lunes, 14 de septiembre de 2015

MARCADOS: CAPITULO 20



El señor Kiplinger lucía gesto serio el viernes por la mañana.


Paula temía y a la vez deseaba esa reunión. Pensar en Pedro durante toda la semana le había impedido obsesionarse con el seguro. No habían vuelto a hablar y Paula comprendía qué debía haberle parecido la escena con Leonardo.


De todos modos, no estaba segura de querer comprometerse en una relación que sería más bien a distancia. ¿Sería Pedro capaz de ello?


–Siento el retraso –el señor Kiplinger abrió el maletín y le entregó un cheque–. La investigación ha demostrado que la causa del fuego fue un cable defectuoso.


–¿Un cable defectuoso?


–Sí, en el cuarto de la lavadora.


Paula contempló el cheque que tenía en la mano y el corazón le dio un brinco al leer la cuantía. Emma y ella podrían conseguirse una casa propia.


Lo primero que haría sería comunicarle a Hector que se marchaba. Sin duda se iba a alegrar.


Tras despedirse del inspector de seguros y verlo marchar,
Paula se dirigió a la casa principal. Esperaba que Hector estuviera allí. Podría haber llamado por teléfono, pero prefería comunicarle la noticia en persona.


–Quizás prefieras no pasar –el propio Hector abrió la puerta. Iba en pijama y llevaba un pañuelo en la mano–. He pillado un virus.


–¿Tiene fiebre? –el rostro del hombre estaba enrojecido y sus ojos vidriosos.


–No lo sé –murmuró.


–Me da la impresión de que sí. ¿Ha comido algo?


–No, me acabo de levantar de la cama.


–¿Se ha marchado Pedro?


–Antes del amanecer. No iba a pedirle que aplazara el viaje por unos cuantos estornudos.


–¿Por qué no se sienta en el sillón y me deja prepararle el desayuno? Necesita tomar líquidos.


–¿Y por qué harías algo así? –preguntó él con brusquedad.


–Porque es el padre de Pedro –respondió ella con calma–. Y no, no lo hago para que me permita quedarme más tiempo en la cabaña. La compañía de seguros acaba de pagarme y en cuanto encuentre otra casa, me iré.


–¿Te vas? ¿Y qué pasa con Pedro y contigo? –Hector parecía completamente horrorizado.


–Señor Alfonso, no estoy segura de que Pedro quiera verme aquí más que usted.


–Eso es una tontería –el hombre suspiró resignado–. No sé qué habrá pasado entre vosotros dos, pero esta semana ha estado de un humor de perros. A lo mejor deberías intentar solucionarlo. Estaré en la salita. Me duele tanto la cabeza que apenas puedo estar aquí de pie.


Paula no tenía ni idea de dónde estaba la salita, pero en cuanto preparara el desayuno la buscaría.


La cocina de los Alfonso estaba bien surtida y Paula encontró rápidamente todo lo que necesitaba. En veinte minutos tenía listo el desayuno. Siguiendo el sonido que provenía de un televisor, llegó a la salita en la que había un piano, una estantería con libros, un sillón de orejeras y una butaca reclinable. Hector estaba sentado en la butaca con las piernas en alto.


–He subido el volumen del televisor para que fuera más fuerte que el martilleo de mi cabeza.


–Debería llamar al médico. Podría ser algo más que un resfriado.


–Tonterías. Se me pasará. Solo necesito que me baje la fiebre.


–Con suerte, el desayuno ayudará. He preparado una tisana para que no se deshidrate. A no ser que tenga el estómago revuelto, tómese todo el zumo de naranja.


–El estómago está bien –Hector apagó el televisor–, pero tengo frío.


Paula tomó una manta que había doblada sobre el respaldo de un sillón y se la entregó.


–No te quedes ahí parada con la bandeja –exclamó él tras taparse con la manta–. Se va a enfriar.


–¿Quiere que le deje toda la bandeja o que se lo vaya dando poco a poco? –preguntó ella mientras dejaba el té y el zumo sobre la mesita.


–Añade la tostada al plato de huevos. Con eso bastará.


–Espero que le gusten los huevos revueltos.


–Me gustan los huevos de cualquier forma.


–¿Quiere que me quede aquí mientras desayuna o vuelvo más tarde a recoger la bandeja?


–Me da exactamente igual.


–Entonces me quedaré a hacerle compañía mientras come – Paula sonrió y se sentó.


