Paula quería creer que los fuertes latidos de su corazón y la debilidad que de pronto sintió en las piernas se debían al miedo. Pero el miedo había sido sólo un catalizador. Otra razón, más fuerte y poderosa, era la presencia de Pedro Alfonso.
Repantigado en el sillón, tenía los pies extendidos delante de él. Llevaba puesto un sombrero de cowboy encasquetado hasta las cejas, pero sus ojos perforaban las sombras y parecían brillar por debajo del ala ancha. Se levanto del sillón lenta y perezosamente.
Vestía jeans y chaqueta de denim. Curiosamente, no se parecía a los hombres que caminaban por la Quinta Avenida con nueva ropa occidental de moda recién comprada en Saks. La de Pedro se veía usada y desteñida, y él parecía pertenecer a ella.
Avanzó como una pantera al acecho y se detuvo a centímetros de ella. Su cercanía le resultó intolerable. Paula involuntariamente respiró hondo y, cuando soltó el aire, la toalla se deslizó un poco más. Ella no podía tomarla para protegerse: con una mano sostenía el plato con bizcochos y en la otra tenía el vaso de leche. Si se movía hacia una mesa para apoyar el plato y el vaso, tenía miedo de que la toalla cayera del todo.
Pedro comprendió su situación y el hoyuelo que tenía en la mejilla se profundizó con aire travieso mientras con el pulgar se echaba hacia atrás el sombrero de cowboy.
—¿Qué debería hacer yo ahora, señora mía? —preguntó él con tono pensativo—. Si tomo los bizcochos, seguro que usted volcará la leche en el apuro por aferrar la toalla. Y si le tomo el vaso, los bizcochos se deslizarán del plato, y eso sería un desperdicio. Huelen como hechos en casa. —Se agachó y los olió. Tenía la cabeza muy cerca de la de Paula, y la fragancia de su colonia tapaba el aroma de los bizcochos recién horneados y resultaba mucho más tentador.
Pedro se enderezó y se acercó un paso.
—Por otro lado, podría tomar la toalla y resolver todos sus problemas —dijo con rudeza.
Paula contuvo la respiración cuando la mano de Pedro se acercó al espacio entre sus dos pechos, allí donde descuidadamente había sujetado la toalla. El apoyó el índice en la curva superior de su pecho.
—¿Sabías —dijo en un suspiro— que tienes cinco pecas justo aquí? —Indicó el lugar desplazando el dedo por la piel.
—Eso es poco frecuente. Las pelirrojas por lo general tienen pecas en todo el cuerpo. Y tú sólo tienes cinco. Pero están en un lugar tan pícaro y maravilloso
Paula estaba cautivada por la persuasión de la voz de Pedro. Su aliento fragante le abanicaba la cara y la embriagaba. Ella deseaba aspirarlo dentro de su cuerpo. Los dedos de Pedro comenzaban a insinuarse debajo de la toalla. Cuando ella sintió que presionaban las suaves curvas de su piel, las brasas del deseo que ardían en su interior se apagaron y la pasión se vio reemplazada por la furia.
Dio enseguida un paso atrás y le gritó:
—¡Casi me mata del susto! ¿Por qué no me avisó que estaba aquí?
—Bueno, quise hacerlo, pero estabas en la bañera.
¿Habrías pretendido que yo irrumpiera en el cuarto de baño para informarte de mi llegada? Eso te habría dejado sin el beneficio de una toalla —dijo, con tono burlón, mientras sus ojos la recorrían—. Ignoraba que solías caminar por mi casa de esta manera. Di por sentado que una buena muchacha se pondría una bata o algo más modesto cuando terminara de bañarse.
Ella pasó por alto la burla y se aferró a las primeras palabras de Pedro.
—¿Cómo... cómo supo que me estaba bañando?
Él enarcó una ceja.
—Bueno, ¿cómo crees que lo supe? —preguntó con un brillo divertido en los ojos. Ella jadeó y se ruborizó hasta la raíz del pelo. —Oí el chapoteo del agua —agregó él como al pasar.
La reacción de Paula fue la que Pedro había previsto. Ella, furiosa, golpeó el pie en el suelo, y él se echó a reír cuando de los labios de Paula brotó un "¡Oh!". Por un momento ella había olvidado la toalla, pero recordó su precario estado cuando sintió que comenzaba a deslizarse por sus pechos, hasta quedar colgando apenas de los pezones.
