domingo, 27 de septiembre de 2015

DIMELO: CAPITULO 3






Conduzco con verdadera apatía hasta Saint Clair y, aunque me exhorto a hacerlo, no consigo bajar mis decibelios y dejar mis emociones de lado. Necesito lograrlo para poder centrarme de lleno en la campaña de la nueva colección. Me concentro en buscar en mi interior mi vertiente profesional y le doy prioridad ante todo; no puedo permitir que los problemas personales me derriben en un punto tan importante de mi carrera. En la actualidad, la expansión de la marca ha copado los mercados más relevantes de la moda, colocándonos entre los primeros; por tal motivo, no es momento para desatender nada. Debemos mantenernos y, en lo posible, aprovechar el auge para impulsar el crecimiento.


Unos cuantos empleados salen del ascensor junto conmigo en la planta cuarenta y se dirigen a ocupar sus puestos de trabajo; allí, y un piso más arriba, funcionan las divisiones de Marketing, Finanzas, Administración, Recursos Humanos y Sistemas de Información de Saint Clair; de la división de Producción, sólo se encuentran aquí el departamento de Ingeniería y el de Desarrollo. La fabricación y el control de calidad se llevaban a cabo en los talleres, que se encuentran en el edificio de cuatro plantas que la firma posee en la avenida Montaigne, donde además se ubica nuestra casa
matriz.— Buenos días, mademoiselle Chaves.


—Buenos días —le contesto con cortesía a la recepcionista y me dirijo por la puerta que me da acceso a la planta principal de la empresa. Estela, que me ha visto llegar, se acerca inmediatamente a saludarme; le propino un beso en la mejilla al tiempo que emito un resoplido.


—Estás horrible, parece como si no hubieras descansado.


—Algo de eso hay, pero lo cierto es que quisiera dormirme y volver a despertar para comprobar que todo lo que me ha pasado ha sido una pesadilla.


Me mira calculando mis palabras; acabo de admitir cómo me siento, aunque no he entrado en detalles. A continuación, hago un gesto despreocupado con la mano, dejando el tema de lado, y camino hacia mi oficina con actitud soberbia; necesito trasmitir, sobre todo a mí misma, que todo va sobre ruedas y que nada puede desmoronarme.


—¿Qué ha ocurrido? Hoy, cuando hemos hablado, me has dicho que discutiste con Marcos, pero me pareció entender que era algo sin importancia.


—Dame unos minutos; déjame ubicarme y te cuento.


Mi secretaria ya está en su mesa, trabajando en los asuntos pendientes del día.


—Buenos días, Juliette. Avisa al maquillador y al estilista de que he llegado; tenemos poco tiempo, así que será mejor que se apresuren, por favor.


—Buenos días, Paula. Enseguida los aviso. Ya te he mandado tu agenda de hoy.


—Perfecto, ahora la examino y te digo lo que necesitaré. Aunque creo que lo habíamos organizado todo en función del casting, que seguro que me ocupará la mayor parte del día.


—Así es —me corrobora, mientras me sigue al interior de mi oficina—. Por favor, necesito que me firmes estos cheques: son la paga del fotógrafo y también las de tu maquillador y tu estilista. Te dejo estos dosieres de la campaña. —Me desliza unas carpetas que deja acomodadas perfectamente delante de mí—. Es preciso que los revises y los firmes también, y fírmame aquí —dice, desplegando otra carpeta que abre sobre mi escritorio—: es la aprobación de gastos del casting de hoy, que incluye el almuerzo y los refrescos que se ofrecerán a los asistentes... Perdona, sé que esto ya debería
estar hecho, pero me había olvidado de hacerte firmar; de todas formas, todo está resuelto.


Me dejo caer en mi sillón de directora y emito un suspiro de manera involuntaria. Siento la mirada indagadora de Estela continuamente sobre mí; ha entrado en mi oficina junto a mí y está sentada en uno de los sillones que componen la estancia. Incómoda y muy molesta, cojo mi pluma Aurora Diamante y estampo mi firma donde se me pide; le devuelvo los cheques y la aprobación de gastos a mi secretaria y luego ella se dispone a marcharse.


—Tráenos café, por favor, Juliette.


—Enseguida.


—Bueno, ¿me dirás de una buena vez lo que te sucede?


Miro a mi amiga a los ojos y los entrecierro; no sé si en verdad quiero hablar del asunto, pues necesito concentrarme en el trabajo y dejar de pensar. En ese instante, Juliette nos trae los cafés que le he solicitado, y me anuncia que en la recepción de mi oficina se encuentran los profesionales encargados de acicalarme para las pruebas fotográficas.


—Diles que pasen. Luego hablaremos, Estela —le expreso con cansancio—, dame un respiro, te juro que lo necesito.


—Adelántame algo al menos, presiento que estás a punto de estallar.


—Marcos y yo hemos terminado; esta mañana me ha confirmado que todo se ha acabado.


—No sé por qué no me sorprende.


—A mí tampoco; nuestra relación estaba en una debacle continua, pero me ha cogido por sorpresa porque creí que lucharíamos más por preservar lo que habíamos construido.


Golpean a mi puerta.


—Adelante —digo rápidamente, con el objetivo de dar por terminada la conversación—. Luego te lo cuento con detalle, Estela, aunque no hay mucho más que decir.


—Buenos días, mon amour —me saluda con calidez mi maquillador—. Estás hecha una diosa total; aun con la cara lavada, te ves envidiable.


—Gracias, Louis.


—Hola, tesoro —dice Marcelo, el estilista, a quien devuelvo también el saludo. Les hago sitio sobre el escritorio para que depositen sus cosas y se pongan a trabajar de inmediato en mi imagen.


—Voy al salón a ver cómo va todo. No te demores, así podremos arrancar cuanto antes, que hoy será un día largo —me pide Estela mientras le da el último trago a su café antes de marcharse.


—Sí, lo sé, pero me vendrá bien tanto trabajo; ya sabes: el aturdimiento que provoca siempre ayuda. —Le dedico una sonrisa, que siento que no me llega a los ojos, y ella me tira un beso al aire.



