martes, 11 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 4




Paula no se echó a llorar. Quizá se debiera a que estaba aturdida y entumecida, a que era incapaz de pensar. Le era imposible quedarse en la cama, su inquietud era tal que le impedía descansar. Necesitaba hacer algo, así que se levantó y se puso una camisa y un par de calcetines de Pedro. Solía ponérselos los domingos por la mañana, para descansar. Se dedicaría a limpiar la casa, eso la ayudaría a pasar el tiempo.


Antes de comenzar, la casa parecía un poco abandonada. 


Para ella, las tareas caseras no eran una prioridad. Al fin y al cabo, los albañiles echaban a perder todos sus esfuerzos. 


Para cuando terminó de limpiar el despacho, las arañas habían huido asustadas. Solo cuando pasó a la futura habitación de los niños a raspar los restos de escayola, tomó aliento y recordó la situación en que se hallaba.


Eso bastó. Paula pasó una hora acurrucada en un rincón del dormitorio, retorciéndose y torturándose, sin dejar de observar el lugar en el que tenía pensado poner la cuna.


Llorando, preparó una bolsa de agua caliente y volvió a la cama; poco a poco, sus sollozos fueron cediendo. Escuchó atenta todos los ruidos, con la esperanza de oír el coche de Pedro. Pero fue inútil. En el fondo intuía que sería así. Lo sabía.


Pasó la mayor parte de la noche despierta, reflexionando. 


Nunca había sido tan infeliz. Al contrario que Pedro, ella había tenido una infancia feliz, sin traumas ni tragedias. Sus padres, que vivían en California, la adoraban. El sentimiento de desgracia era para ella una novedad. Paula se sentía traicionada, sin confianza en sí misma. Él la había rechazado, había elegido a otra persona. Era como si le dijera que no era lo bastante buena para él. Y su autoestima estaba por los suelos


A la mañana siguiente se levantó de la cama a duras penas, medio enferma. Durante todo el día continuó con las tareas de la casa, parándose de vez en cuando para echarse a llorar. La casa debía tener buen aspecto, si es que había que fotografiarla para ponerla a la venta. Hablaría con un agente al día siguiente. De momento, se sentía incapaz de descolgar el teléfono sin echarse a llorar.


Por fin, comenzó a anochecer. Se sentía débil, tenía náuseas y estaba agotada. El silencio y la soledad de la casa la sofocaban. Desesperada, se dirigió a la cocina y se sirvió una copa de vino. Aquel líquido rojo consiguió relajarla, pero no evitar que siguiera torturándose, pensando en Pedro. Por eso se sirvió una segunda copa, creyendo que le serviría de anestesia.


Tras unos cuantos sorbos se sintió mejor. Quizá incluso fuera capaz de dormir. Estaba mareada, apenas era consciente de que no había comido nada. Paula suspiró, a punto de darse media vuelta, cuando sintió que alguien la observaba. Lentamente volvió la cabeza, llevándose la mano al pecho, aliviada.


—¡Pedro! —exclamó borrando de inmediato la alegría de su rostro, para esbozar una expresión seria—. No te he oído entrar.


Él estaba terriblemente atractivo. Su aspecto era el de un seductor ejecutivo, un amante de corbata a medio desatar y camisa a medio desabrochar. El amante de otra, pensó Paula. Y ahí estaba ella, sucia con aquella camisa grande y aquellos calcetines.


Tiró de la camisa y de inmediato se arrepintió al ver cómo Pedro se quedaba mirando sus piernas desnudas.


—¿Qué tal estás? —preguntó él, tenso.


—Bien.


—Huele a productos de limpieza.


—Es solo una táctica de distracción —contestó ella, aturdida.


—Comprendo —dijo Pedro lamiéndose los labios, sin dejar de contemplarla—. Creo que a mí tampoco me vendría mal un trago.


Paula alcanzó un vaso y lo lanzó, junto con la botella, deslizándolo por la encimera de la cocina. Él estaba demasiado cerca, podía oler su fragancia. Paula respiró profundamente, tratando de grabar aquella sensación en su memoria para siempre.


