domingo, 26 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 8




Pedro estaba deseando que llegase el lunes. Durante el fin de semana nadó en la piscina y en la playa, pero se contuvo para no sacar la tabla de surf. Había ido con Elena y Damian a uno de sus bares favoritos el sábado por la noche para reencontrarse con sus viejos amigos y ver un partido en televisión. Flanqueado por las dos personas en las que más confiaba en el mundo, incluso había sido capaz de relajarse y pasarlo bien.


Pero eso había sido el sábado. El domingo por la tarde, Damian y Elena habían vuelto a su granja y Pedro se había quedado solo. Intentaba relajarse, pero no dormía bien. Echaba de menos el movimiento de las olas… tal vez debería comprarse un barco.


Salió de la piscina y tomó la toalla. Seguía teniendo heridas y hematomas, pero aparte de eso estaba en buena forma.


Antonov mantenía a su tripulación trabajando a todas horas. 


Aparte de las labores de navegación había que lanzarse al agua para examinar el casco, bucear…


Tal vez debería entrenarse para algún maratón ya que estaba en casa.


Cuando sonó el timbre tiró la toalla antes de dirigirse a la puerta y dio un paso atrás para dejar pasar a Paula Chaves.


—Bonita camisa —le dijo. Y era verdad.


El estampado naranja le sentaba bien y los finos tirantes mostraban más piel de la que había esperado. Bonitos brazos para alguien que trabajaba detrás de un escritorio. 


Los pantalones blancos se ajustaban a su trasero, ni demasiado duro, ni demasiado blando. Bonito, femenino. No había esperado que aquella mujer tuviese un aspecto tan sexy con ropa informal.


Y manteniendo el aire de autoridad.


Paula miró el salón y la piscina tras la puerta de cristal antes de mirarlo a él y Pedro esbozó una perezosa sonrisa como recompensa por su atención.


—¿Quieres tortitas? Iba a hacerlas ahora mismo.


—¿No querías invitarme a cenar?


Su tono era seco, burlón.


—Es la hora del desayuno y, como buen anfitrión, te ofrezco unas tortitas. Es lo mínimo que puedo hacer ya que has venido hasta aquí.


—He estado en Brisbane —dijo ella—. Tú no eras mi principal destino.


—Ah, estoy destrozado —replicó Pedro, mientras la llevaba a la cocina—. Tomas el café solo, ¿verdad?


En la granja la había visto tomar café solo.


Ella asintió con la cabeza.


—Con una cucharada de azúcar.


—Espero que te guste el café turco. Elena lo compró el sábado en el pueblo y es bastante bueno, pero tuve que prometer no tomar demasiado.


Mientras hacía el café echó mantequilla en una sartén y añadió la mezcla de harina y leche.


—¿Para qué querías verme?


—¿Siempre haces dos cosas a la vez?


—Eso evita que me suba por las paredes.


Paula sonrió.


—Tengo una información que conecta a un difunto traficante de armas con una respetada organización no gubernamental…


—¿Qué clase de conexión?


—Le daban dinero a Antonov y en seis meses él cuadriplicaba la cantidad.


—¿Y ellos sabían con quién estaban tratando?


—¿Eso importa? —Paula lo miró con curiosidad—. ¿Tú crees que importa?


—La intención importa. Tal vez no sabían quién era Antonov o lo que hacía. Tal vez eran unos ingenuos.


—La intención de la organización era ganar dinero y consiguieron mucho más de lo que habrían conseguido invirtiendo legalmente. No creo que pensaran que esas inversiones eran legales, pero dejemos eso aparcado por el momento. ¿Cuáles podrían ser las intenciones de Antonov?


—¿A qué se dedicaba la organización?


—Financiaban investigación médica.


Pedro frunció el ceño mientras miraba la sartén.


—En cuanto a las armas, Antonov era un frío hombre de negocios que hacía tratos con el mejor postor y le daba lo mismo la causa —empezó a decir—. A primera vista, nadie lo tomaría por un filántropo.


