domingo, 4 de octubre de 2015

DIMELO: CAPITULO 25





Pedro me está ignorando, y no sé por qué razón me duele tanto su indiferencia. Será que hoy estoy sensible.


—¿Qué ha pasado? —me pregunta Estela mientras caminamos hacia la puerta de embarque.


Aprovechando el momento, aminoramos el paso y nos quedamos rezagadas; por delante van André y Pedro, que está sumamente atractivo con esos vaqueros desgastados.


—Esta mañana apareció Marcos justo cuando iba a salir para acá.


—¡Dios mío! Ese tipo nunca se cansa de joderte la vida. ¿Qué quería esta vez?


—Que suspendiera el viaje; no quiere que haga la campaña con Pedro.


—No es idiota. ¿Y qué le dijiste?


—Que él ya había salido de mi vida y que no era quién para decirme lo que debía o no hacer. Se puso a gritar, me montó un escándalo en casa y en cierto momento me propuso que, si no viajaba, pondría la empresa a mi nombre.


—Está loco.


—Enfermo de celos. Pero no estoy en venta. Cada día lo desconozco más; no entiendo cómo es capaz de pensar que puede comprarme con la empresa.


—Sabe que ésa es tu debilidad.


—La empresa es todo mi universo, pero no voy a ceder a su chantaje. Es muy mezquino de su parte pensar que puede tenerme de esa forma.
»Cambiando de tema... ¿Has visto que Pedro ni me ha mirado? Ayer hice una estupidez.


—¿Qué hiciste?


Saco mi móvil y le muestro los WhatsApp a mi amiga.


—No te preocupes, creo que no salió con ella, porque cuando nos despedimos en la tienda me dijo que debía irse a terminar su maleta.


—No puedo creer lo boba que me tiene; es tan viril, se lo ve tan íntegro...


Mi amiga me guiña un ojo y ya no podemos seguir hablando, porque llegamos a la entrada del avión. Nos embarcamos y mi asiento está al lado del de ella, mientras que Pedro y André se sientan juntos. Me encuentro luchando con mi equipaje de mano para ponerlo en el compartimento adecuado, pero al parecer estoy más torpe que nunca o bien el endemoniado bolso no cabe. Mientras sigo forcejeando, siento unas manos que cogen el bolso y me ayudan a colocarlo.


—Gracias.


Pedro lo hace todo sin contestarme. Ni siquiera me mira, pero su cercanía y la fragancia marina de su perfume me embriagan. Quisiera explicarle por qué no abrí la boca cuando Marcos le echó de la empresa, pero las palabras no me salen; pensar en Saint Clair y en que estoy a punto de perderla me inunda de una congoja inesperada. El altercado con Marcos y las amenazas que me lanzó antes de salir
para el aeropuerto también influye, y me provocan un escalofrío que no puedo contener.


—¿Te encuentras bien? Estás pálida —me pregunta Pedro y, cuando lo hace, parece sinceramente preocupado. No sé qué aspecto tengo, pero me siento sumamente indefensa en este momento.


—Sí, estoy bien —atino a contestarle con un hilillo de voz y me preparo a acomodarme en mi asiento. Me sitúo en el que está junto a la ventanilla. Estela inmediatamente se sitúa a mi lado, pero se da la vuelta y se arrodilla en el asiento para hablar con Pedro y André.


Desde donde estoy puedo sentir su perfume, él va sentado justo detrás de mí.


—Tenemos tres horitas de vuelo, pero pasarán rápidas —comenta Estela.


—Yo ya tengo hambre. Espero que nos sirvan algo de comer —oigo que dice André. Pedro permanece en silencio mientras que Estela y el fotógrafo no paran de hablar; él simplemente interviene cuando le piden opinión sobre algo.


Las primeras indicaciones de vuelo comienzan a oírse y también la solicitud de abrocharnos los cinturones, así que Estela se da la vuelta a regañadientes y se sienta como corresponde. Yo tengo un codo apoyado en el reposabrazos de la butaca y me sostengo la cabeza, que me parece que me va a estallar. Mi amiga me coge la otra mano y se la aprieto, sé que el momento del despegue le produce mucha inseguridad e intento alentarla.