—¿Por favor, puede dejar de reírse y quitarme estas cosas de las manos? Tengo frío.
—No me sorprende. Andar corriendo de aquí para allá desnuda... —bromeó él, pero le quitó el vaso de leche y los bizcochos. Ella se apresuró a tomar la toalla y a asegurársela en el puño cerrado, que habría preferido estrellar en la boca burlona de Pedro.
—Si me perdona usted, señor Alfonso, estaré de vuelta enseguida, y entonces querré que me diga qué demonios hace aquí.
—Será mejor que me hables con amabilidad —le advirtió él—. Todavía tienes que subir por la escalera, y esa toalla no te cubre todo lo que debiera. Puedo portarme como un caballero y girar la cabeza, o pararme al pie de la escalera y...
—¿Quiere disculparme, por favor, señor Alfonso, mientras me pongo más presentable para ser entrevistada por mi empleador? —preguntó ella con voz dulzona.
—Por supuesto, señora Chaves. Estaré en la cocina cuando vuelva a bajar.
—No tardaré. —Y, sin esperar a ver si él miraba o no hacia la escalera —en realidad, ella no quería saberlo—, subió corriendo y se dirigió a su dormitorio.
Le temblaban los dedos cuando se puso un par de jeans y una camisa de franela. Las noches se estaban poniendo frías en las montañas.
¿Qué hacía él allí? ¿Por qué no le había avisado que vendría? Se arrancó la toalla de la cabeza. El pelo le colgaba hasta los hombros en mechones húmedos, pero ya comenzaba a rizarse en ondas naturales. No tenía tiempo de ponerse el secador. Quería ver a Pedro cuanto antes... pero sólo para averiguar por qué había venido, se dijo.
Al bajar por la escalera tuvo la sensación de que sus piernas se habían convertido en gelatina. Cuando entró en la cocina, Pedro estaba preparando huevos revueltos, café recién hecho bullía en la cafetera, y había dos rebanadas de pan en la tostadora. Su chaqueta y sombrero colgaban en los ganchos que había junto a la puerta de atrás.
—Estoy muerto de hambre. Lo que nos dieron en el vuelo no era comible, y no paré desde Alburquerque hasta aquí. ¿Querías algo?
—Sí, quiero saber qué hace usted aquí.
Él deslizó los huevos cremosos de la sartén a un plato.
Luego se puso las manos en las caderas y se quedó mirando a Paula durante varios segundos, y después pasó junto a ella camino al living. Paula lo siguió, exasperada y sorprendida.
Luego se puso las manos en las caderas y se quedó mirando a Paula durante varios segundos, y después pasó junto a ella camino al living. Paula lo siguió, exasperada y sorprendida.
Él caminó hacia la puerta del frente, la abrió y salió. Miró por sobre la puerta y dijo:
—Cuatro cero tres. Tal como pensé, es mi casa. —Regresó y cerró la puerta, sin prestar atención a la posición militar de Paula, y volvió a la cocina.
—Muy gracioso —dijo ella y lo siguió.
—Eso pensé —dijo él por sobre el hombro mientras abría la heladera—. ¿Tenemos algo de queso?
—¿Tenemos? —preguntó ella, acentuando el plural.
—De acuerdo. ¿Tiene usted algo de queso, señora Chaves?
Paula no pudo mirar esos ojos que se burlaban de ella por encima de la puerta de la heladera.
—En el cajón de abajo —respondió, bajó la vista y se miró los pies desnudos. ¿Habia olvidado calzárselos?
—¿Qué tal está el dulce de frutillas?
Ella quedó totalmente desconcertada.
—¿Qué? —pregunto con impaciencia.
—Nosotros... lo siento, usted tiene dulce de uvas, de damasco y de frutillas. ¿Me recomienda el de frutillas?
Esa fue la gota que desbordó el vaso.
—¿Me haría usted el favor de parar con esta conversación intrascendente, ponerse la comida en el plato y sentarse de una buena vez para que yo pueda hablarle?
Paula golpeó el piso con el pie y se cruzó de brazos. En ese momento cayó en la cuenta de que tampoco se había tomado el tiempo necesario para ponerse ropa interior.
—Está bien, está bien —dijo él con irritación y apoyó el plato en la mesa—. A usted nunca la nombraron Señorita Simpatía, ¿verdad? —Se sirvió una taza de café y, enarcando una ceja, le preguntó si también quería. Ella negó con la cabeza.