—Has vuelto pronto del trabajo —observó ella.


Pedro asintió. No tenía intención de confesarle que aquel día ni siquiera había ido a trabajar, que lo había pasado torturándose, tratando de hacerse a la idea de que ella era igual que las demás mujeres: una persona en la que no se podía confiar.


—He venido a hacer la maleta —contestó él, impasible, como si no tuviera emociones.


Pedro se felicitó por su interpretación, pero sus ojos seguían contemplando a Paula llenos de deseo. Ella estaba ruborizada, su mirada era lánguida a causa del vino. Él se preguntó cuánto habría bebido. Se había hecho una coleta y estaba guapa. Le gustaba ver su rostro al natural, sin maquillaje. Sus labios eran rojos, y el superior se curvaba de tal modo que no podía evitar desear besarla. Aquella camisa dejaba ver en exceso sus largas e incomparables piernas. Al alzar el brazo para alcanzar el segundo vaso, había podido observar cómo la camisa se pegaba a su precioso trasero.


—Entonces te vas —comentó ella.


—Aja —respondió él, pensativo, con el ceño fruncido.


Lo excitaba verla vestida con aquella camisa masculina. Le quedaba grande, pero modelaba con sensualidad sus pechos. Él incluso se aventuró a conjeturar que no llevaba nada debajo. Pero para él, desde ese momento, Paula era tabú. Aún era su mujer, pero solo porque así constaba en un pedazo de papel. Sintió cierta amargura en la boca, y se apresuró a amortiguarla con un sorbo de vino.


—Hoy tienes mejor aspecto —comentó él preguntándose por qué se permitía el lujo de mantener aquella conversación, cuando lo que debía hacer era huir.


—¡Vaya! —exclamó ella mirando para abajo, alzando un brazo y dejándolo caer—. Seamos sinceros, estoy horrible.


Hubo un tenso y desagradable silencio. Incapaz de pensar en nada que decir, aunque fuera algo banal, Pedro largó una mano hacia la botella de vino justo al mismo tiempo que
ella. Sus manos tropezaron... y permanecieron en contacto durante unos electrizantes segundos. Él tragó, juró en silencio y se derritió por dentro. La deseaba.


—Tú primero —cedió él.


La mano de Paula, temblorosa, acabó derramando el vino. 


Su precioso rostro se ruborizó. Por fin, ella alcanzó una bayeta. Paul tenía los labios entreabiertos, resultaban tan dulces que él no pudo resistirse por más tiempo. Bajó una mano y la colocó sobre su brazo, diciendo con voz ronca:
—Déjame a mí.


Pedro se aclaró la garganta y limpió el vino, fingiendo concentrarse en la tarea. Pero Paula no apartó la mano ni se echó atrás, sino que permaneció a su lado, tentándolo. 


Hacía semanas que no ocurría algo así, pero era ya demasiado tarde. Pedro llenó el vaso hasta arriba, con tal de hacer algo.


—Así que... —comentó él haciendo tiempo, incrédulo ante su propia reacción.


—¿Sí? —preguntó ella con voz y labios trémulos.


Pedro solo podía pensar en cómo sabrían esos labios si los tomara al asalto. Se rendirían, carnosos. Gimió levemente, dio un largo trago de vino y trató de buscar algo que decir.


—Eh... creo que voy a hacer la maleta.


Le había costado trabajo decir esas palabras. Lo que en realidad quería era quedarse con Paula, contemplarla. No, abrazarla. Deslizar las manos por debajo de la camisa y sentir su fabuloso cuerpo rendirse ante él. Y lenta, profundamente, hacerle el amor con pasión, hasta volverla loca...


—Bien.


Ella dio un sorbo de vino cerrando los ojos. Su rostro tenía una suavidad que nunca antes había observado. Paula siempre había sido delgada, sus pómulos siempre habían sido prominentes, pero en aquel momento su belleza resultaba arrebatadora. Era tremendamente femenina, sugerente.


—Bueno, primero terminaré el vino.