La azafata pasa constatando que todos tenemos los cinturones abrochados y comprueba también que los asientos estén en posición vertical y las bandejas, plegadas; asimismo, se cerciora de que todos los compartimentos estén bien cerrados. Inmediatamente, se cierra la puerta y empieza a presurizarse la cabina y es entonces cuando comienzan a sonar las especificaciones del vuelo y las
normas internacionales de seguridad, a la vez que un vehículo comienza a remover el avión de la zona de aparcamiento hasta el lugar donde éste pueda hacer uso de sus turbinas e iniciar sin ayuda su traqueteo hasta la pista indicada. Cuando llegamos a la cabecera de la pista, el avión clava los frenos de su tren de aterrizaje y veo por la ventanilla el momento en que se accionan las alas de despegue. El ruido de las turbinas se hace más fuerte y la nave empieza a andar en busca de velocidad para poder efectuar su despegue. Percibo la sensación cuando el avión levanta su morro y el ruido del tren de aterrizaje cuando se retrae; inmediatamente se nota cómo el piloto busca la estabilidad de la nave.


Observo las señales y las luces se encienden enseguida indicando que podemos quitarnos los cinturones; entonces le palmeo la mano a Estela para que abra los ojos.


—Ya está. Puedes desabrocharte el cinturón, ya estamos en el aire. ¿Te encuentras bien?


—Sí, odio este momento, pero éste ha sido muy suave.


André se asoma por el pasillo y le pregunta:
—¿Estás bien?


Él también sabe cuánto odia los despegues.


—Sí, gracias, casi no lo he sentido.


A los pocos minutos, el personal de a bordo comienza con el reparto de las bebidas; como viajamos en clase preferente, nos toman nota de la comida. Cuando la azafata pasa por nuestro asiento, rechazo el alimento pero le pregunto si me puede traer unas aspirinas. Estela ya está de nuevo arrodillada mirando hacia atrás sin parar de hablar con André; de pronto oigo cómo descaradamente le solicita a Pedro:
—¿Sería mucho pedirte que me cambiaras el asiento?


«La mato, juro que la mato.»


—De acuerdo, ponte aquí —le contesta él y, aunque no lo he visto, sé que se ha sonreído irónicamente.


Se acomoda a mi lado, pero continúo mirando por la ventanilla. Su perfume, con él a mi lado, es más notorio.


En ese instante, la azafata me trae el agua y las aspirinas que le he pedido, y no me queda otra opción que ladearme hacia él para recibirla.


—Muchas gracias.


—De nada, mademoiselle; para cualquier cosa, no dude en llamarme.


Me coloco los cascos de mi iPod y reclino el asiento; me giro, situándome casi de manera que quedo dándole la espalda a Pedro, toco la pantalla para que comience a reproducirse la música y cierro los ojos intentando abstraerme de todo. No quiero pensar, pero aún resuenan en mis oídos las últimas palabras de Marcos y sé que no mentía. Estoy segura de que lo hará. Me desconozco a mí misma, porque jamás lloro, pero de pronto el temor, la impotencia y la angustia me invaden y comienzo a gimotear. Intento tragarme el llanto, lo hago tan silenciosamente como me es posible y espero haberlo logrado, porque no deseo que Pedro se dé cuenta.



****


«Mierda, está llorando. Pero... ¿qué cuernos le pasa?»


Si hay algo que no soporto es ver llorar a una mujer. No quiero ceder y hablarle, pero me siento débil viéndola así. 


Estoy a punto de apoyarle la mano en la espalda cuando la azafata pasa para recoger las bandejas, echando por tierra mis intenciones. Espero unos minutos más y me parece que ya no llora, pero entonces me doy cuenta de que, aunque lo hace en silencio, todavía está sollozando.


Levanto la mesilla, me pongo de costado mirando hacia ella y comienzo a acariciarle la espalda; la siento tensarse. En ese momento valoro la posibilidad de preguntarle por qué está tan angustiada, pero la noto removerse y creo que está secándose las lágrimas. Le doy tiempo para que se tranquilice.


No sé cuál es el motivo de su malestar, pero intuyo que está muy agobiada. De improviso se pone en pie y me aparto para dejarla acceder al pasillo, supongo que se dirige al baño. Pasan unos cuantos minutos. Estoy inquieto porque no regresa. Al final, decido levantarme para ir a ver cómo se encuentra, pero justo cuando lo hago llega ella, así que la dejo pasar de nuevo y volvemos a sentarnos.