Cuando Pedro se sentó y comenzó a comer con voracidad, sin hacer ningún esfuerzo por iniciar una conversación, ella se dejó caer en la silla frente a él. Pedro ni siquiera la miró.
Bueno, pensó Paula, maldito si le preguntaré nada más.
Bueno, pensó Paula, maldito si le preguntaré nada más.
Cuando no quedó nada en el plato, Pedro se limpió la boca con una servilleta de papel y bebió un largo trago del café ya frío.
—¿La casa te resulta satisfactoria? —preguntó.
Ella no había esperado que Pedro empezara con una conversación sobre la casa.
—Sí —respondió Paula en forma sucinta. Pero cuando él levantó las cejas con expresión amenazadora, ella se aplacó un poco. Después de todo, era su empleador. —Es más que satisfactoria: es hermosa, y usted lo sabe. Whispers es el ambiente perfecto para Juana. Está aprendiendo muchísimo, y las personas de este lugar son bondadosas y pacientes.
—¿Cómo está ella, Paula? —Su actitud burlona y provocativa había desaparecido. Ahora estaba serio. Paula trató de no prestar atención al cosquilleo que sintió al oírlo pronunciar su nombre. Trató, asimismo, de no mirar con tanta fascinación el bigote de Pedro, que había desempeñado un papel tan importante en sus sueños diurnos.
Apartó la vista y respondió:
—Está muy bien,Pedro. De veras. Es inteligente e ingeniosa. Las lecciones avanzan mucho más rápido de lo que soñé siquiera. Su habla es todavía muy lenta, pero se esta desarrollando. Su vocabulario en el lenguaje de señas y el manejo que de él hace se ha cuadruplicado desde que abandonamos Nueva York. —Sonrió y preguntó: —¿Cómo anda el suyo? Por señas, él le indicó que iba a clase tres noches por semana y aprendía todo lo rápido que podía hacerlo un hombre cansado de treinta y cinco años.
Paula se echó a reír.
—¡Espléndido! Usted y Juana podrán ahora hablar sobre cualquier cosa.
—¿Extrañas Nueva York? —preguntó Pedro mientras fruncía el entrecejo.
—No —respondió ella con lentitud. Sólo te extraño a ti, pensó. Cuando vio la expresión escéptica de Pedro, agregó: —Tenemos una muy buena vecina, quien, de paso, es una gran admiradora suya y probablemente irrumpirá en la casa en cuanto se entere de que usted se encuentra aquí. Tiene dos hijos que juegan con Juana.
Él pareció sorprendido y preguntó:
—¿Ellos son... quiero decir...cómo...? —Trató de encontrar las palabras adecuadas, pero fue Paula la que se las proporcionó.
—¿Si tratan a Juana como un monstruo? No, Pedro —le aseguró ella—. La tratan como una compañera cualquiera de juegos. Tienen peleas y momentos afectuosos como todos los chicos. Betty y sus hijos están aprendiendo lenguaje de señas y en este momento ya pueden hablar bastante bien con Juana.
—Qué bien —dijo Pedro y asintió hacia su taza de café. Casi daba pena verlo tan aliviado. Paula reprimió el impulso a extender un brazo y tocar ese pelo color marrón plateado que estaba despeinado por haber estado debajo del sombrero de cowboy. Las finas líneas que le rodeaban los ojos parecían ahora más profundas, como si no hubiera dormido bien últimamente. ¿Tanto extrañaba a su hija? ¿O el hecho de estar en Whispers le recordaba el tiempo pasado allí con Susana? El dolor que le produjo ese pensamiento le resultó insoportable. Paula se dio cuenta de que lo que sentía se estaba reflejando en sus facciones, y se apresuró en enmascararlas.
—¿Cuánto tiempo se quedará en Whispers? —preguntó.
Él levantó la cabeza y la miró un momento antes de ponerse de pie y caminar hacia la cafetera para volver a llenar su taza.
—Indefinidamente —fue su respuesta.
Sorprendida, ella se quedó mirándolo. ¿Qué había querido decir con eso de "indefinidamente"?
—No entiendo —dijo.
Él bebió un sorbo de café y giró para mirarla.
—Tengo un terrible dolor de cabeza. ¿Podrías masajearme el cuello?
Ese cambio rápido de tema la tomó desprevenida.
