martes, 11 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 4




Paula no se echó a llorar. Quizá se debiera a que estaba aturdida y entumecida, a que era incapaz de pensar. Le era imposible quedarse en la cama, su inquietud era tal que le impedía descansar. Necesitaba hacer algo, así que se levantó y se puso una camisa y un par de calcetines de Pedro. Solía ponérselos los domingos por la mañana, para descansar. Se dedicaría a limpiar la casa, eso la ayudaría a pasar el tiempo.


Antes de comenzar, la casa parecía un poco abandonada. 


Para ella, las tareas caseras no eran una prioridad. Al fin y al cabo, los albañiles echaban a perder todos sus esfuerzos. 


Para cuando terminó de limpiar el despacho, las arañas habían huido asustadas. Solo cuando pasó a la futura habitación de los niños a raspar los restos de escayola, tomó aliento y recordó la situación en que se hallaba.


Eso bastó. Paula pasó una hora acurrucada en un rincón del dormitorio, retorciéndose y torturándose, sin dejar de observar el lugar en el que tenía pensado poner la cuna.


Llorando, preparó una bolsa de agua caliente y volvió a la cama; poco a poco, sus sollozos fueron cediendo. Escuchó atenta todos los ruidos, con la esperanza de oír el coche de Pedro. Pero fue inútil. En el fondo intuía que sería así. Lo sabía.


Pasó la mayor parte de la noche despierta, reflexionando. 


Nunca había sido tan infeliz. Al contrario que Pedro, ella había tenido una infancia feliz, sin traumas ni tragedias. Sus padres, que vivían en California, la adoraban. El sentimiento de desgracia era para ella una novedad. Paula se sentía traicionada, sin confianza en sí misma. Él la había rechazado, había elegido a otra persona. Era como si le dijera que no era lo bastante buena para él. Y su autoestima estaba por los suelos


A la mañana siguiente se levantó de la cama a duras penas, medio enferma. Durante todo el día continuó con las tareas de la casa, parándose de vez en cuando para echarse a llorar. La casa debía tener buen aspecto, si es que había que fotografiarla para ponerla a la venta. Hablaría con un agente al día siguiente. De momento, se sentía incapaz de descolgar el teléfono sin echarse a llorar.


Por fin, comenzó a anochecer. Se sentía débil, tenía náuseas y estaba agotada. El silencio y la soledad de la casa la sofocaban. Desesperada, se dirigió a la cocina y se sirvió una copa de vino. Aquel líquido rojo consiguió relajarla, pero no evitar que siguiera torturándose, pensando en Pedro. Por eso se sirvió una segunda copa, creyendo que le serviría de anestesia.


Tras unos cuantos sorbos se sintió mejor. Quizá incluso fuera capaz de dormir. Estaba mareada, apenas era consciente de que no había comido nada. Paula suspiró, a punto de darse media vuelta, cuando sintió que alguien la observaba. Lentamente volvió la cabeza, llevándose la mano al pecho, aliviada.


—¡Pedro! —exclamó borrando de inmediato la alegría de su rostro, para esbozar una expresión seria—. No te he oído entrar.


Él estaba terriblemente atractivo. Su aspecto era el de un seductor ejecutivo, un amante de corbata a medio desatar y camisa a medio desabrochar. El amante de otra, pensó Paula. Y ahí estaba ella, sucia con aquella camisa grande y aquellos calcetines.


Tiró de la camisa y de inmediato se arrepintió al ver cómo Pedro se quedaba mirando sus piernas desnudas.


—¿Qué tal estás? —preguntó él, tenso.


—Bien.


—Huele a productos de limpieza.


—Es solo una táctica de distracción —contestó ella, aturdida.


—Comprendo —dijo Pedro lamiéndose los labios, sin dejar de contemplarla—. Creo que a mí tampoco me vendría mal un trago.


Paula alcanzó un vaso y lo lanzó, junto con la botella, deslizándolo por la encimera de la cocina. Él estaba demasiado cerca, podía oler su fragancia. Paula respiró profundamente, tratando de grabar aquella sensación en su memoria para siempre.


—Has vuelto pronto del trabajo —observó ella.


Pedro asintió. No tenía intención de confesarle que aquel día ni siquiera había ido a trabajar, que lo había pasado torturándose, tratando de hacerse a la idea de que ella era igual que las demás mujeres: una persona en la que no se podía confiar.


—He venido a hacer la maleta —contestó él, impasible, como si no tuviera emociones.


Pedro se felicitó por su interpretación, pero sus ojos seguían contemplando a Paula llenos de deseo. Ella estaba ruborizada, su mirada era lánguida a causa del vino. Él se preguntó cuánto habría bebido. Se había hecho una coleta y estaba guapa. Le gustaba ver su rostro al natural, sin maquillaje. Sus labios eran rojos, y el superior se curvaba de tal modo que no podía evitar desear besarla. Aquella camisa dejaba ver en exceso sus largas e incomparables piernas. Al alzar el brazo para alcanzar el segundo vaso, había podido observar cómo la camisa se pegaba a su precioso trasero.


—Entonces te vas —comentó ella.


—Aja —respondió él, pensativo, con el ceño fruncido.