Parece más serena. Sorprendiéndola, le cojo la mano. No me importa que nos puedan ver: sé que no está en buena forma y quiero ofrecerle un poco de compañía.


—¿Estás más tranquila?


—Sí, Pedro, no me hagas caso. No es nada.


—Nadie llora porque sí.


Nos quedamos mirándonos fijamente a los ojos, pero lo cierto es que sé que está fingiendo, algo le pasa. De pronto recuerdo que Estela me comentó que tiene problemas y también me lo dijo André.


—Es una bobada, de verdad, disculpa por molestarte.


—Discúlpame tú por entrometerme en tu vida.


De pronto le contesto a modo de reproche, pues en su despacho me gritó que no me metiera donde no me llamaban. Fastidiado, le suelto la mano y me pongo a revisar mi móvil; sigo sin superar el desprecio que me hizo, así que será mejor que me entretenga en otra cosa. Vuelvo a la fase de no dirigirle la palabra; después de todo, parece ser que es lo que ella quiere. Malhumorado, pierdo la noción del tiempo hasta que comienzan con la perorata de las medidas de seguridad para el descenso.


Por suerte, todo es muy rápido; primero toca tierra el tren de aterrizaje de la cola y luego el del morro del avión. Se notan las sacudidas clásicas de cuando el avión se detiene y después la nave empieza a maniobrar para posicionarse en el área de desembarco asignada.


Acabamos de llegar al Aeropuerto de Tenerife Norte, nuestro primer destino, donde estaremos tres o cuatro días.


Muy pronto se abren las puertas del avión y, después de recoger nuestro equipaje de mano, comenzamos a caminar al compás de los demás pasajeros. Salimos por la manga de desembarco hacia migraciones; de ahí, pasamos a la cinta para retirar nuestras maletas. André se queda acompañado por los miembros de su equipo para poder retirar todo lo que ha traído en la bodega del avión, así que los demás nos preparamos para salir del aeropuerto.


La ley de hielo continúa instalada entre Paula y yo.


En la salida nos está esperando un minibús Viano, que nos traslada hasta el Hotel Abama, situado en la costa oeste, en un lugar privilegiado en las suaves laderas del Teide.


A pesar de no dirigirle la palabra a la rubia, le abro la puerta del vehículo y la dejo subir en primer lugar.


Ya en el resort, ambientado con claras reminiscencias africanas, Juliette se encarga de todo por ser ella quien ha hecho las reservas. Inmediatamente nos asignan las suites; nos proponen hacer el check-in en la habitación, pero desistimos. André, Estela, Paula y yo estamos alojados en unas exclusivas habitaciones de lujo en las mejores villas del hotel, dentro de un marco paradisíaco de extravagante vegetación tropical, que tiene acceso directo a la piscina, además de otros exclusivos servicios y comodidades. El resto del equipo se aloja en la ciudadela del hotel, con habitaciones también muy lujosas, como todo el entorno.


Nos trasladamos hasta el sitio en un buggy, del cual nos indican que es para uso personal para poder desplazarnos por todo el complejo.


Ya alojado en mi habitación, me quito la camiseta, porque lo cierto es que me he acalorado durante el viaje. Me tomo mi tiempo para familiarizarme con el lugar y decido salir al balcón para admirar el paisaje; el azul intenso del agua confunde dónde comienza el cielo y dónde termina el océano; la vista no puede ser mejor y los sonidos del mar llegan hasta mí, haciendo que permanezca extasiado viendo desde allí la isla de La Gomera. El golpeteo de la puerta me saca de mi abstracción; atiendo y es Juliette, que me explica que ha venido a dejarme un dosier con las actividades detalladas día por día, donde constan los horarios y las localizaciones a donde nos dirigiremos.


—Muchas gracias, Juliette.


—De nada, monsieur. Tenga en cuenta que, por la tarde, bajaremos a la playa para hacer las primeras fotografías.


—No te preocupes, ahora mismo leo esto —le digo mientras le señalo el informe.


—En un rato le traerán el vestuario que debe usar.


—Perfecto.


