entrevistado?


—¿Otra vez me estás gritando?


—No estoy seguro.


—Si te calmas un poco, te lo explicaré.


—Bien —Pedro no pudo evitar hacerle una advertencia final—. Pero, cariño, te juro que si alguna vez llegas a cometer una locura parecida a esta, me encargaré personalmente de que te arrepientas. De acuerdo, una vez dicho esto, explícame lo de las flores.


—Estaba intentando adivinar si albergaba algún interés romántico por mí.


—Oh, creo que eso te lo dejó muy claro.


—¡No me refiero a esa clase de interés! ¿Es que no lo ves? ¿Rosas?


—Debo de estar hoy particularmente espeso —repuso Pedro, sacudiendo la cabeza—, porque no tengo ni la más remota idea de la relación que eso puede tener con la entrevista.


—Las rosas rojas simbolizan el amor verdadero. Es el regalo que los hombres hacen a las mujeres cuando están interesados en cortejarlas. Cuando van en serio con ellas, vamos.


—No —la corrigió al instante—. Los hombres regalan flores porque las mujeres se ciegan con las flores y permiten que unos pobres diablos consigan de ellas cosas que de otra manera jamás conseguirían. En caso de que te interese, los hombres regalan flores en dos casos particulares. Uno: porque es la manera más fácil de llevarse a una mujer a la cama. Dos: porque es la manera más fácil de hacer las paces con esa misma mujer y de volver a llevársela a la cama.


—¡Eres un cínico!


—No, soy realista. Ah, y una cosa más. Las rosas se utilizan únicamente como último recurso.


—¿Por qué?


—Porque son las flores más caras. Créeme. Lo aprendí de un experto.



—¿Tu padre? —lo miró, anonadada.


—Digamos que recibí una educación bastante interesante de mi papá —cambió de tema con un encogimiento de hombros—. Lo cual nos devuelve a la cuestión original. ¿Por qué obligas a tus candidatos a fabricantes de niños a elegir entre una margarita y una rosa?


—Ojalá dejaras de llamarlos así —se quejó Paula—. Oh, de acuerdo, te contestaré. Porque si eligen la rosa eso quiere decir que esperan tener una relación romántica conmigo. Y yo no quiero una aventura romántica. Quiero margaritas.


—Pues no vas a conseguir ni unas ni otras, cariño. Haciendo eso, lo único que vas a conseguir es meterte en serios problemas. Tienes suerte. He conseguido disuadir de sus intenciones al señor Sylvester sin demasiados problemas. ¿Qué sucederá si el próximo tipo se muestra más insistente?


—¿Conoces su nombre? ¿Cuánto tiempo estuviste escuchando debajo de aquella ventana?


—El suficiente.


Pedro la observó mientras Paula se esforzaba por recordar todo lo que había dicho. Primero le había preguntado a Sylvester por su nombre. Luego se había asegurado de que entendía la naturaleza de su anuncio. Después le había hablado de Pedro. Y lo peor de todo: lo había descrito como «perfecto». Pedro esperó que recordara aquel detalle fundamental. Tardó menos de diez segundos en hacerlo.


—¡Oh, no! —exclamó ruborizada—. ¡Oh, no, no!


Pedro se le acercó aun más.


—Es verdad, yo lo oí.


—¿Que oíste qué? —se atrevió a preguntarle.


—Que pensabas que yo era perfecto.


—Asqueroso —Paula se cubrió la cara con las manos.


—¿Te importa decirme qué es lo que me cualifica como papá perfecto?


—Sí, por supuesto que me importa. Eso es un asunto personal que tengo con la persona que finalmente engendre a mi hijo.


No podía ser. Pedro se dijo que tenía que estar bromeando.


—Se trata de una broma pesada, ¿verdad? —la interrumpió
—. No estás hablando en serio.


—Por supuesto que estoy hablando en serio —dejó caer las manos a los lados y lo miró—. Mi lista de cualificaciones es confidencial. Tú eres uno de los… numerosos y posibles padres perfectos. Muchos otros también reúnen esas mismas cualidades.


—¡No estoy hablando de tu condenada lista! —exclamó, frustrado—. Estoy hablando de tu plan para tener un hijo. Después de lo sucedido hoy, no puedo creer que aún sigas interesada en mantener más entrevistas.


—Esto solo ha sido un incidente aislado. No volverá a repetirse. La próxima vez estaré más atenta. En el momento en que empiece a desabrocharse un botón…


—Tengo una solución para el problema de tu bebé —Pedro no tenía idea de dónde procedían aquellas palabras, ni de cómo o cuando había elaborado aquel plan. Todo lo que sabía era que estaba a punto de transgredir un nuevo código ético. Ese y todos los que hicieran falta.