–Me equivoqué contigo –Paula rompió el silencio al cabo de varios minutos.


–¿Lo dice porque la compañía de seguros me ha exculpado?


–No. Ya me había dado cuenta de que no eras capaz de provocar un incendio.


–¿Y cómo llegó a esa conclusión? –preguntó ella con curiosidad.


–Vi lo alterada que estabas el día que Emma desapareció. Ella lo es todo para ti.


–Es lo que más me importa en el mundo.


–Supongo que es importante que los niños sepan lo que sientes por ellos… que se lo demuestres. Tú lo haces con tu hija. Y Marisa también lo hace con Julian.


–Nunca sabrán lo que sientes por ellos si no se lo dices ni se lo demuestras


–Esto sienta bien –tras probar los huevos, Hector pasó a la tostada–. Me pica la garganta.


–Si quiere, puedo prepararle sopa para cenar –alguien debía cuidar de él en ausencia de Pedro.


–No tienes por qué hacerlo.


–Ya lo sé. Pero se ha portado bien conmigo dejando que me quede en la cabaña, encontrando a Emma…


–¿Esto es un pago por los servicios prestados?


–Y espero que sea suficiente. A mí también me gusta sentirme útil.


–Tú has ayudado a mi hijo –Hector asintió–. Lo ayudaste cuando regresó de Kenia y lo estás ayudando ahora.


–Cualquier terapeuta habría logrado que volviera a ponerse en pie.


–¿Y cualquier terapeuta le habría enseñado a volver a sentir?


Paula guardó silencio, pues no sabía qué decir, ni adónde conducía esa conversación.


–Cometí tantos errores con Pedro que soy incapaz de contarlos todos –Hector dejó el tenedor en el plato y recostó la cabeza contra el respaldo de la butaca.


Paula se mantuvo en silencio. El padre de Pedro necesitaba liberarse de una carga.


–Cuando vino aquí –continuó el hombre–, yo no estaba preparado para un niño tan rebelde. Mi esposa y yo intentamos desesperadamente tener hijos. Cuando ella murió, yo caí en una depresión. Por algún motivo, estaba convencido de que la única manera de salir de ella era formando la familia que siempre habíamos querido. De modo que decidí adoptar. Sabía que no podría ocuparme de un bebé, pero sí de un chico más mayor. ¡Menuda estupidez!


–Porque Pedro tenía un pasado difícil de ignorar.


–¿Te lo contó? –Hector parecía sorprendido.


–Sí, lo hizo. Creo que quería ver mi reacción.


–Eso es culpa mía. Siempre he mantenido su pasado oculto porque pensaba que sería lo mejor para él. Pero él creía que lo hacía porque me avergonzaba del hecho de que su madre hubiera muerto de una sobredosis y de que él fuera hijo ilegítimo. Creía que no lo consideraba realmente mi hijo. Incluso hoy en día creo que sigue pensándolo.


–Pues entonces tendrá que hacerle cambiar de idea.


–No sé si podré. Y si se marcha a África de nuevo, puede que nunca regrese.


–Si le explica cómo se siente, no creo que pase eso.


–¿Y qué pasa contigo? –Hector cerró los ojos durante unos segundos–. Supongo que tampoco quieres que se vaya a África. Mucho menos a Alabama y a los otros diez lugares de su lista.


–En mi trabajo veo a muchos pacientes, señor Alfonso, y todos necesitan sueños. Si algo se les da bien, yo siempre les animo a que retomen esa actividad. Cuando lo dispararon, a Pedro no solo lo hirieron físicamente, y lo mismo cuando Dana lo abandonó. Estaba emocionalmente convulso y le ha llevado dos años volver a tomar una cámara, volver a escribir. Por mucho que no desee verlo marchar, sé que tiene que hacerlo. Tiene un don para las fotos y las historias. Forma parte de él. Y si lo amo, debo aceptarlo.


Hablar de ello consiguió, de algún modo, aclarar el corazón y la mente de Paula. Si de verdad amaba a Pedro, lo aceptaría incondicionalmente. Ya conseguirían hacer funcionar su relación.


–¿Amas a mi hijo? –exclamó Hector.


–Sí. Pero esta semana todo se complicó. Tuvimos un malentendido y surgieron algunas cuestiones de fondo que quizás no seamos capaces de resolver.


–Si amas a Pedro, y él te ama a ti, podrán resolverse. Mi Marta y yo teníamos un carácter muy fuerte. Discrepábamos en muchas cosas, pero conseguimos encontrar el término medio. Si amas a Pedro, seguro que hay algún modo de resolver el malentendido.