Cierro la puerta y comienzo a desempaquetar mis cosas, al tiempo que me ocupo de echar un vistazo al resto de la habitación. La cama es muy amplia y con dosel, y la decoración es muy étnica.


Entro en el espacioso baño y, mientras termino la inspección, dejo llenándose la bañera; a pesar del murmurar del agua que inunda la estancia, oigo claramente que vuelven a golpear mi puerta. Es una de las encargadas del vestuario, que viene a traerme la ropa que debo ponerme para la sesión de fotos. Cuando vuelvo a quedarme solo, me dispongo a tomar un baño; necesito quitarme el trajinar del
viaje. Cuando termino, no hay tiempo para mucho más, así que me pongo el pantalón vaquero y la camisa que me indicaron, me calzo unas chancletas y salgo para ir directo hacia la playa. Al salir de la habitación me topo con Paula, que sale de la suya, que está pegada a la mía.


«Está radiante. ¿Habrá algo que a esta mujer no le quede bien?»


Va ataviada con una camisola corta ceñida a la cintura, con alegres y coloridos diseños en tonos turquesa, verde, negro y blanco, y que deja al descubierto sus esculturales, torneadas, largas, larguííísimas piernas. Me apremio a detener mis pensamientos, porque creo que la visión me ha nublado la mente y no puedo parar de descubrir adjetivos para describir lo que estoy viendo; todos le quedan bien y me parecen pocos. En uno de los brazos lleva una gran cantidad de pulseras de color verde y en su mano noto que acarrea su iPod y su móvil. Caminamos a la par en silencio; dicen que no hay mejor desprecio que no hacer aprecio, y por eso me mantengo en mi postura. Aunque me cueste, no cederé.


En el trayecto hasta el buggy que está estacionado frente a nuestra villa, ella decide romper el hielo.—
Quiero disculparme contigo, Pedro. —Sus palabras me cogen por sorpresa—. Debería explicarte por qué me quedé callada cuando Marcos te dijo que te fueras de la empresa.


No la miro. Estoy a punto de dejar que hable, pero mi orgullo puede más y decido dejarle bien claro que nadie me pisotea y que no veo la hora de que nuestra relación laboral acabe.


—No es necesario, me quedó más que claro: eres la dueña del circo y él es... tu hombre. — Intenta decirme algo, pero vuelvo a interrumpirla—. No me interesa ninguna explicación que puedas darme. Me extralimité: se trataba de una discusión de pareja y no soy quién para meterme en la vida de los demás. Muy pronto terminaremos con esto y no tendremos que seguir viéndonos.


Estela nos interrumpe.


—¡Qué bien que aún no os habéis ido! Voy con vosotros en el buggy.


Me hago cargo de la conducción. Como todo está muy bien señalizado en el complejo, no resulta difícil llegar hasta el funicular. Nos montamos en él para bajar hasta la playa; desde el acantilado, se ve claramente a André y a todo su equipo, que ya está en la orilla del mar con todo dispuesto. 


La tarde está al caer.


—¿Estás nervioso, Pedro? —me interroga Estela mientras descendemos.


—Un poco, pero espero hacerlo bien.


—Lo harás perfecto —asevera Paula—. Relájate, piensa que es un juego con la cámara y elimina la razón de por qué estamos aquí. A mí siempre me funciona.


Su tono es dulce y sincero.
—Intentaré hacerlo, pondré en práctica tu técnica.


Mis pensamientos vuelan y, aunque por momentos quisiera borrarla de mi cerebro, mi cuerpo me traiciona, y la visión del suyo, mucho más.


«Tengo una técnica mejor: pensaré que estoy enterrándome en ti. No creo que pueda existir nada más placentero, así que estoy seguro de que eso puede hacer que me olvide de todo.»


Ya estamos en la playa de arenas doradas; el sol está por descender, así que debemos darnos prisa para aprovechar ese momento.


El maquillador me pide que me quite la ropa, y quedo sólo con el bóxer. Me matizan con aerógrafo para intensificar el bronceado del cuerpo. Paula está a mi lado y también se ha quitado la camisola; únicamente lleva un diminuto bikini y también la rocían, como a mí.


