sábado, 25 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 7





La casa que los Alfonso tenían en la playa estaba en una cala pequeña y solitaria al norte de Nueva Gales del Sur. El hermano de Pedro la había comprado varios años antes con la intención de convertirla en su hogar, pero aún no lo era y los cuatros hermanos la utilizaban como un santuario para descansar. Aunque preferiblemente no todos a la vez.


La granja de Elena y Damian estaba a veinte minutos de allí, aunque dado el tiempo que pasaron con Pedro esa semana en la playa parecían no tener casa.


Deberían estar de luna de miel, demonios. Una luna de miel que, según Elena, sería muy corta porque no había ningún sitio como tu propia casa.


Pedro esperaba que no quisieran acortarla por su culpa, pero encontraban cualquier excusa para ir a verlo. Elena en particular no dejaba de intentar cuidar de él, lo cual tenía gracia porque odiaba que hicieran lo mismo con ella.


Había estado allí por la mañana porque, aparentemente, Pedro necesitaba comida en la nevera, pero había dejado a su cuñado para vigilarlo.


Damian estaba en el muelle, examinando el paracaídas porque su intención era que se lanzasen en cuanto las costillas de Pedro hubieran curado.


Sin un reto físico en el horizonte Pedro se volvía malhumorado, según Damian, y eso había que arreglarlo.


Aparentemente, había muchas cosas que arreglar en su vida.


Pedro volvió a mirar el informe psicológico que tenía en las manos. Su informe psicológico. Una persona normal probablemente no le habría pedido a su hermano que robase el informe de la base de datos del Servicio Secreto, pero en opinión de Pedro para eso estaban los hermanos.


Habían pasado tres días desde que Paula Chaves lo llamó a su despacho para preguntarle qué necesitaba para terminar el trabajo. Tres días. Y estaba de baja durante dos semanas, pensando en su futuro, intentando vivir el presente y volviéndose loco por segundos.


—¿Quién escribe estas tonterías? —le preguntó a Damian.


—Psiquiatras —respondió su amigo y cuñado, mirando el paracaídas—. Deja de obsesionarte.


—No estoy obsesionado, es que no estoy de acuerdo con la evaluación.


—Tú no deberías tener esa evaluación.


—Aparentemente, tengo complejo de Edipo.


—Tu madre ha muerto, tío. ¿Cómo puedes estar enamorado de ella?


—Podría estar enamorado de un fantasma, de un recuerdo perfecto.


—¿Era perfecta?


Pedro volvió atrás en el tiempo. Recordaba el pelo rizado de su madre, sus ojos azul oscuro, que Elena y él habían heredado, su paciencia con los niños y su fiera defensa cuando otra persona intentaba disciplinarlos.


—Sí.


—¿Sabes que si sufres complejo de Edipo vas a tener que forjar un lazo con tu padre para superarlo?


—Vete por ahí.


—Ya veo que no estás preparado.


—Ella dijo que tengo un lazo emocional contigo.


—¿Quién ha dicho eso?


—Paula Chaves.


—Ah.


—¿Cómo que «ah»?


—¿Estás listo para tomar esa cerveza? Yo sí.


—¿Qué te parece?


—¿Quién?


Damian dejó de inspeccionar el paracaídas y se dirigió a la cocina. Sacó dos cervezas de la nevera, quitó los tapones de rosca y volvió al muelle, que Pedro había convertido en su salón particular.


—Es la primera jefa de sección en treinta años —dijo mientras le pasaba una cerveza—. Creo que tiene contactos, ambición y un cerebro hecho para desarmar a las personas y volver a recomponerlas para conseguir sus propósitos. Eso no es una crítica, por cierto, es una señal de respeto. Es mayor que tú, Pedro.


—¿Y qué?


—¿Edipo?


—No estoy buscando una figura materna, no me obligues a pegarte un tiro. A Elena no le haría gracia.


—Ni a mí tampoco.


—Le he pedido que cene conmigo.


—Seguro que a ella le sentó muy bien.


—Estuve a punto de besarla —Pedro se pasó una mano por los labios, pensando en ella—. Me habría gustado hacerlo.


—¿Quieres que te diga lo que pienso? —le preguntó Damian.


—Solo si no vas a decir que tengo problemas psicológicos, que soy un estúpido patológicamente incapaz de aceptar órdenes.


—Tal vez solo necesitas sexo.


—¿Crees que podría acostarme con ella?


—No, creo que deberías acostarte con otra mujer.


—¿Quién?


—Eso nunca ha sido un problema para ti. ¿Qué tal Bridie?


—Demasiado buena. Supongo que estará casada, con un niño en la cuna y otro en camino —Pedro vio a Damian mirándolo con cara de sorpresa y se encogió de hombros—. Eso es lo que ella quería.


—¿Simone?


—Demasiado blanda. ¿Y si la rompo?


—¿El hermano de Simone?


Pedro esbozó una sonrisa.


—El informe psicológico dice que soy heterosexual.


—Ah, ahora sí crees lo que dice el informe —bromeó Damian, tomando un trago de cerveza—. Has dicho que quieres a alguien que no se rompa y tal vez…


—Quiero una mujer que no se rompa y he encontrado una. Guapa, inteligente y poderosa. Y, si no me equivoco, interesada.