Lo excitaba verla vestida con aquella camisa masculina. Le quedaba grande, pero modelaba con sensualidad sus pechos. Él incluso se aventuró a conjeturar que no llevaba nada debajo. Pero para él, desde ese momento, Paula era tabú. Aún era su mujer, pero solo porque así constaba en un pedazo de papel. Sintió cierta amargura en la boca, y se apresuró a amortiguarla con un sorbo de vino.


—Hoy tienes mejor aspecto —comentó él preguntándose por qué se permitía el lujo de mantener aquella conversación, cuando lo que debía hacer era huir.


—¡Vaya! —exclamó ella mirando para abajo, alzando un brazo y dejándolo caer—. Seamos sinceros, estoy horrible.


Hubo un tenso y desagradable silencio. Incapaz de pensar en nada que decir, aunque fuera algo banal, Pedro largó una mano hacia la botella de vino justo al mismo tiempo que
ella. Sus manos tropezaron... y permanecieron en contacto durante unos electrizantes segundos. Él tragó, juró en silencio y se derritió por dentro. La deseaba.


—Tú primero —cedió él.


La mano de Paula, temblorosa, acabó derramando el vino. 


Su precioso rostro se ruborizó. Por fin, ella alcanzó una bayeta. Paul tenía los labios entreabiertos, resultaban tan dulces que él no pudo resistirse por más tiempo. Bajó una mano y la colocó sobre su brazo, diciendo con voz ronca:
—Déjame a mí.


Pedro se aclaró la garganta y limpió el vino, fingiendo concentrarse en la tarea. Pero Paula no apartó la mano ni se echó atrás, sino que permaneció a su lado, tentándolo. 


Hacía semanas que no ocurría algo así, pero era ya demasiado tarde. Pedro llenó el vaso hasta arriba, con tal de hacer algo.


—Así que... —comentó él haciendo tiempo, incrédulo ante su propia reacción.


—¿Sí? —preguntó ella con voz y labios trémulos.


Pedro solo podía pensar en cómo sabrían esos labios si los tomara al asalto. Se rendirían, carnosos. Gimió levemente, dio un largo trago de vino y trató de buscar algo que decir.


—Eh... creo que voy a hacer la maleta.


Le había costado trabajo decir esas palabras. Lo que en realidad quería era quedarse con Paula, contemplarla. No, abrazarla. Deslizar las manos por debajo de la camisa y sentir su fabuloso cuerpo rendirse ante él. Y lenta, profundamente, hacerle el amor con pasión, hasta volverla loca...


—Bien.


Ella dio un sorbo de vino cerrando los ojos. Su rostro tenía una suavidad que nunca antes había observado. Paula siempre había sido delgada, sus pómulos siempre habían sido prominentes, pero en aquel momento su belleza resultaba arrebatadora. Era tremendamente femenina, sugerente.


—Bueno, primero terminaré el vino.


Una vez más, Pedro se escuchó a sí mismo diciendo estupideces. ¿Por qué se sentía tan incapaz de decirle la verdad, de demostrarle lo que sentía? Sabía la respuesta. 


En pocas palabras: instinto de defensa. Se había pasado la vida tratando de defenderse de los demás. Con Paula, al principio, había hecho una excepción, creyendo que ella jamás lo decepcionaría, que permanecerían juntos para siempre. Pero era evidente que había cometido un error.


—Hay ropa tuya en la secadora —comentó ella dejando el vaso sobre la mesa con exquisito cuidado, como siempre, y señalando en dirección al lavadero.


Fue entonces cuando Pedro comprendió que Paula estaba algo achispada. Resultó de lo más fácil desviar de manera traviesa el peso de su cuerpo en dirección a ella para
tropezar.


—¡Oh, uy! —exclamó ella, sorprendida.


Él alargó con rapidez los brazos para evitar que Paula se cayera. Pero, ¿qué demonios estaba haciendo?


—Lo siento, ha sido culpa mía —dijo él soltándola, haciendo un supremo acto de voluntad.


—No, la culpa ha sido mía.


En efecto, Paula estaba un poco ebria. Ni siquiera se apartó. 


Su actitud era, en cierto modo, de penoso abandono. Sin pensarlo más, Pedro la tomó en brazos y la atrajo hacia sí, sujetándola con fuerza contra su pecho. Era natural que ella estuviera desorientada. Se conocían desde la adolescencia. Y separarse sería para los dos... Él dejó de pensar en ello. Era demasiado doloroso.


—Pronto te encontrarás bien —aseguró él.


Paula era una persona con mucha resistencia. Iba con su divertido hipo por la vida, que a él tanto lo hacía reír, y con su mente aguda, que tanto lo impresionaba. Pedro la envidiaba. Nada ni nadie, jamás, la asustaba. Nunca se había sentido rechazada, nunca se había sentido como un estorbo. Era una persona segura de sí por completo, y no tardaría en caer en las redes de una nueva conquista... Pero no, eso jamás lo permitiría.


Pedro sintió de pronto un violento malestar, alzó la barbilla de Paula con firmeza y la besó con pasión en los labios, estrechándola contra sí dolorosamente, contra su cuerpo excitado. Notó el sobresalto de ella, el estremecimiento que la recorrió de arriba abajo. Cuando por fin, creyendo que la molestaba, estaba a punto de soltarla, Pedro sintió las manos de Paula deslizarse por su pecho y enredar los dedos en los huecos entre los botones. Era uno de sus movimientos favoritos.