—Separa los brazos, Pedro —me indica, divertida, mientras ella hace lo mismo, apartándolos de su cuerpo—. Se seca pronto y podrás actuar con total libertad.


Le hago caso; esto parece haberse vuelto divertido. Ella me sonríe pero yo tengo cara de perro y no puedo cambiarla, aunque con su insistencia ha logrado arrancarme algunas palabras.


«¿De qué se ríe?»


Pasado unos minutos, nos untan con aceite; nuestros cuerpos brillan al sol.


—Vaya, ahora entiendo el efecto de los cuerpos en las revistas.


Me maquillan los abdominales para acentuarlos, aunque en verdad sé que no hace falta. A continuación, maquillan el rostro de ella; Louis resalta más que nada su boca con abundante gloss, y yo creo que estoy por convertirme en caníbal y comérsela de un mordisco.


Paula va a terminar por enloquecerme.


Nos ponen cera en el pelo, también lo mojan y nos piden que volvamos a vestirnos; luego, con botellas con agua, nos empapan la ropa.


—¡Aaah! —grita ella cuando le tiran el primer chorro—. ¡Está fría! —se queja, y luego veo que introduce sus manos bajo la prenda para quitarse el sujetador del biquini que lleva puesto. Lo saca por la manga de la camisola y, al instante, los pezones se asoman tiesos bajo el género; rápidamente se ajusta el cinturón en la cintura y una encargada de vestuario le desabotona la prenda para que luzca más sugerente, maniobra que me permite ver claramente el nacimiento de sus senos. Decido ladear la cabeza o sé que haré un papelón; no quiero tener una erección delante de todos.


Mientras tanto, la otra encargada me baja bien los pantalones para que queden a la altura de mis caderas; antes ha desabrochado mi cremallera, para que se vean bien mis huesos ilíacos y el elástico del bóxer. Por último, desabotona por completo mi camisa y la remanga. Luego, me empapan con el agua de otras botellas. Involuntariamente también me quejo: de verdad está fría.


«¿O será que mi temperatura corporal está demasiado elevada?»


Paula se muere de risa.


—¿Has visto? Apuesto a que creíste que estaba exagerando cuando me quejé.


«A perro flaco, todo son pulgas». Si bien está fría, no es para tanto.


Ella intenta por todos los medios conversar conmigo, pero a terco no hay quien me gane y sigo empecinado en no hacerlo. Caminamos hasta donde está André dando instrucciones a los miembros de su equipo.


—Colega, ha llegado tu prueba de fuego. Relájate, conseguiremos muy buenas imágenes.


—El lugar es de ensueño; estoy obnubilado con la belleza de esta tierra.


—Y espera a mañana, cuando vayamos al Teide —me dice Paula—. Canarias es un lugar paradisíaco.


Nos dejamos de charla porque el tiempo corre y André comienza a darnos las indicaciones de lo que desea que hagamos.


—No olvides acentuar tu musculatura, Pedro.


—No te preocupes, cielo: aunque lo olvide, no se notará —acota Estela, risueña.


—Así que... ¿estás mirando a mi amigo?


—Imposible no hacerlo cuando todo está a la vista.


Hago un gesto con la cabeza; no quiero pecar de inmodesto.


—Me ejercito duro para conseguirlo, me gusta cuidar mi salud.


—Lo sabemos, Pedro, no te ruborices por reconocerlo, esto no se consigue sin esfuerzo. — Mientras hace su comentario, Paula me pasa su dedo corazón por el abdominal recto, produciéndome un estremecimiento en todo el cuerpo.


—Bueno, vamos, que perderemos las mejores tonalidades del océano —nos apremia André.


Luego nos indica que nos subamos a una roca volcánica que asoma en el mar. Subo primero y luego ayudo a Paula para que lo haga; siento en el cuerpo pequeñas descargas eléctricas cada vez que la toco, pero intento ignorarlas. Mi amigo me ordena que me coloque detrás de ella y que la abrace; hacemos algunas fotos con mi camisa puesta y luego, otras sin ella; todas son muy sensuales y sugerentes... Mis brazos la rodean y es perfecto. La expresión de su rostro en cada captura es insana para mi mente; esta mujer no parece que sea de este mundo.


