Ella no sabe que no hay nadie que pueda comprender por lo que está pasando más que yo, no imagina siquiera cuánto y hasta qué punto la comprendo.
Oír que con mis caricias puedo hacérselo olvidar todo, saber que puedo contribuir a darle alivio, me hace sentir y empezar a entender que no ha sido casualidad que yo viajara a París; también pienso que no ha sido casualidad que me encontrara con André, y mucho menos ha sido por azar que ella y yo chocáramos aquella mañana o que haya conseguido este trabajo.
Suena esotérico, pero yo he ido a París en busca de nuevas y mejores oportunidades, y Paula es mi oportunidad. Debo aceptarlo, debo dejar salir estos sentimientos que ella me produce y que me asustan desde que la conocí.
Tengo una misión. Después de haberla escuchado, sé que tengo una misión a su lado.
La cargo en mis brazos y la llevo hasta el dormitorio; la dejo sobre la cama y, de rodillas sobre el colchón, llevo mis manos al nudo de su bata para deshacerlo y abro la prenda para revelar su cuerpo desnudo, para admirar el serpenteo de sus curvas. Paso mi palma abierta por su plexo solar; no sé si es cierto, pero dicen que ahí se concentra la negatividad en las personas, así que quiero borrar con mi caricia todo lo malo que pueda anidar en su cuerpo. Quiero limpiarla de todo lo que le haga daño, quiero hacerla feliz..., y me extraña sentirme así. Varias veces me ha inundado esa necesidad, pero aún no llego a comprender lo que me pasa.
O quizá sí, y no quiero aceptarlo.
«Pedro Alfonso, creo que es innegable: te has enamorado como un perfecto idiota de Paula Chaves.»
Abandono mi caricia y me inclino sobre ella para depositar suaves y tiernos besos en su abdomen; continúo bajando con los besos hasta llegar a su pubis y levanto levemente la cabeza para admirarla. Tiene los ojos abiertos y me sonríe dulce, pacífica, entregada... Alargo una mano y paso los dedos por sus labios; ella coge mi mano con la suya y me los besa; luego besa mi palma y, finalmente, mientras cierra los ojos para avivar sus sentidos, hace que la acaricie guiando mi mano por todo su cuerpo, hasta llevarla nuevamente a su pubis. Miro el recorrido de mi mano con fijeza, siento la palma escaldada por el ardor de su piel y por la necesidad que está creando en mí. Sigo bajando, llego a donde ella quiere que llegue y acaricio su sexo, lo mimo, lo rozo con mi palma y luego me dedico a coger su clítoris entre mis dedos; lo pellizco, lo rodeo con una caricia constante y aprecio cómo su respiración cambia. Paula se tensa, su espalda se encorva y se le escapa un chillido espontáneo que no puede contener; se muerde los labios y abre los ojos. Vehemente, se encuentra con mi atenta mirada, se sienta con rapidez y mete sus manos bajo mi bata para acariciarme los hombros mientras nuestras bocas están a escasos milímetros de distancia. Medimos nuestra necesidad y ella aprovecha para bajar sus manos y desanudar el lazo de mi albornoz; lo abre para mirar mi desnudez. Pasa sus manos por mis pectorales, recorre toda mi musculatura delimitando cada parte de mi anatomía, hasta que llega a mi pene y lo acaricia. Muevo los brazos y me quito la bata para quedar desnudo ante ella, y entonces, imitándome, Paula hace lo mismo.
Estamos desnudos, expuestos, dispuestos a sentir el contacto perfecto de la textura de la piel del otro. Nos abrazamos y acercamos nuestros labios peligrosamente para acortar todas las distancias que nos separan; necesitamos cada vez con más anhelo entrar en contacto, probar una vez más esa unión que se nos da tan bien.
La beso, al principio tranquilo; luego ella impone otro ritmo y me provoca con su lengua, pero me aparto.
La miro a los ojos y le hablo cargado de necesidad:
—Ahora, despacio; ya te he follado en el baño, ahora quiero disfrutarte.
Quiero que entienda que soy yo quien lleva el control; quiero que comprenda que, en la cama, no hay concesiones salvo que yo así lo quiera. Aquí, el ritmo lo marco yo, aunque algunas veces seguro que le permitiré, por escasos momentos, hacer lo que quiera conmigo.