Pero Paula Chaves ya sabría eso por los informes. Y quería más. Quería averiguar si Pedro sabía algo de Antonov que no supiera nadie más.


—También era el padre de un niño enfermo, así que podría haber querido ayudar a esa organización con la esperanza de que encontrasen una cura para su hijo.


—Dicen que jugabas al ajedrez con ese hombre.


Pedro asintió con la cabeza.


—¿Y ganabas?


—Crecí con unos hermanos con cociente intelectual de genios y a veces, solo a veces, conseguía ganarlos. Antonov era inteligente, pero no tanto. Además, yo lo dejaba ganar.


—¿También bebías con él, jugabas con su hijo?


—Sí —murmuró Pedro—. Todo eso.


—Y aun así dejaste que lo mataran.


Era hora de dar la vuelta a las tortitas.


—Dejé que lo mataran, sí.


—No solo a Antonov sino a dos de sus hombres. El niño, Celik, se ha quedado huérfano y vive con su madre, una prostituta de lujo. Y hay nuevos traficantes luchando por el territorio de Antonov. Dime, Pedro: ¿eres capaz de conciliar el sueño?


—¿Y tú? —le preguntó él, intentando contener su mal genio—. ¿Qué quieres de mí? ¿Que confiese que tengo remordimientos? Sí, los tengo. ¿Habría hecho las cosas de otra manera de haber sabido lo que sé ahora? Seguramente. Pero lo que está hecho, hecho está y duermo mejor por ello.


—Yo creo que no duermes mucho.


Era demasiado observadora.


—Yo no los maté, esa no fue nunca mi intención y la intención es importante —dijo Pedro. Solo podía agarrarse a eso—. Háblame de tu pasado, Paula. ¿Cómo has logado sentarte en la silla de dirección? ¿Cuáles son tus intenciones?


—¿Qué tal si me llamas «jefa»?


—En un despacho juro solemnemente que nunca te llamaré de otra manera.


—Estás acostumbrado a salirte con la tuya, ¿verdad?


—Soy el primer hijo —murmuró él—. ¿Y tú? ¿Tienes hermanos?


—No, mis padres eran diplomáticos y tener muchos hijos no entraba en sus planes, así que se conformaron con uno. Me crio mi abuelo, un general del ejército.


—¿Y cómo has llegado a ser directora?


—Ambición, seriedad, trabajo, contactos. Decidí que quería dirigir un equipo de operaciones especiales cuando tenía quince años.


—¿Si te dijera que me apunté en el Servicio Secreto con el mismo pensamiento que un adicto a la adrenalina que necesita un chute me darías una bofetada?


—Sin duda. Por favor, dime que planeaste al menos algo de todo esto.


El tono de censura lo hizo sonreír. Ella era una estratega, sin duda. Sus habilidades, por otro lado, eran más bien que alguien le señalara el camino y hacer lo que había que hacer. Al principio no había tenido ningún problema… hasta que se dio cuenta de que no podía confiar en la gente que le indicaba el camino. Y entonces la vida se había complicado mucho.


—Podrías darme una bofetada, tal vez me guste.


—Por lo que he leído, tienes una innata tendencia…


—¿Al encanto?


—A manipular —lo corrigió ella—. Eres receloso, no confías en los demás y tienes mucha suerte. Eres tenaz, un líder natural. Corbin tiene vacante una silla de subdirector y está tomando en consideración tu candidatura.


Pedro dejó la taza sobre la encimera.


—¿Y qué posibilidades hay de que la consiga?


—Algunos directores han cuestionado tu madurez y tu habilidad para elaborar planes antes de lanzarte de cabeza. Nadie te ha bloqueado todavía, pero eso es gracias a Corbin, no a ti. Tú no has tenido relación con las altas esferas en dos años.


—He estado ocupado haciendo otras cosas.


—Lo sabemos —asintió Paula—. ¿Quieres el puesto?