—¿Qué? —lo miró con expresión desconfiada.


—Continuar con esta serie de entrevistas abiertas es peligroso. La próxima vez podría pasarte algo.


—¡No voy a renunciar a tener un bebé!


—No es eso lo que iba a sugerirte.


—¿Entonces qué es?


—Tengo dos sugerencias. Ir a una clínica y hacerlo en un ambiente seguro.


—¿Oh?


—Le dijiste a Sylvester que habías encontrado al hombre perfecto. ¿Por qué no te planteas pedirle a ese hombre que engendre a tu hijo?








QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 8





—¡Tío Reynaldo! —exclamó Paula—. No has podido venir en un mejor momento. Es la segunda visita en tres días. No puedo ser más afortunada.


—La verdad, querida, es que me he dejado caer por tu casa para hablar contigo…


—¿Es algo que pueda esperar? A Pedro se le ha ocurrido una idea estupenda y sería maravilloso que te incorporaras al grupo. Vamos a realizar una práctica de entrevista con Vilma, Daría y Carmela. Habitualmente trabajamos eso con Leonardo, pero ayer Pedro sugirió que lo hiciéramos de esta manera para que las demás adquirieran también alguna experiencia. Rosario aceptó cuidar de los niños y necesito que tú hagas de observador, para identificar los errores que puedan producirse —le sonrió, zalamera—. Tienes una capacidad de observación tan maravillosa… ¿Querrás ayudarnos?


—Será un placer.


—Sabía que lo harías. Eres tan bueno… —lo abrazó—. El hecho de contar con la ayuda de los demás hará que Vilma recupere la confianza en sí misma. Estamos intentando que responda a las preguntas de la entrevista con voz clara y firme, y no con murmullos.


—Vilma es un tanto tímida.


—Pero tú siempre logras sacar lo mejor que hay en ella, tío Rey —le plantó un beso en la mejilla—. Si tú estás presente, no dudo de que el efecto se hará notar.


—Acerca de esa conversación…


—Cuando quieras… —lo tomó del brazo—. Excepto ahora mismo. Vamos, Pedro está esperando. Será mejor que nos demos prisa antes de que aterrorice a todo el mundo y Vilma se niegue a abrir la boca.


—Estupendo, ya estás aquí —comentó Pedro en el instante en que los vio aparecer por la puerta—. Necesito tu ayuda, Paula.


—¿Por qué no me sorprende eso?


—A mí no deja de asombrarme —bromeó Pedro—. En cualquier caso, me pareció que podría ser una buena idea que tú y yo realizáramos antes un rápido ensayo. Vilma y los demás podrán dedicarse a observarnos —asintió con la cabeza en dirección a Reynaldo—. Me alegro de verlo, señor Chaves. ¿Sería tan amable de prestarse a hacer un comentario crítico sobre nuestra sesión de prácticas?


—Me encantaría —respondió, sentándose junto a Vilma.


Frotándose las manos, Paula se acercó a Pedro.


—Fenomenal. Si me haces el favor de levantarte de ahí, yo ocuparé mi lugar detrás del escritorio y…


—Hey, no tan rápido —se repantigó en el sillón, tamborileando con los dedos sobre la mesa—. Esta vez yo seré el empleador. Quiero que representes el papel de futura empleada.


—No es así como solemos hacerlo —protestó Paula.


—Probablemente sea por eso por lo que sale mal. Como empleadora, eres demasiado amable. Así que hoy nos mostrarás la otra cara del proceso.


—Vale, vale. ¿Qué quieres que haga?


—Que entres en la sala como si estuvieras en una entrevista de verdad —con la más encantadora de sus sonrisas, Pedro se volvió hacia las tres mujeres que contemplaban la escena—. Esta vez observaréis la demostración que Paula y yo vamos a haceros. Luego os tocará a vosotras pasar por la entrevista.


—¿Has hecho esto alguna vez antes? —le preguntó Paula—. ¿Sabes lo que hay que decir?


—¿Dudas acaso de mis habilidades?


—No exactamente…


—Bien —señaló la puerta—. Muéstrales entonces cómo se hace.


Resignándose a lo inevitable, Paula salió de la habitación, esperó un instante y luego abrió la puerta. Pero antes de que pudiera pronunciar una sola sílaba, Pedro la interrumpió.


—No has tocado a la puerta.


—¿Qué?


—Tengo entendido que es la costumbre, tratándose de la puerta cerrada de una oficina —luego se dirigió a Vilma—. Si no eres introducida antes por una recepcionista o una secretaria, siempre se llama primero.