Bajamos de la roca y nos dirigimos a una tienda improvisada en la playa, donde nos cambiamos varias veces de ropa para continuar haciendo más fotografías. El aceite y el agua abundan en nuestros cuerpos y mis manos se deslizan por la piel de Paula con facilidad. Todo se está volviendo sumamente excitante.


Estamos recostados en la arena y el espacio entre nuestros labios es prácticamente nulo; permanecemos tan cercanos que es imposible no sentir cómo nos acariciamos con el aliento.


—Estoy a punto de perder parte de Saint Clair —me suelta de pronto.


Afianzo mi agarre. Ahora entiendo su angustia; la entiendo verdaderamente y quisiera poder hacer algo.


—Algo habrá que se pueda hacer —le digo mientras la miro a los ojos, e intensifico mi mirada para hacerle comprender que no todo tiene por qué estar perdido.


—No, Pedro, mi socio vende su parte y yo no tengo cómo comprarla.


—Que te dé más tiempo para que puedas hacerlo. Tienes que negociar los plazos; eso debe de estar establecido en el contrato societario.


—¡Eh! ¿No me oís? Me quedaré sin voz si sigo gritando —nos riñe André—. Paula, ¿tienes algún cambio más de ropa?


—Un traje de baño.


—Bien. ¿Y tú, Pedro?


Estoy espeso, me he quedado anclado en lo que Paula me ha dicho.


—Debes de tenerlo —me señala ella.


Después de cambiarnos, nos dirigimos a otra parte de la formación volcánica, alrededor de la piscina natural que está en los acantilados; ascendemos por ellos y André nos indica que nos recostemos. Allí, osadamente, pongo una mano sobre su cuello y con la punta de mis dedos toco el nacimiento de sus senos.


—No os mováis, es perfecto... Jugad con la sensualidad, regaladme bonitas imágenes mientras el sol se oculta —nos alienta André, que se muestra entusiasmado con lo que estamos consiguiendo y vibra con lo que ve a través del objetivo de su cámara.


Le susurro al oído:
—Buscaremos la forma, te lo prometo.


—Ya hay comprador... Es la competencia.


—Tu socio es un malnacido.

















DIMELO: CAPITULO 24




Mi móvil suena en el bolsillo de mi pantalón. Me disculpo unos instantes con Monica para ver el mensaje que me ha llegado. No puedo dejar de sonreír con autosuficiencia: creo que Estela le ha dicho a Paula que estoy aquí. Pienso qué contestarle; sin embargo, recuerdo que dejó que el idiota de Poget se diera el gusto de echarme de la empresa, y entonces prevalece mi orgullo, que es más alto que la copa de un pino, y no me permite hacerlo. Guardo el móvil y sigo conversando con la morena.


—Bueno, entonces... ¿nos vemos cuando regrese de mi viaje?


Vuelve a sonar mi móvil: otro WhatsApp de Paula.


Paula: «Que bajo has caído: de pretender conquistar a la directora general de Saint Clair, ahora te conformas con la empleada de la tienda.»


No puedo contenerme y le contesto:
Pedro: «¿Celosa?»


Paula: «Ja, ja, ja... Más quisieras, sólo me mofo de ti. No tienes clase.»


Pedro: «Puede que yo no tenga clase, pero para tener la que tú tienes prefiero la mía. Dentro de mi estatus social, es de bien nacidos ser agradecidos. Creo que tú no sabes qué es eso.»


Paula: «Llega temprano al aeropuerto, Alfonso.»


Pedro: «Lo intentaré, aunque... te recomiendo que te despreocupes, porque el trasero de Monica me dará guerra toda la noche, así que quizá no duerma... Total, puedo hacerlo durante el viaje.»


Estoy seguro de que debe de estar furiosa. Pero ¿quién se cree que es para, ahora, montarme esta escena de celos? 


Porque eso es lo que ha sido. «Paula Chaves, perdiste tu oportunidad.»


Continúo hablando con Monica; hago uso de todos mis encantos de cazador y, si por ella fuera, ya mismo nos iríamos a alguna otra parte. Aunque me siento tentado, no sé por qué razón no doy mi zarpazo y prefiero postergar la salida hasta mi vuelta del viaje. Me desconozco: hace semanas que no me entierro en una mórbida vagina, y al pensar en ello me enfado conmigo mismo por desaprovechar esta oportunidad que se me presenta. Aunque no quiera reconocerlo, desde que he conocido a la rubia vanidosa no tengo otros pensamientos en mi cabeza, y, cuando la imagino, inevitablemente mi entrepierna se despierta y toda mi testosterona circula por mi cuerpo de forma irrefrenable. 