Las tortitas estaban listas. Pedro las sirvió en dos platos y empujó el azucarero hacia ella antes de echar más mezcla en la sartén.


—No lo sé.


—¿Dónde te ves dentro de cinco años?


—De haber sabido que esta era una entrevista de trabajo me habría puesto una camisa.


Ella miró su torso, pero no era fácil saber si estaba admirando su físico o catalogando los cardenales.


—Podrías ponértela.


—¿Cómo concilias tú el sueño? —le preguntó Pedro abruptamente—. ¿Cómo sonríes cuando alguien muere y has sido tú quien lo ha enviado allí?


—¿Estás hablando de lo que le pasó a tu hermana?


—Estoy hablando de hombres muertos. ¿Cómo sabes que estás haciendo lo que debes? ¿Cómo sabes que has elegido el menor de los males?


—La información sobre posibles consecuencias ayuda mucho.


Había una nota de pesar en su voz que llamó la atención de Pedro.


—Ya.


—Y la arrogancia ayuda también. Tienes que controlar la situación y creer que eres la persona más adecuada para hacerlo.


—Tal vez yo pensé que era la persona más adecuada para cargarme a Antonov hace dos años —dijo Pedro—. La más decidida, la que deseaba hacerlo. Ahora no estoy tan seguro.


Ya que le estaba contando tantas cosas podía contarle el resto.


—No puedo descansar, no puedo dormir. Siento como si no fuera yo mismo la mitad del tiempo. Volví para la boda de mi hermana, forcé las cosas para poder estar aquí a tiempo, pero he dejado varios cables sueltos y tengo que volver para atarlos. ¿Y tú quieres sentarme detrás de un escritorio? No puedo hacerlo, ese no es mi sitio. Yo no soporto el papeleo. Lo único que quiero es solucionar lo que he dejado atrás.


—¿Y cómo piensas hacerlo?


—Necesito saber qué pasa con Celik, el hijo de Antonov. Le prometí que todo iría bien… además, necesito volver a Bielorrusia y hacer algo que podría llevarnos al último topo de Antonov. Necesito hablar con las familias de los otros dos hombres y ver cómo están. Necesito hacer todo eso para poder dormir.


—Volviste demasiado pronto.


—Tenía que hacerlo.


—Tu familia es lo primero.


—Siempre lo ha sido, no creo que te sorprenda. —Pedro sacó la tortita de la sartén y la sirvió en un plato—. ¿No quieres sentarte?


Paula lo hizo y apoyó los codos en la mesa para estudiarlo intensamente.


—¿Qué haces? —le preguntó.


—¿Puedo intentar algo?


—No sé si decir que sí o que no.


Paula alargó una mano para tocar su mejilla… una suave caricia que lo dejó sin aliento. Tenía unas manos tan suaves. 


Un segundo después empezó a acariciar su pelo, masajeando el cuero cabelludo, haciendo que cerrase los ojos.


—Necesitas que te toquen —esa voz de whisky era una caricia para sus sentidos—. Le ocurre a aquellos que han estado trabajando de incógnito durante demasiado tiempo. Me pareció detectarlo el otro día, en la cocina de tu hermana, y luego otra vez en mi despacho. Piensas que te sientes atraído por mí.


—Me siento atraído por ti. ¿Quieres que sea más obvio?


Pedro la tomó por la muñeca, pero la soltó enseguida. No iba a portarse como un neandertal como había hecho el otro día. 


Él no era así.


—El roce no siempre tiene que ser sexual. A veces se busca consuelo o conexión de algún tipo.


—¿Quieres ser mi mentora?


—¿Alguna objeción?


—Sí —respondió él, con firmeza—. No te pongas en plan madre. No necesito una, no la quiero. Y no me hables de Edipo.


Ella esbozó una inocente sonrisa.


—Te reto a que nos rocemos de manera casual durante cinco minutos para ver si eso te relaja. Si es así, te compraré un cachorrito.


—No quiero un cachorrito, Pau —Pedro le ofreció una potente sonrisa—. Quiero una chica.