Una vez más, Pedro se escuchó a sí mismo diciendo estupideces. ¿Por qué se sentía tan incapaz de decirle la verdad, de demostrarle lo que sentía? Sabía la respuesta. 


En pocas palabras: instinto de defensa. Se había pasado la vida tratando de defenderse de los demás. Con Paula, al principio, había hecho una excepción, creyendo que ella jamás lo decepcionaría, que permanecerían juntos para siempre. Pero era evidente que había cometido un error.


—Hay ropa tuya en la secadora —comentó ella dejando el vaso sobre la mesa con exquisito cuidado, como siempre, y señalando en dirección al lavadero.


Fue entonces cuando Pedro comprendió que Paula estaba algo achispada. Resultó de lo más fácil desviar de manera traviesa el peso de su cuerpo en dirección a ella para
tropezar.


—¡Oh, uy! —exclamó ella, sorprendida.


Él alargó con rapidez los brazos para evitar que Paula se cayera. Pero, ¿qué demonios estaba haciendo?


—Lo siento, ha sido culpa mía —dijo él soltándola, haciendo un supremo acto de voluntad.


—No, la culpa ha sido mía.


En efecto, Paula estaba un poco ebria. Ni siquiera se apartó. 


Su actitud era, en cierto modo, de penoso abandono. Sin pensarlo más, Pedro la tomó en brazos y la atrajo hacia sí, sujetándola con fuerza contra su pecho. Era natural que ella estuviera desorientada. Se conocían desde la adolescencia. Y separarse sería para los dos... Él dejó de pensar en ello. Era demasiado doloroso.


—Pronto te encontrarás bien —aseguró él.


Paula era una persona con mucha resistencia. Iba con su divertido hipo por la vida, que a él tanto lo hacía reír, y con su mente aguda, que tanto lo impresionaba. Pedro la envidiaba. Nada ni nadie, jamás, la asustaba. Nunca se había sentido rechazada, nunca se había sentido como un estorbo. Era una persona segura de sí por completo, y no tardaría en caer en las redes de una nueva conquista... Pero no, eso jamás lo permitiría.


Pedro sintió de pronto un violento malestar, alzó la barbilla de Paula con firmeza y la besó con pasión en los labios, estrechándola contra sí dolorosamente, contra su cuerpo excitado. Notó el sobresalto de ella, el estremecimiento que la recorrió de arriba abajo. Cuando por fin, creyendo que la molestaba, estaba a punto de soltarla, Pedro sintió las manos de Paula deslizarse por su pecho y enredar los dedos en los huecos entre los botones. Era uno de sus movimientos favoritos.


No tardaría en tratar de desabrochar esos botones enfebrecida, para acariciarlo y saborearlo con labios, dientes y lengua. Él arqueó todo su cuerpo, deseoso. Gimió sabiendo que jugaba con fuego, y comenzó a besarla con más calma, a explorarla con más suavidad, lentamente.


Su intención era, por último, dar un paso atrás y despedirse, pero el camino al infierno estaba siempre lleno de tentaciones. Porque Paula no estaba dispuesta a decirle adiós sin más. Parecía deseosa de aquella pasión y de aquel fuego, sus labios se movían de forma desatada, y sus manos frenéticas le arrancaban la ropa.Pedro sintió un desenfreno en su interior. En medio de la niebla y de la ceguera de su mente, levantó a Paula y la puso sobre la encimera de la cocina, sin soltar su nuca y sin dejar de besarla, deslizando una mano por debajo de su top y posándola bajo uno de sus pesados pechos.


Los ojos de él se cerraron en la agonía de aquella bendición. 

Como siempre, la sensación era de una increíble voluptuosidad, tentadora y sexy. Tenía que quitarle la camisa a Paula. Impaciente, se la levantó y dejó que ella se la quitara.


Por un momento el cuerpo de ella se estiró, esbelto y menudo, tremendamente erótico, con sus preciosos pechos hacia arriba, mientras alzaba los brazos por encima de la cabeza para quitarse el top. Él estaba temblando, maravillado ante sus pezones, tensos para él, tentándolo...


