jueves, 8 de octubre de 2015

QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 1





Cuando Pedro entró en la residencia de Paula Chaves, fue como sumergirse en un puro caos. Hombres de todas las formas y tamaños se desperdigaban por el vestíbulo. 


Algunos estaban sentados en filas de sillas alineadas cerca de la entrada, y otros parecían esperar en la ancha escalera curva que llevaba al segundo piso. Unos pocos se habían sentado incluso en el parqué de madera. Diablos, ¿qué significaba todo aquello? Pedro ordenó a Loner que se sentara al lado de la puerta mientras se dedicaba a analizar la situación. Barbara había decidido que Paula necesitaba un hombre que se encargara de su casa: al menos esa era la excusa que habían elaborado para explicar su presencia allí. 


Pero todo indicaba que Paula había llegado a la misma conclusión, y que ya había comenzado con la ronda de entrevistas.


Pedro frunció el ceño. Las entrevistas abiertas eran peligrosas. Cualquier tipo podía aspirar a convertirse en futuro empleado. Miró a los que se encontraban en el vestíbulo: no podía resultar más fútil la pretensión de descubrir al autor del anónimo en una sala llena de desconocidos. Podía ser cualquiera de ellos… o ninguno. 


Maldijo entre dientes. ¿Y si el tipo se presentaba de pronto?


Lo más sensato era acercarse a la comisaría de policía más próxima y dejarlos a ellos a cargo del asunto. Sin duda Barbara terminaría llorando y Paula descubriría la verdad, pero al menos él habría actuado con responsabilidad. Antes de que pudiera poner manos a la obra, un hombre alto y esbelto salió de una habitación situada a un lado del vestíbulo.


—¡Señora, usted está loca! —exclamó.


—Mi anuncio era muy claro, señor Griffith —replicó una mujer, apareciendo en el umbral de la puerta, detrás de él—. No es culpa mía que no reúna usted los requisitos para el trabajo.


Aquella era Paula, decidió Pedro. Tenía que serlo. De melena rubia y rizada, no era mucho más alta que su madre, aunque de curvas algo más generosas. Su belleza no era estrictamente de tipo clásico; su rostro era más triangular que oval, con destacados pómulos, grandes ojos claros enmarcados por largas pestañas y una barbilla que hablaba de su terca naturaleza. Pero irradiaba la misma intensidad que Barbara, como si su esencia vital hubiera sido constreñida en un recipiente demasiado pequeño, que no alcanzara a contenerla. Descalza y con la cara limpia de maquillaje, llevaba unos pantalones color naranja, que dejaba sus tobillos al descubierto, y un top verde que dejaba vislumbrar su estómago plano y su fina cintura. De la cabeza a los pies, todo en ella hablaba de una deliciosa vivacidad. 


Agitó un recorte de periódico en dirección a Griffith, señalándolo.


—Está bien escrito aquí —entró en el vestíbulo, avanzando decidida hacia el infortunado candidato—. ¿Qué parte de mi aviso es la que no ha comprendido?


—¡La parte en la que usted está loca de atar! —el hombre se giró en redondo para dirigirse a los demás—. Si fuerais un poco listos, saldríais de aquí lo antes posible. ¡Corred antes de que sea demasiado tarde!


Pedro calculó sus posibilidades y tomó una rápida decisión. 


Si tenía que cumplir con sus obligaciones hacia Barbara, no podía permitir que nadie más ocupara aquella posición para la que había puesto aquel anuncio. A pesar del fracaso de Griffith, el vestíbulo rebosaba de candidatos, y tenía que actuar con celeridad. Le hizo a Loner una seña, y luego, con ensayada economía de movimientos, se deslizó en la habitación que Paula había abandonado, seguido de su perro. Dudaba que alguien se hubiera dado cuenta. No mientras una mujer como Paula ocupaba el centro del escenario.


—¡Señor Griffith! Usted no es el hombre adecuado para el empleo, pero eso no quiere decir que otros no lo sean. Por favor, no intente ahuyentar al resto de los candidatos solo porque haya saboreado una amarga derrota —le señaló la puerta, agitando las pulseras de colores que adornaban su muñeca—. Le sugiero que se marche.


—De acuerdo, me voy —se dirigió hacia la salida, pero se detuvo en el último momento—. Y en cuanto a vosotros… no diréis que no os lo he advertido. Esa mujer tiene unas ideas muy particulares acerca del hombre que considera perfecto para ese empleo.


Nada más marcharse el señor Griffith, Paula cerró de una patada la puerta con tanta fuerza que temblaron todos los cristales de las ventanas. Pedro sacudió la cabeza con expresión de divertido asombro. Era sorprendente que no se hubiera hecho daño en el pie, cuyos dedos, no había podido dejar de advertirlo, estaban pintados de un color rosa chillón.


