sábado, 25 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 4





Pedro despertó en una cama que no se movía con el ritmo de las olas. No era su cama, de eso estaba seguro. Su cama durante los últimos dos años había sido una litera pegada al cuarto de motores en el lujoso yate de Antonov, una fortaleza flotante a la que nadie podía acercarse sin ser detectado y capaz de hundir a cualquiera que lo intentase.


Su cama no era blanda como aquella y su camarote no tenía una cómoda con cajones bajo una ventana. ¿Eso era un plato lleno de fresas? Le parecía recordar que había hablado de ello el día anterior. ¿Por qué?


Miró hacia abajo y descubrió unas sábanas de color lima y un edredón de color verde hoja. Parecía una suite muy femenina, pero estaba casi seguro de que no era un hotel.


Pedro hizo un gesto de dolor cuando intentó moverse. Había habido un médico allí por la noche y le había dicho que no tenía dos costillas rotas sino cuatro. Le había dado unas pastillas y después… después no recordaba nada.


Ah, sí, estaba en la granja de Elena.


Y le vendría bien otra pastilla.


Oyó que se abría la puerta y unos pasos que se detuvieron a los pies de la cama.


«Guapa» fue su primer pensamiento. «Simpática» fue el siguiente.


Era la mujer de la noche anterior. Recordaba su boca y sus orejas, pero no recordaba que sus ojos fueran de un color tan claro, casi ámbar.


—¿Estás despierto?


También recordaba su voz. Y su cuerpo aprobaba esa voz.


—Mmmm…


No era cualquier mujer sino la jefa de sección y él estaba metido en un buen lío.


Llevaba una camisa blanca, un pantalón gris y un fino collar de plata al cuello que parecía como si pudiera romperse al menor tirón. Era mayor que él y, sin embargo, se sentía atraído por ella como no se había sentido atraído por una mujer en mucho tiempo.


—Nos conocimos anoche —empezó a decir, con una voz cargada de sueño.


—Así es.


No llevaba alianza, ningún anillo en esos dedos largos y finos, bien cuidados.


—No sé si recuerdo quién eres. Estoy un poco confuso.


Tal vez estaba tomándole el pelo. Tal vez quería ver si en sus ojos aparecía un brillo de irritación por tener que volver a presentarse ya que ser jefa de sección era algo que no debería haber olvidado.


Pero no veía un brillo de irritación. En lugar de eso sonrió y alrededor de sus ojos aparecieron unas arruguitas encantadoras.


—Oh, pobrecito. Sabía que anoche estabas desconcertado, pero no sabía que lo estuvieras tanto. Soy la organizadora de la boda de tu hermana.


—Ya veo.


No, en realidad no lo veía.


—¿No recuerdas que me suplicaste que te llevase al hotel más próximo? —lo preguntaba con una expresión tan inocente. Qué buena era—. Porque eso hice. Te llevé a un hotel, pero de repente el conserje recordó que no tenía habitaciones. Yo me mostré un poco escéptica, pero él parecía muy seguro. Debió pensar que vomitarías en la habitación o morirías en la cama… o las dos cosas. Y, aparentemente, eso sería malo para el negocio. Además, no llevabas ninguna identificación y eso no le gustó nada.


Pedro sonrió. No sabía dónde iba con esa historia, pero tenía intención de seguirle el juego. O tal vez solo le gustaba escuchar el sonido de su voz.


—¿Qué pasó después?


—Me ofrecí a llevarte a un hospital —ella apoyó las manos en la cama—. Pero tú te negaste. Y dijiste que tenía la boca más sexy que habías visto nunca.


—¿Ah, sí? —podría haberlo pensado, pero estaba seguro de no haberlo dicho en voz alta.


—En ese momento yo estaba echándote una bronca así que me sorprendió.


Pedro miró esos labios carnosos que parecían a punto de esbozar una sonrisa.


—No debería haberte sorprendido.


—Y entonces… —siguió ella, haciendo una larga pausa—. Entonces dijiste que si te conseguía una cama para pasar la noche tú me darías un orgasmo que no olvidaría nunca.


—Yo… ¿qué?


—Lo sé, una oferta que nadie podría rechazar, ¿no? Yo tengo esta boca, tú tienes esa cara… te has roto un par de costillas, pero podríamos haber hecho algo, así que te traje
aquí y te ofrecí un café, pero dijiste que si no era turco no lo querías. Fue entonces cuando empecé a pensar que no podíamos ser almas gemelas.


¿Que no podrían ser…?