—Me gusta que lleves el control, sólo que me provocas demasiado.
—Deberás aprender... Seré paciente, seré tu maestro, quiero enseñarte cómo me gusta a mí, y también quiero aprender lo que te gusta a ti. Quiero que descubramos juntos nuestra simetría perfecta.
No hablamos más. Vuelvo a recostarla y retomo la tarea que había empezado. Beso cada partícula de su piel y me adueño de su cuerpo; luego la acaricio de la misma forma.
Sé que mi parsimonia la está enloqueciendo, pero hace lo que le he dicho: se espera y disfruta del ritmo que le impongo. Finalmente, la penetro; comienzo a moverme y la pongo en varias posiciones, incluso la dejo subirse encima de mí y le permito por unos instantes que marque el ritmo, pero ella es ansiosa y va muy rápido, así que, asiéndola de las caderas, intento serenarla. Anclo mis manos y mis dedos en su carne, y sin apartar nuestras miradas soy yo quien se mueve bajo ella, soy yo quien retoma el control. He decidido que es así como llegaremos al orgasmo, mirándonos, advirtiendo en la mirada del otro todo lo que nuestras almas están sintiendo.
Entramos en la fase final.
Comenzamos a pasar por todos los estados de la materia: nos sentimos sólidos, yo para empotrarla, y ella para recibirme y que ambos gocemos con la perfecta fricción de nuestros sexos; esto nos permite llegar al estado plasmático, en el que las descargas eléctricas que el contacto de nuestros cuerpos produce elevan la temperatura corporal e impulsan la circulación de nuestro torrente sanguíneo de manera inusitada; es entonces cuando pasamos a la fase líquida, en el que nuestras entrañas se licuan al conseguir el orgasmo; y nos transportan inmediatamente a un estado etéreo, instante en que nuestros cuerpos no tienen forma ni volumen propio, porque la sensación de placer nos ha inundado de tal forma que nos ha despojado de todo.
Cojo una bocanada de aire y permanezco sin fuerzas bajo su cuerpo mientras le acaricio la espalda. Ella está exhausta, creo que la he agotado. La apremio para que nos levantemos a asearnos.
—No tengo fuerzas para caminar hasta allí.
Me río y le beso el pelo; aún estamos unidos, no he salido de ella.
—Si estás cansada y pretendes dormir, no te muevas o despertarás a mi amigo —bromeo, pero lo cierto es que yo también estoy agotado. Necesito unas horas de sueño para reponer energías.
Salgo de ella, me muevo con rapidez y la llevo en volandas hasta el baño: la cargo al hombro y ella patalea risueña mientras le doy un pequeño azote en el culo.
Nos hemos aseado y estamos de regreso en la cama. La tengo abrazada por detrás mientras inhalo el perfume de su nuca; enroscamos las piernas y nos confundimos buscando el encaje perfecto, como si fuéramos piezas de un rompecabezas. Le doy besos en el cuello y ella besa mi mano, la que tengo sobre la almohada; la otra la mantengo oprimiendo en sus pechos
****
Despierto con el sonido de mi teléfono. Pedro permanece lánguido junto a mí. No me apresuro en atender la llamada porque la visión de él a mi lado me distrae: es imposible que no me quede extasiada viendo a este hombre que yace inmóvil a mi lado. Está tan profundamente dormido que intento desplazar su brazo, que me tiene abrazada, y su peso es monumental; también el de su pierna, que está sobre las mías.
El teléfono para de sonar. Consigo mover a Pedro y entonces se despierta.
—Lo lamento —le digo mientras me mira adormilado y me sonríe—. No quería despertarte, pero sonaba mi móvil.
Se remueve para que pueda coger el teléfono. Cuando lo tengo en la mano, comienza a sonar nuevamente. Miro la pantalla. No quiero contestar, no con Pedro a mi lado. Lo miro a él, que se está restregando los ojos y se percata al instante de que dejo sonar el aparato y no atiendo. Me lo quita de la mano y mira la pantalla. Con un gesto que indica lo molesto que está, le da al botón de responder y me lo entrega; antes activa el altavoz.
Cojo una bocanada de aire y hablo.
—¿Qué quieres?