–Él no confió en mí –Paula agachó la cabeza.


–¿Y le diste un buen motivo para desconfiar de ti?


Al principio se había sentido furiosa ante la reacción de Pedro. Sin embargo, al pensárselo mejor, al pensar en lo que Pedro había visto al entrar en la cabaña… quizás podría haber impedido la situación. Después de haber hecho el amor, si le hubiera confesado que lo amaba, si le hubiera asegurado que deseaba tener su bebé, quizás habría percibido la escena de Leonardo de otro modo.


¿Qué pasaría si se lo decía una semana después? ¿Podrían regresar al punto en que lo habían dejado? ¿Confiaría Pedro en ella? ¿Podrían soñar con un futuro?


Pedro no parecía muy feliz cuando se marchó –Hector no esperó una respuesta–. Supongo que dedicará tiempo a pensar mientras esté fuera. Cuando estás en una habitación de hotel a solas, tienes mucho tiempo para pensar –la miró fijamente–. ¿Cuándo se produjo ese malentendido?


–El lunes.


–¿Y por qué no habéis hablado desde entonces? –el hombre alzó una mano en el aire–. No hace falta que me lo cuentes. Seguramente estabas enfadada por algo y Pedro… lo primero que suele hacer cuando se siente herido es poner distancia entre él y la persona que le hizo daño.


–Pero si lo que quiere es distancia…


–Yo no he dicho que lo quiera. Aprendió a hacerlo siendo niño. Lo que mejor le vendría sería una persona que lo ayude a modificar ese comportamiento –Hector le entregó a Paula la bandeja–. Piensa en ello mientas intento tragarme toda esta cantidad de líquido que me has traído.


–Si le gusta la sopa de pollo, puedo preparársela para cenar antes de ir a buscar a Emma.


–La señora Tiswald prepara sopa de pollo, pero no le pone maíz. ¿Podrías ponerle maíz?


–Claro. ¿Con fideos o con arroz?


–Fideos.


–Cuente con ello, señor Alfonso.


–Paula –Hector la llamó cuando estaba a punto de abandonar la salita.


Ella se volvió.


–Llámame Hector.


Paula regresó a la cocina con la bandeja y una enorme sonrisa en los labios. Quizás después de haber hecho progresos con Hector, lo lograría con su hijo. Si era capaz de decirle, y demostrarle, a Pedro que lo amaba, a lo mejor él sería capaz de confiar en ella, a lo mejor podrían soñar.








MARCADOS: CAPITULO 19




Paula despertó por la mañana rodeada por los brazos de Pedro. La noche anterior había sido un sueño hecho realidad. Habían pedido la cena al servicio de habitaciones, llamado a Emma para desearle buenas noches, comido langosta y hecho el amor hasta bien entrada la noche.


Pedro se apretó contra ella y Paula sonrió. Sentía perfectamente la erección presionar su trasero.


–Ya veo que estás despierto –bromeó.


–Ya te digo. Te estoy esperando.


El móvil de Paula interrumpió el beso de Pedro.


–Será mejor que contestes, por si es Catalina.


Una de las cosas que Paula adoraba de Pedro era su aceptación de que Emma era lo primero.


Efectivamente, la llamada era de Catalina. Sin embargo, era Emma la que estaba al aparato.


–Buenos días, mami. Catalina dijo que podía llamar.


–¿Me echas de menos?


–Sí, pero volverás hoy ¿verdad?


–Eso es. Seguramente estaré allí a la hora de la cena –Paula colgó el teléfono con un suspiro.


–¿Qué? –preguntó Pedro


–La realidad ha irrumpido y me ha recordado que tengo una vida en Fawn Grove, una vida que adoro. También me ha recordado que mañana voy a llamar al señor Kiplinger. Y el viernes…


–El viernes tomaré un avión con Tony para asistir a una reunión en San Diego –Pedro se sentó a su lado en la cama–. Tenía previsto regresar el sábado. ¿Quieres que lo aplace?


A Paula le encantó el hecho de que estuviera dispuesto a hacer algo así por ella. Amaba a ese hombre, pero tenía la sensación de que debía ocuparse ella sola de ese problema.


–No aplaces el viaje. Si la compañía de seguros ha tomado una decisión, no la va a cambiar.


–Sea lo que sea –él la abrazó–, podrás con ello.