Instintivamente asintió y se ubicó detrás de la silla de Pedro cuando él se sentó. Con cautela, le puso las manos sobre los hombros, cerca del cuello, y con suavidad le apretó los músculos tensos debajo de la camisa de algodón.
Instintivamente asintió y se ubicó detrás de la silla de Pedro cuando él se sentó. Con cautela, le puso las manos sobre los hombros, cerca del cuello, y con suavidad le apretó los músculos tensos debajo de la camisa de algodón.
—Ah, gracias. Me hace mucho bien. —Pedro bebió otro sorbo de café. Cuando comenzó a hablar, sonó introspectivo. —Me harté de las porquerías que tenía que hacer y decir en el teleteatro. Me cansé. En siete años he tenido cuatro matrimonios e innumerables aventuras, y un accidente automovilístico en el que casi perdí la memoria. Estuve a punto de casarme con mi hermana perdida hace tanto tiempo hasta que descubrí nuestro parentesco. Perdí a mi hijo de leucemia y me revocaron la licencia médica porque la hija de un hombre rico me acusó de hacerla abortar un feto que ella aseguró era mío. Estoy hasta la coronilla con el doctor Hambrick. Siete años de guiones así son más que suficientes.
—¿Quiere decir que abandonó el teleteatro? —preguntó ella, atónita, y de pronto dejó de masajearle el cuello, justo detrás de las orejas.
—No exactamente. Por favor, no te detengas. —Cuando los dedos de Paula reanudaron su tarea, él prosiguió: —Le dije a Murray que quería descansar un tiempo y despejarme la cabeza. En todo este tiempo he tenido sólo algunos días de vacaciones, así que me debían varias semanas. El miércoles grabamos un episodio en el que al doctor Hambrick lo golpea un asaltante mientras él y su amante caminan por Central Park. Y ahora él se encuentra en estado de coma profundo. A ella la violaron, de modo que toda la atención estará centrada en ella por un tiempo. Seguro que se enamorará locamente de algún otro médico —dijo Pedro con una mueca de desprecio."Me cubrieron la cabeza con vendas, me metieron en una cama de hospital y grabaron varios metros de película mientras yo yacía allí, inmóvil. En cualquier momento que en el teleteatro se haga referencia al doctor Hambrick, incluirán ese trozo de tape. Y, mientras lo hacen, yo estaré aquí con Juana, disfrutando del otoño en Nuevo México.
—¿Puede hacerlo? —Era poco lo que Paula sabía sobre los poderes de las cadenas de televisión, y pensó que Pedro estaba arriesgando mucho su carrera.
Él se encogió de hombros y, al hacerlo, su cabeza cayó hacia atrás sobre los pechos de Paula. Los dedos de ella le recorrieron la mandíbula, las sienes, y se las frotaron rítmicamente.
—Por un tiempo —dijo él por fin, respondiendo a la pregunta de Paula—. Con toda humildad te aseguro que he mantenido ese programa a flote durante varios años y todavía puedo tirar de varios hilos. Además, todo el mundo sabe lo temperamentales que somos los actores. —Bromeaba, pero para Paula esas palabras fueron una bofetada en la cara. Sí, lo sé, pensó.
Para cambiar de tema, ella preguntó:
—¿Dónde se alojará?
El se echó a reír y giró la cabeza para mirarla, un movimiento que a Paula le cortó la respiración.
—¿Que dónde me alojaré? —se burló—. Bueno, mi habitación es la más grande del piso superior. La que tiene la enorme cama camera y las puertas de los placards con espejos.
Paula se apartó de él de un salto, como si hubiera recibido un disparo. Su ternura de momentos antes desapareció por completo.
—¡No puede estar diciendo que se quedará aquí!
—Pues le aseguro que no pienso hospedarme en el Motel Mountain View, señora Chaves —dijo Pedro, con tono sarcástico—. Naturalmente que me quedaré aquí.
—Pero no puede hacerlo. No conmigo viviendo aquí. Estaríamos... —Se pasó la lengua por los labios y entrelazó las manos. —Sencillamente no puede, eso es todo. —Hasta a ella le sonaron infantiles sus propias palabras.
—¿Lo que no terminaste de decir es que estaríamos viviendo juntos? —Pedro casi no podía controlar el humor de su voz. —Sí, supongo que será así, bueno en cierto modo.
—¡Eso es imposible! —exclamó ella.