—Recordarte que sólo te quedan poco más de quince días para reunir el dinero. Eres una estúpida; si te hubieras quedado aquí conmigo y no hubieras ido a hacer esas fotos, todo sería diferente... Habría cancelado el contrato de Alfonso, me habría hecho cargo de todos los gastos para sacarlo de nuestras vidas. Puedo perdonarte unos cuantos besos.
—No tienes dignidad y crees que todos somos como tú. Todo lo mides con el poder que te otorga el dinero de tu padre. ¡Qué ciega estuve, Marcos! Lo siento, me das pena.
Le cuelgo la llamada. Pedro y yo nos quedamos sentados contra el cabecero de la cama en silencio, hasta que él decide hablar.
—Tal vez... si desapareciera de tu vida, todo se solucionaría.
—¿Qué mierda me estás diciendo, Pedro?
—No quiero ser un problema para ti y, por lo visto, todo es por mi culpa.
—¡No puedo creer lo que estoy oyendo! Pero... ¿por quién me tomas? —le grito ofuscada—. Te dejé entrar en mi intimidad y ahora... ¿me dices esto?
Él se pasa la mano por la cara y luego entierra los dedos en su pelo, revolviéndolo más de lo que está.
—Busco soluciones. No quiero que por mi culpa pierdas tu empresa; a la larga, en algún momento, me lo reprocharás.
—¡Qué poco me conoces! ¿O es que estás buscando una excusa?
—¿Excusa?
—Claro —golpeo la cama—. ¿Cómo no me he dado cuenta antes?
Me levanto cegada. Estoy desnuda, pero no quiero que siga viéndome así, no después de lo que acabo de entender.
Busco una bata y me la coloco, luego voy hacia donde quedó su ropa, la junto en un bulto y se la tiro a la cara.
—Me has follado, te has quitado las ganas y ahora esto te viene como anillo al dedo, ¿verdad? Ése es el punto en el que estamos.
»Te haces el mártir y te apartas, alegando que es por mi bien. Eres un hipócrita, un infeliz presuntuoso que sólo va detrás de su satisfacción. Al menos podrías haber buscado una excusa mejor, ese cuento está muy trillado; sólo ha faltado que me digas: «No eres tú, soy yo, no te merezco». He sido una estúpida por permitir que me convirtieras en tu aventurilla de Tenerife.
Me mira perturbado, pero no me asusta su miradita infame.
Comienza a vestirse sin decir una palabra; me encierro en el baño, pero antes de cerrar la puerta le grito:
—¡Intenta, al menos, que nadie te vea al salir!
Oigo el sonido de la puerta cuando se va y me rompo. Me arranco a llorar desconsolada sin poder entender por qué reacciono así; yo nunca lloro, pero ahora no puedo contener mis lágrimas.
Siento un dolor inmenso en el pecho, me siento utilizada, burlada en mi buena fe. Le permití que me hiciera de todo, le di confianza para que entrara en mi vida y ahora me paga de este modo.
¡Hombres! ¡Se creen que son el sexo fuerte sólo porque llevan colgando algo entre las piernas!
Maldición, ¿cómo he podido dejarme embaucar así por él? ¿Cómo he sido tan estúpida?
*****
Se hace la hora de partir. Estamos cargando las maletas en el minibús que debe trasladarnos al aeropuerto. Juliette se ha encargado de pagar todas las cuentas, y ya nos ha dado a cada uno el billete para el vuelo de Alitalia, que nos llevará a Madrid, donde debemos hacer una escala de cuatro horas antes de coger el que nos trasladará a Roma. André ya está en el aeropuerto para poder despachar con tiempo todo su equipo.
Pedro y yo nos ignoramos en todo momento, ni siquiera nos miramos. Llevo puestas unas gafas oscuras para que no se note que he llorado. En el instante en que vamos a subir a la camioneta, y tomándola por sorpresa, tiro del brazo de Estela para que se siente a mi lado.
—¿Se puede saber qué mierda pasa?
—Más te vale que te sientes a mi lado en el avión y no cambies de asiento.
Me mira con los ojos muy abiertos, no entiende nada. El minibús se llena muy rápido. Pedro también lleva puestas gafas oscuras. Se sienta delante de mí y se le ve fastidiado.