Sí, podría. Pero si la decisión no le era favorable…


Decidió no pensar más en ello. Tenía todo un día por delante con Pedro y estaba decidida a disfrutar de cada minuto.



****


Pedro aparcó en el garaje anexo a la casa principal, pulsó el botón de cierre automático de la puerta y se volvió hacia Paula. Su mente bullía. ¿Qué sería de ellos si se marchaba al extranjero?


–Ya estamos en casa.


–De vuelta a la realidad –Paula sonrió.


Pedro no había olvidado que se enfrentaba a una semana que culminaría con la cita con Kiplinger, pero quizás también tenía otros motivos de preocupación.


–¿Te preocupa la publicación de la entrevista mañana?


–Si te soy sincera –ella se encogió de hombros–, me preocupa más la decisión de la compañía de seguros. La entrevista pondrá las cosas en su sitio o no lo hará. Como alguien me dijo una vez, no puedo controlar la opinión pública.


¿Ese alguien sería Leonardo? Aunque después de lo sucedido, no debía preocuparse por los celos.


–A la larga, la opinión pública no importa.


–Intentaré ser optimista.


–Y también deberías serlo con respecto a Kiplinger. Con suerte, la compañía de seguros habrá descubierto la causa del incendio y ya no habrá más dudas.


Ambos quedaron en silencio, al parecer sin demasiadas ganas de bajarse del coche.


–¿Te apetece venir un rato a mi casa? –preguntó Paula.


–Me encantaría, pero tengo que hablar con mi padre –Pedro no tenía ni idea de cómo iba a reaccionar su padre. O a lo mejor sí la tenía, y quería acabar cuanto antes con esa discusión.


Pero…


Al mirar a Paula supo que no deseaba separarse de ella aquella noche. La quería toda para él. El sexo con ella no había saciado su deseo, le había hecho desear más y más.


Se bajaron del coche y sacaron sus maletas de la parte trasera.


–¿Cuándo volveremos a disfrutar de tiempo a solas? – preguntó él antes de besarla.


–No lo sé. Cuando Emma se haya dormido, podrías venir y… 


–¿Meterme a escondidas en tu dormitorio sin hacer ruido?


–No sé si será posible.


Pedro sonrió al ver las mejillas de Paula teñidas de rubor. 


Cuando ella lo miró con sus enormes ojos marrones, él la tomó en sus brazos y la besó como había deseado hacer durante todo el viaje. El trayecto le había parecido eterno. 


Dos horas y media pegado a ella sin poder tocarla.


Interrumpió el beso y se dirigió a la puerta para cerrarla con llave.


–¿Qué haces?


–Esta es la única entrada que puede abrirse desde el exterior. Necesitamos un poco de intimidad.


–Supongo que no estarás considerando seriamente…


Pedro la besó de nuevo y se aseguró de que ella supiera muy bien lo que estaba considerando.


–Nunca había hecho algo así.


–Siempre hay una primera vez –murmuró él, apartándole los cabellos y besándole el cuello.


En cuestión de segundos, Paula empezó a arrancarle la camisa para tocarle la piel desnuda.


Era una caricia mucho tiempo soñada por él, pero la realidad había superado con mucho la imaginación. Pedro no habría podido detenerse aunque le hubieran enchufado con una manguera. Paula le producía tanto placer que casi ni sabía quién era cuando estaba con ella. Se sentía libre del pasado, curado de una terrible experiencia que le había costado demasiado. Ella lo obligaba a necesitarla de un modo que derribaba todos los muros. Cuando no estaba con ella, Pedro se sentía desconcertado, la echaba de menos, y a Emma también. Y al mismo tiempo evitaba soñar con algo que dolería demasiado si estallara algún día.


Era mucho más fácil concentrarse en el aspecto físico, ceder a la lujuria, disfrutar del placer.


Paula llevaba puesta una falda y mientras le besaba el cuello, Pedro la subió hasta la cintura.


Paula intentó soltar el cinturón del pantalón, pero necesitó la ayuda de Pedro que rápidamente regresó a la tarea de deslizar las braguitas por las piernas.


Ella se las terminó de quitar mientras se apoyaba en los hombros de Pedro que deslizó una mano por el interior de sus muslos. Estaba preparada. Mucho más que preparada.


Y él también.


Segundos más tarde, Pedro estaba desnudo de cintura para abajo, besándola mientras la apoyaba contra el capó del coche y ella le rodeaba la cintura con las piernas. La primitiva urgencia por hacerla suya lo volvió a sacudir, como lo había hecho en el hotel. Desconocía lo que les tenía reservado el futuro, pero sabía muy bien lo que deseaba en ese mismo instante.


