jueves, 2 de julio de 2015

MI ERROR: CAPITULO 13





Algo duro y punzante estaba clavándose a Paula en la mejilla. Cuando volvió la cabeza y alargó una mano para mover la almohada, encontró algo duro, firme, cálido. No el suave algodón sino algo de cachemir…


¿Se había dormido en el sofá?


Tuvo que hacer un esfuerzo para recordar dónde estaba y, mientras intentaba colocarse en una posición más cómoda, recordó los eventos de la noche anterior. Abrió los ojos y se dio cuenta de que no estaba sola en el sofá. Pedro, inusualmente despeinado, con sombra de barba, estaba mirándola con ojos de sueño.


Había dormido toda la noche en el sofá con la cabeza sobre su pecho y un brazo alrededor de su cintura. Y, aunque estuvieran vestidos, eso no hacía que la escena fuera menos íntima.


O menos incómoda.


Lo había dejado. Lo había apartado de su vida y le había dicho más de una vez que no lo necesitaba. Pero la noche anterior, a pesar de su cruel rechazo, no la había dejado sola; al contrario, había pasado horas buscando pacientemente a Daniela.


Y cuando por fin le había contado la verdad sobre su vida, se había quedado.


Toda la noche.


Claro que el hecho de que estuviera encima de él, de que Pedro no pudiese escapar sin despertarla, podría ser la razón. Pero no tenía por qué haberse quedado allí, abrazándola hasta que se quedó dormida, susurrándole palabras muy dulces al oído, llamándola «mi amor».


No. Eso debía de haberlo imaginado. Pedro no usaba nunca esa expresión. Él era un marido minimalista. Perfecto en todos los detalles, pero frío…


—Lo siento —se disculpó.


—¿Qué sientes?


No querer moverse, nunca, no querer apartarse de él.


Haberle mentido.


—Haberme quedado dormida encima de ti.


—Habrías estado más cómoda en la cama, pero no quería despertarte —dijo él, acariciando su cara—. ¿Desde cuándo no dormías de un tirón?


—¿Tan mal aspecto tenía antes?


El sonido del teléfono lo rescató, los rescató a los dos, recordándole que el anhelo de quedarse donde estaba, en los brazos de Pedro, y olvidarse de todo lo demás, era un absurdo.


—¿Qué hora es?


—¿Eso importa?


—Sí.


No…


Paula apartó la mano de Pedro y él la sujetó un momento. .


Que fácil sería besarla, despertar una respuesta, un beso, una caricia como preludio a la intimidad que su cuerpo deseaba…


Lo había echado tanto de menos…


Percatándose de que seguía sujetando su mano, Paula giró la cabeza para mirar el reloj.


—No puede ser. Mi despertador…


—Puede que se te olvidara ponerlo en hora.


—¡El estudio! Debería estar allí hace horas. ¿Por qué no me ha llamado nadie? ¿Dónde está mi móvil? —gritó Paula, intentando levantarse.


—En tu bolso, apagado, imagino.


—Apártate, tengo que levantarme… tengo que contestar al teléfono.


—Se me ha dormido una pierna —sonrió él, sujetándola por la cintura—. Cálmate. Quien sea dejará un mensaje.


—No… ¡es Daniela! Tiene que ser Daniela.


El contestador saltó, sonó el mensaje. Quien fuera, colgó.


—Iba a colgar de todas maneras. Es un juego, Paula.


—No…


El insistente sonido del timbre los interrumpió y Paula no se molestó en contestar por el telefonillo. Abrió la puerta y corrió escaleras abajo…


—Por el amor de Dios, Paula, parece que hayas pasado la noche en vela —dijo Miranda, inmaculada de la cabeza a los pies, adornados con unos Manolos—. Menos mal que Pedro me pidió que llamase al estudio para decirles que no te esperasen esta mañana.


¿Pedro la había llamado?


—¿Cuándo?


—¿No te lo ha dicho? —Miranda se encogió de hombros—. ¿Está aquí? Le traigo ropa para que se cambie —añadió, levantando un portatrajes y una bolsa de plástico que llevaba en la mano—. Seguro que tus problemas son mucho más importantes, pero llevo disculpando a mi hermano por reuniones canceladas desde que volviste a casa y como ésta es con el primer ministro y…


—Yo no le he pedido que se quedara —la interrumpió Paula—. ¿Y de qué reuniones canceladas estás hablando?


—Nada importante —Pedro puso una mano sobre su hombro—. Pero tienes razón, Miranda. No creo que el primer ministro quiera cancelar esta reunión. Por favor, dime que has traído un café.


