domingo, 27 de septiembre de 2015

DIMELO: CAPITULO 2





No logro dejar de reírme y de preguntarme si se puede tener tanta mala suerte. Hace dos semanas que he llegado a París y no consigo trabajo; todos los puestos relacionados con las finanzas parecen estar ocupados, y en aquellos que requieren un profesional con mis conocimientos, al presentarme, me dicen que el mío es demasiado currículum para la vacante que ofrecen. ¡Bah, puras necedades!


¿Qué les importa a ellos si yo pierdo dinero y quiero trabajar en un puesto por debajo de mis cualificaciones? Para colmo, cuando aparece una oportunidad de conseguir un trabajo que dignifique mi orgullo, voy y lo arruino por bocazas.


Continúo conduciendo mientras le echo una mirada a la hora; voy justo de tiempo, porque no había contado con que debería desviarme, ya que la avenida Champs Élysées está cerrada a la altura del Arco de Triunfo. En ese instante, también repaso el otro contratiempo: el desafortunado choque con la directora general de Saint Clair; definitivamente, hay hechos que vienen solos y son
ineludibles, lo que llaman el destino. La paradoja en la que me encuentro me lleva a recordar el día anterior y cómo he terminado acudiendo al lugar a donde me dirijo.


Tras una entrevista fallida para una plaza libre en el departamento financiero de Leblanc & Valois, una de las principales empresas logísticas de comercio electrónico de Francia, caminaba desanimado por las calles de París. 


Llegué al aparcamiento donde había dejado mi coche y conduje sin rumbo, hasta que de pronto me detuve y me hallé entrando en un informal restaurante del quinto arrondissement, en el conocido Quartier Latin, el barrio latino. Me acomodé en una de las mesas del fondo buscando un poco de intimidad y cogí la carta para hacer mi comanda. No me costó demasiado decidirme, y el camarero, que era muy amable, enseguida se acercó para tomar nota. 


Me decanté por una crema de champiñones, langosta en salsa de albahaca y melón con jamón. Me trajeron casi de inmediato el vino que había solicitado, una copa de burdeos; lo necesitaba para armonizar y vigorizar mi estado de ánimo. 


Me quité la corbata tironeando de ella y desabroché el
primer botón de mi camisa; estaba frustrado y de mal humor. 


Por unos instantes, me quedé con los codos apoyados en la mesa, sosteniéndome la frente. Pensé en todo lo que me había sucedido desde que había llegado a la ciudad de la luz, y no pude dejar de sonreír con sorna: las luces, para mí, parecían haberse apagado en aquel cosmopolita lugar. 


Sencillamente, nada estaba saliendo como había planeado cuando decidí marcharme de la Part-Dieu, el centro financiero de Lyon, ubicado en el tercer distrito de esa ciudad; había supuesto que en París hallaría nuevas oportunidades de negocio, pero lo cierto es que nadie quería emplear a un financiero venido a menos. Mientras discurría sobre mi destino, me había llevado la copa a la boca para paladear el vino; extrañamente, consideré que, para ser de alguien acostumbrado a comer en los mejores restaurantes y a tomar los mejores vinos de Francia, mi paladar se estaba adaptando rápidamente a mis nuevas posibilidades adquisitivas. Con la mente en blanco, e intentando buscarle rumbo a mi suerte, me abstraje del bullicio del bar, que a esa hora albergaba a los trabajadores parisinos que salían a por su almuerzo.


—¡Pedro Alfonso! ¿Eres tú?


—¡Demonios! ¡André Bettencourt! No me lo puedo creer... —Pronuncié su nombre al tiempo que me ponía en pie para fundirme en un abrazo con él. A pesar de que hacía varios años que no lo veía, lo había reconocido al instante.


Miré su aspecto: vestía de marca pero informal; no lucía como el poderoso empresario que siempre imaginé que sería.


Nos habíamos conocido en Londres, cuando estudiábamos Economía y la licenciatura en Administración de Empresas y Negocios Internacionales en Cambridge. Recuerdo que él se había graduado con honores, alcanzando el promedio máximo tanto en sus calificaciones como en la tesis.


Poseía una de las mentes más brillantes que yo había tenido oportunidad de conocer. No era un empollón, sino que realmente tenía un cerebro privilegiado y su sabiduría era casi innata; no sé cómo se lo hacía para sacar las notas que sacaba, pues jamás estudiaba, pero siempre era el mejor del curso.


Durante los cuatro años que pasé en Inglaterra, André y yo no fuimos compañeros muy íntimos, pero sí compartimos lo suficiente durante toda la carrera. Al licenciarnos, le perdí el rastro... y ahora lo tenía frente a mí, y ambos disfrutábamos del encuentro.


—André, ¿qué haces en París? Cuéntame qué es de tu vida. ¿Has almorzado? —le pregunté, exaltado, al tiempo que mi humor cambiaba por habérmelo cruzado.


—A eso he venido.


—Siéntate conmigo entonces, compartamos la mesa. —Me sentía sumamente contento de estar ahí con él, y él parecía que también lo estaba.


Asintió de inmediato, acomodándose en la silla que estaba delante de la mía. El camarero, al verlo, no tardó en atenderlo; teniendo en cuenta que ahora contaba con compañía, me ofrecieron retrasar un poco mi plato para servirnos a ambos a la vez, a lo que por supuesto accedí. Mientras esperábamos a que nos trajeran la comida, nos dedicamos a ponernos al día de esos cinco años durante los cuales nos habíamos perdido la pista.