Pedro tiene razón, Paula —apuntó Reynaldo.


Gruñendo entre dientes, Paula salió nuevamente de la habitación y cerró de un portazo. Después de contar hasta diez, llamó antes de entrar.


—No te he dicho que entraras —le dijo Pedro.


—Pues finge que sí.


—No esperar a que te inviten a entrar es un movimiento muy arriesgado.


—Y jugar al tipo listo lo es más todavía.


—Discutir con el jefe es aún peor. Oh, y un pequeño detalle —le regaló a Paula una falsa sonrisa de inocencia—. Asegúrate de presentarte con zapatos a una entrevista —vio que Paula bajaba la mirada a sus pies, con las uñas pintadas de azul neón—. Bien, se supone que se te ha invitado a entrar. ¿Qué es lo que sigue ahora?


—¿Cómo se encuentra usted, señor Alfonso? —avanzó hacia él, con la mano tendida—. Me llamo Paula Chaves.


Detrás del escritorio, Pedro se levantó y le estrechó la mano.


—Me alegro de conocerla, señorita Chaves. Tome asiento.


—Gracias.


—¿Es chicle eso que está usted mascando, señorita Chaves? —le preguntó, frunciendo el ceño.


—Claro. Con sabor a frambuesa, para ser exactos. ¿Quiere uno?


—Tíralo.


—Esto no es el colegio, ¿sabes?


—Tienes razón. Es una entrevista de trabajo de la que depende que puedas pagar el alquiler de tu vivienda el próximo mes.


Paula hizo un mohín, indecisa entre sacarse el chicle y tirárselo a la cara o bien pegárselo en el centro de la carpeta que tenía sobre el escritorio. Pero antes de que pudiera tomar una decisión, Pedro levantó un dedo con un gesto de advertencia; evidentemente, había adivinado sus intenciones. Al momento Loner se incorporó y aulló, asustándola.


—¿Te lo has tragado, verdad? —le preguntó él, riendo.


—Sí —masculló.


—Mejor —se volvió para mirar a los demás, que estaban haciendo todo lo posible por contener la risa—. Hasta ahora esta práctica os está proporcionando una buena lección de lo que precisamente no hay que hacer. Si no la conociera mejor, yo diría que lo está haciendo a propósito.


—¡Hey!


—Desgraciadamente, tengo que asumir que Paula vale mucho más como instructora que como empleada —la miró, enarcando una ceja—. ¿Podemos continuar?


—Quizá no debiéramos.


Ignorándola mientras se ponía sus gafas de lectura, Pedro abrió una carpeta.


—Aquí dice que no ha podido conservar un trabajo estable durante los últimos cinco años. ¿Le importaría explicarme eso?


—Soy rica.


—¡Señorita Chaves!


—Oh, lo siento. Supongo que debo inventarme alguna explicación, ¿no?


Pedro ignoró su pregunta y se dirigió a Daría:
—¿Cómo habrías respondido tú a esa pregunta? Daría lanzó una divertida mirada a Paula antes de responder.


—Supongo que habría explicado que durante los cinco últimos años he tenido que criar a cinco hijos mientras trabajaba mi marido. Pero que él falleció recientemente y que necesito el empleo para mantener a mi familia.


—Esa es una buena respuesta, Daría, porque deja saber a tu futuro empleador que estás seriamente decidida a trabajar.


—Bueno, ¿se puede saber cuál es la próxima práctica que voy a fallar? —preguntó entonces Paula, con tono irónico—. Estoy ansiosa por saberlo.


—Esta podría ser una buena ocasión para hablar de nuestras técnicas de entrevista —empezó a tamborilear sobre la mesa con un bolígrafo—. A solas.


Las mujeres captaron la indirecta y se levantaron para salir de la habitación. El tío Reynaldo las siguió, sacudiendo la cabeza. Incluso Loner los abandonó.


—¿Así es como enseñas a las mujeres a comportarse en una entrevista?


—Habitualmente soy yo la que hace las entrevistas.


—Eso ya lo sé —tiró a un lado el bolígrafo—. Creía que ibas en serio con este proyecto.


—¡Claro que voy en serio!


—¿Entonces soy yo el culpable de que lo hagas tan mal?


—Solo puedo decir que haces que reaccione de una manera extraña.


—El sentimiento es mutuo —musitó Pedro—. Sugiero que lleguemos a un acuerdo.


—Estoy abierta a todo tipo de sugerencias.


—¿Acordamos no torturarnos el uno al otro mientras no estemos solos?


—¿Torturarnos? —repitió, nerviosa.