—¿Por qué? —preguntó él con fingida inocencia. Después, sus ojos verdes se entrecerraron con recelo. —Señora Chaves, me sorprende usted. Quiero creer que no le ha estado adjudicando una connotación ilícita a esta situación. Usted no se aprovecharía de mí, ¿verdad? ¿Estoy en peligro de quedar involucrado?
—¡Desde luego que no! —exclamó ella con frialdad—. Al menos no conmigo. Pero corre peligro de ser encerrado en un hospicio si cree que yo seguiré viviendo en esta casa mientras usted se encuentra aquí. Si usted se queda, yo tendré que irme.
—No harás nada de eso —dijo él muy confiado mientras se ponía de pie y flexionaba los músculos que ella le había masajeado—. Juana te necesita, y la amas demasiado para abandonarla. A propósito, quiero verla. ¿Se encuentra en la habitación más pequeña de arriba?
Con su arrogancia característica, Pedro había desechado los argumentos de Paula como si no tuvieran importancia, y salido muy campante de la cocina, dejándola a ella de pie en mitad de la habitación, hirviendo de rabia impotente.
Él tenía razón, por supuesto. Ella jamás abandonaría a Juana. Sólo ahora se había ganado la total confianza y afecto de la pequeña. Si se fuera, Juana podría sufrir un daño psicológico irreparable. Era crucial para su desarrollo y educación que permaneciera junto a ella y las cosas siguieran como estaban. ¡Pero ella no podía vivir allí con Pedro! No podría residir en la misma casa con un hombre y permanecer indiferente. Pero vivir bajo el mismo techo que Pedro, quien era capaz de derretirla con un roce, una mirada, sería algo impensable. Y el engreimiento de Pedro la haría estar permanentemente furiosa. ¿A qué clase de tortura masoquista se estaría sometiendo al quedarse en esa casa?
Pero se quedaría. Lo había sabido todo el tiempo, y también él lo sabía. El único consuelo de Paula era pensar que Pedro pronto se cansaría de la vida tranquila de Whispers y ansiaría volver a Nueva York. Seguro que no permanecería allí mucho tiempo. ¿Una semana? ¿Dos?
Ascendió lentamente por la escalera y entró en el dormitorio de Juana, donde la luz de la mesa de noche proporcionaba una suave iluminación. Pedro estaba sentado en la cama, con Juana en brazos; se hamacaba hacia adelante y hacia atrás y le palmeaba la espalda. Paula salió, se dirigió al dormitorio que ahora usaría Pedro y comenzó a recoger algunas de sus cosas para llevárselas abajo.
Ascendió lentamente por la escalera y entró en el dormitorio de Juana, donde la luz de la mesa de noche proporcionaba una suave iluminación. Pedro estaba sentado en la cama, con Juana en brazos; se hamacaba hacia adelante y hacia atrás y le palmeaba la espalda. Paula salió, se dirigió al dormitorio que ahora usaría Pedro y comenzó a recoger algunas de sus cosas para llevárselas abajo.
—¿Qué haces? —La voz profunda la sobresaltó. Paula giró la cabeza y lo vio apoyado junto a la puerta.
Ella evitó sus ojos y su pregunta y, a su vez, preguntó:
—¿Juana volvió a quedarse dormida?
—Sí —dijo él y rió por lo bajo—. Creo que en realidad en ningún momento se despertó del todo, pero ahora sabe que estoy aquí.
Paula asintió y giró para recoger la ropa que había dispuesto sobre la cama.
—¿Qué haces? —repitió él.
—Le estoy despejando el cuarto —respondió ella—. Si puede esperar hasta mañana para deshacer las valijas, entonces yo sacaré todo lo mío de aquí.
—No será necesario. Deja todo donde está —dijo él con severidad.
—Pero ya le dije...
—Yo dormiré en el cuarto de la planta baja. No tiene sentido que vuelvas a mudarte.
—Pero éste es su dormitorio, Pedro. No me parecería bien usarlo, puesto que el otro es tan pequeño.
—Me acostumbraré. Además —dijo, mientras entraba en el cuarto—, me gusta la idea de que ocupes mi dormitorio. Y mi cama.
Su voz se fue volviendo ronca a medida que se acercaba a ella. A Paula la intimidaba que él se sentara también en esa cama. Sintió que la sangre le quemaba como lava y que las piernas casi no la sostenían cuando él extendió los brazos, le rodeó la cara con las manos y le deslizó los dedos en el pelo.