No tardaría en tratar de desabrochar esos botones enfebrecida, para acariciarlo y saborearlo con labios, dientes y lengua. Él arqueó todo su cuerpo, deseoso. Gimió sabiendo que jugaba con fuego, y comenzó a besarla con más calma, a explorarla con más suavidad, lentamente.


Su intención era, por último, dar un paso atrás y despedirse, pero el camino al infierno estaba siempre lleno de tentaciones. Porque Paula no estaba dispuesta a decirle adiós sin más. Parecía deseosa de aquella pasión y de aquel fuego, sus labios se movían de forma desatada, y sus manos frenéticas le arrancaban la ropa.Pedro sintió un desenfreno en su interior. En medio de la niebla y de la ceguera de su mente, levantó a Paula y la puso sobre la encimera de la cocina, sin soltar su nuca y sin dejar de besarla, deslizando una mano por debajo de su top y posándola bajo uno de sus pesados pechos.


Los ojos de él se cerraron en la agonía de aquella bendición. 

Como siempre, la sensación era de una increíble voluptuosidad, tentadora y sexy. Tenía que quitarle la camisa a Paula. Impaciente, se la levantó y dejó que ella se la quitara.


Por un momento el cuerpo de ella se estiró, esbelto y menudo, tremendamente erótico, con sus preciosos pechos hacia arriba, mientras alzaba los brazos por encima de la cabeza para quitarse el top. Él estaba temblando, maravillado ante sus pezones, tensos para él, tentándolo...


Saborearla fue dulce. Sus puntas se moldeaban ante los labios de Pedro mientras Paula lo agarraba del pelo, gimiendo. Bajo sus manos, el cuerpo de ella era bello y suave, radiante. Las sensaciones eran tan intensas que él se sintió borracho, tan borracho que apenas podía mantenerse en pie.


Pedro enterró el rostro en la firmeza del cuerpo de Paula, inhalando su fragancia única mientras besaba y adoraba—cada centímetro de sus voluptuosos pechos. Pero ella tenía prisa, lo agarraba con fuerza de unos cuantos mechones de pelo. Él sentía arder su semblante de tanto desesperado beso y mordisqueo, de tanto lamer el labio inferior de Paula, lleno de urgencia. Todo él se llenaba de trabajosos jadeos, su mente era un caos de fuego y placer en el que no cabía nada más.


Ella tomó su mano, arrastrándola desde uno de los rosados pezones hasta la abertura de sus piernas. Pedro, a punto de protestar, dejó escapar en cambio un gemido gutural al encontrar allí su carne húmeda, esperándolo. La cabeza le daba vueltas pero, al fin, consiguió agarrar a Paula de la cintura y levantarla. Con las largas piernas femeninas enrolladas a la cintura, Pedro se tambaleó a duras penas hasta el salón, besándola y devorándola con ardor mientras ella se estrechaba y acurrucaba contra su cuerpo.


Él la dejó sobre la alfombra y se quitó aprisa la ropa con la impaciencia de un adolescente. Los cabellos de Paula caían sobre su rostro, se le había soltado la coleta. Ambos se miraron el uno al otro, con los ojos llenos de deseo. Los de ella se tornaron más y más eróticos conforme él se desnudaba, mientras sus labios se abrían sugerentes y su corazón parecía a punto de estallar.


Ella no deseaba una lenta y sensual seducción. Pedro mismo estaba embargado hasta tal punto por la desesperación, que llegó incluso a pensar, en un rincón de su caótica mente, que aquella sería la última vez que hicieran el amor. Él siempre se había mostrado tierno y afectuoso con ella, pero en esa ocasión su pasión cobró una nueva dimensión. Pedro jamás había visto a Paula tan desinhibida, tan intensamente apasionada y fiera. Ella lo confundía y lo dejaba sin sentido; cada una de las caricias que le procuraba tensaba sus nervios, lo hacía arder. Los dos gritaban y gritaban, sus cuerpos se movían con exquisita perfección, extrayendo de aquella unión hasta la última gota de placer.


A pesar de la ceguera momentánea de sus ojos. Pedro encontró a Paula más bella que nunca. Dulce, erótica, ella lo excitaba con la mirada, con las manos y con todo su cuerpo, hasta dejarlo sin sentido. Todo él ardía. Los nervios se le agarrotaban de puro y exquisito dolor. Él no podía soportarlo. No podía más. Era demasiado maravilloso, demasiado... Olas y olas de placer, una y otra vez. Y otra...


Apenas podía respirar. Pedro parecía balancearse en el abismo, cada músculo de su cuerpo se tensaba con tal fuerza que todo le dolía. Y después, de forma gradual, comenzó a recuperar la conciencia, a relajarse hasta volver a la tierra. De vuelta a la sensación de culpa, al arrepentimiento por algo que no había hecho.


Paula permaneció inmóvil bajo él, con los ojos cerrados y una sonrisa serena en el rostro. Con suavidad, él le apartó el pelo de la cara.


—Paula...


Ella no se movió. Pedro se apartó con cuidado, tratando de no molestarla para evitar pesarle y disfrutar, al mismo tiempo, del lujo de aquellos extraordinarios estremecimientos que recorrían todas y cada una de las células de su cuerpo. 


Él tragó. Una fuerte emoción invadía su pecho, derribando todas las barreras que con tanta dificultad había erigido y arrastrando todo su ser hacia una destructiva debilidad.