—Y yo pensando que me deseabas a mí… ¿qué tal las costillas?


—Mejor.


—El médico dijo que tardarían semanas en curar.


—Un poco mejor.


—Seguramente es demasiado pronto para los deportes de contacto, pero hay masajes…


—La frustración me mataría.


—Tal vez podrías tomar clases de baile. Empezando por un vals y terminando por el tango.


—No tengo compañera.


—La profesora de baile sería tu compañera. El roce te vendría bien.


—Hablas en serio, ¿verdad?


—¿No te sientes más relajado que hace cinco minutos?


Sorprendentemente, así era.


—Tal vez sea tu proximidad. Podrías quedarte a pasar la noche. Podríamos cenar en el muelle, nadar al atardecer. Podría enseñarte a hacer kitesurf.


No tenía permiso del médico para hacerlo debido a sus costillas rotas, pero sí podría enseñarla.


—¿No tendría que aprender a hacer surf antes?


—Oh, Pau, no, no. ¿No me digas que no sabes hacer surf? ¿Sabes lo que eso significa?


—¿Qué tal vez no seamos almas gemelas después de todo?


—Significa que te estás perdiendo uno de los grandes placeres de la vida. Ahora tendré que enseñarte a hacer surf.


—¿Quieres decir después de enseñarme a nadar?


Por un momento pensó que hablaba en serio, pero luego sonrió.


—Sabes nadar. El general te habría enseñado a nadar.


Paula sonrió.


—Y a hacer kayak, navegar, bucear. Mi abuelo debería haberse alistado en la armada y no en el ejército.


Pedro esbozó una sonrisa. Le gustaba oírla hablar, tenerla cerca, estar con ella.


—¿Puedes quedarte? La oferta sigue sobre la mesa. Podrías pasar la noche aquí, hay muchas habitaciones.


—No sé.


—Podríamos salir a cenar pescado fresco, mirar las estrellas, disfrutar de la agradable brisa marina. Si hay contacto corporal y relajación yo me apunto.


—Mi vuelo sale a mediodía. Este es un día de trabajo para mí —dijo Paula.


—Entonces vuelve el fin de semana.


Ella rozó su pierna con la suya.


—Eres muy tentador… ya lo sabes, así que no te estoy diciendo nada nuevo. Pero no estás en el mejor momento y yo intento averiguar qué tengo que hacer por ti profesionalmente y qué puedo ofrecerte en el ámbito privado. La respuesta a la segunda pregunta es que si sé lo que es bueno para ti no te ofreceré nada.


—Podríamos ser amigos —sugirió él—. Algo sencillo, me gustan las cosas sencillas.


—Tienes que dejar de flirtear conmigo. Y yo tengo que dejar de flirtear contigo.


Sonriendo, Paula empezó a comer sus tortitas.


—Date un masaje —le dijo cuando terminaron de comer—. Utiliza la playa y concéntrate en la sensación física de las olas sobre tu cuerpo y el sol en tu piel. Ponte la mano sobre el corazón y respira. Concéntrate en los detalles sensoriales cuando quieras que tu cerebro descanse.


—¿Estás ofreciéndome mecanismos contra la ansiedad?


—Me has preguntado cómo lidiaba yo con las decisiones que he tenido que tomar a lo largo de estos años y te estoy diciendo qué me ayudaba.


—El sexo —Pedro se pasó una mano por el cuello—. Damian dice que necesito sexo.


—No es mala idea, siempre que tu pareja sepa por qué lo hacéis.


—Contarle a una mujer que necesito calor humano porque estoy ansioso no serviría de mucho. Me mandaría a la porra.


—¿Con ese cuerpo y esa cara? —Paula se inclinó sobre la encimera para tomar su bolso—. Yo creo que no.


—¿Estás tonteado otra vez?


—Espero que no —respondió ella, colgándose el bolso al hombro—. Hora de irme.


Pedro no quería que se fuera.