Deseaba hundirse en Paula.


Y eso fue exactamente lo que hizo.


Cada vez que ella gemía, cada vez que le pedía más, él se hundía un poco más y se sentía más satisfecho, más hambriento. Paula le rodeó el cuello con las manos y le arañó la espalda.


Ella fue la primera en llegar mientras lo llamaba y se agarraba a él con más fuerza. El mundo de Pedro se redujo a esa mujer y sus propias reacciones. Cuando llegó su liberación, fue desquiciante y no quedó rastro de pensamiento coherente en su cabeza.


Paula apartó las piernas y empezó a colocarse la falda. Y de repente, la realidad cayó sobre él como un jarro de agua fría.


Ella también debía haberse dado cuenta, pues se tapó la boca con una mano.


–¡Madre mía!


–No hemos utilizado protección –él verbalizó sus miedos.


–No debería haber ningún problema –ella hizo unos rápidos cálculos mentales.


–Si te quedaras embarazada, puedes contar conmigo –a Pedro no le gustó que ella desviara la mirada tan rápidamente.


Paula parecía confusa, como si se estuviera preguntando el significado de aquello. Pedro tampoco estaba muy seguro, pero sí sabía que, si había engendrado un hijo, lo reconocería como suyo.


–Tengo que volver con Emma –ella se agachó para recoger sus braguitas.


Deberían hablar de lo sucedido, pero, por otra parte ¿qué sentido tenía ya?



****


En cuanto Paula entró en las oficinas de Raintree el lunes por la tarde, con Julian y Emma, la pequeña corrió al despacho de Pedro con el dibujo que había hecho.


Marisa tomó a Julian en brazos, pero Paula era más consciente de la actitud de Pedro, que lo había dejado todo para contemplar el dibujo de Emma.


–Esta soy yo –él rodeó a la pequeña con un brazo mientras escuchaba atentamente sus explicaciones–, y tú, y mamá… y estos son globos.


–¿Has leído los comentarios sobre el artículo? –preguntó Marisa–. Todos son buenos, salvo el que habla de que todo el mundo debería tener un viñedo Raintree para recuperarse de un trauma.


Paula había echado un vistazo a los comentarios durante su pausa para comer y poco antes de marcharse del trabajo. El artículo, junto con la historia de Ann Custer, cuyo esposo se encontraba en Afganistán, había sido el tema de conversación entre sus pacientes durante todo el día. Todos habían coincidido en que nunca habían oído hablar del Club de las Mamás antes de leer el artículo de Pedro y se alegraban de que se le estuviera haciendo publicidad.


–Me alegra que Leonardo y tú me convencierais para que le dejara a Pedro publicarlo –le agradeció a Marisa–. Quizás anime a otros padres que hayan recibido ayuda para contar su historia.


–Hay un periódico de Sacramento que quiere publicar la serie. Pedro volverá a ser famoso.


–Podría marcharse de nuevo –contestó Paula en un susurro.


–Y eso no te gustaría –Marisa interpretó el gesto de Paula.


–No. Pero no estoy segura de que importe lo que yo quiera.


Paula no había dicho lo que pensaba realmente, que no estaba segura de que ella importara. Una cosa era el sexo y otra el amor. Ella amaba a Pedro, pero no estaba segura de ser correspondida.


La expresión de Marisa era de simpatía, como si lo comprendiera todo. Y a lo mejor era así. ¿No había mantenido ella una relación con un vaquero que se había marchado?


Pedro seguía atento al parloteo de Emma cuando Paula se acercó. Sus miradas se fundieron y ella se sintió estremecer, como se había estremecido en el garaje después de hacer el amor. ¿En qué demonios había estado pensando? Bueno, era evidente que no había pensado. De lo contrario, jamás habría practicado sexo sin protección. ¿Y si se quedaba embarazada?


Ya se ocuparía de ello, igual que se había ocupado de todo lo que le había ido sucediendo. Un bebé era un regalo. Y el bebé de Pedro sería…


–Buena acogida del artículo –observó él–. Tengo más voluntarias para ser entrevistadas.


–Voy a empujar a Julian –anunció Emma, animada por lo mucho que parecía divertirse el hijo de Marisa, sentado en la silla con ruedas, siendo empujado por su madre.