*****

Ya estoy preparada; salgo de mi oficina y le indico a Juliette que me dirijo al salón donde normalmente hacemos los castings, que a veces también usamos como set fotográfico.


—No me pases ninguna llamada hasta que todo termine, así sea del mismísimo primer ministro de Francia; si alguien quiere hablar conmigo, le dices que, cuando me desocupe, le devolveré la llamada.


—Entendido, Paula. Buena suerte, ojalá que aparezca en este primer casting tu chico Sensualité.


—Gracias, July. Ojalá podamos resolverlo hoy y no haya necesidad de hacer una segunda convocatoria.


Entro en el salón. Todo parece estar organizado; el set se ve dispuesto y montado, con el fondo blanco desplegado y las luces, los trípodes, las cámaras y las cajas de luz instalados. 


Echo un vistazo para estudiar el recinto, constatando personalmente que todo está en orden. Lucin, el director de imagen, Estela, mi directora de diseños, y Albert, el director de Marketing, se encuentran en sus sitios, en los extremos de una extensa mesa que se ha dispuesto sobre una tarima, y donde descansa un ordenador con un cable que está conectado a la cámara del fotógrafo. Camino en dirección a ellos; primero me acerco a saludar a André Bettencourt, el fotógrafo profesional; también saludo a Bret Henri, su ayudante. Con este último no tengo demasiada confianza, así que le tiendo la mano en un formal saludo; sin embargo, con André me fundo en un cálido abrazo, ya que hace años que él es quien se encarga de las producciones fotográficas y de vídeo de la firma. Reparo en otras dos personas que también son asistentes de André, pero que no conozco, así que los saludo de pasada.


—¿Todo listo, André?


—Totalmente, guapa; cuando quieras, podemos comenzar.


—Hace mucho que no me invitas a tus fiestas —le recrimino, y no ha sido una buena idea hacerlo, porque termino siendo presa de mis propias palabras.


—Debería retirarte el saludo por lo que acabas de decir; tus palabras no hacen más que confirmarme que es tu secretaria quien redacta las disculpas que me envías.


—Me has pillado, lo siento; maldigo a veces la distancia que me impone ser la CEO de Saint Clair; créeme que quisiera tener más tiempo para los buenos amigos. Por cierto, si no me equivoco se acerca tu cumpleaños, ¿verdad?


—Es la semana que viene; por supuesto, te envié una invitación. Como ves, no me doy por vencido y sigo enviándotela... ¿Acaso preguntas porque piensas revocar tu excusa y asistir a mi fiesta? Si es así, déjame informarte de que la celebraré en la casa de fin de semana de mis padres; no creo que hayas leído siquiera la invitación.


Frunzo los labios y le hago un mohín que a él le hace gracia.


—Creo que tengo muchas ganas de revocar mi excusa; iré a tu fiesta, André, cuenta con mi presencia.


—Esto sí que es una verdadera sorpresa: la reina madre se saldrá del protocolo y se mezclará con los plebeyos.


—No seas malo. Ojalá tuviera más tiempo para hacer vida social. Podemos charlar durante el almuerzo, pero ahora empecemos con esto de una buena vez.


Me acerco al lugar que Lucin y Estela me han dejado entre ellos y me acomodo, al tiempo que saludo a mi director de imagen y al de marketing. Intercambiamos unas cortas frases, y luego le indico a Louis que puede empezar a hacer pasar a los candidatos.


Ya hemos entrevistado a casi la mitad de la gente que se ha presentado, y a cada uno le he encontrado un defecto para que no sea mi chico Sensualité; hasta el momento nadie me parece lo suficientemente sensual y masculino; sólo han pasado buenos modelos de pasarela.


Es el turno del siguiente solicitante. En el instante mismo en que aparece, Estela me aprieta la pierna para que lo mire entrar. No fijo mi vista de inmediato en él, porque en ese momento estoy distraída escuchando algo que me dice Lucin, quien, al captar el gesto que me hace mi amiga, también presta atención; cuando levanto la vista, me centro en el andar que tiene el recién llegado, lo recorro con la mirada por el largo de sus piernas y continúo por su torso, para finalmente anclar mis ojos en su rostro.


La primera impresión es totalmente de estupor, luego pasa a ser de irritación; lo reconozco de inmediato y quiero ponerme en pie y preguntar quién ha sido el que lo ha dejado entrar. 


¿Acaso este fulano cree que dispondrá de mi tiempo en el momento en que se le ocurra? ¿Qué pretende? ¿Que me levante y deje lo que estoy haciendo porque él ha venido a cobrar la reparación de su coche?


Llega hasta la mesa y se para frente a mí; me tiende la mano y yo me quedo mirándolo; necesito respuestas. Estela me da un codazo para que reaccione y, al ver que no lo hago, es ella quien se queda con el book de fotos que me estaba tendiendo y que yo no me decidía a tomar. Intentando entender la situación, me doy cuenta de que, en verdad, el desconocido con el que he chocado a la salida de mi apartamento está ahí para la prueba. Estrecho finalmente su mano, que aún tiene extendida y, entonces, de forma profesional, con seguridad y con una sonrisa entre sosegada y natural, comienza a presentarse.


—Mi nombre es Pedro Alfonso —dice al tiempo que clava su mirada en la mía—, mido un metro ochenta y cinco.


Seguidamente le tiende la mano a Estela, luego a Lucin y, finalmente, a Albert, mientras continúa hablando.


—Mi cabello es castaño claro, y mis ojos, azules. —Vuelve a fijar su vista en mí—. Soy de Lyon, pero en la actualidad resido en París. Tengo treinta años. En el book está mi comp card.


Sin emitir palabra, cojo el book de fotos, que hasta el momento sostenía Estela, y miro una a una las imágenes con el fin de ignorarlo mientras me habla. Advierto de inmediato que las fotos las ha hecho André, así que me asomo por detrás de mi amiga y miro a mi fotógrafo, que en ese mismo instante me hace una seña con el pulgar hacia arriba. Fijo nuevamente la mirada en el candidato y, con
actitud de escudriñar cada centímetro de su cuerpo, apoyo un codo sobre la mesa y dejo que mi mentón descanse sobre mi mano; con gesto serio y concentrado, y como si él fuera una rata de laboratorio, vuelvo a recorrerlo con la vista. 