—Quizá «tortura» —sonrió —sea una palabra un poquito fuerte.


Paula se quedó paralizada. La sonrisa de Pedro la privaba de cualquier pensamiento excepto de uno: el recuerdo de su beso.


—¿Paula?


Aspiró profundamente, esforzándose por concentrarse en la realidad.


—¿Te importaría repetirme la última parte?


—Tienes razón —esbozó una mueca—. Quizá debería haber utilizado la palabra «provocación», en lugar de tortura. Necesitamos dejar de provocarnos mutuamente durante estas semanas de práctica. No es justo para las mujeres.


—El mes que viene va a ser un difícil período de prueba, ¿verdad? —«para ambos», añadió en silencio Paula—. ¿Quieres que te devuelva a Barbara?


—¿Es por eso por lo que te estás comportando así? —le preguntó, tenso—. ¿Para que abandone?



—No —se encogió de hombros, experimentando una punzada de culpa—. La verdad es que suelo comportarme así todo el tiempo. Lo siento.


—Temía que fueras a decir eso.


—Confía en mí, creo que llegaré a gustarte. Solo es una cuestión de tiempo.


Pedro apoyó entonces las manos en el escritorio y se inclinó hacia ella, acercándose mucho.


—Cariño, ya has empezado a gustarme.


—¿No vas a soltarme ninguna grosería? —lo miró con los ojos muy abiertos.


—¿Por qué habría de hacer algo así? —susurró—. Me gusta tu sentido del humor. Me gusta tu personalidad. Y me vuelve loco tu boca.


Paula procuró conservar la compostura. Habría resultado fácil dejarse arrastrar por sus palabras, creer en lo que veía brillar en las profundidades de sus ojos.


—¿Pero? Porque tu comentario iba a terminar con un «pero», ¿verdad?


—Me temo que sí. Esas mujeres necesitan tu ayuda. Ellas no son ricas. No pueden permitirse tu mismo sentido del humor. Esos empleos son vitales para ellas, como tú bien sabes.


—Tienes razón —reconoció Paula, cerrando los ojos—. No sé qué es lo que me ha pasado.


—Claro que lo sabes —algo en su tono la hizo abrir los ojos de nuevo, sintiéndose irremediablemente atraída hacia él. Luego salvó la distancia que los separaba y le acarició tiernamente los labios con los suyos—. Porque a mí me ha pasado exactamente lo mismo.


—Se suponía que no debíamos hacer esto.


—Detenme entonces.


—No quiero hacerlo.


—Ni yo —pero finalmente Pedro logró controlarse, y se dejó caer en el sillón con un despliegue de fuerza de voluntad que Paula no pudo menos que envidiar—. Va a ser un mes interesante, ¿no te parece? Por si no lo sabías, soy un producto no retornable. Barbara me ordenó que no me marchara de aquí hasta que no terminara con mi trabajo.


—¿Terminar tu trabajo? Extraña expresión para tratarse de un «chico para todo».


—Así son las cosas —su voz contenía un inequívoco tono de advertencia—. Barbara solo me contrató por un corto período de tiempo. Cuando termine, tú serás la primera en saberlo.


Su comentario hizo que Paula abriera uno de los cajones del escritorio para sacar su caja de bombones.


—Creo que esta situación impone una dosis de chocolate.


—¿Tienes guardadas cajas de bombones en todas y cada una de las habitaciones? —le preguntó Pedro, divertido.


—Absolutamente. Estoy preparada para cualquier emergencia.


—¿Y qué es exactamente lo que ha provocado esta emergencia?


Paula tragó saliva, sintiendo un nudo en la garganta.


—No me gusta hablar de los finales de las cosas —susurró al fin—. No se me dan muy bien.


—¿Y eso exige una dosis de chocolate?


—Sí, si es que quieres sobrellevar las cosas malas. O aumentar tu placer por las buenas —se llevó un bombón a la boca—. El chocolate hace que todo sea mejor.


Pedro se echó hacia atrás en su sillón, cerrando los ojos.


—En ese caso, pásame la caja.


Paula se la entregó, y no pudo evitar reírse ante lo absurdo de aquella situación. Allí estaban, consumidos ambos por un deseo mutuo, pero demasiado prudentes para dar libre cauce a su atracción.


—Hacemos una buena pareja, ¿no te parece?


Pedro no abrió los ojos, pero por la leve sonrisa que curvó sus labios, resultó evidente que había comprendido lo que ella había querido decirle.


—Cariño, hacemos una pareja condenadamente buena. Y uno de estos días te lo demostraré.


Dicho eso, Paula decidió que necesitaba comerse otro bombón.