Pedro estaba casi despierto y totalmente desconcertado. Y, sí, tal vez le había ofrecido pasar un buen rato porque entraba dentro de las posibilidades. Y lo del café también, pero aun así…


—Y entonces me dijiste que las ondas de mi pelo te recordaban las olas del mar, a la luz de la luna ni más ni menos. Y pensé que sí podríamos ser almas gemelas después de todo.


—Yo no dije eso. Jamás diría eso —protestó Pedro—. Además, tú no tienes ondas en el pelo. 


—Te di un vaso de leche y tres pastillas para el dolor y te mostraste muy agradecido. Bueno, lanzaste un gruñido de agradecimiento, un gruñido profundo y masculino, muy sexy. Yo aún tenía una vaga esperanza de conseguir ese orgasmo fabuloso, pero noventa segundos después te quedaste dormido.


Se le daba mejor que a él jugar a ese juego. Claro que él estaba herido.


—Puedes parar ya, jefa. Sé quién eres.


—Pues claro que sí —dijo ella, mirándolo a los ojos—. Y usted tiene que dejar de tratarme como si fuera tonta, señor Alfonso. Tiene que dejar de mirar mi boca y prestar atención a lo que estoy a punto de decir.


Pedro se sentó en la cama, haciendo un gesto de dolor cuando intentó bajar las piernas. Al menos llevaba el pantalón puesto. Y recordaba unas vendas, pero tal vez se las habían quitado y no al revés. En cualquier caso, no había vendas por ningún lado… ni su ropa. Posiblemente porque estaba sucia.


Pedro miró la maleta en una esquina.


—Estoy escuchando.


—Debe saber que no existe ninguna prueba de que estuviera trabajando para nosotros durante el tiempo que estuvo con Antonov. Nadie va a reclamarlo como suyo, está usted solo.


Eso despertó su atención. Pedro apartó la mirada de la maleta para volver a concentrarse en la jefa de sección.


—¿Entonces va a dejarme a merced de los chacales?


Esas cosas pasaban cuando uno volvía cubierto de suciedad y no de gloria.


—Lo siento —murmuró ella,pero no lo negó.


—Quiero hablar con mi jefe directo.


—Ahora mismo lo más parecido a un jefe directo que tiene soy yo.


—No se ofenda, pero no la conozco.


—No me ofendo y espero que haya alguien con quien esté dispuesto a hablar. Estaré en la cocina, señor Alfonso. Vístase, por favor. Mis hombres están dispuestos a marcharse y usted vendrá con nosotros.


—¿Ah, sí?


—Puede hacerlo por voluntad propia o no —Paula sonrió—. Nos da igual.


—Oiga, eso no aparecía en el folleto de reclutamiento.


Ella soltó una carcajada muy agradable.


—Tal vez debería leer la letra pequeña —le dijo antes de salir de la habitación.


Si había pensado escapar de la granja sin que nadie se diera cuenta estaba muy equivocado. Lo esperaba un gran desayuno cuando salió del dormitorio. Su hermano
Sergio servía panecillos y su hermana Adriana, estaba repartiendo huevos revueltos. La jefa también estaba allí, sentada en un taburete, tomando café y leyendo algo en su ordenador, como si fuera parte de la familia… como si estuviera perfectamente cómoda allí.


Pedro se acercó a la cafetera, suspirando. Era brillante, nueva, y no sabía cómo manejarla.


—¿Esto hace un expreso doble?


—Solo si se lo pides amablemente —respondió Ruby, la embarazada esposa de Sergio, abriendo la tapa.


El aroma a café recién molido asaltó sus fosas nasales, llevándolo inmediatamente a un pequeño café en Estambul.


—Estoy empezando a entender por qué Sergio se casó contigo.


—¿Quieres decir que no lo habías entendido inmediatamente?


—Pues… —¿por qué de repente su mundo estaba lleno de mujeres airadas?, se preguntó—. Un café turco sería estupendo, pero puedo hacerlo yo solito.


—No, no puedes —Ruby esbozó una sonrisa—. Anda, siéntate.


—Esto…siento mucho no haber podido estar en vuestra boda.


—Si te portas bien podrás ser el padrino del niño.


Seguramente estaba bromeando. Con un poco de suerte estaría bromeando, pero sería mejor cambiar de tema.


—¿Alguien ha visto a la feliz pareja esta mañana?


—Siguen en la cama.


Pedro hizo una mueca. Otra imagen que no quería en su cabeza.


—¿No te parece bien? —le preguntó Adriana.