—¡Paula! —exclamó en un susurro, volviéndose para mirarla.


Ella estaba profundamente dormida. Pedro se alegró. Tenía que tomar una ducha, recoger aprisa algo de ropa... Y llamar por teléfono a Celina.






lunes, 10 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 3




HUBO un terrible silencio. Paula no respiró ni se movió, aterrorizada ante la enormidad de lo que acababa de decir... ante lo inevitable. De inmediato notó que había asustado a Pedro, que estaba tan tenso como ella. Entonces él habló en un tono de voz extraño, ronco, como si también su corazón estuviera hecho pedazos.


—Te traeré una bolsa de agua caliente y un termómetro. Y miel, y limonada. Hablaremos cuando hayas dormido y te encuentres mejor.


—¡Hablemos ahora, antes de que tengas tiempo de inventar una excusa!


—¿Tan poco confías en mí? —preguntó él con tristeza, ausente.


Paula sintió que la amargura la invadía. ¿Confiar en él? 


Habría estado dispuesta a confiarle su vida. Pedro siempre había tenido en sus manos su amor, su futuro, sus esperanzas. Pero la había defraudado. Ella se estremeció. 


Era como si hubiera llegado hasta el mismísimo infierno, y quisiera arrastrarlo a él también.


—De haber llegado tú a casa de forma inesperada y haberme encontrado medio desnuda, rodeada de calzoncillos y chaquetas rojas, ¿no habrías pensado que me había ido a la cama con toda la Guardia?


—Iré a por la limonada —contestó Pedro, pálido.


Tenía prisa por escapar, pensó Paula. No solo la encontraba poco atractiva, sino que además veía por primera vez un aspecto sarcástico y desagradable de su carácter que ni ella siquiera sabía que existiera. Pedro siempre había adorado su forma divertida de ver la vida pero, de pronto, ella se mostraba ácida.


Sin embargo, ¿era de extrañar? Paula se acurrucó en la cama, desesperada. Le había entregado el corazón a Pedro y, en respuesta, él la había traicionado dos años después de casados. Por supuesto, hacía tiempo que el matrimonio no era más que una farsa, pero ella ni siquiera se había dado cuenta. Todas aquellas noches en que él llegaba tarde, supuestamente a causa del trabajo, fingiendo expandir un negocio de éxito y visitar clientes... las había pasado con Celina. Y su agotamiento no se debía al hecho de que tuviera que recorrer Londres, haciendo visitas a clientes.


Paula adoraba su trabajo, pero lo cierto era que echaba más horas de las que debía por miedo a llegar a casa y verse sola, en medio del silencio y del vacío del campo, en aquella casa sin terminar. Y mientras tanto, él cortejaba a Celina y la llevaba a cenar...


—Aquí tienes.


Al oír la voz de Pedro, ella se incorporó. Alargó una mano y derramó en parte la taza. Ambos se miraron fijamente, sin hacer caso. Los ojos de Paula estaban llenos de preguntas; él parecía alarmado.


—Deja, vamos con las explicaciones —afirmó ella de mal humor.


—Sería mejor dejarlo para después —objetó Pedro retirando la mano sin dejar de observarla—. Ahora estás de mal humor...


—¿Y qué esperabas?


—Que me escuches, que seas justa. Y ahora eres incapaz, ¿no crees?


—¿Acaso has sido justo tú con nuestro matrimonio?


—Sí, lo he sido.


—Ah, ¿sí?, ¿durante cuánto tiempo?, ¿una semana?, ¿o conseguiste serme fiel durante un mes, antes de comenzar tus correrías? ¿Cuánto tiempo, Pedro?, ¿desde cuándo me engañas?


—No ha habido nada, no te he sido infiel –respondió él con lágrimas en los ojos.


Quizá Pedro se arrepintiera. Tendrían todo tipo de problemas a la hora de separarse. Tendrían que decidir cómo compartir los regalos de boda, quién pagaría los muebles, las alfombras... una pesadilla. No era de extrañar que Pedro estuviera pálido. Ella suspiró.


—Perdona que me cueste creerlo.


Él le tendió la bolsa de agua caliente. Paula pensó en la posibilidad de arrojarla contra un jarrón, pero se reprimió. 


Necesitaba calentarse. Pedro acercó una silla y se dejó caer pesadamente sobre ella. La toalla de las caderas se le abrió, mostrando un poderoso muslo. Era incongruente, pero ella deseó acariciarlo.


—Ponte el termómetro —añadió él con amargura. Así que sí se sentía desgraciado, pensó Paula, molesta consigo misma por no poder apartar la vista de sus piernas. Ella agarró el termómetro y se lo metió en la boca, mirándolo con el ceño fruncido. Tras unos instantes él apartó la vista, incapaz de sostener la de ella. Se sentía culpable, pensó Paula.


Pedro se levantó cansado, como si el cuerpo le pesara, y se acercó a la ventana, dándole la espalda. Aquella especie de rechazo la molestó. Ella quería odiarlo, pero el corazón la traicionaba. Resultaba desalentador ver a una persona tan fuerte y segura de sí misma como Pedro en aquel estado. 


Todos sus movimientos, antes vigorosos y resueltos, delataban desánimo. Ella no pudo evitar sentir lástima.