—Un café y una magdalena —contestó su hermana—. Puedes tomarlo mientras vamos hacia Downing Street. Te espero en el coche.


—No hace falta —dijo él, tomando el portatrajes y la bolsa—. Ahorra tiempo y habla tú misma con el primer ministro.


Pedro… —murmuró Miranda, boquiabierta.


—¿Algún problema?


—¿Quieres que vaya a Downing Street en tu lugar?


—El primer ministro quiere hablarme de un proyecto de ayuda humanitaria en Asia. Y, si nos ponemos de acuerdo, tú harás el trabajo. Sólo estoy cargándome al intermediario.


—Sí, pero…


—Necesito que hagas esto por mí, Miranda.


Paula intuyó que aquello era importante. Que esa confianza era completamente nueva para su hermana.


—Pero… Muy bien, de acuerdo. Entonces será mejor que… me vaya. ¿Nos vemos luego?


—Luego —asintió él.


Miranda se dio la vuelta y, mientras entraba en el coche, Paula miró alrededor, esperando ver a Daniela por allí.


—No hagas eso —dijo Pedro, tomándola del brazo—. ¿Un café?


—No creo que Miranda quisiera incluirme en el desayuno.


—Podemos compartirlo.


—Lo único que tú y yo hemos compartido en nuestro matrimonio ha sido la ducha y la cama.


Y la noche anterior, el sofá.


Paula se volvió para subir al apartamento, pensativa.


¿Por qué no se había ido con Miranda?


Había roto con él. ¿No lo entendía? Aquél no era su problema. Además, ellos no solían desayunar juntos.


—No puedo creer que hayas hecho eso —le dijo, cuando Pedro se reunió con ella en la cocina.


—¿A qué te refieres?


—Enviar a Miranda en tu lugar para hablar con el primer ministro. ¿Te das cuenta de que, probablemente, acabas de perder la Orden del Imperio Británico o algo así? Quizá incluso un asiento en la Cámara de los Lores.


—¿Y crees que me importa? —preguntó él, sacando de la bolsa el vaso de café y vaciando el contenido en dos tazas.


—Si quieres que te sea sincera, Pedro, más allá del dormitorio no tengo ni idea de lo que te importa o no.


—Pues entonces deja que te cuente una cosa: hace un par de días le dije a Miranda que te subestimaba.


—Y yo no voy a preguntarte qué dijo ella.


—Sospecho que Miranda no me perdonará nunca que te diga que la haces sentir inadecuada.


—No me lo creo.


—Como mujer.


—Últimamente se hacen milagros con la silicona.


—No tiene nada que ver con eso. Es por cómo te trata la gente, por tu empatía natural —sonrió Pedro—. Por eso no creo que tú vayas a cometer el mismo error con ella.


—Yo no la subestimo. Pero creo que a los hombres les da un miedo mortal —respondió Paula.


Allí en la cocina, sin afeitar, despeinado, sonriendo, le pareció ver al hombre que había decidido conquistarla tres años atrás, el que se había negado a aceptar un «no» como respuesta y la había llevado a un paraíso para celebrar una boda al borde del mar.


—¿Y por qué te molesta eso?


—No, no me molesta… O sí, no lo sé. Me has pillado.


Pedro levantó su barbilla con un dedo.


—¿En serio?


Paula sintió un escalofrío, pero bajó la mirada. No quería que viera lo que había en sus ojos. Si lo viera sabría, como lo había sabido el día que en una sala llena de gente consiguió que se volviera para mirarlo, que sólo quería mirarlo a él.


Entonces el arma para conquistarla habían sido flores, joyas…


Pero un hombre no llegaba donde había llegado él sin ser inteligente, adaptable.


Pedro había parecido aceptar su decisión, pero debería haber sabido que, en realidad, no era así. Su orgullo le exigía que la recuperase, que devolviera el orden y la rutina a su vida. Y estaba dispuesto a hacer lo que tuviera que hacer para devolverla a la jaula de oro en la que ella misma se había metido. Incluso usando su valioso tiempo si era necesario.


—Tengo que llamar al estudio para disculparme. A la gente de relaciones públicas… —Paula hizo una mueca—. A saber qué pensarán de mi repentina escapada…


—Seguro que a Jace se le ha ocurrido una excusa perfecta.


—Sin duda. Pero es lo que harán con ella lo que me preocupa —dijo Paula—. ¿Le pediste a Miranda que llamase al estudio?


—Sí.


—¿Y qué les ha dicho?