Apartándose los rizos de los ojos, Paula se volvió para mirar al resto de los hombres que ocupaban el vestíbulo, pero su ceño fruncido no tardó en transformarse en una amplia y algo burlona sonrisa. Pedro se quedó paralizado. Solía sorprenderse de pocas cosas, pero aquella sonrisa lo había dejado estupefacto, maravillado. Y había transformado a Paula en la mayor belleza que había visto en su vida.


Los rumores de la sala murieron cuando todas las miradas se concentraron en ella, fascinadas. «Impresionante», decidió Pedro. Sin decir una palabra, Paula se apoderaba de la atención de todo el mundo; su personalidad era así de magnética, como la de una mítica sirena dueña de la voluntad de los hombres. Diablos. Él sería el único hombre en resistirse a las promesas de aquella sonrisa. Lo que quería decir que más le valía que fuera preparándose para convertirse en ese ser «único», si no quería que todo aquello terminara en un desastre.


—De acuerdo, ustedes ya han sido advertidos —anunció, soltando una deliciosa carcajada—. Entonces, ¿cuál es mi próxima víctima?


Siguió un momentáneo silencio, al cabo del cual Pedro pronunció, aclarándose la garganta:
—Aquí estoy, dispuesto y deseoso.


—Oh —Paula se giró en redondo, mirándolo sorprendida—, no sabía que estuviera ya allí. ¿Es usted el siguiente candidato?


Consciente de que estaba de espaldas a la ventana, Pedro dudaba que a contraluz pudiera distinguir bien su rostro. Pero él podía ver el suyo. Desde más cerca, lo encontraba todavía mucho más atractivo. Particularmente le gustaban sus ojos, del verde más luminoso que había visto nunca. Nunca en toda su vida había visto una expresión más cándida y abierta. Aquella no era una mujer habituada a esconderle secretos al mundo. Suspiró; en otras palabras, aquella mujer significaba… problemas.


—¡Hey! No le toca a él —protestó uno de los hombres del vestíbulo—. Era yo el siguiente.


«Basta ya», decidió Pedro. Paula estaba a punto de entrevistar a su último candidato.


—Loner, atento.


El perro salió de la habitación y se plantó en medio del vestíbulo, gruñendo y enseñando los dientes. El hombre que había protestado levantó las manos, retrocediendo.


—Perdón. Quería decir que yo era el siguiente después de usted.


Asintiendo satisfecho, Pedro le hizo a Loner otra seña y tomó a Paula del brazo para hacerla entrar de nuevo en la habitación.


—Eso ha sido ciertamente impresionante —comentó ella cuando Pedro hubo cerrado la puerta—. ¿Le tocaba a usted entrar?


—No.


—Así que se ha colado —chasqueó los labios—. ¿No le parece que eso es un poquito injusto para los otros candidatos?


—No. Yo deseo el empleo más que ellos.


—¿En serio?


—Jamás bromearía con algo tan importante.


—Usted sabe… —Paula miró hacia la puerta cerrada y frunció el ceño—. Oiga, su perro parece más bien un lobo.


—Hay una leve semejanza.


—Más que leve —Paula se dirigió al otro extremo de la habitación, metiendo la mano en una caja de bombones que había sobre una mesa, cerca de un muñeco de peluche. Irónicamente, era un cachorro de lobo. Un poco avejentado, pero reconocible al fin y al cabo. Paula lo señaló con su dedo índice—. En mi opinión, se parece muchísimo a un lobo.


Era insistente, eso Pedro tenía que concedérselo. Pocas personas le exigían más información de la que él estaba dispuesto a dar. Por alguna razón la gente lo encontraba intimidante; quizá fuera por su preferencia por el color negro, el que más convenía a su solitaria naturaleza… O quizá fuera su expresión la que descartara toda familiaridad de trato. ¿Cuántas veces le habían dicho que sus ojos grises eran inquietantes, o que su impasibilidad ponía nerviosos a sus interlocutores? O quizá no fuera él quien los amedrentara, sino su inseparable Loner.


—¿Y bien? ¿Va a responderme?


—Sí. Loner se parece muchísimo a un lobo.


—¿Loner? Un nombre interesante.


—Le sienta bien.


—Yo diría que también le sienta bien a su amo.


—¿Qué le hace pensar eso? —inquirió, curioso.


—Me gusta fijarme en la fisonomía de la gente. Y usted… —para su asombro, le clavó suavemente el dedo índice en el pecho—… ostenta un evidente dominio de sí mismo. Es autosuficiente. Un hombre que recorre su propio camino. ¿Estoy o no en lo cierto? Usted también es un solitario.


—Me han llamado cosas peores —se encogió de hombros.