Era probable que Pedro estuviera pensando en el futuro. En la casa, que perdería. Por eso estaba deprimido. Él adoraba Deep Dene. Paula, en cambio, temía las consecuencias de aquella infidelidad por motivos muy diferentes: porque amaba a Pedro. Pero no quería pensar en ello, más valía olvidar el vacío de su vida sin él. Lo amaba con locura y desesperación, a pesar de su mala opinión de él. Le resultaba imposible cambiar de pronto unos sentimientos larga y apasionadamente guardados en su interior durante años. Al fin y al cabo se conocían desde la adolescencia, y jamás ninguno de los dos había mirado a otra persona con deseo. Hasta aquel día. Ella se tapó los ojos. Tardaría años en borrar tanto dolor de su corazón... si es que alguna vez lo conseguía. Su mente era un caos, su corazón estaba hecho pedazos.


Paula sintió que el termómetro resbalaba de su boca y abrió los ojos, observando a Pedro, que examinaba el instrumento inclinado sobre ella, muy cerca.


—Bueno, vamos a ver —comentó él con voz ronca, respirando con pesadez y mirando su hombro, que ella se apresuró a tapar con el camisón—. La temperatura es normal.


—Es imposible, me encuentro fatal.


—Míralo tú misma.


—Entonces es que he comido algo que me ha sentado mal —declaró ella tras comprobar que él tenía razón, incapaz de apartar la vista de los labios de Pedro.


—¿Quieres dormir, o crees que podrás prestarme atención y ser justa conmigo? —preguntó él apartándose para evitar toda tentación, tenso, dispuesto a solucionar de una vez por todas la situación.


—¿Dormir?, ¿crees que podría dormir con este peso en el corazón?


—No, claro. Bien, pero con una condición. Me gustaría que no me interrumpieras con tus observaciones sarcásticas hasta que haya terminado.


Escarmentada, Paula asintió. Jamás hubiera debido comportarse como lo había hecho. El shock parecía haberla transformado en un animal peligroso, salvaje. Pero la culpa era de Pedro.


—Lo siento, he perdido el control. Estoy...


—Lo comprendo —musitó él tratando de evitar que terminara la frase.


Paula reprimió las traicioneras lágrimas de sus ojos. ¿Cómo podía saber él lo mucho que lamentaba haber perdido al hombre al que amaba?, ¿cómo podía saber hasta qué punto estaba decepcionada, al comprender que su confianza infinita en él no valía nada? Se sentía vacía, no podía esperar nada.


—Dudo mucho que comprendas —susurró ella.


—No es de extrañar que estés así, no te encuentras bien. Y acabas de llevarte un shock.


Paula suspiró, hastiada. Hablaban con cortesía, como dos simples conocidos. Era ridículo. Impotente, dirigió la vista hacia el hermoso rostro de Pedro, que tantas veces la había seducido. Sus labios habían besado aquellos oscuros ojos, aún recordaba la suavidad de sus pestañas. Sus dedos habían acariciado aquel mentón. Una y otra vez, su cuerpo se había apoyado en el de él en un éxtasis de satisfacción... 


Pero lo mismo había hecho Celina. Angustiada, Paula volvió la cabeza con un movimiento brusco.


—¿Qué ocurre? —preguntó él agarrándola por los hombros—. Dime, ¿qué te duele?


Todo. Todo le dolía. De una manera terrible. Pedro trataba de acercarse a ella con dulces palabras, creyendo que podrían dejar a un lado el problema y continuar con su vida normal, como si no hubiera pasado nada. Pero ella había perdido al amor de su vida, sus esperanzas, había perdido al padre de sus futuros hijos...


Juntos habían soñado con el futuro, con una casa espaciosa y bonita, con hacer fiestas para los amigos, con sus hijos. 


Cuatro, recordó Paula. Cuatro hijos que llenaran la vida de Pedro, que jamás había tenido una familia. Cuatro hijos que aliviaran el vacío de una infancia y una juventud penosa. 


Saldrían juntos de vacaciones, construirían su vida sobre la base del amor y la felicidad, con la seguridad que les procuraban dos empleos bien remunerados. Pero Paula no permitiría que ocupara de nuevo un lugar en su corazón.


—¡Paula! —musitó él alarmado, cuando ella se retorció en la cama. Pedro la estrechó por los hombros y la sacudió—. ¡Por favor, dime qué te ocurre!


—¡Tú!, ¿es que no lo comprendes? ¡No puedo ni verte! —gritó ella.


Paula apenas oyó la forma estruendosa en que él salió de la habitación. Comenzó a llorar porque quería tenerlo cerca, consolándola... Era una estúpida, ni siquiera sabía qué quería. Derrotada, se dejó caer sobre la almohada. 


Quizá Pedro la hubiera abandonado, quizá no volviera a verlo nunca. Aterrada y desolada, se echó a temblar. No volvería a ver su rostro, a oír su respiración. Se quedaría sola.


¿Como era posible que no hubiera visto los signos de peligro, cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de que se tenían abandonados el uno al otro?, no había reaccionado a tiempo, negándose a admitirlo, insistiendo en que pasaran más tiempo juntos.


Ella deseó dar marcha atrás al reloj.


—Paula —volvió a llamarla él con voz estrangulada, al oído. 


Ella lo rechazó con las manos, pero Pedro la agarró con fuerza y la incorporó, enjugándole las lágrimas—. No llores, por favor. Te he traído un poco de brandy. Debes bebértelo, estás enferma.