Marcel, que es siempre muy locuaz, no para de hablarle; presiento que en cualquier momento se ganará una grosería, porque lo he visto resoplar malhumorado.
El viaje se hace larguísimo. La mayor parte del tiempo me coloco los cascos para oír música y aislarme de los ruidos. André y Pedro no han parado de hablar y de reírse, y el buen humor de él me revuelve el estómago, porque es obvio que no he significado nada, tan sólo he sido un polvo apoteósico.
Ofuscada y hecha un gran lío, me levanto y paso por encima de Estela, que está dormida; cuando voy a salir al pasillo, me cruzo con Pedro, que viene del baño; se hace a un lado y me deja pasar. Ni lo miro.
Llegamos a Roma, donde tenemos otra escala de una hora hasta coger el avión que nos llevará a nuestro destino: la ciudad de Pisa.
Finalmente llegamos al Aeropuerto Internacional Galileo Galilei a las diez y diez de la noche y, después de pasar por todos los controles, salimos y allí nos esperan tres minibuses que nos trasladan por carretera a Cinque Terre, en la costa de Liguria. Tenemos una hora y media de viaje hasta el lugar, pero no hay otra forma de llegar hasta el hotel situado en Monterosso al Mare. Finalmente, después de un viaje interminable de casi doce horas, llegamos al hotel Porto Roca. En Cinque Terre nada es extremadamente lujoso; el lujo, en realidad, lo da el entorno del paisaje y la importancia cultural. Nos encontramos en un interesante destino rural alejado del bullicio de las grandes ciudades, que se considera Patrimonio de la Humanidad por conservar su hegemonía pintoresca de casas de colores, construidas sobre los altos acantilados que forman las costas del mar de Liguria. Se trata de un paraje soñado y muy romántico, que para mí se convierte en un martirio diario.
Despierto y, sin abrir los ojos, lo busco a mi lado, pero no está. Me siento en la cama y las sábanas resbalan por mis senos, dejándolos al descubierto. Mis pezones estás sensibles por el tratamiento que anoche les dio Pedro; después de la escena del sillón, lo que ocurrió en esta cama llanamente se puede definir con una palabra: prodigioso.
—Pedro...
Lo llamo, pero no me contesta; vuelvo a intentarlo:
—Pedro...
Creo que se ha ido. Lamento mucho no haberlo oído. Me pongo en pie, cojo una bata de seda que apenas cubre mi desnudez a la altura de los muslos y salgo del dormitorio.
Efectivamente no hay señales de él.
Salgo al balcón y miro al cielo, que está de un azul resplandeciente; apoyada en la barandilla, me pongo de puntillas y espío hacia el balcón de la habitación de Pedro, pero todo está en silencio.
«¿Estará aún durmiendo?»
Miro hacia el jardín que rodea la piscina, que se comunica con la villa que ocupamos, y allí lo descubro haciendo flexiones. Me quedo embobada observándolo. Cuento cuántas hace y llego a ochenta; ignoro cuántas ha hecho antes de que lo descubriera. Se ve sudoroso, sexi; Pedro siempre está muy atractivo.
Entro en la habitación y busco mi móvil, vuelvo a salir al balcón y tecleo un mensaje; quiero sorprenderlo.
Paula: «Mmm, ahora entiendo cómo conservas ese abdomen de tableta de chocolate.»
Advierto que se detiene y presumo que ha oído el sonido de su móvil. Consecuentemente, lo saca de su bolsillo, lee y luego mira hacia mi habitación. Me ve en el balcón y se me queda mirando.
Derretida y babeando, continúo inerme de pie sin poder reaccionar porque me lo estoy comiendo con los ojos; nos quedamos así, traspasándonos con la mirada. Se sonríe y teclea un mensaje.
Pedro: «Qué pena que sea de día y haya demasiada gente alrededor para volver a colarme en tus aposentos, Julieta.»
Paula: «¿Julieta?»
Pedro: «Sí, anoche, trepando el muro, me sentí tu Romeo.»
Paula: «Entonces esta noche dejaré la puerta abierta, para que vuelvas a aventurarte y entres sin ser visto en el palacio de los Capuleto, mi Romeo.»
Pedro: «Ahí estaré, hermosa doncella.»