—Ya tienes el pelo casi seco —le susurró—. También me gustaba mojado. —Le acarició la mejilla con los labios. —No creas que esa camisa holgada oculta tu figura. Sé exactamente cómo son tus pechos después de verlos cubiertos por esa toalla húmeda.
Los labios de Pedro juguetearon con los de Paula, afinándolos como se hace con un instrumento antes de un concierto; preparándolos para su posesión completa.
Cuando llegó ese momento, los labios de ella estaban listos y recibieron de buena gana el sello indeleble que él fijó en ellos y que encendió el corazón de Paula.
Cuando llegó ese momento, los labios de ella estaban listos y recibieron de buena gana el sello indeleble que él fijó en ellos y que encendió el corazón de Paula.
La mano de Pedro descendió por la columna de Paula, se deslizó hasta la cadera y la apretó contra él. El contacto con el cuerpo de Pedro no le dejó ninguna duda sobre la fuerza del deseo de ese hombre.
Haciendo a un lado su cautela previa, Paula respondió al beso de Pedro con un ardor sin reservas. Su lengua y sus labios fueron insaciables. Cuando él levantó la cabeza para acariciarle la mejilla con su mano libre, ella se puso en puntas de pie y, con la punta de la lengua, le dibujó el labio superior debajo del bigote.
—Paula —gimió él, antes de apoderarse de nuevo de su boca y de registrar con su lengua insaciable cada rincón secreto.
La mano de Pedro descendió entre los cuerpos de ambos hasta encontrar el primer botón de la camisa de Paula; lo desprendió con habilidad y acaricio la curva superior de su pecho, que se destacaba más por estar apretada contra el pecho de él. Los dedos de Pedro eran como terciopelo cálido contra el satén dulce de la piel de Paula. El segundo botón se desprendió con la misma facilidad del primero.
Paula respiró el nombre de Pedro cuando él le sepultó la cara en el cuello y le cubrió el pecho con la palma de la mano. Se lo acarició, se lo presionó, jugueteó con él hasta que comenzó a latir con una intensidad que se difundió hasta el centro de su cuerpo.
Pedro tomó su pecho en las manos, lo liberó de la camisa y lo sostuvo como un tesoro precioso.
—Adoro esas pecas —susurró y bajó la cabeza. Les ofreció un homenaje mayor del que se merecían. Los besos que estampó en la piel de Paula hicieron que la cabeza le diera vueltas. Ella lo tomó del pelo y lo acercó más.
El cosquilleo del bigote y los mordiscos de sus labios la libraron de su capacidad de pensar, de razonar. Paula no deseaba emerger de esa euforia; quería permanecer en ella hasta conocer la gloria completa de hacer el amor con Pedro.
Como si él le leyera el pensamiento, colocó sus labios a milímetros de ese pezón que deseaba con desesperación sentir el roce de su lengua, pero que tuvo que contentarse con las caricias de su bigote.
—Paula, déjame conocer tu dulzura —suplicó él—. Ahora. Por favor. Necesito tu suavidad. Te deseo.
Esas palabras atravesaron el halo de sensualidad que la había rodeado y se le clavaron en el cerebro.
Sí, él la deseaba. La reacción física de Pedro al abrazo de ambos fue muy evidente cuando la apretó fuerte contra su cuerpo. ¿Por qué, entonces, vacilaba ella en entregarse por completo?
La confesión de Pedro de que no quería ningún compromiso emocional no toleraba ninguna especulación en sentido contrario. Lo que él quería y necesitaba no era a Paula Chaves la persona sino su cuerpo, y sólo eso.
Necesitaba una cuna para esa fuerza masculina que inexorablemente exigía ser liberada. Si ella aceptara, esa necesidad sería aplacada, pero no habría una verdadera entrega de los pensamientos, sentimientos o de la esencia de Pedro, el hombre.
Necesitaba una cuna para esa fuerza masculina que inexorablemente exigía ser liberada. Si ella aceptara, esa necesidad sería aplacada, pero no habría una verdadera entrega de los pensamientos, sentimientos o de la esencia de Pedro, el hombre.
Pedro Alfonso no la amaba: seguía amando a su esposa. La única vez que había hablado de Susana, el tremendo dolor de su pérdida había sido tan intenso que resultaba angustiante para quien lo presenciaba.