–Esos dos hacen buena pareja –observó Pedro antes de señalar el dibujo–. Supongo que somos los tres en el festival.


–Los niños siempre recuerdan los buenos momentos – asintió Paula.


–Pensaba que me llamarías para contarme algo sobre tu conversación con Kiplinger.


–Llamé esta mañana y dejé un mensaje. Hasta esta tarde no me devolvió la llamada. Lo único que quiso decirme fue que me daría la respuesta de la compañía de seguros el viernes.


–¿Estás segura de que no quieres que aplace mi viaje a San Diego?


–Estoy segura.


Pedro tomó a Paula de la mano y la atrajo hacia sí para besarla. Sin embargo, ella se lo impidió.


–Alguien podría entrar.


–Sí –asintió él–. Vas a tener que decidir si somos pareja o no –no solo no se apartó, la atrajo más hacia sí–. Tengo una cena de negocios en la ciudad, pero puedo pasarme esta noche.


¿Sería capaz de confesarle a Pedro sus sentimientos por él? 

¿Lo dejaría entrar en su dormitorio decidida a mantener esa aventura se quedara Pedro en Raintree o no?



****


Una hora más tarde, Paula seguía pensando en Pedro y su talento como reportero gráfico mientras preparaba una cena a base de pavo asado, sándwiches de queso, fruta y zanahorias crudas. Quizás luego tomarían una de esas galletas de pepitas de chocolate que tanto gustaban a Pedro.


El golpe de nudillos en la puerta le sobresaltó. No se imaginaba quién podría ser. ¿Catalina?


Pero fue a Leonardo a quien encontró al otro lado de la puerta, y llevaba un ramo de flores.


–¡Qué sorpresa! –Paula recuperó sus modales–. Pasa.


–La entrevista es genial –él le entregó las flores–. Son por las agallas que has demostrado.


–El mérito es de Pedro. Yo me limité a contar lo que sucedió.


–Pero tú lo hiciste real, por cómo te sentiste cuando te diste cuenta de que la casa estaba en llamas, por cómo escapaste con Emma, cómo te trasladaste a esta cabaña aceptando la ayuda de los demás. Esa foto de las dos es estupenda, muy conmovedora. Lo digo en serio.


A Paula le pareció que Leonardo se comportaba de una manera extraña.


–Las pondré en agua –Paula sacó un jarrón del armario y lo llenó de agua.


–He venido por otro motivo también –Leonardo parecía algo turbado–. ¿Te pillo en mal momento?


–¿Qué sucede? –Paula enarcó una ceja sin saber muy bien qué pretendía ese hombre.


–Ayer estuve practicando escalada –él suspiró resignado.
Paula lo miró atentamente. Un hombro parecía más caído que el otro, como si estuviera tenso.


–¿Qué pasó?


–No sé lo que hice. La gente me dice que me estoy haciendo viejo para escalar, pero yo no quiero oírlo. De modo que no me sueltes un sermón.


–Yo no suelto sermones –a Paula le gustaba ese hombre, aunque solo como amigo.


–Me alegro. Me gustaría que le echaras un vistazo al hombro.


–Leonardo, yo no soy médico.


–Esa es la cuestión. Quiero saber si debería acudir al médico. No me apetece pasarme horas esperando en urgencias, radiografías… Pensé que podrías echarle un vistazo y darme tu opinión.


Aunque no fuera médico, sí trataba a pacientes a diario.


Viera lo que viera, iba a aconsejarle que acudiera a un especialista. La cuestión era si podría esperar o si debía acudir a urgencias.


–Emma está dibujando en su habitación, eso le llevará un buen rato. Tengo unos minutos.


–¿Tengo que quitarme la camisa?


–Sí, si quieres que le eche un vistazo al hombro –Paula recordó lo que le había contado–. ¿Cómo te mantienes en forma para practicar la escalada una vez al mes?


–Voy al gimnasio tres veces por semana.


–De todos modos, con el tiempo los músculos pierden elasticidad. Envejecer es duro.


–Lo dices como si tuvieras que preocuparte por ello –él sacudió la cabeza–. Las mujeres se preocupan por las arrugas. Los hombres por no poder hacer abdominales.


Paula soltó una carcajada hasta que vio la postura del brazo al quitarse la camisa.


–¿Exactamente cómo te lesionaste?


–Me lo torcí al caer.


–Espero que no fuera desde mucha altura.


–No llegó a dos metros. Rodé, pero aterricé sobre el hombro.