—Ya, claro. ¿Nada que ver con que tengas una información que ella está buscando?


—Sí, es verdad. Pero tiene una conversación interesante.


En ese momento sonó el móvil de Pedro.


—¿Algún problema? —le preguntó Damian mientras leía el mensaje.


—Con un poco de suerte, sí. La señora Chaves llegará aquí el lunes por la mañana. Por qué razón, no lo dice.


—Mmmm.


—Probablemente tendrá algo que ver con el último topo de Antonov, al que aún no he logrado descubrir. Probablemente nada que ver con el sexo, pero…


Pedro estaba decidido a aprovechar cualquier oportunidad.


—No lo hagas, amigo —dijo Damian.


—¿Por qué no?


—Piensa en las complicaciones.


—Ella consigue lo que quiere, yo también. No hay complicaciones.


—¿Y con el tiempo? ¿Cómo afectaría a tu carrera tener una relación con ella? ¿Cómo afectaría a la suya?


—No sé si a mí me queda carrera, si quieres que te sea sincero. No sé si quiero tenerla.


—¿Y ella?


—Supongo que lo descubriré el lunes.


Damian lo miró, sin disimular su preocupación.


—¿Alguna vez piensas en lo que tus decisiones pueden costarle a la gente que te rodea?


—Todo el tiempo —respondió él—. Sé que he metido la pata muchas veces. Elena resultó herida bajo mis órdenes y nunca podrá tener hijos. Fue culpa mía.


—No, yo no lo creo y Elena tampoco. Estábamos en el peor sitio en el momento equivocado. Esas cosas pasan y, además, seguimos vivos.


—¿Entonces estás hablando de hasta dónde llegué para controlar a Antonov y el hecho de que él y otras dos personas estén muertas? No era mi intención.


Damian se quedó callado un momento.


—¿Qué pasó? —preguntó por fin.


Pedro dejó escapar un suspiro.


—Tenía suficiente información como para cargarme toda la organización, pero necesitaba un nombre más para estar satisfecho. Entonces recibí la invitación de vuestra boda y decidí que ya era suficiente y podía marcharme en cuanto tuviese oportunidad. Dos días después, un viejo enemigo de Antonov apareció con suficiente C-4 como para hundir un buque de guerra y yo dejé que lo hiciera mientras me llevaba al niño y la niñera.


—¿Y el problema es…?


—Quería venganza y la conseguí, pero no sé si quería que fuera de ese modo. Antonov no era tan malo. Era cosas diferentes para diferentes personas. Tenía un hijo al que adoraba, una hermana con la que había renunciado a tener contacto para protegerla. Esos hombres muertos tenían familia en Bielorrusia, les enviaban dinero, se preocupaban por ellos.


—Tú no los mataste, Pedro.


—¿Entonces por qué tengo la sensación de que mis manos están manchadas de sangre?


—No lo sé, complejo de Dios. Tú no eres responsable por todas las cosas malas que ocurren en el mundo.


—Pero sí soy responsable de mis actos y debería haber pensando en las consecuencias. ¿No es eso lo que tú intentas decirme sobre mi interés por Paula Chaves?


—Lo único que digo es que hables con ella antes de embarcarte en una campaña de seducción. Las mujeres son fáciles para ti, Dios sabrá por qué.


—Dinero, atractivo, estatus de renegado… genio en resumen.


—Como he dicho, Dios sabrá por qué. Y no creo que sea buena idea hundir a la primera jefa de sector que ha habido en treinta años.


—Ella es demasiado lista para eso.


—¿Cómo lo sabes? ¿También vas a leer su informe psicológico?


—¿Crees que habrá uno sobre ella?


Pedro esbozó una sonrisa. Era bueno hablar libremente con alguien que lo conocía bien y con quien no tenía que cortarse.


—Da igual. Aunque lo hubiese, voy a pedirle a Sergio que no se le ocurra buscarlo.


—No lo harías.


—Claro que sí.


—¿Hacer qué? —preguntó Elena, que acababa de aparecer en el muelle—. Porque sonaba vagamente amenazador.


—Tu hermano quiere leer el informe psicológico de Paula Chaves. Entre otras cosas.


—Me parece lo más justo —murmuró Pedro—. Ella ha leído el mío.


—¿Sigues enfadado por ese estúpido informe? —exclamó Elena.


Él esbozó una sonrisa. La desastrosa misión en la que estuvo a punto de morir no había ablandado a Elena; sencillamente la había hecho más directa y sorprendente afectuosa, pensó mientras su hermana le echaba los brazos al cuello.


—¿Dónde está? —murmuró—. Dámelo ahora mismo, voy a echarlo en la barbacoa. Por cierto, he pasado por la pescadería y he comprado gambones. Y, como os quiero, voy a hacerlos para cenar. Vosotros podéis sacar las bolsas del coche, hacer la ensalada, servir el vino y hacer comentarios halagadores mientras cocino.


Era bueno estar de vuelta en casa, pensó Pedro.


Tal vez eso sería suficiente.






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