Creo que soy un animal en celo. Malditas hormonas sexuales, que parece que sólo conocen un nombre para activarse, y lo peor de todo es que ella no las percibe.


De pronto Estela interrumpe la charla y también mis extraños pensamientos. Se acerca a mí y noto que va cargada con muchas prendas; aunque un chico la ayuda empujando un perchero móvil, se ve desbordada de cosas, así que me ofrezco a brindarle mi ayuda y la libero un poco del peso que carga.— ¿Dónde vas con tantas cosas? Déjame ayudarte.


—Son las prendas que llevaremos a la sesión de fotos.


Estela deja de mirarme y mira a la joven empleada con desdén; me doy cuenta porque no se preocupa en disimular.


—Hay clientes, Monica, ¿por qué no vas a atenderlas? Tu turno no ha terminado para que estés aquí de cháchara.


—Lo siento, mademoiselle Saunière. Au revoir, Pedro.


—No la regañes, yo la he entretenido —intento justificarla.


Le guiño un ojo a la joven y se sonríe casi derretida; mi sonrisa matadora nunca falla y sé que se ha ido con desgana porque lo que quería era lanzárseme al cuello. Pero lo hago a propósito para que Estela se lo cuente a Paula... 


Creo que ella conoce el flirteo que hubo entre nosotros.


Inmediatamente me reprendo; después de la humillación que pasé en Saint Clair, ¿cómo puedo estar pensando en ella nuevamente y de esta forma?


—Entonces... no la entretengas, por favor, está en horario laboral.


—Te estás contagiando de tu jefa.


—¿Qué?


—Por la mala energía, digo.


—Paula es una persona muy agradable, sólo que a veces los problemas la superan; tiene muchas responsabilidades y las complicaciones parecen estar a la orden del día.


—No me interesan los problemas de tu amiga y, en cualquier caso, debería saber separar las cosas y mostrarse más profesional.


Estamos en la calle cargando las cosas en su coche.


—Uuuy, qué enojado estás con ella.


—¿Enojado? Te equivocas. Me tiene sin cuidado la rubia endiosada.


Me mira calculando mis palabras. Aunque intento disimular, creo que me brota por los poros la atracción que Paula me produce.


—En esos escenarios paradisíacos, pasaremos una bonita semana laboral, ¿no crees?


—Por mi parte, voy a trabajar y de muy mala gana. Estoy bastante arrepentido de haber firmado ese contrato.


—Intenta disfrutar, Pedro; te aseguro que hay muchos que quisieran estar en tu lugar. Cuando salga la campaña, casi no podrás caminar por las calles como lo haces hoy, todos te reconocerán.


—Hablas como si me hubiese tocado la lotería.


—Quizá ahora no lo veas de ese modo, pero presiento que con el tiempo sí lo harás.


Hago una mueca desacreditando lo que me dice; tampoco quiero pensar en el sentido que quiere darle a sus palabras.


—Bueno, Pedro, me despido hasta mañana, porque aún debo embalar todo esto y terminar de reunir mis pertenencias.


—Yo también debo acabar de hacer mis maletas. Nos vemos, Estela, voy a buscar mis cosas, que quedaron en el local.


—No entretengas a las empleadas, que la tienda está a rebosar de gente y Monica, al parecer, se distrae demasiado contigo.


—Prometo no entretenerla más en horario de trabajo.


Me palmea el hombro y se va; ha entendido mi insinuación.


Hoy no tengo tiempo de hacer mi rutina de ejercicios, así que tomo una ducha rápida y desayuno a gusto; luego me dispongo a vestirme, ya que debo salir para el aeropuerto. 


Estoy terminando de prepararme y me doy una ojeada en el espejo mientras me toco la barbilla.


—Necesitaría un buen afeitado.


Pero no tengo ganas de ponerme ahora, así que decido dejarlo estar. Me paso la mano por el pelo; creo que hoy luce más rebelde que nunca, pero ya voy casi con el tiempo justo, así que pienso que, así como estoy, me veo bien. Y la ropa informal que elegí ponerme concuerda con mi aspecto.