Al cabo de unos segundos y con el objetivo de cambiar
de posición, dejo que mi espalda repose en la silla y continúo mirándolo; en este momento, todo lo que ansío es hacerlo sentir incómodo. Con el bolígrafo que tengo en la mano, le hago un gesto para que se gire y sigo sin dirigirle la palabra. Interrumpiendo mi escrutinio, Lucin intenta hablar, pero lo fulmino con la mirada.


—La entrevista la hago yo —le indico, y entiende que no estoy de humor. Me incorporo en mi asiento y dedico mi atención a la tarjeta de presentación para leer su nombre—. Señor Alfonso, ¿por qué quiere ser modelo de Saint Clair?


Me mira directamente a los ojos, y sin titubear ni apartar su mirada de la mía me dice:
—Porque necesito el trabajo.


—¿Sólo por eso?.


—Me aconsejaron que fuera sincero, y lo estoy siendo. —Se pasa la mano por el mentón—. Podría decirle que... me hace ilusión ser la cara de la marca esta temporada, o... que aspiro a que se me considere para representar la marca por la que tengo preferencia..., o tal vez le gustaría más escuchar que creo que sería una gran oportunidad para darle empuje a mi carrera de modelo. Pero presumo que, en cuanto revise mi comp card, se dará cuenta de que eso último no es del todo cierto, ya que nunca he ejercido de modelo.


—O sea, que no tiene experiencia en esto.


—Ni la más mínima idea.


—Me temo, entonces, que no ha leído el anuncio de la convocatoria; en él se especifica claramente que quedan excluidos los que no tienen experiencia.


—Me enteré por casualidad de este casting, jamás he leído ese anuncio.


Miro a André, que sostiene con una mano la cámara y con la otra su frente; creo que se siente incómodo ante la arrogancia de su amigo, porque, aunque no lo sé a ciencia cierta, presiento que éste es su amigo. Lo que él no sabe es que haber llegado sumiso no habría ayudado en lo más mínimo, ya que tras el encuentro entre él y yo horas antes no tendría sentido que ahora se mostrara vulnerable.


Alfonso es un gran improvisador; eso me gusta, el tipo está bien plantado, tiene carácter e inteligencia, y lo demuestra. 


Pero no posee experiencia, y yo no estoy para perder el tiempo con novatos. Cierro el book de fotos de golpe y vuelvo a mirarlo, ahora con ojos profesionales centrados en la campaña, intentando dilucidar si lo mando a freír churros o me armo de paciencia y encuentro lo que André ha visto en él. Es obvio que, si mi fotógrafo lo ha hecho venir, es por algo, por eso cuento con él en mi equipo; sé muy bien que, cuando le comento las cosas, siempre me lee la mente más allá de las palabras, y termina descifrando lo que deseo.


En realidad, el desconocido parece adecuado para el trabajo. Debo reconocer que es, hasta el momento, quien más se ajusta a lo que buscamos. Viste unos tejanos oscuros y una camiseta gris con escote en pico que se ajusta en sus bíceps; calza botas informales y lleva el cabello con un peinado intricado, descuidado pero limpio. Me centro en su rostro: las líneas de su cara son bien definidas y angulosas, y sus labios, cuando los junta, forman un medio corazón perfecto. Entiendo que es un candidato verosímil.


—Usted dirá si le sirvo o no.


Miro de nuevo a André, que pone los ojos en blanco; es obvio que, para cualquier otro candidato, ésa no es la actitud indicada, y mi fotógrafo lo sabe. Pero esto ha empezado a divertirme.


El tipo me desafía, no demuestra ni un ápice de respeto a la autoridad que se supone que tengo. Ni aun sabiendo que soy yo quien pongo el pulgar en alto o lo inclino en su contra, se detiene. Estela interrumpe mis pensamientos y habla.


—Señor Alfonso, me temo que buscamos a alguien con más experiencia.


—Quítese la camiseta —interrumpo a mi amiga, casi ordenándole a Alfonso que lo haga. Él me mira con resumida seriedad y luego lo hace. Sus abdominales se ven duros y marcados; se inician en el serrato y están separados en el centro, tanto los superiores como los inferiores, por el recto abdominal; en los lados se le marcan claramente los oblicuos y, afinándose hacia la cintura, se rematan visiblemente los piramidales—. Póngase en el set para que André pueda tomarle fotos.


Gira sobre sus pies y, muy relajado, se dirige hacia donde le indico; si está nervioso, lo oculta muy bien. André le da las indicaciones para que se ponga de frente, de lado y, finalmente, de espaldas a la cámara. Con cada clic del obturador, una nueva imagen aparece en primer plano en el ordenador que tengo frente a mí y del cual no alejo mi vista por nada. André le indica entonces que sonría, y finalmente que haga una pose a su elección.


—Eso es todo —le indica el fotógrafo y entonces él hace el amago de colocarse la camiseta.


—No hemos terminado, señor Alfonso. —Nos miramos lanzándonos chispazos—. Vaya hacia ese biombo —señalo hacia el final de la estancia—. Detrás encontrará ropa interior de nuestra marca; coja la de su talla y colóquesela; luego queremos que venga caminando hacia nosotros para ver cómo sería su andar en la pasarela.


No sé por qué, pero he decidido darle una oportunidad, y sobre todo tener paciencia con él; su petulancia me enardece, pero, centrándome en la parte profesional, sé que debo reconocer que es un buen candidato.


Cuando él se aleja lo suficiente, Estela me dice:
—Como he dicho, creo que necesitamos a alguien con más experiencia.


—Puede adquirirla —se apresura a decir Lucin, y Albert lo apoya.


—A mí me parece, Estela, que es lo que buscamos —asevera mi director de imagen. Yo, por supuesto, me abstengo de emitir juicio alguno.


Cuando Alfonso sale de detrás del biombo, tras haber visto lo trabajado de su torso, no me extraño en absoluto de la definición del conjunto de su cuerpo.