—¿Necesitas algo más sobre Antonov?


—Esa no es la razón por la que he venido hasta aquí y tú lo sabes. Quería ver cómo estabas. Supuestamente, debo ganarme tu confianza y eso no es fácil sin tener cerca a la persona. Además, sentía curiosidad por saber si querías el cargo de subdirector.


—Jefa… —empezó a decir Pedro. Esperaba que supiera que estaba respondiendo al cargo y no a ella—. No quiero ese ascenso. No puedo pensar en eso ahora. Si quieres que
haga lo que sé hacer cancela mi baja y mándame a Bielorrusia para que solucione el problema.


Ella lo miró, muy seria, antes de asentir con la cabeza.


—Entonces, Bielorrusia.


—¿Cuándo?


—¿Ahora mismo?


—Muy bien.


—En ese caso, haz la maleta y ponte una camisa.


Pedro esbozó una brillante sonrisa mientras cumplía sus órdenes. O las de él. En cualquier caso, aprobaba la dirección que estaba tomando su nueva amistad.


—Oye, Pau. Sobre lo de tocarse… creo que está funcionando.


—¿Nada que ver con salirte con la tuya?


—Ah, ¿te habías dado cuenta?


Paula lo miró, muy seria.


—Voy a enviarte a Bielorrusia por dos razones. La primera: quiero que caiga esa última cabeza. Creo saber quién es, pero aún no tengo pruebas suficientes para denunciarlo. Segunda: no te estás recuperando aquí, te estás ahogando y yo tengo una cuerda con la que salvarte. Sugiero que te agarres a ella.






sábado, 25 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 7





La casa que los Alfonso tenían en la playa estaba en una cala pequeña y solitaria al norte de Nueva Gales del Sur. El hermano de Pedro la había comprado varios años antes con la intención de convertirla en su hogar, pero aún no lo era y los cuatros hermanos la utilizaban como un santuario para descansar. Aunque preferiblemente no todos a la vez.


La granja de Elena y Damian estaba a veinte minutos de allí, aunque dado el tiempo que pasaron con Pedro esa semana en la playa parecían no tener casa.


Deberían estar de luna de miel, demonios. Una luna de miel que, según Elena, sería muy corta porque no había ningún sitio como tu propia casa.


Pedro esperaba que no quisieran acortarla por su culpa, pero encontraban cualquier excusa para ir a verlo. Elena en particular no dejaba de intentar cuidar de él, lo cual tenía gracia porque odiaba que hicieran lo mismo con ella.


Había estado allí por la mañana porque, aparentemente, Pedro necesitaba comida en la nevera, pero había dejado a su cuñado para vigilarlo.


Damian estaba en el muelle, examinando el paracaídas porque su intención era que se lanzasen en cuanto las costillas de Pedro hubieran curado.


Sin un reto físico en el horizonte Pedro se volvía malhumorado, según Damian, y eso había que arreglarlo.


Aparentemente, había muchas cosas que arreglar en su vida.


Pedro volvió a mirar el informe psicológico que tenía en las manos. Su informe psicológico. Una persona normal probablemente no le habría pedido a su hermano que robase el informe de la base de datos del Servicio Secreto, pero en opinión de Pedro para eso estaban los hermanos.


Habían pasado tres días desde que Paula Chaves lo llamó a su despacho para preguntarle qué necesitaba para terminar el trabajo. Tres días. Y estaba de baja durante dos semanas, pensando en su futuro, intentando vivir el presente y volviéndose loco por segundos.


—¿Quién escribe estas tonterías? —le preguntó a Damian.


—Psiquiatras —respondió su amigo y cuñado, mirando el paracaídas—. Deja de obsesionarte.


—No estoy obsesionado, es que no estoy de acuerdo con la evaluación.


—Tú no deberías tener esa evaluación.


—Aparentemente, tengo complejo de Edipo.


—Tu madre ha muerto, tío. ¿Cómo puedes estar enamorado de ella?