No podía ponerse enferma. Debía ser fuerte, organizar su nueva vida, ver a un abogado. Por fin, los sollozos de Paula comenzaron a cesar. Ella le permitió a Pedro sostenerle el vaso y acercárselo a los labios, sabiendo que si no le dejaba hacerlo lo derramaría. El brandy trazó un reguero de calor por la garganta de Paula, reanimándola. Ella mantuvo la vista fija en el vaso, en las manos de Pedro. Siempre le habían gustado. Eran grandes y capaces, de dedos largos y esbeltos. Muchas veces habían sostenido su rostro, mientras los labios de Pedro descendían sobre los suyos en un embriagador beso... Paula tosió.


—Bebe, no pienses en nada. No te tortures. Todo irá bien, te lo prometo.


—¿Y cómo es eso, me pregunto?


—Te lo aseguro, confía en mí. Lo solucionaremos. No puedo soportar verte así.


—Eso deberías haberlo pensado antes de lanzarte a la aventura.


—¡Tú sabes cuánto he trabajado! —gritó él atándose con fuerza la toalla—. No soy Superman, jamás habría tenido la energía suficiente como para lanzarme a la aventura sin dejar de trabajar —ella permaneció en silencio—. Necesito que conserves la calma.


Paula apartó la vista. ¿Conservar la calma? Sí, la conservaba, pero solo porque estaba entumecida, helada.


Era como si la sangre hubiera dejado de correr por sus venas. Ella se tapó con las sábanas como si no quisiera escuchar una explicación poco convincente y llena de incoherencias, una explicación llena de mentiras que se pasaría la vida destapando, una a una.


—Lo estoy, pero no te dejes engañar. Continúa, veamos cuál es tu explicación.


—No puedo hablar contigo, cuando ni siquiera me miras —respondió Pedro respirando hondo.


—Vamos, acaba de una vez —lo animó Paula volviéndose y mirando al techo, con el cuerpo tenso.


—Dame un respiro —protestó él.


—¿Y por qué iba a hacerlo?


—Si no ves ninguna razón, entonces no hay esperanza, ¿no crees?


Tras aquella amarga afirmación, hubo un silencio largo y doloroso. El ambiente era de sospecha, de odio. Paula sentía que Pedro se alejaba de ella, aunque no en un sentido físico. Sentía cómo el lazo que los unía se rompía. Y la desesperación se apoderó de su corazón. Le resultaba incomprensible que él estuviera enfadado. ¿Es que no se daba cuenta de que ella se estaba muriendo por dentro?


—Bien, explícate.


—Para mí, la cosa está perfectamente clara —afirmó Pedro tras una pausa de unos segundos, en voz baja—. He estado pensando en ello. Creo que Celina llevaba tiempo planeándolo.


—¿El qué?, ¿el revolcón en la cama contigo?, ¿en nuestra casa? —soltó Paula sin poder evitarlo—. Es la gota que rebosa el vaso, la última humillación.


—Estás alterada —alegó él con una mueca—. No digas nada que luego puedas lamentar...


—¡No voy a ponértelo fácil!


Pedro juró entre dientes y agachó la cabeza. La ocultó entre las palmas de las manos. Él, que siempre había sido invencible, una roca. Ella apenas podía soportar verlo así. 


Era peor que verse a sí misma de aquella manera. ¿Pero qué significaba eso?, se preguntó. ¿Que lo amaba lo suficiente como para perdonarlo?, ¿lo dejaría volver, si él se lo rogaba?, ¿lo dejaría acercarse a ella, sin pensar en la otra mujer?


—No puedo soportar tu odio —susurró Pedro.


Paula sintió que la lástima y la ternura por él la desgarraban. 


Él siempre se había sentido rechazado, durante toda su vida. 


Y su actitud debía parecerle tan solo otro rechazo más. Pero, ¿qué esperaba después de lo ocurrido? Era ella quien había sido traicionada.


—Déjate de sensiblerías, vamos a los hechos.


Pedro apartó las manos del rostro, pero se mantuvo cabizbajo. Ella se quedó mirándolo. Tenía las pestañas mojadas y brillantes. Entonces desvió la vista hacia sus
manos, flojas, sobre el regazo, y vio que estaban mojadas.


Pero la pena y la inocencia eran cosas distintas. Paula se endureció y, por fin, él continuó:
—Tenía una cita en Brighton. Celina vino conmigo. Por lo general, ella nunca se trae un termo, pero hoy trajo uno con café. Al principio, yo creí que había sido un accidente, pero ahora comprendo que no lo fue...


—¿Qué es lo que fue un accidente? —preguntó Paula, confusa, nerviosa por su modo de contar las cosas. 


—¿Qué? Ah, lo del café. Yo iba conduciendo y ella comenzó a servir café. No sé cómo, pero lo derramó sobre mi camisa y mis pantalones. Café solo, sin azúcar, dijo. No puedes presentarte así a la cita, añadió. Estamos muy cerca de tu casa; será mejor que te cambies. ¡Qué estúpido he sido! Es el truco más viejo del mundo.


Paula esperó. Pedro parecía triste, como si de verdad las cosas hubieran ocurrido así. Ella estaba a punto de creerlo... pero recordó la ropa tirada en las escaleras y las palabras de Celina, asegurando que no había sido la primera vez. La cabeza le retumbaba llena de preguntas que él no había contestado.