—Camine hacia nosotros, le grabarán en vídeo —le indico elevando un poco el tono de voz.


Mientras los demás estaban ocupados en discutir si era el adecuado o no, yo me había quedado observándolo, así que no estoy muy asombrada de cómo luce sin ropa. Pero la cara de Estela es un poema de pasmo; creo que hasta la mandíbula se le ha caído y no se preocupa en disimular.


—¡¡Madre del amor hermoso!! —profiere. La miro fulminándola, pero entiendo que ese hombre es un adonis, y ella no ha hecho más que pensar en voz alta. Noto que mis colegas de casting casi sueltan una risotada; yo permanezco de piedra. Alfonso llega hasta nosotros y luego le hago regresar para que la cámara pueda cogerlo de espaldas mientras camina; es entonces cuando advierto cómo cada músculo se define de manera armoniosa con el movimiento.


—Cierra la boca, Estela, te entrará una mosca —le suelto, contrariada, y arqueo las cejas mientras le hablo al oído—. Si quieres algo con André, deja de babear con su amigo. —Utilizo un tono bajito para que sólo me oiga ella.


—Lo siento —se disculpa e intenta recomponer su postura.


Cuando Alfonso llega nuevamente al final y la cámara de vídeo se apaga, me pongo en pie y sé que a nadie le extraña mi determinación de ir hacia la cama que está allí montada, en el set. André sonríe, jactancioso; he alcanzado a ver por el rabillo del ojo lo hinchado de orgullo que está por su pupilo. Me sigue de inmediato, puedo sentirlo pisándome los talones; Bret, a su vez, nos sigue a ambos mientras va alargando cables.


—Por aquí, señor Alfonso. Haremos unas tomas parecidas a lo que se ha pensado para la campaña; deseo ver cómo quedamos juntos. André, hazme el favor de ilustrar un poco a tu amigo, que parece perdido; indícale lo que necesitamos que haga.


Yo me siento en el borde de la cama y, muy pronto, Marcel y Louis se acercan a retocar mi cabello y mi maquillaje; mientras tanto, el fotógrafo le da las indicaciones a Alfonso y lo alienta diciéndole que se relaje.






DIMELO: CAPITULO 2





No logro dejar de reírme y de preguntarme si se puede tener tanta mala suerte. Hace dos semanas que he llegado a París y no consigo trabajo; todos los puestos relacionados con las finanzas parecen estar ocupados, y en aquellos que requieren un profesional con mis conocimientos, al presentarme, me dicen que el mío es demasiado currículum para la vacante que ofrecen. ¡Bah, puras necedades!


¿Qué les importa a ellos si yo pierdo dinero y quiero trabajar en un puesto por debajo de mis cualificaciones? Para colmo, cuando aparece una oportunidad de conseguir un trabajo que dignifique mi orgullo, voy y lo arruino por bocazas.


Continúo conduciendo mientras le echo una mirada a la hora; voy justo de tiempo, porque no había contado con que debería desviarme, ya que la avenida Champs Élysées está cerrada a la altura del Arco de Triunfo. En ese instante, también repaso el otro contratiempo: el desafortunado choque con la directora general de Saint Clair; definitivamente, hay hechos que vienen solos y son
ineludibles, lo que llaman el destino. La paradoja en la que me encuentro me lleva a recordar el día anterior y cómo he terminado acudiendo al lugar a donde me dirijo.


Tras una entrevista fallida para una plaza libre en el departamento financiero de Leblanc & Valois, una de las principales empresas logísticas de comercio electrónico de Francia, caminaba desanimado por las calles de París. 


Llegué al aparcamiento donde había dejado mi coche y conduje sin rumbo, hasta que de pronto me detuve y me hallé entrando en un informal restaurante del quinto arrondissement, en el conocido Quartier Latin, el barrio latino. Me acomodé en una de las mesas del fondo buscando un poco de intimidad y cogí la carta para hacer mi comanda. No me costó demasiado decidirme, y el camarero, que era muy amable, enseguida se acercó para tomar nota. 


Me decanté por una crema de champiñones, langosta en salsa de albahaca y melón con jamón. Me trajeron casi de inmediato el vino que había solicitado, una copa de burdeos; lo necesitaba para armonizar y vigorizar mi estado de ánimo. 


Me quité la corbata tironeando de ella y desabroché el
primer botón de mi camisa; estaba frustrado y de mal humor. 


Por unos instantes, me quedé con los codos apoyados en la mesa, sosteniéndome la frente. Pensé en todo lo que me había sucedido desde que había llegado a la ciudad de la luz, y no pude dejar de sonreír con sorna: las luces, para mí, parecían haberse apagado en aquel cosmopolita lugar. 


Sencillamente, nada estaba saliendo como había planeado cuando decidí marcharme de la Part-Dieu, el centro financiero de Lyon, ubicado en el tercer distrito de esa ciudad; había supuesto que en París hallaría nuevas oportunidades de negocio, pero lo cierto es que nadie quería emplear a un financiero venido a menos. Mientras discurría sobre mi destino, me había llevado la copa a la boca para paladear el vino; extrañamente, consideré que, para ser de alguien acostumbrado a comer en los mejores restaurantes y a tomar los mejores vinos de Francia, mi paladar se estaba adaptando rápidamente a mis nuevas posibilidades adquisitivas. Con la mente en blanco, e intentando buscarle rumbo a mi suerte, me abstraje del bullicio del bar, que a esa hora albergaba a los trabajadores parisinos que salían a por su almuerzo.


—¡Pedro Alfonso! ¿Eres tú?


—¡Demonios! ¡André Bettencourt! No me lo puedo creer... —Pronuncié su nombre al tiempo que me ponía en pie para fundirme en un abrazo con él. A pesar de que hacía varios años que no lo veía, lo había reconocido al instante.


Miré su aspecto: vestía de marca pero informal; no lucía como el poderoso empresario que siempre imaginé que sería.


Nos habíamos conocido en Londres, cuando estudiábamos Economía y la licenciatura en Administración de Empresas y Negocios Internacionales en Cambridge. Recuerdo que él se había graduado con honores, alcanzando el promedio máximo tanto en sus calificaciones como en la tesis.