—¿Así que lo es? —como anticipándose a la confusión que pudiera generar esa pregunta, esbozó otra de sus impresionantes sonrisas—. Me refiero a lo de que Loner sea un lobo.


—Eso podría ser ilegal —explicó Pedro—. Va contra la ley tener animales salvajes como si fueran domésticos.


—¿Y usted nunca sería capaz de hacer algo ilegal?


—¿Qué le parece si empezamos la entrevista?


—Ya lo hemos hecho.


—¿Hablar de Loner forma parte de la entrevista? —inquirió él.


—No, pero hablar de su sinceridad, sí.


—¿Quiere saber la verdad?


—Siempre quiero saber la verdad.


—Cuando encontré a Loner, era un pobre cachorrillo abandonado. Estaba herido. Quizá haya notado que todavía cojea un poco…


—Pobrecillo —murmuró Paula, compasiva.


—Sospecho que por sus venas corre sangre de lobo, aunque cuando finalmente localicé a su dueño, no abordamos ese tema.


—¿Localizó a su dueño?


—Sí.


—¿Al que abandonó a Loner?


—Exacto.


—¿Para qué?


Pedro dejó escapar un lento suspiro. No podía recordar la última vez que había tenido que dar explicaciones a alguien.


—Necesitaba explicarle lo importante que es cuidar bien a los animales, evitando todo maltrato.


—Entiendo. ¿Y… acogió bien su explicación?


—Digamos que no volverá a cometer el mismo error otra vez.


—Bien —Paula fijó en su rostro una mirada mezclada de aprobación y admiración—. Supongo que Loner habrá estado con usted desde entonces…


—Me acompaña a donde quiera que vaya —Pedro pensó que la frase merecía una puntualización—. Sin excepción alguna.


—¿Incluso a la cama? —preguntó Paula, incapaz de contenerse.


—En el dormitorio, al pie de mi cama.


—¿Pero no dentro de ella?


—Hace usted unas preguntas ciertamente peculiares, señora —suspiró, sin dejar de mirarla a los ojos—. No. A ese extremo no he llegado.


—Pensé que debíamos clarificar antes ese punto.


—¿Por qué?


—Porque será en mi cama donde usted va a dormir.


—¿Es que el empleo incluye alojamiento?


—¿El empleo? —Paula rió entre dientes—. Muy ingenioso. Escuche, ¿por qué no nos sentamos y empezamos a conocernos mejor, señor…? —se interrumpió—. Dios mío, no puedo creer que hayamos estado hablando durante todo este tiempo y todavía no nos hayamos presentado.


—Me llamo Alfonso.


—Yo soy Paula Chaves —le tendió la mano, haciendo resonar las pulseras—. ¿Alfonso es nombre o apellido?


Las cosas se estaban poniendo difíciles. Los siguientes minutos podían ser cruciales. Si Paula no creía en sus palabras, o si lo sorprendía en una mentira, no tardaría en seguir la misma suerte que el infortunado señor Griffith.


—Apellido. Mi Nombre es Pedro Alfonso.


—¿Alfonso? —Paula frunció el ceño—. Me suena. ¿Pero de qué?


Pedro le dio la espalda para acercarse a una mesa rodeada de sillas, donde ella había estado realizando las entrevistas. 


Tomó asiento sin esperar a que lo invitaran.


—Entonces, ¿qué preguntas son las que me tiene reservadas?


—Ya lo sé —de repente, Paula chasqueó los dedos—. Mi madre pensó una vez en casarse con un hombre que se apellidaba igual. Manuel Alfonso. ¿Ha oído hablar de él? ¿Son ustedes parientes?


—Creo que hay una relación —admitió con naturalidad—. De hecho, fue así como me enteré de este empleo.


—¿Cómo? —Paula se sentó frente a él, abriendo unos ojos como platos—. ¿Manuel le habló de mi aviso? ¿Él lo sabe? ¿Cómo diablos pudo…?


—Bueno, fue su madre quien me sugirió que viniera aquí.


—¡Mi madre! —exclamó sin aliento—. No puedo creerlo. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Cuándo?


Pedro permaneció en silencio, esperando; se trataba de una técnica efectiva. Paula tardó algunos segundos en caer en la cuenta, pero en el instante en que lo hizo, su anterior agitación desapareció. Apoyó la barbilla en la palma de la mano y lo miró con ojos brillantes, de buen humor.


—Está esperando a que me quede callada para que pueda contestar a todas mis preguntas, ¿verdad?


—Si no le importa…


—Tengo tendencia a interrumpir —suspiró, apartándose los rizos de los ojos—. Supongo que este es un buen momento para confesar que cuando se me ocurre algo, en seguida abro la boca para soltar lo primero que se me pasa por la cabeza. Lo acabo de hacer ahora mismo.


—¿Sin mediatizaciones ni límites? —Pedro sabía por qué había formulado la pregunta, cuando ya sabía su respuesta.