Paula: «Esto es muy divertido.»
Pedro: «Es lo que me has propuesto.»
Paula: «Lo sé, pero no es justo.»
Pedro: «Esta noche hablaremos.»
Paula: «Bueno, ahora debo darme una ducha.»
Pedro: «Mmm, ¿necesitas ayuda para enjabonarte la espalda?»
Paula: «No ofrezcas lo que no puedes dar.»
Pedro: «Poder..., puedo. Sólo deberías dejar la puerta abierta; yo me aseguraré de que no haya nadie en los pasillos.»
Paula: «Te espero esta noche; en un rato hay que ir a la piscina que da al mirador.»
Pedro: «Sí, lo sé, pero puedo ser muy rápido.»
Paula: «Rápido..., mmm..., mejor no. Espero tu dedicación esta noche y que nos disfrutemos como corresponde; quiero una nueva versión de anoche.»
Pedro: «¿Eres consciente de las imágenes que estás poniendo en mi cabeza? Recuerda que deberemos trabajar todo el día muy de cerca.»
Paula: «Sí, soy muy consciente, porque son las mismas que abundan en la mía y te recuerdo que la tortura será mutua durante toda la jornada.»
Pedro: «Mejor terminemos esta conversación, que es muy tentadora. André ya está en el mirador preparándolo todo; estiro mis músculos y me ducho yo también. Nos veremos en un rato.»
Antes de entrar en mi habitación, nos miramos una vez más. Insensata, le tiro un sutil beso que recibe risueño. Él mira a su alrededor y me regala un guiño. Sé que debo moverme, pero no logro que mis pies respondan. En ese instante un camarero se acerca a él y me retrotrae del limbo donde me encuentro; le alcanza a Pedro una bebida energética, ya que la atención en esa zona es personalizada y seguro que ha advertido que él estaba ejercitándose.
Aprovecho para meterme en la habitación y preparo el baño para darme una ducha, pero primero llamo a Estela.
—¿Despertaste, bella durmiente?
—Hola, Estela, voy a ducharme, ¿dónde estás?
—Yendo a la piscina principal. Ya está todo preparado para la sesión de fotos, sólo faltáis Pedro y tú.
—No tardaré. Oye, ¿estás sola?
—Sí, ¿por qué?
—Quiero contarte algo, pero no quiero que nadie lo oiga.
—Habla, ya te digo que estoy sola. ¿Qué ocurre, por qué tanto misterio?
—Anoche lo hicimos.
—¿Quééé? ¿Pedro y tú? Oh, mon Dieu!
—Sí, no grites.
—Espera, que me alejo un poco, que ya he llegado. Cuéntame.
—No hay nada que contar, simplemente te diré que..., mmm, fue perfecto.
—¿Te refieres a Pedro o al momento?
—A ambas cosas. Todo ha sido increíble.
Mientras le cuento a mi amiga, cierro los ojos y puedo volver a sentir sus caricias, sus besos, su lengua por todo mi cuerpo.
—Y Pedro, ¿cómo es? Ya sabes, bueno, bajo el bóxer se nota, pero... dime...
—Te he dicho que es perfecto. No entraré en detalles.
—No es justo, yo te lo cuento todo.
—Tú eres tú.
—Dime, ¿existe comparación?
—No sé lo que quieres que compare.
—Tamaño, mon amour.
—No compararé con nadie, pero es... XXL, y no me preguntes nada más.
—Oh, no sé cómo lo haré para disimular cuando lo vea.
—¡Estela! No hagas que me arrepienta de habértelo contado. Llegas a mirarlo y te mato.
—No lo haré, no te desquicies.
—Debe ser un secreto, al menos hasta que defina lo del traspaso de la sociedad... Es que hay algo que no sabes: ayer, antes de salir de casa, cuando Marcos fue a verme, me amenazó con que vendería su parte a la competencia.
—¡No puede hacer eso! —grita indignada.
—Si no consigo el dinero, claro que puede hacerlo, y presumo que lo logrará; quiere desmembrar la marca, quiere arruinarme.
—Malnacido.
—Voy a ducharme o se me hará tarde; además, aún no he desayunado. Hablaremos luego.
****
Estoy sentada junto a la piscina bajo una sombrilla, mientras Marcel me peina y Louis me maquilla.