—¿Y?


—Llegábamos tarde. Era una reunión importante y yo estaba preocupado —continuó Pedro—. Dejé a Celina en el salón con una pila de revistas, subí aprisa las escaleras y me quité la ropa sucia...


—¿Y dónde está? —preguntó Paula suspicaz.


—¿El qué?


—Tu ropa, no está en el baño. No la he visto...


—La dejé encima del cesto de la ropa sucia —respondió él, confiado.


Ambos miraron. Sobre la cesta de la ropa, en el rincón del dormitorio, no había nada. Pedro musitó un juramento y se acercó a abrir la tapa con bastante menos puridad.


—¿ Y bien?


Paula deseaba que la ropa estuviera allí, que al menos parte de la historia fuera verdad. Su única esperanza era que Pedro, hasta ese momento, hubiera sido sincero: que lo del café hubiera sido un accidente, que Celina hubiera aprovechado la oportunidad para seducirlo mientras estaba desnudo, y que se hubiera abalanzado sobre él con tanta insistencia que él no hubiera podido resistirse. Pero la expresión del rostro de Pedro tiraba por tierra sus esperanzas. Lo había pillado en una mentira.


—No está —anunció él con ojos enfebrecidos.


—No —respondió ella en un tono de frialdad, observándolo abrir armarios y cajones, desesperado—. Lo sabía.


—¡Estaba aquí! —insistió Pedro mirándola irritado, alterándose por segundos.


—Basta, no me vas a engañar —comentó ella pensando que su interpretación era perfecta.


Pedro se dio media vuelta, con ojos brillantes de ira. Tenía las piernas separadas, todo su cuerpo estaba a punto de estallar. Paula tragó. Él parecía creer en sus propias mentiras.


—Escúchame —ordenó Pedro apretando los dientes—. Mi ropa estaba manchada de café. La dejé sobre la cesta y entré en el baño a tomar una ducha...


—Mientras Celina subía a hurtadillas, robaba tu ropa y corría escaleras abajo a esconderla. Solo que al volver dejó un reguero de ropa femenina tirada —terminó Paula la historia con sarcasmo.


—¡Sí, algo así debió ser!


—¡Oh, vamos, Pedro!


—Sé que parece una locura, pero...


—No, no es una locura. Es ridículo.


—Bueno, no sé cómo lo hizo... —continuó él, pasándose la mano por los cabellos—, lo único que sé es que, cuando salí de la ducha, Celina no llevaba nada encima; solo tu toalla azul.


Esa parte de la historia sí debía ser verdad, pensó Paula.


Aquella mañana, antes de marcharse a trabajar, había sacado una toalla limpia del armario y la había dejado sobre la silla del dormitorio, preparada para cuando la necesitara por la noche, tras la ducha.


—¿Y? —preguntó ella—. ¿Qué ocurrió entonces?


—¡Nada! —exclamó Pedro con ojos brillantes, ante la indirecta.


—Quiero decir, ¿qué razón te dio ella para desnudarse así, delante de ti, si tú no le habías sugerido nada?


—Pues... la verdad es que al principio pareció confusa —contestó él tras una pausa con el ceño fruncido, mientras pensaba en la respuesta—. Era como si no esperara que fuera yo quien la encontrara así...


—Eso no tiene sentido.


—¡Ya lo sé, pero yo no puedo explicarte el porqué de su comportamiento! —respondió Pedro irascible—. Le di un empleo porque tiene una imaginación brillante. Siempre sabe encontrar una solución cuando está acorralada. Yo, en cambio, voy directo al grano.


—Bien, pues yo sí soy mujer y tengo los mismos talentos que Celina. Quizá pueda resolver el misterio —declaró Paula—. Te tiró el café a propósito, esperó a que te metieras en la ducha y se desnudó. Luego, mientras subía las escaleras, fue dejando caer su ropa. Entró en el dormitorio para recoger tu traje, para mandarlo a la tintorería como una buena secretaria —continuó sugiriendo ella sarcástica, ante la ira de Pedro—, pero tú saliste antes de lo que ella esperaba, y la pillaste con mi toalla. Su verdadero plan era que siguieras el rastro de la ropa escaleras abajo, excitándote más y más a cada paso. Ella te esperaría desnuda, sobre la alfombra, en una posición seductora, con una copa de champán en la mano y una enorme sonrisa.


—¿De verdad crees que...?


—¡Por el amor de Dios, Pedro! ¿Es que no ves que me estoy burlando de ti?


—Bueno, a veces las mujeres utilizan tácticas increíbles —contestó él de mal humor, ruborizado—. Estoy empezando a descubrirlo, pero me está costando caro solo puedo darte mi versión de los hechos.


—¿Que es...?


—Salí de la ducha y la vi desnuda. Y comenzó a hablar en susurros, de una forma extraña. Decía que esa era nuestra oportunidad, cosas así.


—Cuéntame los detalles.


—No.


—¿Es que no te acuerdas?


—Me resulta violento.


—Pues libérate —lo animó Paula.


—Hablaba de... de sus sentimientos hacia mí, del hombre que creía que yo era —explicó Pedro con brevedad—. Le dije que no fuera estúpida, que se vistiera.


Él estaba mintiendo. Parecía avergonzado de sí mismo. 