—De ningún tipo.


—Eso debe de proporcionarle una vida muy interesante.


—Desde luego —Paula se inclinó hacia delante, bajando la voz—. Cuando era pequeña, me metía constantemente en problemas. Pasaba más tiempo en el despacho del director que en clase —se interrumpió de pronto—. Pero iba usted a hablarme de mi madre, ¿no?


—¿De verdad?


—Estoy segura.


Pedro pensó que para alguien a quien le gustaba salirse por la tangente, Paula tenía una incuestionable capacidad para volver al asunto original. Le habría gustado evitar aquella pregunta tan concreta.


—Yo soy su regalo de cumpleaños —respondió, transmitiéndole la monumental mentira de Barbara.


Para su sorpresa, Paula se quedó en silencio durante un minuto entero, hasta que un intenso rubor tiñó sus mejillas.


—¿Está hablando en serio? ¿Sabe realmente mi madre lo que estoy haciendo? ¿Y fue ella…? —se interrumpió, perdido el aliento—. ¿Fue ella quien lo envió? ¿Por mi cumpleaños? ¿Ella aprueba…?


Pedro sabía que acababa de pisar un terreno peligroso.


—¿Por qué se sorprende tanto? —le preguntó—. Usted ya es una mujer adulta y perfectamente capaz de hacer con su vida lo que quiera, ¿no?


—Bueno, sí —Paula se aclaró la garganta—. Pero mi madre suele ser un tanto tradicional, a pesar de sus numerosos matrimonios y compromisos. O precisamente a causa de ellos.


—¿No cree entonces que Barbara aprobará que usted tenga a un hombre aquí, en su casa, cuando usted no está casada? —qué extraño, pensó Pedro. Habría esperado que a una mujer tan segura de sí misma como Paula no le preocuparía tanto la opinión de su madre. Y tampoco tenía mucho sentido que absolutamente todos los candidatos a aquel empleo fueran hombres.


—No es que…


—Creo que Barbara podrá asegurarle que soy de toda confianza.


—No lo dudo. Pero… ¿está usted seguro de esto? —inquirió Paula—. ¿Y ella no tiene ninguna objeción?


—Estoy seguro. Barbara me explicó que sería algo temporal, así que está dispuesta a financiar los tres primeros meses de servicio. Después de eso, podremos renegociarlo.


Para su sorpresa, el rubor de Paula se intensificó. En el vestíbulo se había hecho perfectamente cargo de la situación… ¿acaso todo había sido una farsa? Se sintió decepcionado.


—¿Tanto importa que Barbara me recomendara para el empleo? Considérelo como un asunto familiar.


Pero Pedro había escogido el peor argumento posible. Paula se atragantó literalmente:
—Ni hablar.


—Teniendo en cuenta que yo acepté la petición de Barbara, ¿es que no puede aceptar mis servicios en lugar de perder el tiempo con más entrevistas?


—No considero esas entrevistas como una pérdida de tiempo. Esta es una decisión seria, que no puedo tomar a la ligera.


—Entonces sigamos con la entrevista, hasta que esté dispuesta a tomar una decisión. Supongo que tendrá más preguntas. Adelante, dispare.


Por alguna extraña razón, Paula tardó bastante en recuperarse. ¿Por qué? Pedro tenía la desagradable impresión de que algo no funcionaba.


—¿Qué edad tiene? —le preguntó finalmente ella.


—Treinta y cinco.


—¿Está casado?


—No.


—¿Tiene hijos?


—No.


—¿Cómo se gana la vida?


Diablos; Pedro no había esperado aquella pregunta. Si iba a trabajar como asistente suyo, su manera de ganarse la vida debería resultar evidente.


—¿Se refiere a antes de esto?


—Señor Alfonso…


—Llámame Pedro. Será mejor que empecemos a tutearnos.


Pedro, entonces. Esto no es como un empleo a tiempo completo.


—¿No?


—Después de… después de tus… —agitó una mano en el aire, sin atreverse a precisar la palabra—… servicios durante el día, estarás en libertad de retornar a tus ocupaciones habituales. De hecho, ni siquiera creo que pases la mayor parte del día aquí. Si quieres buscarte otro empleo para compaginarlo, no pondré problema alguno.


Pedro se dijo que eso no podía ser. Si tenía alguna esperanza de encontrar al tipo que le envió esa nota a Paula, tendría que pasar con ella las veinticuatro horas del día.


—Se me dijo que debía estar a tu disposición en todo momento. Dado que ya me están pagando, y muy bien, por atender a tus necesidades, eso es precisamente lo que pretendo hacer. Dime cómo, cuándo y dónde, y pondré manos a la obra.


—¿Cómo? —repitió ella débilmente—. ¿Necesitas saber… el cómo?