—Mon amour, hoy estás radiante —afirma mi maquillador—; es obvio que has descansado muy bien, estás espléndida.
Cuando Pedro oye la aseveración de Louis, está de pie frente a mí esperando su turno; analiza sus palabras y se sonríe jactancioso. Me guiña un ojo tras asegurarse de que nadie le presta atención.
«Presuntuoso, me lo comería a besos.» Sabe que, en realidad, mi aspecto no es por haber descansado, sino por estar muy bien follada.
Estela está detrás de Pedro y también ha oído lo que ha dicho Louis; por supuesto, ella también sabe la verdadera razón de mi lozanía... Guarra, no piensa siquiera en reprimirse y, utilizando el lenguaje universal de las señas, forma un anillo con sus dedos mientras lo atraviesa con otro.
Pongo los ojos en blanco; su desfachatez no tiene parangón, pero sé que nadie la mira: ella jamás me expondría.
*****
Las fotografías en la piscina principal del hotel son rápidas; inmediatamente después de haber terminado, vamos a Los Chozos, el restaurante que está junto a ésta y donde nos preparan una gran mesa para que todos nos sentemos juntos y degustemos una exquisita y abundante comida.
Apenas acabamos de almorzar, nos preparamos para partir hacia el Teide; tenemos sesión de fotos en el parque nacional, y André planea tomar capturas del atardecer en aquel lugar.
Dicen que el cielo de Canarias es único y lo estamos comprobando; el espectáculo de colores es excelso, y nuestros cuerpos y todo el entorno parecen colorearse con esas tonalidades. Creo que la campaña será mejor que ninguna otra.
Estoy feliz. A simple vista, en la pantalla de la cámara digital de André puede advertirse que ha conseguido capturar la esencia de la colección Sensualité.
Estamos exhaustos pero satisfechos, ha sido un día muy arduo pero con resultados asombrosos.
Después de cargar todos los equipos, nos montamos en los dos minibuses que nos llevan de vuelta al hotel.— Me muero por tomar una ducha —expreso en voz alta.
—Creo que todos estamos pensando en una —ratifica André.
Estamos tan cansados que no nos citamos para cenar; entiendo que cada uno hará lo que le apetezca.
Al fin llegamos al hotel. André y Estela se pierden en su habitación y me pregunto para qué pagamos dos si sólo usarán una; es un detalle, pero en el Abama Resort ciertos detalles no son nimios: la excelencia se paga y aquí la cobran bien cobrada. Abro mi habitación y, cuando se cierra la puerta de Estela, oigo que Pedro me chista y me habla en un susurro:
—Déjame abierta la puerta del balcón.
—Tengo miedo de que te caigas al cruzar, deja de hacerte el Romeo —le digo muy bajito mientras abro la puerta de mi habitación; seguidamente le arrojo la tarjeta—: Toma.
Pedro la atrapa en el aire y me tira un beso; esbozo una sonrisa exacerbada y cómplice, y me pierdo dentro de la suite. Voy directa al baño, abro la ducha y comienzo a despojarme de toda la ropa, necesito imperiosamente meterme bajo el chorro para quitarme el cansancio. Por supuesto que sería mejor llenar la bañera, pero prefiero apresurarme para estar lista cuando venga Pedro. Estoy a punto de meterme dentro cuando siento unas manos que se apoderan de mis caderas.
Me sobresalto y, cuando lo miro, veo que él me observa con presunción y una sonrisa bien amplia. Y está desnudo.
—Ha sido terrible tenerte tan cerca todo el día y no poder besarte —me dice mientras me besa el cuello.
— Ha sido muy frustrante —le corroboro mientras me doy la vuelta hacia él y le beso el pecho.
Nos abrazamos con fuerza; nos abrazamos con ímpetu para compensar todo lo que hemos sofocado a lo largo del día.
Levanto la cabeza y busco su mirada azul; le suplico con la mía que me bese, pero Pedro es terco y siempre me hace esperar antes de darme lo que deseo. Se sonríe y con la punta de su nariz acaricia la mía; inspira con fuerza, tentándome con su boca pero sin besarme, y luego se aparta y me coge de una mano para que entremos en la ducha.