Saborearla fue dulce. Sus puntas se moldeaban ante los labios de Pedro mientras Paula lo agarraba del pelo, gimiendo. Bajo sus manos, el cuerpo de ella era bello y suave, radiante. Las sensaciones eran tan intensas que él se sintió borracho, tan borracho que apenas podía mantenerse en pie.


Pedro enterró el rostro en la firmeza del cuerpo de Paula, inhalando su fragancia única mientras besaba y adoraba—cada centímetro de sus voluptuosos pechos. Pero ella tenía prisa, lo agarraba con fuerza de unos cuantos mechones de pelo. Él sentía arder su semblante de tanto desesperado beso y mordisqueo, de tanto lamer el labio inferior de Paula, lleno de urgencia. Todo él se llenaba de trabajosos jadeos, su mente era un caos de fuego y placer en el que no cabía nada más.


Ella tomó su mano, arrastrándola desde uno de los rosados pezones hasta la abertura de sus piernas. Pedro, a punto de protestar, dejó escapar en cambio un gemido gutural al encontrar allí su carne húmeda, esperándolo. La cabeza le daba vueltas pero, al fin, consiguió agarrar a Paula de la cintura y levantarla. Con las largas piernas femeninas enrolladas a la cintura, Pedro se tambaleó a duras penas hasta el salón, besándola y devorándola con ardor mientras ella se estrechaba y acurrucaba contra su cuerpo.


Él la dejó sobre la alfombra y se quitó aprisa la ropa con la impaciencia de un adolescente. Los cabellos de Paula caían sobre su rostro, se le había soltado la coleta. Ambos se miraron el uno al otro, con los ojos llenos de deseo. Los de ella se tornaron más y más eróticos conforme él se desnudaba, mientras sus labios se abrían sugerentes y su corazón parecía a punto de estallar.


Ella no deseaba una lenta y sensual seducción. Pedro mismo estaba embargado hasta tal punto por la desesperación, que llegó incluso a pensar, en un rincón de su caótica mente, que aquella sería la última vez que hicieran el amor. Él siempre se había mostrado tierno y afectuoso con ella, pero en esa ocasión su pasión cobró una nueva dimensión. Pedro jamás había visto a Paula tan desinhibida, tan intensamente apasionada y fiera. Ella lo confundía y lo dejaba sin sentido; cada una de las caricias que le procuraba tensaba sus nervios, lo hacía arder. Los dos gritaban y gritaban, sus cuerpos se movían con exquisita perfección, extrayendo de aquella unión hasta la última gota de placer.


A pesar de la ceguera momentánea de sus ojos. Pedro encontró a Paula más bella que nunca. Dulce, erótica, ella lo excitaba con la mirada, con las manos y con todo su cuerpo, hasta dejarlo sin sentido. Todo él ardía. Los nervios se le agarrotaban de puro y exquisito dolor. Él no podía soportarlo. No podía más. Era demasiado maravilloso, demasiado... Olas y olas de placer, una y otra vez. Y otra...


Apenas podía respirar. Pedro parecía balancearse en el abismo, cada músculo de su cuerpo se tensaba con tal fuerza que todo le dolía. Y después, de forma gradual, comenzó a recuperar la conciencia, a relajarse hasta volver a la tierra. De vuelta a la sensación de culpa, al arrepentimiento por algo que no había hecho.


Paula permaneció inmóvil bajo él, con los ojos cerrados y una sonrisa serena en el rostro. Con suavidad, él le apartó el pelo de la cara.


—Paula...


Ella no se movió. Pedro se apartó con cuidado, tratando de no molestarla para evitar pesarle y disfrutar, al mismo tiempo, del lujo de aquellos extraordinarios estremecimientos que recorrían todas y cada una de las células de su cuerpo. 


Él tragó. Una fuerte emoción invadía su pecho, derribando todas las barreras que con tanta dificultad había erigido y arrastrando todo su ser hacia una destructiva debilidad.


—¡Paula! —exclamó en un susurro, volviéndose para mirarla.


Ella estaba profundamente dormida. Pedro se alegró. Tenía que tomar una ducha, recoger aprisa algo de ropa... Y llamar por teléfono a Celina.






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