—Me parece fenomenal, pero no quiero pensar en ello.


—Muy sano —murmuró su cuñada.


—¿Si lloro me dejarás en paz?


—No sabía que los agentes especiales fuesen capaces de llorar.


—Este agente sí.


Pedro intentó sacar un plato del armario, pero su cuñada lo sentó frente a la mesa.


—Deja de moverte, pesado.


—¿Cómo te encuentras? —preguntó Adriana.


—Bien —respondió Pedro. Como si le hubiera pasado por encima un rinoceronte—. Divinamente.


Su hermana se levantó entonces para abrazarlo y él cerró los ojos, apoyando la barbilla en su cabeza. Le gustaba tanto estar de vuelta en casa… ellos no sabían cuánto los había echado de menos. ¿Y todo para qué?


Había logrado cargarse la organización de Antonov. ¿Y qué? 


Otro traficante de armas ocuparía su sitio. Había dejado al descubierto a unos cuantos topos en altos puestos, pero sería tonto si pensara que había logrado cargarse a todos. Él sabía que no era así.


Cuando abrió los ojos, Paula Chaves estaba mirándolo con cara de sorpresa. Sabía que estaba mostrando debilidad por su familia, pero le daba igual.


—¿A mí también me toca un abrazo?


La voz llegaba desde la puerta. Pedro abrió los ojos y miró a Elena, que tenía muy buen aspecto con el vestido de flores. 


Y parecía feliz.


—Si quieres.


—Claro que quiero.


Elena se dirigió hacia él con cierta vacilación en el paso, de ninguna forma iba a llamarlo cojera, y Pedro las abrazó a las dos.


—Tengo que hacer algo para borrar esa expresión de tu rostro —dijo Elena.


—¿Qué expresión?


—Lejana —respondió ella—. Tienes que volver con nosotros,Pedro.


—Estoy de vuelta.


Elena lo miró a los ojos durante lo que le pareció una eternidad antes de sacudir la cabeza mirando a Paula Chaves.


—¿Cuándo tiene que irse?


—Hace cinco minutos.


Adriana lo miró con ojos serios.


—¿Estás metido en un lío muy gordo?


—No me importa.


—¿Vas a seguir trabajando para ellos?


—No lo sé.


A Adriana le daba igual estar manteniendo esa conversación delante de Paula Chaves. Y a él también.


—¿Quieres hacerlo?


Pedro no respondió. No lo sabía.


Sergio puso un bocadillo de huevos y beicon en su mano. 


Sabía que no necesitaba un plato, estaba acostumbrado a comer a la carrera.


—Nos vamos cuando usted diga, jefa.


—Aún no he terminado mi café —dijo Paula.


«Y tú no te has tomado el tuyo», decían sus ojos. «Te estoy dando un respiro, así que acéptalo y cállate».


Pedro permaneció callado.


Siguió comiendo el bocadillo y cuando el café apareció en su mano lo agradeció. Pasó un minuto… dos. Lo habían dejado en paz. No hicieron más preguntas.


Pero entonces dos hombres con traje oscuro aparecieron en la puerta y Paula Chaves cerró su ordenador y bajó del taburete.


—Agente Alfonso—dijo uno de ellos, con un tono inesperadamente respetuoso—. Es hora de irse.






EL ESPIA: CAPITULO 3





Testarudo, ¿no? —Paula se dirigió a la novia, intentando calmarla mientras el médico local, al que habían convencido para que fuese a la casa, ordenaba al novio y a uno de sus agentes que metieran a Pedro Alfonso en la cama.


La decoración de la habitación era una mezcla de arco iris y chic veneciano y Pedro, inconsciente, parecía fuera de lugar allí. Daba igual que llevase un traje de chaqueta; un lobo era un lobo llevase la piel que llevase.


—No tienes idea —Elena suspiró—. Debería haber dejado que te lo llevaras al hospital en cuanto apareció.


Pedro abrió los ojos un milímetro, lo suficiente como para fulminarlos a todos con la mirada, antes de cerrarlos de nuevo.


—¿Cómo se llama? — preguntó el médico.


Pedro Alfonso —respondió Elena—. Una pesadilla de hermano.


El hombre sacó una pequeña linterna del maletín y se inclinó hacia el paciente.


—¿Me oyes, Pedro?


Él murmuró algo.


—Voy a examinar tus pupilas para ver si respondes a la luz. No te dolerá.


—No hay conmoción. La tuve hace tres días… pero ya se me ha pasado —dijo Pedro.