Por mucho que ella lo deseara, no podía aceptar en esos términos. Pero, ¿cómo hacer para negarse ahora? Su propio deseo era demasiado evidente. El la tenía en sus brazos virtualmente desnuda y dúctil. Sus dedos hábiles comenzaban a desprenderle los otros botones de la camisa.
Pedro jamás creería que, de pronto, ella había recobrado la sensatez y desarrollado un sentimiento de culpabilidad. El único recurso que le quedaba era fingir enojo. Eso sí que creería.
Pedro jamás creería que, de pronto, ella había recobrado la sensatez y desarrollado un sentimiento de culpabilidad. El único recurso que le quedaba era fingir enojo. Eso sí que creería.
Y, en cierto sentido, estaba enojada. Se odió por no ser capaz de aceptarlo en esos términos cuando su cuerpo lo deseaba tanto. Pero ya había transitado antes por ese camino peligroso. Samuel la había usado sexualmente como bálsamo para su pena, para su sufrimiento. ¿Y el de ella?
¿Quién se había preocupado de aliviárselo?
¿Quién se había preocupado de aliviárselo?
No, nunca más.
—Pedro, Pedro —logró decir y echó mano de la poca tuerza que tenía para apartarlo—. No.
Los ojos de Pedro estaban velados por la pasión, y él tardó un momento en despejarse la cabeza y entender que ella le estaba prohibiendo liberarse de ese tormento físico.
—¿Qué ocurre? —preguntó él, todavía sorprendido por esa negativa inesperada.
Paula se abotonó la blusa con dedos torpes, mientras se alejaba de Pedro y le daba la espalda.
—No puedo... No quiero acostarme contigo —respondió.
—No te creo —exclamó él y saltó hacia Paula.
Ella lo esquivó y levantó las manos para protegerse de él.
—No vuelvas a tocarme. Lo dije en serio —prosiguió Paula, muy apurada.
Los ojos de Pedro brillaron como hielo verde. Ahora comenzaba a entenderla.
—Y yo también lo dije en serio —gruñó—. Tú me deseas tanto como te deseo yo.
—No, no es así —protestó ella con vehemencia.
—Tu cuerpo dice lo contrario, Paula —dijo él con cautivante serenidad—. Siento cuánto me necesitas. Mis manos te han llevado a un estado de total deseo, y mi boca puede hacer todavía más.
—No...
—Y quiero hacer más. Quiero hacerlo todo. Quiero...
—¡Sexo! —lo interrumpió ella con una exclamación que esperaba tapara las palabras seductoras de él—. Me ofende que hayas pensado que yo estaría dispuesta a entregarme a ti, cuando te has ocupado en dejar bien en claro que lo único que quieres de una mujer es acostarte con ella. —Respiró hondo varias veces.
—Lo que dije fue que no quería ninguna clase de compromiso emocional. Eso no quiere decir que cuando tengo en mis brazos a una mujer muy hermosa y deseable, no me gustaría hacer el amor con ella.
—¡Amor! —exclamó Paula—. Dijiste que amabas a tu esposa...
—Deja a mi esposa fuera de esto —saltó él.
Su reacción fue tan feroz que Paula dio un paso atrás.
Debería haber sabido que no tendría que haber mancillado la memoria de su esposa al incluirla en esa discusión sórdida. Ese pensamiento la enfureció y la hizo levantar el mentón con gesto de desafío.
Debería haber sabido que no tendría que haber mancillado la memoria de su esposa al incluirla en esa discusión sórdida. Ese pensamiento la enfureció y la hizo levantar el mentón con gesto de desafío.
—Yo no soy una de tus fanáticas admiradoras —dijo ella mordazmente—. Soy tu empleada... y espero que me trates como tal.
Confiaba en que sus palabras transmitieran más convicción de la que ella sentía. Incluso en ese momento, despeinado y con la ropa arrugada por las manos exploradoras de ella, Paula tuvo ganas de correr hacia él y suplicarle que volviera a besarla. Pero no podía permitir que lo supiera. Trató de controlar los músculos de su cara.
—Está bien —dijo él—. Ni siquiera el doctor Hambrick ha recurrido nunca a una violación, y Pedro Alfonso tampoco desea tener que hacerlo. —Se dio media vuelta y caminó hacia la puerta. Pero, antes de transponerla, volvió a mirarla con una sonrisa burlona en los labios. —No te sientas tan victoriosa. Me deseas, y yo te poseeré. Es sólo cuestión de tiempo.
Y cerró la puerta con más fuerza de la necesaria.