–¿Te duele el cuello? –Paula lo estudió como hacía con cualquiera de sus pacientes.


–No. Solo el hombro.


–Date la vuelta y déjame examinar la lesión.



****


Cuando supo que la cena había sido cancelada, Pedro no pudo reprimir una sonrisa. Iba a poder pasar la noche con Paula… y Emma. Y cuando Emma se durmiera, hablarían sobre lo sucedido en el garaje, de lo que pasaría si se quedaba embarazada, si se convertían en pareja. La noche anterior se había imaginado a los tres viviendo en la casa principal. Después del viernes, Paula tendría más información y podría empezar a planificar su vida de nuevo.


Pedro le gustaba la euforia generada por la adrenalina que corría por sus venas mientras se acercaba a la cabaña de Paula. Disfrutaba con la anticipación que lo calentaba por dentro. Intentó olvidar todo lo que le había dicho su padre y todo aquello en lo que no quería pensar.


Pero la escena de la noche anterior se repetía en su mente como una mala película.


–¿Por qué huyes de nuevo a África? –le había preguntado su padre.


–No huyo. Hago lo que mejor sé hacer.


–De acuerdo, ganaste un premio. Eres un reportero gráfico consagrado. Pero Raintree es tu hogar. Te pasas la vida huyendo de aquí, como si yo te hubiera hecho algo terrible. ¿O acaso el viñedo es solo el lugar en el que quedarte cuando no tienes otro sitio al que ir?


–Nunca te prometí que fuera a quedarme. Nunca te prometí hacerme cargo del viñedo algún día. De hecho, jamás me preguntaste si lo haría.


–¿Preguntarte? ¡Eres mi hijo!


–¿Lo soy?


La pregunta había quedado flotando en el aire, junto con todas las conversaciones que nunca habían mantenido, los remordimientos de su padre, la infancia de la que no podía escapar. Al llegar a Raintree, su padre había mantenido las distancias, y así había seguido todos esos años.


–Vas a hacer lo que te apetece hacer –añadió su padre con amargura–. Siempre lo has hecho.


La pregunta que lo había atormentado desde hacía años, por fin salió de los labios de Pedro.


–Después de adoptarme ¿querías realmente quedarte conmigo? ¿No deseaste poder devolverme al lugar del que había venido?


–La idea que tenía de la adopción fue muy distinta de la realidad que me encontré –Hector parecía impresionado por las palabras de su hijo.


–De modo que sí quisiste devolverme.


–No. Pero tampoco supe cómo relacionarme contigo. No sabía cómo consolar a un niño que rechazaba todo consuelo.


–Desde luego no vertiendo tu frialdad sobre un niño de doce años que no tenía adónde ir.


Pedro se había marchado, igual que cuando era más joven, con la sensación de que necesitaba encontrar su lugar en el mundo.


Y había encontrado a Paula.


Llamó a la puerta antes de abrirla. Pero necesitó unos minutos para registrar la escena.


Y al hacerlo, dio un paso hacia atrás.


Porque lo que vio fue a Leonardo, sin camisa. Vio a Paula acariciándole el hombro como si disfrutara haciéndolo. Se miraban a los ojos. Sobre la encimera de la cocina había un ramo de flores. Y de repente, la foto de Dana besando a otro pasó ante sus ojos. Todo lo que había sentido al verla, al comprender que le había sido infiel, regresó de golpe. 


Traición, resentimiento, amargura.


Recordó cómo Leonardo le había guiñado un ojo a Paula la noche de la fiesta. Recordó cómo le había apretado el brazo antes de iniciarse la búsqueda de Emma. Recordó las palabras de Leonardo: «me alegra que siguiera mi consejo», cuando supo que ella estaba considerando ser entrevistada.


La sensación de traición era más aguda, más fuerte, de lo que había sido con Dana. El dolor era tan profundo que resultaba mucho peor que las heridas de bala.


–Es evidente que prefieres a los hombres mayores –la amargura dictó sus palabras–. Supongo que lo sucedido entre nosotros no significó nada.


Leonardo y Paula se volvieron hacia él y lo miraron como si le hubiera crecido una segunda cabeza.


Pedro, te equivocas –Leonardo dio un paso hacia él–. Sea lo que sea que pienses, te equivocas.


–¡Pedro! –Paula también dio un paso hacia él.


–¿Me equivoco? Estoy muy seguro de lo que veo –contestó él a Leonardo–. No llevas puesta la camisa. Paula tiene las manos sobre ti. Dos y dos suman cuatro.