Ya estoy listo y esperando al taxi que me llevará al aeropuerto, que tiene que estar al caer, así que echo un último vistazo para asegurarme de que no me olvido de nada; compruebo que llevo la billetera y mi documentación, y entonces cierro mi apartamento y me voy a la entrada a esperar a que venga a recogerme.


Como suponía, el taxi no se demora. El chófer, un parisino muy amable, baja y me abre el maletero para que cargue el equipaje; luego nos montamos en el coche rumbo al aeropuerto de Orly.


Hay bastante tráfico, pero he salido con tiempo suficiente, así que durante el camino me distraigo revisando el correo desde mi móvil.


Finalmente llegamos a la terminal oeste, desde donde sale el vuelo, según me indicó Juliette. Le pago el trayecto al taxista y luego él sale para entregarme el equipaje.


—Que tenga buen viaje, monsieur.


—Gracias, le deseo un buen día a usted también.


Entro en la terminal aérea y me quito las gafas de sol que llevo puestas; arrastro mi maleta mientras camino hacia el lugar donde quedamos en encontrarnos, la entrada VIP de Iberia.


A distancia me doy cuenta de que Estela y André me han visto y me hacen señas, también están Juliette, el peluquero y el maquillador, a quienes formalmente conocí el día de la firma del contrato.


Diviso a algunos miembros del equipo de André, a quienes tengo vistos de su estudio fotográfico, y a otras dos personas que no conozco y que, cuando me acerco, me presentan como encargados del vestuario. ¡Mierda! ¡Quién iba a pensar que seríamos tantas personas! Hago un rápido recuento y somos diez, sin contar a la mismísima marquesa de Pompadour, que aún no ha llegado.


—Buenos días.


Abrazo a mi amigo y a Estela, y al resto los saludo con solemnidad, porque con ellos no tengo confianza.


—Monsieur Alfonso, tenga su billete de avión —me dice de inmediato Juliette, y me lo tiende.


—Muchas gracias. Pero llámame Pedro, Juliette.


—¿Por qué no vais entrando? Así, cuando Paula llegue, podremos facturar. Yo me quedaré aquí a esperarla, va con un poquito de retraso.


«Menos mal que se suponía que el que iba a llegar tarde era yo.»


Entramos en la sala, un ambiente con un mobiliario y una decoración sumamente modernos y actuales, donde prevalece la madera clara. Nos acomodamos en la zona de la cafetería. Conformamos un gran grupo pero, aunque estamos todos juntos, Estela, André y yo estamos sumidos en nuestra propia conversación.


Ha pasado un buen rato cuando lacónicamente levanto la vista y veo a Paula entrando en el salón. ¡Condenada mujer, que está siempre perfecta! Va vestida con unos tejanos muy ajustados de cintura alta, una camiseta a rayas en tonalidades grises y calza unas botas cortas de color suela. 


Luce escultural. Después de recorrer su armonioso cuerpo, elevo de nuevo la vista y me detengo en sus facciones. Esa boca... Me dan ganas de mordérsela. Lleva gafas oscuras y se ha recogido el cabello en un moño informal. Su cuello se aprecia largo, tentador. Miro con disimulo al resto de la gente que está en el salón VIP y noto cómo involuntariamente notan su presencia; los hombres la miran embobados, y las mujeres, envidiando su hermosura. Paula es una efigie de la belleza en carne y hueso. Llega hasta donde estamos y emite un saludo en general; yo no me preocupo en
devolvérselo. Cuando la vemos llegar, todos nos ponemos de pie para hacer la facturación y luego pasar a la zona de control de seguridad ubicada al lado.


—¿Qué te ha pasado? Creí que no llegarías.


—Luego te lo cuento, Estela. Vamos a facturar, que es tarde. Así pasamos a hacer los controles.


—Bien.


Yo ni me preocupo en mirarla cuando habla. Al cabo de unos minutos, se dirige a André:
—¿Finalmente tu equipo viene en el mismo avión?


—Por suerte, sí, ya que la bodega no iba muy llena.


—Me alegro, así no tenemos que apartarnos del plan original.