Preguntándose en qué consistiría su problema, la miró con aire impaciente.


—Me darás algunas instrucciones, ¿no? ¿O acaso esperas que adivine la forma en que hay que hacer las cosas?


—Oh, cielos —Paula enterró el rostro entre las manos—. No puedo creerlo. Debía haber ido a una clínica. Todo esto debería haber sido mucho más fácil, pero no… tenía que hacerlo a mi manera.


Pedro no entendía nada; ¿por qué le resultaba tan problemático el proceso de contratar a un hombre para hacerse cargo de las tareas domésticas? ¿Acaso no lo había hecho antes? ¿Y qué era eso de la clínica?


—¿Pasa algo malo?


—Simplemente no esperaba que… Dijiste que tenías treinta y cinco años. ¿Es que no lo sabes hacer?


—En general sí, claro. Pero prefiero recibir instrucciones específicas sobre la manera en que prefieres que se hagan las cosas. Tengo que conocer tus preferencias.


Aquello pareció aliviarla un tanto. Dejó caer las manos en el regazo, aunque seguía ruborizada.


—No había pensado en eso.


—Mira… Barbara ya ha dispuesto que sea tu regalo de cumpleaños. ¿Por qué no me pones a prueba durante un tiempo? Digamos un mes, o mes y medio. Si no
satisfago tus expectativas, me despides. Si te agrada el arreglo, apuraremos los tres meses que ya me ha pagado. 
La satisfacción está garantizada. ¿Qué te parece?


—¿Satisfacer expectativas? —repitió, estupefacta.


Pedro se dijo que debía andar con cuidado. Ser paciente, amable y comprensivo con ella.


—Si te gusta lo que hago, siempre puedes seguir conmigo.


Pero la frase resultó contraproducente. Una sombra oscureció la expresión de Paula.


—Ni hablar. Una vez que… una vez que tú… ¿cómo lo diría? Oh, bueno. Una vez que tú satisfagas mis expectativas, saldrás de aquí. ¿Entendido?


No. Pedro no comprendía absolutamente nada.


—¡Espera un momento! Ahora lo entiendo —Paula se levantó como un resorte de la silla, y se plantó frente a él—. Tú eres un hombre. Eres soltero. Tienes treinta y cinco años. Y estás sugiriendo que contraiga contigo un compromiso de larga duración. Barbara quiere que te cases conmigo, ¿verdad?


—¿Qué diablos estás…?


—No te molestes en negarlo —lo interrumpió—. Mi madre lleva intentando casarme durante toda la pasada década.


—Yo no tengo intención alguna de casarme.


—No importan las intenciones de ninguno de los dos. Se trata de Barbara. Está jugando a la casamentera. De nuevo.


Pedro se levantó a su vez, la tomó con delicadeza de los hombros y la hizo sentarse nuevamente.


—No —pronunció con tono firme—. Barbara no está haciendo eso.


—¡Ja! Tú no la conoces. Barbara…


—Sí conozco a Barbara —para su alivio, aquella información sí que logró acallarla—. Y ahora presta atención, cariño. No he venido a casarme contigo. He venido en respuesta a tu anuncio. Así de claro. Soy un regalo de cumpleaños, no un marido potencial. ¿Está claro?


—¿Entonces por qué quieres quedarte más de tres meses? —le preguntó Paula, sospechando todavía de sus intenciones.


—No sabía durante cuánto tiempo me necesitarías. Satisfacción garantizada, ¿recuerdas?


—Oh. ¿Estás seguro de que Barbara no pretende casarnos?


—Segurísimo —al menos, eso esperaba Pedro.


Aquello no se le había ocurrido antes. Ya que Paula lo había mencionado, debería ponerse en guardia.


—Te recordaré tu promesa —lo advirtió ella.


—Una vez que me contrates, podrás recordarme todas las promesas que quieras. No me importa.


Paula lo observó por un momento, antes de asentir con la cabeza:
—Vale, de acuerdo. Pasemos a otra cosa. Si decido aceptar tu demanda, necesitarás pasar por un examen físico.


—¿Te importaría explicarme para qué necesito hacerme una prueba física? —inquirió Pedro, evitando formular la pregunta de una manera más brusca.


—Yo creía que resultaba obvio.


—Quizá debamos aclarar ahora mismo esas obviedades. Habitualmente es mejor hablar claro para evitar malentendidos.


—Eso me parece razonable. Necesito que pases ese examen para asegurarme de que no tienes ningún defecto físico que te impida satisfacer los requerimientos de nuestro acuerdo. En estos días que corren hay que ser muy cauto.


—¿Temer que pueda contagiarte algún tipo de enfermedad? —le preguntó Pedro, luchando contra un sentimiento de humillación.