—Podría estar enamorado de un fantasma, de un recuerdo perfecto.


—¿Era perfecta?


Pedro volvió atrás en el tiempo. Recordaba el pelo rizado de su madre, sus ojos azul oscuro, que Elena y él habían heredado, su paciencia con los niños y su fiera defensa cuando otra persona intentaba disciplinarlos.


—Sí.


—¿Sabes que si sufres complejo de Edipo vas a tener que forjar un lazo con tu padre para superarlo?


—Vete por ahí.


—Ya veo que no estás preparado.


—Ella dijo que tengo un lazo emocional contigo.


—¿Quién ha dicho eso?


—Paula Chaves.


—Ah.


—¿Cómo que «ah»?


—¿Estás listo para tomar esa cerveza? Yo sí.


—¿Qué te parece?


—¿Quién?


Damian dejó de inspeccionar el paracaídas y se dirigió a la cocina. Sacó dos cervezas de la nevera, quitó los tapones de rosca y volvió al muelle, que Pedro había convertido en su salón particular.


—Es la primera jefa de sección en treinta años —dijo mientras le pasaba una cerveza—. Creo que tiene contactos, ambición y un cerebro hecho para desarmar a las personas y volver a recomponerlas para conseguir sus propósitos. Eso no es una crítica, por cierto, es una señal de respeto. Es mayor que tú, Pedro.


—¿Y qué?


—¿Edipo?


—No estoy buscando una figura materna, no me obligues a pegarte un tiro. A Elena no le haría gracia.


—Ni a mí tampoco.


—Le he pedido que cene conmigo.


—Seguro que a ella le sentó muy bien.


—Estuve a punto de besarla —Pedro se pasó una mano por los labios, pensando en ella—. Me habría gustado hacerlo.


—¿Quieres que te diga lo que pienso? —le preguntó Damian.


—Solo si no vas a decir que tengo problemas psicológicos, que soy un estúpido patológicamente incapaz de aceptar órdenes.


—Tal vez solo necesitas sexo.


—¿Crees que podría acostarme con ella?


—No, creo que deberías acostarte con otra mujer.


—¿Quién?


—Eso nunca ha sido un problema para ti. ¿Qué tal Bridie?


—Demasiado buena. Supongo que estará casada, con un niño en la cuna y otro en camino —Pedro vio a Damian mirándolo con cara de sorpresa y se encogió de hombros—. Eso es lo que ella quería.


—¿Simone?


—Demasiado blanda. ¿Y si la rompo?


—¿El hermano de Simone?


Pedro esbozó una sonrisa.


—El informe psicológico dice que soy heterosexual.


—Ah, ahora sí crees lo que dice el informe —bromeó Damian, tomando un trago de cerveza—. Has dicho que quieres a alguien que no se rompa y tal vez…


—Quiero una mujer que no se rompa y he encontrado una. Guapa, inteligente y poderosa. Y, si no me equivoco, interesada.


—Ya, claro. ¿Nada que ver con que tengas una información que ella está buscando?


—Sí, es verdad. Pero tiene una conversación interesante.


En ese momento sonó el móvil de Pedro.


—¿Algún problema? —le preguntó Damian mientras leía el mensaje.


—Con un poco de suerte, sí. La señora Chaves llegará aquí el lunes por la mañana. Por qué razón, no lo dice.


—Mmmm.


—Probablemente tendrá algo que ver con el último topo de Antonov, al que aún no he logrado descubrir. Probablemente nada que ver con el sexo, pero…


Pedro estaba decidido a aprovechar cualquier oportunidad.


—No lo hagas, amigo —dijo Damian.


—¿Por qué no?


—Piensa en las complicaciones.


—Ella consigue lo que quiere, yo también. No hay complicaciones.


—¿Y con el tiempo? ¿Cómo afectaría a tu carrera tener una relación con ella? ¿Cómo afectaría a la suya?


—No sé si a mí me queda carrera, si quieres que te sea sincero. No sé si quiero tenerla.