—¿Estás cansada? —Su voz es sensual y salvaje mientras me agarra de las nalgas por sorpresa, me sube a sus caderas y me enrosco allí con las piernas, a la vez que busco sostén en sus hombros.
—Ya no —le contesto con la voz sinceramente afectada.
Su cuerpo es mi medicina.
Decido no esperar más para buscar lo que quiero y él se ha empeñado en no darme: soy yo quien lo besa y él se deja besar, o me besa, no sé exactamente quién lleva el control de este beso que se ha convertido en un enredo de lenguas, en una mezcla de sabores y saliva.
«Este hombre me enloquece, me vuelve irrefrenable. Nada parece ser suficiente.»
Le revuelvo el pelo mientras el agua cae sobre nosotros. Me mueve con facilidad; abre un poco más sus piernas en busca de un mejor equilibrio y percibo su erección en la entrada de mi sexo; al instante, noto cómo, poco a poco, se abre camino en mi epicentro. Cierra los ojos al tiempo que se entierra en mí y noto cómo su piel se estremece. Sé que lo está disfrutando tanto como yo. Pedro es inestimablemente guapo pero, cuando entra en ese suspense mientras se pierde en mí, es soberbiamente atractivo. Termina de enterrarse, abre los ojos y estudia mi gesto; yo siento que voy a colapsarme de placer y, entonces, enaltecido por mi gozo, comienza a moverse mientras me sube yme baja sobre su sexo.
Me pega contra los azulejos de la pared para darle más potencia a sus embestidas.
—Quiero que me sientas.
—Te siento —le digo como puedo, porque sus asalto me está trastornando.
Me habla mientras me sigue follando descontrolado.
—Quiero que te acuerdes de este momento cuando pienses en mí, quiero ser el único que te folle, quiero hacer que te sientas mujer.
—No lo olvidaré, te lo aseguro.
—¿Te gusta duro, o te gusta despacio?
—De las dos formas que me has follado me ha encantado, nunca me he sentido así.
—No quiero que pienses en otras veces, quiero que pienses sólo en mí.
—Sólo pienso en ti; desde que te vi entrando en el casting con ese gesto imperturbable, sólo pienso en ti.
Pedro me muerde el labio y se detiene, abrupto. Luego me baja y me da la vuelta, separa mis piernas, abre mis nalgas con sus manos y me penetra desde atrás mientras me muerde el hombro y el cuello y tira de mi pelo para después apropiarse de mi boca.
—Córrete —me ordena—, vamos, alcancemos el orgasmo juntos.
Me embiste con más fuerza y acelera el ritmo; nunca me han follado de esa forma, nunca me han penetrado tan duro como lo está haciendo Pedro, y creo que voy a morir de un infarto. Él no quiere que lo compare, pero es imposible; de todas formas, no hay comparación posible, es único.
Consigo el orgasmo, grito, llevo mis manos hacia atrás y lo cojo por la cintura para ayudarlo a que se entierre más en mí y él también llega. Destemplado, brama en mi oído; lo siento temblar mientras vacía su extracto en mí, pero no se detiene, sigue moviéndose unas cuantas veces más.
Luego, me abraza con fuerza.
—¿Estás bien? —Pedro se muestra preocupado por mi bienestar.
—Sí, Pedro, ¿y tú?
—Me has dejado sin aire. —Sorbe el lóbulo de mi oreja mientras me habla. Yo también respiro con dificultad.
Me da la vuelta y me mira a los ojos; aparta mi pelo y delimita el contorno de mi rostro. Me encantan sus manos; sus dedos son largos y se le marcan las venas.
—Vamos a bañarnos y a pedir algo para comer aquí. Te quiero toda la noche para mí y mañana no sé si te dejaré salir hasta la hora de ir al aeropuerto.
—Me encanta ese plan —le digo mientras me rebujo en sus brazos.
*****
Llaman a la puerta. Me cierro la bata a la altura del escote y dejo pasar al camarero, que ha llegado con nuestro pedido.
Servicial y eficiente, prepara la mesa que hay en la sala de estar. Pedro espera en el dormitorio para que nadie vea con quién estoy. Busco mi bolso, que descansa sobre el sofá de la sala, y saco unos euros para dárselos al empleado del hotel; después de que se va, mi chico Sensualité sale. Ya estamos solos, disfrutando de esta perfecta intimidad.