–Puede que estés mirando a través de una lente distorsionada –sugirió el otro hombre con calma.


Paula parecía horrorizada.


–Si crees de verdad que es el manguito rotador –Leonardo se volvió hacia Paula mientras se colgaba la camisa del hombro–, acudiré a urgencias.


–No estoy segura del todo –Paula estaba muy pálida–. Tendrán que hacerte pruebas, seguramente una resonancia magnética. No creo que debas conducir tú mismo.


–¿Manguito rotador? –Pedro asistía perplejo a una conversación que no tenía sentido, que no encajaba con las flores o el modo en que se habían estado mirando.


–Será mejor que te lo explique Paula –contestó Leonardo antes de abandonar la cabaña.


–¿Qué era todo eso? –preguntó Pedro mientras un presentimiento se extendía por su pecho.


–Es evidente lo que tú crees que era –Paula empezaba a recuperar el color–. ¿Cómo has podido pensar que me sentía atraída hacia Leonardo después de…? –se detuvo como si se avergonzara.


–Ni siquiera quieres que se sepa que nos estamos viendo.


–Por el chismorreo. Por la reputación de los viñedos. Por mi reputación.


–¿De verdad no hay nada más? A lo mejor no estás preparada para empezar algo nuevo.


–¿Y tú? ¿Lo estás tú? Acabamos de empezar una aventura y tú te marchas a África.


Una aventura. Era lo que él había empezado mientras intentaba convencerse a sí mismo de que vivían el presente, no el futuro. Intentando no mirar al futuro.


A lo mejor su padre había estado en lo cierto. ¿Huía de todo lo que pudiera lastimarlo? ¿Huía de todo lo que podría hacerle echar raíces? ¿Qué había estado haciendo Paula con Leonardo?


Y como si ella hubiera leído su mente, como si hubiera oído las preguntas sin formular, como si supiera que Dana seguía atormentándolo, se lo explicó.


–Leonardo estaba escalando ayer, se cayó y se torció el hombro. No quería ir al hospital y me pidió que le echara un vistazo. Nada más, Pedro. Nada más.


La manera en que le hablaba le alertó sobre lo que seguiría. 


Estaba furiosa con él.


–Emma está dibujando en su habitación. ¿De verdad me crees capaz de hacer lo que estabas pensando, con ella aquí? ¿Crees que lo haría después de haber pasado el fin se semana haciendo el amor contigo?


¿Qué podía contestar? Porque durante unos minutos, eso era justo lo que había pensado.


–Si no confías en mí, Pedro, no tenemos nada. Ya pasé por un matrimonio en el que mi esposo no confió en mí. No confió en mí para contarme lo que estaba pasando, que nuestra economía se hundía, que el negocio se hundía, que nuestra hija era una carga que no deseaba soportar.


–La confianza es una vía de doble sentido –las palabras de Paula enfurecieron a Pedro–. ¿Confías tú en mí? ¿Confías en que te apoyaré si te quedas embarazada?


–A lo mejor no quiero a alguien que se limite a apoyarme. A lo mejor busco algo más.


¿Sabía él ofrecer algo más? Nunca lo había hecho y por tanto no estaba seguro.


–Mira, mami –de repente, Emma salió de su habitación.


–Qué bonito, cariño –Paula tomó el dibujo de su hija y lo estudió.


A pesar de que intentaba fingir normalidad, el temblor en su voz era evidente para Pedro.


–¿Te vas a quedar a cenar? –la niña lo miró.


Pedro miró a Paula y a su hija y, de repente, vio lo que no había visto antes: la cena a medio preparar, las galletas de pepitas de chocolate. Y no supo qué decir. No supo si sería capaz de reparar el daño que acababa de causar, si recuperarían la pasión y la felicidad del fin de semana.


–Esta noche no, cielo –le contestó a la pequeña–. A lo mejor otro día.


Paula no secundó sus últimas palabras y, por su expresión, parecía no desear verlo nunca más. Necesitaban espacio. El espacio siempre lo había ayudado a pensar mejor. El espacio siempre le había proporcionado una sensación de paz.


Paula acarició la cabeza de Emma. Los muros se elevaron. 


Las puertas se cerraron para él.


–Si no te veo antes del viernes, que tengas un buen viaje.


En otras palabras, ella también quería espacio.


Cuando abandonó la cabaña, Pedro se extrañó de que el espacio ya no le pareciera bueno