—¿Y ella?


—Supongo que lo descubriré el lunes.


Damian lo miró, sin disimular su preocupación.


—¿Alguna vez piensas en lo que tus decisiones pueden costarle a la gente que te rodea?


—Todo el tiempo —respondió él—. Sé que he metido la pata muchas veces. Elena resultó herida bajo mis órdenes y nunca podrá tener hijos. Fue culpa mía.


—No, yo no lo creo y Elena tampoco. Estábamos en el peor sitio en el momento equivocado. Esas cosas pasan y, además, seguimos vivos.


—¿Entonces estás hablando de hasta dónde llegué para controlar a Antonov y el hecho de que él y otras dos personas estén muertas? No era mi intención.


Damian se quedó callado un momento.


—¿Qué pasó? —preguntó por fin.


Pedro dejó escapar un suspiro.


—Tenía suficiente información como para cargarme toda la organización, pero necesitaba un nombre más para estar satisfecho. Entonces recibí la invitación de vuestra boda y decidí que ya era suficiente y podía marcharme en cuanto tuviese oportunidad. Dos días después, un viejo enemigo de Antonov apareció con suficiente C-4 como para hundir un buque de guerra y yo dejé que lo hiciera mientras me llevaba al niño y la niñera.


—¿Y el problema es…?


—Quería venganza y la conseguí, pero no sé si quería que fuera de ese modo. Antonov no era tan malo. Era cosas diferentes para diferentes personas. Tenía un hijo al que adoraba, una hermana con la que había renunciado a tener contacto para protegerla. Esos hombres muertos tenían familia en Bielorrusia, les enviaban dinero, se preocupaban por ellos.


—Tú no los mataste, Pedro.


—¿Entonces por qué tengo la sensación de que mis manos están manchadas de sangre?


—No lo sé, complejo de Dios. Tú no eres responsable por todas las cosas malas que ocurren en el mundo.


—Pero sí soy responsable de mis actos y debería haber pensando en las consecuencias. ¿No es eso lo que tú intentas decirme sobre mi interés por Paula Chaves?


—Lo único que digo es que hables con ella antes de embarcarte en una campaña de seducción. Las mujeres son fáciles para ti, Dios sabrá por qué.


—Dinero, atractivo, estatus de renegado… genio en resumen.


—Como he dicho, Dios sabrá por qué. Y no creo que sea buena idea hundir a la primera jefa de sector que ha habido en treinta años.


—Ella es demasiado lista para eso.


—¿Cómo lo sabes? ¿También vas a leer su informe psicológico?


—¿Crees que habrá uno sobre ella?


Pedro esbozó una sonrisa. Era bueno hablar libremente con alguien que lo conocía bien y con quien no tenía que cortarse.


—Da igual. Aunque lo hubiese, voy a pedirle a Sergio que no se le ocurra buscarlo.


—No lo harías.


—Claro que sí.


—¿Hacer qué? —preguntó Elena, que acababa de aparecer en el muelle—. Porque sonaba vagamente amenazador.


—Tu hermano quiere leer el informe psicológico de Paula Chaves. Entre otras cosas.


—Me parece lo más justo —murmuró Pedro—. Ella ha leído el mío.


—¿Sigues enfadado por ese estúpido informe? —exclamó Elena.


Él esbozó una sonrisa. La desastrosa misión en la que estuvo a punto de morir no había ablandado a Elena; sencillamente la había hecho más directa y sorprendente afectuosa, pensó mientras su hermana le echaba los brazos al cuello.


—¿Dónde está? —murmuró—. Dámelo ahora mismo, voy a echarlo en la barbacoa. Por cierto, he pasado por la pescadería y he comprado gambones. Y, como os quiero, voy a hacerlos para cenar. Vosotros podéis sacar las bolsas del coche, hacer la ensalada, servir el vino y hacer comentarios halagadores mientras cocino.


Era bueno estar de vuelta en casa, pensó Pedro.


Tal vez eso sería suficiente.