—¿Ese diagnóstico viene con un título en Medicina?


—No, con la experiencia.


—¿Siempre discute tanto? —preguntó Paula.


—Sí, así es él. Prefiere llamarlo «persuasión».


—¿Tienes algún bulto en la cabeza? —preguntó el médico.


—Un par de ellos.


—¿Y el cuello? ¿Te duele? ¿Puedes moverlo?


Pedro tenía los ojos cerrados cuando respondió:
—Mi cuello está perfectamente, pero me duelen los hombros.


Pedro podía responder a las preguntas del médico sin mirar sus labios, de modo que no estaba sordo.


—No está sordo —murmuró—. La mitad de mis agentes acaban de perder una semana de sueldo.


—Sí, pero la otra mitad se ha hecho rica —bromeó Pedro, con una media sonrisa.


—¿Alguna vez sonríe abiertamente? —preguntó Paula.


Tal vez no era la pregunta más adecuada, pero nunca era malo estar bien informado y armado para la batalla.


—Hace tiempo que no sonríe así, pero tiende a ser bastante letal —bromeó Elena—. Caen países, los ángeles lloran, ese tipo de cosas.


—Amén —murmuró Pedro.


—Si no estuviera hecho polvo le quitaría esa arrogancia a golpes —dijo su hermana—. Porque lo quiero.


Sus ojos se llenaron de lágrimas y tuvo que darse la vuelta para que él no lo viera.


—Está consciente, es coherente… —empezó a decir el médico.


—No sangro por ningún orificio, estoy perfectamente —dijo el paciente—. ¿Lleva algún analgésico en el maletín?


—¿Para qué?


—Las costillas.


—Siéntate, vamos a echar un vistazo.


Pedro se sentó al borde de la cama con ayuda de Adrian. 


También aceptó ayuda para quitarse la chaqueta, pero él mismo desabrochó la camisa.


Se tomó su tiempo, pero Paula imaginó que el retraso tenía más que ver con sus problemas motores que con el deseo de retrasar el proceso. Por fin, la camisa desapareció para revelar una venda sucia sujeta con esparadrapo.


—Me disloqué un hombro, pero volví a colocarlo en su sitio.


—¿Tú mismo?


—Me ayudó una bañera.


—¿Puedes levantar el brazo?


—La última vez que lo intenté desperté dos horas después, en una playa.


—¿Cuándo fue eso?


—Hace tres días.


—¿Algún problema más desde entonces?


—Una falta de sueño insoportable.


—Voy a examinar tus pulmones y tu corazón. Luego quiero que levantes los brazos mientras lo hago de nuevo y te tumbes mientras examino esas costillas.


Pedro asintió con la cabeza.


Paula intentó girar la cabeza, pero era imposible no mirar los espectaculares cardenales en ese torso aún más espectacular mientras el médico retiraba la venda. Se había llevado una buena paliza.


El hombre puso el estetoscopio sobre su torso y le pidió que respirase. Pero luego, cuando presionó sus costillas, Pedro volvió a desmayarse.


—Es mejor que duerma.


—Desde luego.


Pedro recuperó el conocimiento unos minutos después, pero el médico puso una mano en su hombro sano.


—No se mueva —murmuró, sin dejar de examinarlo—. Sin hacerle una exploración con rayos X, creo que tiene cuatro costillas rotas.


—Todo para hacerse el valiente —dijo Elena—. ¿Qué más?


—Tiene dañados algunos tejidos blandos, como pueden ver.¿Sabemos qué le ha pasado?


—Sabemos que hubo una serie de explosiones a bordo de un yate y suponemos que Pedro fue lanzado al agua. 
También que atravesó la pared de un almacén con un camión y cruzó el desierto en un todoterreno.


Eso era todo lo que podían contarle a un médico civil.


—Y todo eso pasó hace tres días —Elena miró al hombre—. Ha estado viajando desde entonces. ¿Debería ir al hospital?


—No —respondió Alfonso, consciente de nuevo—. Ya he estado en un hospital.


—¿Dónde? —preguntó Paula.


—Pues… no me acuerdo, podría ser Budapest. Me examinaron con rayos X y luces estroboscópicas y me dieron unas pastillas.


—¿Seguro que no era una discoteca? —bromeó Paula.


—Me caes bien —dijo él.


—¿Recuerda el nombre de las pastillas? —le preguntó el médico.


Pedro soltó un bufido.


—No, pero eran buenas. He guardado la caja para futuras referencias, está en mi bolsillo.