Poseía una de las mentes más brillantes que yo había tenido oportunidad de conocer. No era un empollón, sino que realmente tenía un cerebro privilegiado y su sabiduría era casi innata; no sé cómo se lo hacía para sacar las notas que sacaba, pues jamás estudiaba, pero siempre era el mejor del curso.


Durante los cuatro años que pasé en Inglaterra, André y yo no fuimos compañeros muy íntimos, pero sí compartimos lo suficiente durante toda la carrera. Al licenciarnos, le perdí el rastro... y ahora lo tenía frente a mí, y ambos disfrutábamos del encuentro.


—André, ¿qué haces en París? Cuéntame qué es de tu vida. ¿Has almorzado? —le pregunté, exaltado, al tiempo que mi humor cambiaba por habérmelo cruzado.


—A eso he venido.


—Siéntate conmigo entonces, compartamos la mesa. —Me sentía sumamente contento de estar ahí con él, y él parecía que también lo estaba.


Asintió de inmediato, acomodándose en la silla que estaba delante de la mía. El camarero, al verlo, no tardó en atenderlo; teniendo en cuenta que ahora contaba con compañía, me ofrecieron retrasar un poco mi plato para servirnos a ambos a la vez, a lo que por supuesto accedí. Mientras esperábamos a que nos trajeran la comida, nos dedicamos a ponernos al día de esos cinco años durante los cuales nos habíamos perdido la pista.


—¿Cómo te ha ido con tu grupo financiero de absorción de capitales? Recuerdo que soñabas con eso al licenciarte. ¿Cómo se llama tu empresa?


Se empezó a reír a carcajadas y lo miré con gesto desconcertado; luego se recompuso y empezó a explicarse:


—Cuando regresé de Cambridge, mis padres me obsequiaron con un safari por África. Dijeron que, antes de ponerme a trabajar, debía tomarme unas vacaciones para librarme de todas las tensiones acumuladas durante la carrera. —Entrecerré los ojos mientras lo escuchaba; no sabía muy bien qué tenía que ver el safari con su empresa, pero continué atento a su explicación—. Lo cierto es que ver el mundo y la naturaleza a través del objetivo de la cámara me hizo darme cuenta de cuál era mi verdadera vocación; así que dejé que mi pasión por la fotografía tomara vuelo, y que la cámara pasara a ser una extensión de mí mismo. Me dejé llevar por esa sensación y me convertí en fotógrafo profesional. —Abrí los ojos como platos; nunca habría imaginado que Bettencourt no fuera un exitoso y adinerado empresario o mago de las finanzas—. En cierto modo, dirijo mi propia compañía: soy fotógrafo editorial en revistas muy conocidas; también hago producciones fotográficas para marcas muy repetadas de moda. Mi especialidad es la fotografía fashionista.


—No es posible que seas fotógrafo, no puedo creerlo. No me malinterpretes: lo digo por la facilidad que tenías para crear negocios imaginarios; siempre pensé que los tuyos serían
astronómicos.


—Lo sé. A veces, cuando lo pienso, hasta a mí me cuesta digerir el giro que dio mi vida. Pero no me arrepiento: hago lo que me place, retrato la belleza masculina y femenina, cuerpos trabajados y armoniosos... Me gusta mucho trabajar con la luz natural. Cuando tengas tiempo, me gustaría enseñarte mi trabajo, mi estudio está muy cerca de aquí.


—Totalmente increíble, me encantará verlo.


—Me va muy bien. Por suerte soy bueno en lo que hago y me buscan mucho para ponerle imágenes a las campañas de marketing de las grandes marcas de la moda. Vivo muy holgado — aseveró, y calculo que lo hizo por mi expresión turbada—. Ahora cuéntame cosas de ti.


Le expliqué a grandes rasgos mi vida y por qué me encontraba en París.


—Está difícil la cosa aquí y, la verdad, en ese campo no tengo contactos. Si te interesa, podría echarte una mano en el ámbito de la moda. —Entrecerró los ojos mientras se tocaba la barbilla, estudiándome sin disimulo—. Tienes buenas facciones, buen porte, tal vez podría ayudarte a que te presentaras en algún casting; apuesto a que podrías hacer un buen trabajo de publicidad o incluso alguna campaña para alguna marca conocida.


—¡Estás loco! No sabría cómo hacerlo; lo mío son los números, las ventas, el comercio exterior, los porcentajes, las proyecciones, la liquidez y las sinergias de capitales.


—Te propongo algo: terminemos de almorzar y vayamos a mi estudio; déjame hacerte algunas fotos y te diré si tienes posibilidades o no. En caso afirmativo, tengo en mente dónde podrías presentarte mañana mismo para una prueba; si consigues el trabajo, te aseguro que obtendrás un contrato muy bien remunerado. Vamos, Pedro, anímate. Inténtalo al menos. Rara vez me equivoco: si acabo pensando que vales para esto, ten por seguro que será así.



****


Dejo atrás las remembranzas de cómo había ido a parar ahí y me encuentro con que estoy aparcado frente a las oficinas de Saint Clair, que quedan en el piso cuarenta del edificio Tour GAN, en La Défense, el distrito financiero de París. Me aferro al volante y dudo antes de bajar.


«¿Qué hago aquí? Estoy loco por haberle hecho caso a Bettencourt, yo no tengo idea de cómo hacer esto. Además, cuando Paula me vea, después de cómo la he tratado, no dudará en mandarme a paseo.»


Pongo el coche en marcha, estoy dispuesto a salir de ahí sin probar suerte; sé que me estoy aventurado en una gran locura y no quiero dejar en ridículo a mi amigo.


Echando por tierra mis planes, vibra mi móvil.


—Hola, André.


—¿Qué pasa, por qué no has llegado?


—Estoy en el aparcamiento de enfrente —le contesto, no muy convencido.