Paula se quedó muy quieta, algo insólito en ella, según barruntaba Pedro. Lo observó con atención, como si quisiera calibrar su estado emocional.


—¿Ya te ha examinado mi madre?


—¡No! ¿Por qué habría de hacer eso?


—En ese caso —cruzó los brazos sobre el pecho—, me temo que tendré que insistir. También tendré que insistir en pedirte referencias y un currículum. Y luego estará el contrato.


—¿El contrato?


—Comprenderás que tendrás que renunciar a todo tipo de responsabilidad y control sobre nuestro… sobre el fin último de nuestra asociación. Cuando te vayas de aquí, esperaré que no vuelvas a entrar nunca en mi vida.


—¿No te parece eso un poquito exagerado?


—En absoluto —replicó a la defensiva—. Mira… pude haber ido a una clínica, ya lo sabes.


Pedro recordó que ya había dicho eso antes. En esa ocasión decidió no dejarlo pasar por alto.


—¿Una clínica? ¿Te refieres a un especialista o algo así?


—No, me refiero a una clínica. Si hubiera sido más lista, a estas horas ya habría terminado con todo esto. De esa manera nunca habría conocido al donante y él nunca me hubiera conocido a mí. No habría existido la posibilidad de ningún contacto entre nosotros.


—Un donante… ¿has dicho un donante?


—¿Por qué repites todo lo que digo? —le preguntó ella, con el ceño fruncido—. ¿Te encuentras bien?


—¿Recuerdas que te pedí que habláramos claro para evitar malentendidos?


—Sí.


—Bueno, pues necesito que empieces a hacerlo ahora mismo. Quiero que me expliques algo.


—¿Qué es lo que necesitas que te explique? —suspiró, exasperada.


—Voy a hacerte una pregunta, y vas a responderme de la manera más concisa y posible. ¿De acuerdo?


—Claro y conciso. Adelante.


—Vale. ¿De qué donante y de qué clínica estás hablando?


—De un donante de semen y de una clínica de fertilidad —lo miró asombrada—. ¿De qué crees que hemos estado hablando durante todo este tiempo?









QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :PROLOGO





—¿Qué quieres decir con eso de que soy demasiado vieja para tener seis hijos? —inquirió Paula Chaves—. Todavía dispongo de mucho tiempo por delante.


Rosario, asistenta a media jornada de Paula y su mejor amiga a tiempo completo, tuvo la desfachatez de reírsele en la cara.


—Déjalo, cariño. Hace años que te conozco, desde que me rescataste de aquel horroroso trabajo de doncella de la vecina. Tienes la misma edad que yo. Y eso quiere decir que te estás acercando peligrosamente a los treinta y uno.


—No los cumpliré hasta la semana que viene.


Rosario se repantigó en el sofá, apoyando la taza de té sobre su abultado vientre de embarazada.


—Sé razonable: no estás casada, ni siquiera tienes novio. Suponiendo que para el año que viene encuentres al amor de tu vida y te cases con él, ya te pondrás en los treinta y dos antes de que tengas tu primer hijo.


—¿Y?


—Echa cuentas. ¿Piensas engendrar un hijo en un año?


—Quizá —Paula tensó la mandíbula.


—Ni lo sueñes —Rosario soltó otra de sus escépticas carcajadas—. Y sabes perfectamente que tener tantos hijos no le hará ningún bien a tu salud. Carmela y Dolores tienen seis hijos entre las dos, y entre las dos apenas les queda una neurona. Los críos que tuvieron las han echado a perder, —se dio una palmadita en el vientre—. Tan pronto como yo tenga a este, yo también me quedaré sin cerebro.


—Pero son tan dulces… —comentó Paula con expresión soñadora.


—Yo también adoro a los niños, pero se necesitan dos mujeres adultas para mantener a raya a seis. Piensa con algo de lógica.


—No puedo. Ya sabes que detesto a la gente lógica.


—Te referirás a la gente razonable.


—Eso es aún peor —repuso Paula, estremeciéndose.


—Cariño, si quieres tener un hijo, no tienes demasiadas opciones. Tendrás que ser razonable.


—De acuerdo, atácame. ¿Puedes decirme por qué no estoy siendo razonable?


—Si separas tus embarazos con lapsos de dos años, estamos hablando de doce. Vuelve a hacer las cuentas.


—Nunca se me han dado demasiado bien los cálculos.


—No, nunca se te ha dado demasiado bien enfrentarte a los hechos. ¡Tendrás el sexto hijo con más de cuarenta años! ¿Te das cuenta de lo vieja que te sentirás cuando tus hijos mayores terminen el instituto? Eso suponiendo que sobrevivas a ello manteniendo la cordura. Y suponiendo que no se te hayan atrofiado otras partes del cuerpo.


—¡Atrofiado!


—¿Cuándo fue la última vez que te diste un buen retozón? ¿Cuando te aceleraste a toda máquina?