Hemos pedido unas tapas que acompañamos con un vino blanco exquisito. Estábamos hambrientos; el trabajo y el sexo exigen que alimentemos nuestros cuerpos.
—Quiero que me cuentes el problema que estás teniendo en Saint Clair.
Me limpio la boca, cojo mi copa de vino y camino hacia el sofá. Pedro me sigue y me abraza por detrás. —¡Estoy tan angustiada! Saint Clair es mi sueño, mi trabajo de años; he trabajado muy duro para estar donde estoy.
Él me da la vuelta, coge mi copa y la de él y las deja en la mesa baja. Posa sus manos en mi cintura y yo me aferro a sus bíceps.
—¿Qué dice el estatuto societario? Cuéntamelo. Aunque me gustaría verlo, de todas formas; quisiera leerlo para analizarlo en profundidad.
—No hay nada que hacer, Pedro, mis abogados lo han analizado de cabo a rabo, y las cláusulas son claras: tengo prioridad, pero si no cuento con el dinero en un mes, se venderá a un tercero.
—¡Un mes! Ese plazo es irrisorio.
—Lo sé, pero firmé, lo acepté; nunca creí que esto fuera a suceder. Marcos ha visto fotos nuestras y ha estallado en ira. Quiere vengarse porque cree que teníamos algo mucho antes y que por eso te elegí para protagonizar la campaña.
—Lamento lo de los jardines de Luxemburgo, creí que ese día te hacía un bien.
—No lo lamentes, yo no lo lamento. Además, no es sólo eso... Marcos hizo que me siguieran y tiene fotos de nosotros besándonos. ¡Está loco de celos! Llegué tarde al aeropuerto porque se presentó en mi casa y me propuso que no viajara para esta campaña a cambio de que él lo pusiera todo a mi nombre.
—Qué desgraciado. —Afianza su abrazo—. ¿No cuentas con el dinero para comprar su parte? Creí que Saint Clair tenía liquidez suficiente, y se supone que tus ganancias son muy elevadas.
—Soy una ilusa por haber olvidado que él es mi socio y haberme creído siempre la dueña absoluta. Marcos nunca se metió en el negocio, siempre me dejó manejarlo sola. Cuando las cosas estaban bien entre él y yo, siempre se refería a la empresa como mía. Lo peor de todo es que lo tengo todo invertido en colecciones futuras; ahí están calculados los sueldos de los empleados, los proveedores..., en fin, todo. De revertir los pagos, perdería mucho dinero. Además, eso daría una imagen de mí como de alguien poco fiable, y sería difícil conseguir nuevos proveedores, sin contar con que los que nos sirven ahora tienen la calidad en telas que maneja la marca y nos mantienen los precios porque hacemos los pagos por adelantado; si cambiáramos, tendríamos que pagar todo al valor actual.
—Y pedir un préstamo teniendo todo invertido no es una alternativa viable —razona en voz alta —. Entiendo: los intereses te consumirían. Paula, ¿cómo no creaste un fondo de reserva?
—Es media empresa; el fondo existe, pero para casos de urgencia de fácil solución. Saint Clair es una firma relativamente nueva. Estela tiene para comprar un veinte por ciento; en un principio creímos que eso era posible para no desmembrar tanto la empresa y dejarla en manos extrañas, pero en los estatutos se estipula que su parte se vende entera, no fraccionada, salvo que él acceda a crear un
pliegue de acciones. Mis abogados intentaron negociar eso, pero no ha aceptado y, según las cláusulas, estoy obligada a comprar el cincuenta por ciento; si no, pierdo mi ventaja. Ayer por la mañana me dijo que tiene comprador, el grupo François Cluzet, mi competencia directa.
—Tal vez puedes intentar impugnar el estatuto; sería fácil demostrar que se obró de mala fe...
—Los Poget tienen mucho poder, Pedro. Marcos sólo tiene que escudarse en su apellido, como hace siempre que quiere lograr algo.
—Lo sé, sólo intento buscar alternativas.
—No las hay, Pedro, debo resignarme. No volveré con él, eso es lo único que podría frenar esto. Bésame, hazme el amor. Tú puedes hacer que me olvide de todo.