El médico se inclinó para sacar la caja del bolsillo de la chaqueta.


—¿Cuántas pastillas le dieron?


—Cinco.


—Eso fue hace tres días, ¿no? Aquí dice una al día. ¿Dónde están las otras dos? Y no me diga que se las has tomado.


Así que el paciente no dijo nada.


—¿Qué son? —preguntó Elena.


—Un derivado de la cocaína. Eso explica que haya podido moverse con las costillas rotas.


—Solo quiero dormir.


Pedro intentó incorporarse de nuevo, con limitado éxito.


—¿Por qué hay un plato de fresas? ¿Estoy en la suite nupcial?


—No —respondió Elena—. Estás en la habitación de invitados.


Pedro seguía mirando las fresas con cara de sorpresa.


—¿Por qué? —insistió, con un tono de total desconcierto.


—Su casa, sus reglas —dijo Paula—. No lo pienses.


—¿En la habitación de invitados de tu casa hay fresas?


—Yo no tengo habitación de invitados.


—Seguramente tú dejas que los invitados duerman en tu habitación —Pedro esbozó una sonrisa—. Eso me gusta.


Pedro —lo reprendió Elena—. Jefa de sección, ¿recuerdas? Menos tonteo y más respeto.


—¿Por qué sigues aquí? —le preguntó Pedro—. ¿No deberías estar en el banquete? Lo único que voy a hacer es meterme en la cama. Estoy bien, no pasa nada. He llegado aquí, ¿verdad? Pues no hagas que lo lamente.


—Si has mentido sobre el hospital en Budapest te juro por el alma de mi flamante esposo que lo lamentarás.


—Qué mala es —murmuró Pedro—. Espero que lo sepas, Adrian.


El novio esbozó una sonrisa.


—Descansa un poco.


—Lo haría si os fuerais.


La novia y el novio salieron de la habitación, con Elena mirando por encima del hombro para advertir a su hermano que fuese bueno antes de cerrar la puerta.


Solo entonces Pedro se permitió hacer una mueca de dolor.


—Sobre esos analgésicos…


—En una escala del uno al diez, uno siendo nada y diez insoportable, ¿cuánto te duele?


—Si me quedo absolutamente quieto puedo darle un siete.


El médico sacó de su maletín dos pastillas de color azul que le ofreció con un vaso de agua.


—Esto te hará dormir. Podrás ducharte por la mañana, pero no hagas movimientos bruscos. Si es posible, nada de explosiones ni colisiones con vehículos a motor —después
de mirar al paciente durante unos segundos decidió ampliar la lista— nada de surf, boxear o artes marciales. Nada de levantar pesos, escalar montañas o hacer kayak. ¿Lo has entendido?


—Alto y claro.


—Puedes nadar, flotar y patalear en el agua como un niño de tres años. Por lo que he oído, no creo que te resulte muy difícil.


A Paula le gustaba aquel irónico médico de pueblo.


—Escucha lo que dice tu cuerpo y puede que salgas de esta en mejor forma de la que mereces.


A Paula le gustaba mucho aquel médico de pueblo.


—No estará buscando trabajo, ¿verdad? Porque nos vendría bien —le dijo.


—Me quedan dos años para retirarme y he visto todo lo que quería ver en lo que se refiere a urgencias médicas. No necesito ver más.


Una pena.


—Oiga —empezó a decir el paciente— ¿no le parece que tiene una cara muy divertida? Yo creo que sí. Me gusta mucho.


El hombre suspiró.


—Las pastillas empiezan a hacer efecto.


—Bonita voz, además —siguió Pedro—. Me hace pensar en sexo. ¿A usted le hace pensar en sexo?


—Hijo, tiene que descansar. No se esfuerce —el médico miró a Paula sin disimular una sonrisa—. Tal vez debería marcharse, antes de que empiece a hacerle proposiciones.


—Tal vez yo quiera oírlas para chantajearlo después —replicó ella.


Pensándolo bien, tal vez querría oírlas por razones egoístas.


Pero no, Pedro acababa de quedarse dormido.


—¿Podemos meterlo en un avión mañana?


El médico asintió con la cabeza.


—Hay que hacerle una exploración con rayos X en cuanto sea posible. Mantenerlo hidratado y vigilado.


—Gracias por su cooperación.


—De nada. Da igual lo que diga mi mujer. Siempre es un placer ayudar al Servicio de Inteligencia —el hombre esbozó una encantadora sonrisa—. ¿A quién le paso la factura?