—Ya me he acelerado lo suficiente a toda máquina —insistió Paula.


—Sabes a lo que me refiero. Tienes miedo de casarte. Admítelo.


—De acuerdo. Lo admito. Estoy petrificada de miedo.


—Y las dos sabemos por qué —Rosario le lanzó una mirada cargada de compasión—. Pero es un poco duro tener y educar hijos sin un padre. Pregúntale a Dolores. Así que a no ser que encuentres una forma de superar tu aversión, te sugiero que reconsideres pronto la idea de tener bebés.


—Detesto que me digan que no.


—Suele ocurrir.


—Si el matrimonio no es una posibilidad probable y realmente deseo tener un bebé… —Paula se interrumpió de pronto, riendo entre dientes—. Tengo una idea. Dios mío, no sé por qué no se me ha ocurrido antes.


—Paula…


—Es perfecto —se frotó las manos—. Bueno, quizá la palabra «perfecto» sea un poco exagerada. Pero es casi perfecto.


—Ni siquiera quiero saberlo —rezongó Rosario, cerrando los ojos—. Solo dime que no tendré que seguir trabajando después de esa brillante idea tuya.


—No, tú no —Paula esbozó una sonrisa de oreja a oreja—. Estoy segura de que Carmela y Dolores arrimarán el hombro hasta después de que nazca el bebé.


—¿Qué bebé? —inquirió Rosario—. ¿El tuyo o el mío?


—No seas ridícula. El tuyo. El mío aún está en la fase preparatoria.


—Me estás asustando, Paula.


—¿Sabes una cosa? Creo que me estoy asustando a mí misma —sonrió—. ¿No te parece magnífico? Me gusta tanto la idea que apenas puedo esperar para empezar a elaborar una lista.


—¿Una lista? —Rosario se precipitó a tomar la taza de Paula y a olfatearla.


—¿Qué estás haciendo?


—Asegurarme de que no has tomado un alucinógeno —Rosario sacudió la cabeza y suspiró—. Tu té no tiene nada extraño. Esto solo puede significar una cosa.


—¿Qué?


—Que has perdido el juicio.



***


—¿Has perdido el juicio?


Barbara Chaves se dejó caer en un sillón al tiempo que se descalzaba.


—Cariño —dijo mientras alcanzaba un paquete de cigarrillos—. No está bien decir esas cosas.


—Tienes razón, no está bien —seguido de su perro Loner, Pedro Alfonso atravesó el salón elegantemente decorado del apartamento de Barbara, en un intento por huir del humo del tabaco. Se detuvo frente a un enorme ventanal y dejó vagar la mirada por la gloriosa vista de San Francisco que se extendía a sus pies—. Perdona. Sé que no es una buena disculpa, pero acabo de terminar un proyecto difícil.


Barbara le lanzó una mirada cargada de compasión, que solo duró un instante; luego volvió a ser la misma de siempre.


—¿Fuiste capaz de ayudar a tu cliente?


—Siempre soy capaz de ayudar a mis clientes. Es lo que mejor sé hacer —se volvió hacia ella—. Desgraciadamente, la cosa no terminó bien. Descubrí que su contable la estaba dejando sin un céntimo.


—Oh, Pedro. Eso es terrible. Espero que le echaras a tu lobo.


—Los lobos son animales salvajes —le explicó con tono suave—. Es ilegal tenerlos. Loner no es un lobo.


—Oh, vaya, no pretendas engañarme, corazón —Barbara se levantó y empezó a pasear por la habitación; dado que poseía una inmensa energía, no era de las personas que podían permanecer sentadas mucho tiempo—. Reconozco un lobo cuando lo veo —señaló a Loner con su cigarrillo.


—Puesto que tú no eres Caperucita Roja, no creo que necesites preocuparte mucho.


La explosiva risa de Barbara resonó en el apartamento. 


Pedro siempre le había caído bien Barbara, quizá por lo diferente que era de él. Diablos, le gustaba todo de ella, a pesar de su afición a los cigarrillos. Era muy hermosa, rubia y de ojos azules de mirada vivaz, abierta y sincera. Nunca había conocido a una mujer tan extrovertida e inteligente. 


Por desgracia, también quería algo. Y siempre terminaba por conseguir todo lo que se proponía.


—Tengo trabajo que hacer —pronunció de pronto—. Dime por qué me has llamado.


—Ya lo he hecho. Me lo debes, cariño, y por mucho que me disguste, debo recordarte la deuda que tienes conmigo.


—A ver si lo entiendo bien. ¿Me estás diciendo que lo deje todo y me ponga a hacer de niñero de tu hija? —no podía creerlo—. ¿Estás de broma, verdad?


—Nunca en toda mi vida he hablado más en serio. Pedro, te necesito, cariño. Te necesito de verdad. Y me lo debes.