—Apresúrate, una de las cosas más básicas en esta profesión es ser puntual; nadie quiere contratar a alguien que no puede llegar a tiempo ni siquiera para conseguir el trabajo. Recuerda, el book es tu carta de presentación más importante; apuesto a que el director de Marketing te mirará con atención en cuanto que le eche un vistazo. Como te dije ayer, le he puesto sobre aviso de que asistirá un modelo amigo a quien le he hecho fotos; también le he comentado que me pareces una muy buena opción para la campaña. Me ha pedido que le haga una seña cuando te vea. Pero, como también te mencioné, el visto bueno y la última palabra la tiene la directora de la marca.


«En ese caso estoy en las brasas, y a punto de quemarme. Pero incluso en contra de lo que creo y pienso, Pedro Alfonso nunca se da por vencido, ni aun vencido.»


—Está bien, el no ya lo tengo, así que lo intentaré.


—Recuerda sonreír de manera natural —me aconseja, y también me arenga—: Tú puedes, amigo.


Suspiro profundamente, cojo el book de fotos que descansa en el asiento del copiloto, además de mi mochila, y antes de bajar del automóvil, compongo una mueca de convencimiento que ni yo mismo me creo.









DIMELO: CAPITULO 1







Me maldigo en el instante mismo en que apoyo un pie fuera de la cama y veo la hora que es; no he oído el despertador y ahora tengo los minutos contados.


No es posible que, justamente hoy, me haya quedado dormida, ya que por ningún motivo, y a pesar de ser la directora general de Saint Clair, me puedo dar el lujo de llegar tarde; además, ésa no es mi política: siempre he destacado por dar ejemplo con la puntualidad, pues considero que eso hace que los empleados también cumplan con su horario. Según mi madre, en realidad lo hago porque soy una obsesa del trabajo.


Anoche estuve discutiendo por teléfono hasta entrada la madrugada con Marcos, mi pareja desde hace dos años. Lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, parece que es lo único que se nos da bien: discutir y discutir todo el tiempo. 


Después de la bronca que me eché, realmente me costó conciliar el sueño, y precisamente ésa es la razón por la que ahora estoy pagando caro haber estado desvelada. De forma atropellada, corro hacia el baño y torpemente me llevo por delante el marco de la puerta de entrada; pobres dedos de mis pies, creo que hasta veo las estrellas, como en los dibujos animados. Me masajeo mientras suelto una retahíla de improperios, y luego decido restarle importancia, porque no tengo tiempo. Continúo mi camino y abro el grifo de la ducha para que el agua vaya templándose mientras, a toda velocidad, me quito la camiseta que uso para dormir y la ropa interior, pero, justo cuando estoy a punto de poner un pie dentro de la ducha, oigo sonar mi móvil, que ha quedado sobre la mesilla de noche, así que, considerando que puede ser algo importante, regreso a mi habitación para responder a la llamada. Es Estela, mi amiga, mi mano derecha, mi directora de diseños y mi compañera de aventuras.


—Estela, ¿pasa algo?


—Quería darte los buenos días, como todas las mañanas.


—Me he quedado dormida y voy retrasadísima; me has pillado justo a punto de meterme en la ducha. Luego te llamo.


No dejo que emita una sola palabra más y corto la llamada. 


Vuelvo al baño y me dispongo por fin a ducharme. Entro de una vez en el cubículo para meterme bajo el chorro de agua, y a toda pastilla enjabono mi cabello; de pronto, el agua deja de salir.


—¡¡Maldición!! Hoy no es mi día —grito con la cabeza llena de espuma.


Abro la mampara de la ducha y tanteo hasta dar con una toalla para limpiarme el jabón que tengo en la cara. Muevo los grifos de un lado a otro, pero nada, parece que no hay forma de que el agua regrese. Me tapo con la bata y cojo el teléfono para llamar al portero, que rápidamente se explica.


—Señorita Paula, ha habido un problema con la bomba y nos hemos quedado sin agua en todo el edificio. Estamos esperando al técnico, siento mucho los inconvenientes.


«Bueno, mi día no puede ir peor... ¿O sí?»


—Mente positiva, Paula, que un tropezón no es caída y, si sigues acumulando tensiones, te parecerás a Michael Douglas en Un día de furia.


Pero como es obvio que definitivamente me he levantado con el pie izquierdo, ya parezco una olla a presión a punto de estallar. Voy descalza hacia la cocina, chorreando agua y con la cabeza llena de jabón; la imagen que doy es la de una desquiciada. Llego hasta donde está la señora Antoniette, que ya me tiene preparado el desayuno, como cada mañana, y la sorprendo con mi aspecto.


—Buenos días, Antoniette. Nos hemos quedado sin agua en el edificio. Por favor, pásame algunas botellas de agua mineral; tengo todo el cabello lleno de jabón y es tardísimo —le informo como si ella no estuviera viendo el estado en el que me encuentro, aunque lo cierto es que estoy intentando mostrarme tranquila.


—Pero si acabo de usarla hace un segundo.


Abre el grifo para comprobar lo que digo y, al ver mi gesto impaciente, no se demora más: se apresura a darme lo que le he pedido. Intenta contener su sonrisa, pero se le escapa a medias ante la situación. Creo que tengo pinta de loca desencajada. Raudamente me facilita las botellas y, casi al galope, regreso al baño para poder terminar de darme la ducha; necesito tener un aspecto decente, como sea.


Maldigo a Marcos al salir del baño. Ayer por la noche, a causa de nuestra larga discusión, ni siquiera me preparé la ropa para hoy. Entro en mi vestidor y miro rápidamente lo que hay colgado en él; en ese momento me doy cuenta de que mi madre tiene razón: siempre me dice que tengo demasiada ropa y que, por eso, me cuesta tanto decidirme; para colmo, no he tenido tiempo siquiera de mirar qué día hace.


—Antoniette —grito a todo pulmón—. ¿Qué tiempo hace?


—Radiante, y hace mucho calor —me contesta desde la cocina.


Opto por un vestido color tiza con escote palabra de honor y falda plisada. Me seco el pelo apresuradamente, y no me preocupo por el maquillaje ni por el peinado, porque luego tengo una sesión de fotos y habrá profesionales que se encargarán de mí.


«Bien, una a mi favor.»


Cojo un bolso a tono con el vestido, me subo en unos tacones color natural y salgo a toda marcha dispuesta a irme.