Paula hubiera preferido que admitiera el adulterio y le rogara el perdón. Aquella actitud era cobarde.


—Así que dices que de pronto te viste frente a una preciosa mujer medio desnuda que te confesaba su amor, y que le respondiste: «Bueno, ¿y qué? No, gracias, estoy casado».


—¡Por supuesto! —exclamó Pedro, atónito e indignado.


—Eres un verdadero santo.


—¡No seas tan dura! —volvió a exclamar él de mal humor—. No tiene sentido que te cuente la verdad, si ni siquiera me estás escuchando...


—Te estoy escuchando, solo que estoy atónita.


Pedro le lanzó una mirada airada, como si Paula estuviera cometiendo una terrible injusticia con él. Pero la experiencia la había enseñado a comprender que esa era la típica reacción de todas las personas cuando se equivocaban. Se enfrentaban a su culpa restándole importancia, buscando excusas para su comportamiento o, mejor aún, señalando los defectos de los demás. Era el único modo de defenderse.


—Si quieres mi opinión, Pedro—continuó ella con frialdad—, tienes suerte de que nadie haya aplastado tus sesos contra la pared.


—Basta, me marcho. Está claro que no vas a creerme...


—¿Te das por vencido? —preguntó Paula a gritos, incorporándose. Él no podía marcharse y dejarla ahí, hasta que no le dijera toda la verdad—. ¿Acaso no confías en tu propia historia?


—Eres tú quien no confía en mí, ese es el problema —respondió Pedro observándola con mirada fría.


Ella se quedó helada. En efecto, Pedro ya no la amaba. Su matrimonio jamás resucitaría, a menos que ocurriera un milagro. Entonces, ella rogó en silencio por que ocurriera ese milagro. No podía vivir sin él. A punto de estallar, Paula enlazó las manos sobre las rodillas y abrió inmensamente los ojos, suplicante.


—Quiero creerte. Te lo digo con sinceridad, lo deseo.


—Bien —contestó Pedro, un poco aplacado—. Le dije que estaba furioso con ella. Volví al baño y cerré la puerta con llave, para que quedara claro que no tenía ningún interés en ella, y esperé. Quería darle tiempo para vestirse, pero es evidente que ni siquiera se molestó. Supongo que te oiría llegar y volvió a tumbarse en la cama. Cuando salí del baño y oí tu voz, comprendí que habías vuelto a casa.


—Pues debiste llevarte un buen susto.


—Vi mi vida entera, en cuestión de segundos —admitió él—. Cuando me di cuenta de que Celina seguía desnuda, comprendí qué era lo que parecería.


—Es obvio. ¿Quieres decir que llegué a casa justo a tiempo de evitar que ocurriera algo?


—¡Sí! Es decir, no, maldita sea. No habría ocurrido nada...


—Supón que admito tu versión. ¿Qué crees que pretendía Celina?


—¡Meterse en mi cama, supongo! —gritó Pedro.


—¿Y jamás te había dado muestras de que estuviera interesada por ti hasta ahora?


—No —negó él de mal humor, metiéndose las manos en los bolsillos, como si se diera cuenta de lo inverosímil que resultaba su historia.


—Pero falta tu ropa, Pedro—objetó ella cerrando los ojos—. No hay ropa manchada de café. Y la idea de que Celina subiera y bajara desnuda varias veces las escaleras es ridícula.


—¡Eso no significa que no sea cierta!


Paula respiró hondo, tratando de reunir coraje para enfrentarse a la verdad antes de dar otro paso. Quizá pudieran arreglarlo todo. Pedro debía comprender que, si quería que los demás confiaran en él, primero tenía que mostrarse digno de esa confianza.


—Y, ¿por qué no admites que tienes una aventura y comenzamos por el principio?


—¡Porque no la tengo! ¡Jamás la he tenido! —exclamó él caminando a grandes pasos por la habitación—. Es lo último que haría en mi vida. No me conoces en absoluto, ¿verdad?


—No, no te conozco —confirmó Paula con amargura, atónita ante sus aires de indignación.


—Sí, eso está más que claro. No puedes ni imaginar hasta qué punto me decepcionas.


—¿Que yo te decepciono? —repitió ella abriendo la boca perpleja y volviendo a cerrarla—. ¡No podrías ser más arrogante, Pedro! Eres tú quien comete un error y, sin embargo, eres incapaz de dar tu brazo a torcer y confesar por culpa de tu estúpido orgullo. En lugar de eso, me cuentas una historia ridícula. ¡No creo una sola palabra!


—Pues debes hacerlo o hemos terminado —advirtió Pedro.


¿Cómo se atrevía a darle ese ultimátum? Paula fijó una mirada helada sobre él y respondió:
—Quiero estar sola. Será mejor que esta noche duermas en la habitación de invitados. A menos, por supuesto, que prefieras irte con Celina.


—Gracias por tu voto de confianza —musitó él apresurándose a recoger ropa limpia del armario—. Me alegro de descubrir a tiempo lo que opinas sobre mí y mi moral, sobre mi lealtad hacia nuestro matrimonio.


Herido en su orgullo, Pedro giró sobre los talones y se encaminó hacia la puerta a marchas forzadas, Instantes después, ella oyó un portazo, el sonido del motor de un coche arrancar y el ruido de las ruedas sobre el barro. 


Después, silencio. Todo había concluido. Pedro y ella eran enemigos. Hasta el final.