Pedro se dijo que eso era una cuestión de opiniones. Por lo que a él se refería, ya había saldado su deuda, y con creces. 


Desafortunadamente, ella no parecía pensar lo mismo.


—Tengo otros compromisos, Barbara. No puedo dejarlo todo sin más y dedicarme a… ¿cómo se llama?


—Paula.


Paula. Pronunció el nombre en silencio, preguntándose si sería como Barbara o justamente la personalidad opuesta. 


De alguna forma, no podía creer que hubiera dos Barbaras en el mundo: tanta energía desplazándose por el mundo podía ser peligrosa.


—¿Qué tipo de problemas tiene? ¿Qué es lo que ha hecho?


—No ha hecho nada. El problema es lo que alguien quiere hacerle a ella.


—Déjate de melodramas, Barbara —suspiró—, y cuéntame lo que pasa.


Barbara se acercó de inmediato a una pequeña mesa frente al sofá y abrió un cajón. Sacó un sobre blanco y se lo entregó:
—Léelo.


Pedro leyó el nombre Paula escrito a mano, con buena letra, en el sobre de papel de la mejor calidad. Sacó la única hoja y se encontró ante una maraña de borrosas palabras; tras hacer un gesto de impaciencia, se puso sus gafas de lectura. 


Leyó y releyó la nota, jurando entre dientes:
—Ha llegado la hora. Paga o enfréntate a las consecuencias. ¿Dónde encontraste esto? —le preguntó, volviendo a guardarse las gafas.


—Hace unos días me mudé de mi casa para venirme aquí, al apartamento. Fue en la casa donde encontré la nota.


—¿Vas a volver a casarte?


—Hablas igual que Paula —rió sin humor—. No, no me mudé porque pensara volver a casarme, sino porque simplemente me apetecía cambiar de escenario. En cualquier caso, cuando pasé por casa para recoger la correspondencia, encontré ese sobre. No creo que Paula lo haya visto. De hecho, estoy segura de ello. No es muy buena guardando secretos.


—¿Has llamado a la policía?


—¡No! —se apresuró a bajar la voz—. No. No me gustaría hacer eso. Tú eres el más indicado para resolver el asunto; por eso te he llamado —un brillo de aprehensión se reflejó en sus ojos—. Por favor, no metas a la policía en esto. Tienes que prometérmelo.


—¿Por qué diablos no?


—Por la publicidad negativa que puede generar. Es un presentimiento, Pedro. Tengo la sensación de que se trata de alguien que Paula y yo conocemos.


—Dado que el sobre no fue enviado por correo, yo diría que es una suposición razonable. ¿Dónde lo encontraste exactamente?


—Sobre la mesa del vestíbulo. Si se trata de un amigo o conocido, quiero que guardes la máxima discreción.


—¿Por qué?


—Muy sencillo —Barbara esbozó una triste sonrisa—. Me gusta toda la gente que conozco.


—Ay, diablos.


Al lado de su dueño, Loner aprovechó aquel momento para quejarse.


—Ya —Barbara se volvió para mirar al perro, asintiendo—. Yo siento lo mismo, amigo —volvió a concentrarse en Pedro—. ¿Lo harás?


Por lo que podía ver, Pedro se dijo que no tenía mucha elección.


—¿Cuál es tu plan? —le preguntó.


—Quiero que te traslades a la casa, con ella, por una temporada. A ver lo que puedes descubrir.


—¿Vas a decirle lo de la nota?


—No. Y esa es la otra promesa que tienes que hacerme: no le contarás esto a nadie. Conociendo a mi hijita, intentará encontrar ella sola al autor de ese anónimo. O se expondrá ella misma como cebo para atraparlo Barbara se encogió de hombros—. ¿Quién podría prever el comportamiento de Paula?


—¿De tal palo tal astilla?


—Algo parecido.


Estupendo. Sencillamente estupendo, pensó Pedro.


—Así que no debo informar a la policía ni decirle a Paula lo que realmente estoy haciendo en su casa. ¿Y mi excusa para trasladarme será…?


—Muy sencillo —Barbara le lanzó una mirada llena de descaro—. Vas a ser el regalo de cumpleaños de mi hija.






QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :SINOPSIS





Paula Chaves quería un hijo más que nada en el mundo. 


¡Pero no quería un marido! 


¿Dónde podría encontrar un hombre que aceptase su propuesta? La solución era sencilla: publicar un anuncio.


Cuando el impresionante Pedro Alfonso se presentó en su casa, Paula comprendió que había encontrado al hombre perfecto. Sólo que Pedro no había acudido para ofrecer sus servicios como posible padre: lo habían contratado para proteger a Paula. ¡Y la mejor manera de protegerla iba a ser casándose con ella!