Cuando aparezco en el salón, Antoniette está esperándome con una taza de café en la mano y un cruasán en la otra. Me sonrío mientras agito la cabeza y ella me regala una sonrisa realmente muy cariñosa; cojo la taza y, cuando me dispongo a beber, torpemente me tiro todo el líquido por encima.


Parece que una cadena de desastres se sucede sin interrupción, amenazando con arruinar mi mañana y
mi día.— Merde.


—Cálmate, tesoro.


—Llego tarde, Antoniette; hoy es el casting, y todo me sale mal desde que me he despertado.


—Vamos, que te ayudo a cambiarte.


Emito un suspiro; estoy hastiada con tantos contratiempos, pero sigo intentando no ponerme de mal humor, porque me conozco y, si permito que aflore mi mal genio, cuando llegue a la oficina nada me sentará bien y hoy necesito estar tranquila.


Me pongo un vestido negro muy ceñido al cuerpo que se anuda al cuello y deja mi espalda al descubierto; lo ha elegido Antoniette. Al tiempo que busco los zapatos negros de tacón de aguja, ella vacía mi bolso y cambia todas mis pertenencias a uno negro. Me doy una última mirada en el espejo y salgo de mi dormitorio. Ya no tengo tiempo para desayunar, pero en la sala me espera mi asistenta con una bolsa que contiene mi almuerzo; así es ella de atenta conmigo, jamás deja que me vaya sin mis raciones correspondientes de comida, y es que esta mujer me cuida como una verdadera madre cuida de su hija. Además, ella es más consciente que yo de la importancia que tiene para mí la alimentación, y sabe que no puedo desatender mi dieta.


Aunque hace tan sólo tres años que Antoniette está a mi servicio, sabe que tiempo atrás sufrí trastornos alimentarios que me llevaron a un estado de cierta gravedad; cuando me mudé sola a París y la contraté, mi madre se encargó de darle las indicaciones pertinentes para que no me quitara el ojo de encima.


—Gracias, Antoniette, eres un sol; realmente no sé qué haría sin ti —le digo al tiempo que le beso la frente.


—Cómetelo todo y no lo hagas a cualquier hora y, en cuanto llegues al trabajo, desayuna.


—Sí, mamá.


—Ojalá fuera tu madre, cariño, pero ya tienes una que se ocupa mucho de ti y te adora.


—Lo sé, pero te quiero como a mi segunda madre.


—Anda, vete, aduladora, o llegarás tarde. Toma.


Me extiende la correspondencia y, con ella, me pega en el trasero antes de que me vaya. Le doy otro beso en la frente, pillo los sobres al vuelo, los meto dentro de mi bolso y me voy.


Me dirijo hacia el garaje y recuerdo en ese mismo instante que le he colgado la llamada a Estela, así que cojo mi teléfono, toco la pantalla buscando su número y la llamo.


—Hola, Estela, ya estoy saliendo de casa. Creo que finalmente llegaré a tiempo o, al menos, no lo haré tan tarde. ¿Ya estás en la empresa?


—Sí, cariño, ya estamos todos y es un poco raro no tenerte dirigiendo todo esto. Han llegado el peluquero y el maquillador; los de Marketing lo tienen todo organizado, al igual que el fotógrafo y el cámara, que ya lo han preparado todo en el estudio; además, esta mañana muy temprano los de mantenimiento han montado la cama.


—Me encanta el cabecero de esa cama, pero que no se lo pongan aún, que lo reservaremos para la sesión de fotos.


—Tranquila, todo se ha dispuesto según tus especificaciones, nadie se atrevería a desobedecer una orden tuya. Pero ahora que caigo: ¿tú no tienes una asistente personal para que te informe de todo esto? Soy tu directora de diseños, no tu secretaria.


—No te enfades, sabes que si te lo pregunto es porque sé que, cuando no estoy, tú me cubres.


—Aprovechada, debería pedirte un aumento.


—Reconocerás que no te pago tan mal. Te quiero —le digo mientras tiro mi bolso en el asiento del acompañante y me meto dentro de mi Mercedes CL65 Coupé de color burdeos.


—Los modelos ya han comenzado a llegar; en persona son más guapos, se ven reales.


Me carcajeo sin preocuparme de disimular.


—Me imagino... Tú ves un torso de hombre y te pierdes.


—Estás equivocada, querida, lo que me pierden son esos pantalones ajustaditos, que les oprimen el trasero; imaginarme que se los quito junto con los bóxeres para descubrir lo que hay debajo me pone a mil. Definitivamente, Paula, creo que he equivocado mi puesto en Saint Clair: tal vez debería trabajar en el taller, para poder tomarles las medidas. Como directora de diseños, sólo puedo admirar cómo queda en ellos el producto terminado, jamás puedo darme el gusto de tocar más que un hombro.


—Eres tremenda. Gracias por arrancarme una sonrisa; no sé cómo lo haces, pero siempre lo consigues.


—¿Qué ha ocurrido para que necesites que te arranquen una sonrisa?


—Nada importante, cuando llegue te lo contaré todo, pero... lo de siempre: Marcos y yo hemos vuelto a discutir.


Después de colgar la llamada y ya lista para irme, antes de arrancar, meto el móvil en mi bolso, que permanece abierto, y veo claramente cómo asoma del mismo la correspondencia que antes de salir de casa Antoniette me ha entregado. La cojo y le doy una rápida ojeada. Un sobre sin remitente y sin sello postal acapara toda mi atención, pero no puedo retrasarme más; mientras pongo el coche en marcha, abro el sobre y retiro el papel que contiene.


Pau:
Sé que ésta no es la manera en la que esperabas que te dijera esto.


Me doy cuenta al instante de que no me hará falta mirar de quién firma: quien me escribe es Marcos; además de reconocer la letra, sólo él me llama Pau.


Continúo leyendo.


Creo que nuestra relación ha llegado a un punto en el que ya no es posible un entendimiento, por ninguna de las partes.
No puedo forzarte a que actúes de una forma que no sientes, y tampoco puedo seguir pretendiendo que me prestes atención cuando lo único verdaderamente importante para ti es Saint Clair.