—¿Cómo te ha ido con tu grupo financiero de absorción de capitales? Recuerdo que soñabas con eso al licenciarte. ¿Cómo se llama tu empresa?


Se empezó a reír a carcajadas y lo miré con gesto desconcertado; luego se recompuso y empezó a explicarse:


—Cuando regresé de Cambridge, mis padres me obsequiaron con un safari por África. Dijeron que, antes de ponerme a trabajar, debía tomarme unas vacaciones para librarme de todas las tensiones acumuladas durante la carrera. —Entrecerré los ojos mientras lo escuchaba; no sabía muy bien qué tenía que ver el safari con su empresa, pero continué atento a su explicación—. Lo cierto es que ver el mundo y la naturaleza a través del objetivo de la cámara me hizo darme cuenta de cuál era mi verdadera vocación; así que dejé que mi pasión por la fotografía tomara vuelo, y que la cámara pasara a ser una extensión de mí mismo. Me dejé llevar por esa sensación y me convertí en fotógrafo profesional. —Abrí los ojos como platos; nunca habría imaginado que Bettencourt no fuera un exitoso y adinerado empresario o mago de las finanzas—. En cierto modo, dirijo mi propia compañía: soy fotógrafo editorial en revistas muy conocidas; también hago producciones fotográficas para marcas muy repetadas de moda. Mi especialidad es la fotografía fashionista.


—No es posible que seas fotógrafo, no puedo creerlo. No me malinterpretes: lo digo por la facilidad que tenías para crear negocios imaginarios; siempre pensé que los tuyos serían
astronómicos.


—Lo sé. A veces, cuando lo pienso, hasta a mí me cuesta digerir el giro que dio mi vida. Pero no me arrepiento: hago lo que me place, retrato la belleza masculina y femenina, cuerpos trabajados y armoniosos... Me gusta mucho trabajar con la luz natural. Cuando tengas tiempo, me gustaría enseñarte mi trabajo, mi estudio está muy cerca de aquí.


—Totalmente increíble, me encantará verlo.


—Me va muy bien. Por suerte soy bueno en lo que hago y me buscan mucho para ponerle imágenes a las campañas de marketing de las grandes marcas de la moda. Vivo muy holgado — aseveró, y calculo que lo hizo por mi expresión turbada—. Ahora cuéntame cosas de ti.


Le expliqué a grandes rasgos mi vida y por qué me encontraba en París.


—Está difícil la cosa aquí y, la verdad, en ese campo no tengo contactos. Si te interesa, podría echarte una mano en el ámbito de la moda. —Entrecerró los ojos mientras se tocaba la barbilla, estudiándome sin disimulo—. Tienes buenas facciones, buen porte, tal vez podría ayudarte a que te presentaras en algún casting; apuesto a que podrías hacer un buen trabajo de publicidad o incluso alguna campaña para alguna marca conocida.


—¡Estás loco! No sabría cómo hacerlo; lo mío son los números, las ventas, el comercio exterior, los porcentajes, las proyecciones, la liquidez y las sinergias de capitales.


—Te propongo algo: terminemos de almorzar y vayamos a mi estudio; déjame hacerte algunas fotos y te diré si tienes posibilidades o no. En caso afirmativo, tengo en mente dónde podrías presentarte mañana mismo para una prueba; si consigues el trabajo, te aseguro que obtendrás un contrato muy bien remunerado. Vamos, Pedro, anímate. Inténtalo al menos. Rara vez me equivoco: si acabo pensando que vales para esto, ten por seguro que será así.



****


Dejo atrás las remembranzas de cómo había ido a parar ahí y me encuentro con que estoy aparcado frente a las oficinas de Saint Clair, que quedan en el piso cuarenta del edificio Tour GAN, en La Défense, el distrito financiero de París. Me aferro al volante y dudo antes de bajar.


«¿Qué hago aquí? Estoy loco por haberle hecho caso a Bettencourt, yo no tengo idea de cómo hacer esto. Además, cuando Paula me vea, después de cómo la he tratado, no dudará en mandarme a paseo.»


Pongo el coche en marcha, estoy dispuesto a salir de ahí sin probar suerte; sé que me estoy aventurado en una gran locura y no quiero dejar en ridículo a mi amigo.


Echando por tierra mis planes, vibra mi móvil.


—Hola, André.


—¿Qué pasa, por qué no has llegado?


—Estoy en el aparcamiento de enfrente —le contesto, no muy convencido.


—Apresúrate, una de las cosas más básicas en esta profesión es ser puntual; nadie quiere contratar a alguien que no puede llegar a tiempo ni siquiera para conseguir el trabajo. Recuerda, el book es tu carta de presentación más importante; apuesto a que el director de Marketing te mirará con atención en cuanto que le eche un vistazo. Como te dije ayer, le he puesto sobre aviso de que asistirá un modelo amigo a quien le he hecho fotos; también le he comentado que me pareces una muy buena opción para la campaña. Me ha pedido que le haga una seña cuando te vea. Pero, como también te mencioné, el visto bueno y la última palabra la tiene la directora de la marca.


«En ese caso estoy en las brasas, y a punto de quemarme. Pero incluso en contra de lo que creo y pienso, Pedro Alfonso nunca se da por vencido, ni aun vencido.»


—Está bien, el no ya lo tengo, así que lo intentaré.


—Recuerda sonreír de manera natural —me aconseja, y también me arenga—: Tú puedes, amigo.


Suspiro profundamente, cojo el book de fotos que descansa en el asiento del copiloto, además de mi mochila, y antes de bajar del automóvil, compongo una mueca de convencimiento que ni yo mismo me creo.









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