Las quejas no cesan.


Freno frente al portón de hierro forjado, esperando a que se abra para darme paso. El corazón me late con fuerza, es casi un martilleo incesante, y aunque no he terminado de leer, ya sé lo que dice esa carta: Marcos me está dejando. 


De pronto me siento desmoronada, sin fuerzas, pero sigo leyendo el papel que sostengo en una mano que no se queda quieta porque, repentinamente, un temblor se apodera de mí.


No quiero discutir más. Estoy cansado de que, de un tiempo a esta parte, todo acabe en una discusión que ya no tiene
principio ni final porque siempre es lo mismo. Además, noto que todo el amor que alguna vez sentimos, con tanta discusión, poco a poco se va transformando en otro sentimiento que me asusta, y, por los maravillosos momentos que hemos vivido, no deseo llegar a odiarte.
Tras colgar anoche el teléfono supe, casi al instante, que debemos distanciarnos, pero si hubiese venido a tu casa a comunicarte mi decisión, no habría sido capaz de hacerlo. Te amo, Pau, pero necesito más, y sé que no puedes dármelo. Me voy de viaje. He decidido hacer solo la escapada que te pedí que hiciéramos juntos. El destino es incierto, así que, cuando llegue al aeropuerto, veré las opciones de vuelo que tengo. Total, para el caso, cualquier lugar es lo mismo.
Démonos tiempo para ver si nos extrañamos, para saber verdaderamente lo que sentimos.
A mi regreso, te llamaré.
Adiós.
Marcos


Nunca lloro, pero me siento bastante indefensa; de todas formas, no puedo permitir que la cobardía de Marcos me destruya. Porque eso es lo que creo que es: un cobarde. Así que hago acopio de mis sentimientos e intento transformarlos en ira. Me siento defraudada.


El portón, que me ha obligado a frenar al final de la calle privada que tiene salida a la avenida Foch, acaba de abrirse y en este momento salgo desbocada, pero se me atraviesa en el camino un Opel Astra GTC de color negro y casi que me lo llevo puesto. Los dos frenamos bruscamente, y por suerte he reaccionado a tiempo; por eso creo que apenas lo he tocado. Golpeo el volante mientras maldigo y fijo mi vista en el conductor que se ha bajado del coche como un torbellino y comprueba el daño en la puerta del acompañante de su vehículo. Con actitud contenida y el rostro transfigurado, se acerca hasta donde estoy detenida; nunca me ha amedrentado ninguna situación, pero hoy yo no soy yo. Mientras él se aproxima, bajo el cristal de la ventanilla para que podamos hablar, aunque, viendo su rostro, no creo que él quiera precisamente mantener una conversación conmigo en buenos términos.


—¿Eres estúpida? ¿Cómo sales así, sin siquiera mirar? —me grita, y yo, que estoy sensible, siento un repelús por el tono de su voz.


—Lo siento —le digo realmente apenada. Ese hombre tiene toda la razón para estar furioso; mi imprudencia no tiene disculpa posible.


—¿Lo sientes? ¿Sólo tienes eso que decir? ¡Mujer tenías que ser! ¿Cómo te han dado el carné de conducir, luciendo piernas? Me cago en todo, sólo me faltaba esto.


Me quito las gafas y me dispongo a bajar del coche para darle mis datos y ver de qué forma puedo calmarlo.


—Te he dicho que lo siento. Tienes razón, pero... ¿puedes tranquilizarte? Te pagaré la reparación. —Le hablo con un tono de voz un poco más firme, pues tampoco voy a dejarme
intimidar por este machista estúpido que sólo se molesta en degradar al sexo femenino.


—Por supuesto que me pagarás la reparación. Encima, por tu culpa, voy a llegar tarde a un posible trabajo. No deberían darle el carné a ninguna mujer, todas sois iguales, ninguna sabe conducir. Mira, me has rayado la pintura del coche. Ya lo decía mi padre: disfruta del día hasta que un imbécil te lo arruine.


—Bueno, ¡ya está bien! Deja de gritar, que ya me he disculpado y, además, te he dicho que acepto correr con todos los gastos... Y para que te enteres: es la primera vez que me veo involucrada en un accidente de tráfico, conduzco muy bien. —Creo que grito lo suficiente como para que él deje la bronca de lado un instante y me preste atención. 


¿Quién se cree que es, después de todo, este fulano?


Entonces el desconocido se detiene un minuto a mirarme y me reconoce.


—Tú eres... —dice señalándome con el índice.


—Paula Chaves, sí, de Saint Clair. Dame rapidito tus datos y deja ya el berrinche. Te enviaré un cheque, así no tendrás que perder más tiempo y no llegarás tarde a donde sea que te diriges.


El desconocido se pasa la mano por la cara mientras se ríe por lo bajo, a la vez que sacude la cabeza. De pronto se queda muy serio, casi con un gesto de desconcierto, pero no me extraña: a menudo los hombres se muestran tímidos cuando se dan cuenta de quién soy. Tanto da, no me importa lo que este grosero está pensando ahora. Acto seguido y sin que yo me lo espere, el hombre se da media vuelta, rodea su coche y se prepara para irse.


—Oye, quiero pagarte —le digo mientras permanezco parada como un poste en la calle; no pretendo escaquearme de las consecuencias de mi imprudencia.


—No te preocupes, me pagarás.


Hace un gesto con la mano, se monta en el automóvil y se marcha del lugar.


Camino hacia delante para descubrir el daño que ha sufrido mi Mercedes, pero no le veo nada de importancia, así que supongo que el de él tampoco ha sufrido grandes desperfectos. Cuando me vuelvo a subir al coche, pienso en la posibilidad de que el tipo, al saber quién soy, se encargue de hacerme llegar la factura de la reparación... Lo más seguro es que sea eso. Me encojo de hombros y doy por finalizado el contratiempo; de todas formas, hago una anotación mental para consultar el asunto con mi abogado, no vaya a ser que se trate de un aprovechado y, como soy alguien público, le dé por arrastrarme a un juicio innecesario.


—Marcos Poget, me cago en ti; sólo me faltaba esto.