—Que tenías un problema familiar. Jace y yo pensamos que sería mejor que llamase ella.


—Sí, claro. ¿Quién se atrevería a cuestionar a Miranda? —sonrió Paula—. Mira, Pedro, mi vida está a punto de complicarse muchísimo. Deberías apartarte.


—Al contrario. Tú deberías volver a casa para tener algo de tranquilidad —su marido la miró entonces, arrugando el ceño—. ¿O quieres protegerme de las fotografías y los cotilleos?


—No.


—Has contestado demasiado rápido.


—No tenía que pensarlo. Tú firmaste para tener un matrimonio perfecto, Pedro. Y no iba a durar para siempre.


—¿No?


Paula consiguió tomar la taza de café mientras intentaba pensar en algo que decir. No se le ocurrió nada y entendió que Pedro sólo hubiera podido pronunciar monosílabos cuando le dijo que lo dejaba.


Como él, descubrió, no tenía vocabulario suficiente para cubrir la situación.


—Puedes ducharte en el cuarto de baño de invitados —murmuró, antes de ir a su habitación.






MI ERROR: CAPITULO 12





«No hay un nosotros».


Había dicho eso para alejarlo de ella. O quizá porque sospechaba que estaba usando ese «nosotros» para demostrarle que estaba equivocada.


No debería haberse molestado.


Pasara lo que pasara, estarían conectados para siempre, en el recuerdo de cada beso, de cada dulce caricia que la hacía olvidar todo lo demás. En esos momentos en los que nada existía más que Pedro


—¿Paula?


—¿Dónde está?


—No andará muy lejos.


—Tenemos que encontrarla. Tiene hambre y… —Paula no podía contarle nada más.


—Sube al coche.


Paula, que acababa de ver a Daniela al final de la calle, se levantó un poco la falda del vestido y empezó a correr.


—¡Espera! ¿Dónde vas?


Cuando Daniela se dio la vuelta, se encontró frente a una mirada de furia tan poderosa que tuvo que dar un paso atrás.


—¿Por qué tenías que ser tú? ¡Tú me abandonaste! Yo no estaba buscándote a ti. Estaba buscando a mi padre…


—¿Por qué? ¿Por qué quieres encontrarlo? Él nos abandonó. Todo lo que ocurrió fue culpa suya…


—¡Mentirosa!


—¡Es verdad! —gritó Paula.


Luego, al ver que su hermana tenía que hacer un esfuerzo para disimular las lágrimas, deseó no haber dicho eso. 


Daniela era muy pequeña cuando ocurrió. No tenía ni idea. ¿Cómo iba a saber ella nada? Lo único que sabía era que su madre había muerto y que su hermana la había abandonado. ¿Quién le quedaba más que la figura ilusoria de un padre? ¿Qué otra esperanza tenía?


Había dejado de llover, pero el viento helado se colaba por entre las estrechas calles y, temblando, deseando consolarla, Paula luchó contra los recuerdos. Si eso era lo que Daniela quería, si eso era lo que necesitaba, encontraría un padre para ella.


—Será más fácil que lo encontremos juntas.


—Sí, claro. Como que tú vas a ayudarme —replicó Daniela.


—Es lo que tú quieres lo que me importa.


Pedro salió del coche y se quitó la chaqueta, poniéndosela por encima de los hombros, como si fuera ella quien necesitaba ayuda. Como si él fuera la única persona en el
mundo capaz de dársela.


Y quizá lo fuera.


Entonces volvió a oír la voz de Simone: «Pedro podría ayudarte».


No tenía la menor duda de que encontrar a su padre sería mucho más difícil que encontrar a Daniela. Y si alguien podía hacerlo, era Pedro.


Paula sacudió la cabeza. No, tenía que hacerlo ella sola, pensó, quitándose la chaqueta para ponerla sobre los hombros de su hermana.


—Yo te ayudaré, Daniela. Haré lo que tú quieras. Hay gente que puede ayudarnos, agencias especializadas en reunir familias…


—¡Tú no eres mi familia!


Pedro vio que Paula se echaba hacia atrás como si la hubiera golpeado.


—Paula, por favor. Las dos… ¿por qué no subís al coche?


Daniela le dijo con un par de palabras más que expresivas lo que podía hacer con su coche.


—No tiene sentido quedarnos aquí. Está lloviendo —insistió él. Pero había demasiada tensión en el ambiente como para añadir más. Y Paula había dejado claro que quería lidiar con aquello sola—. Muy bien, os dejo para que habléis.


—¿Por qué voy a hablar con ella? ¡Ella me abandonó, no quiso saber nada de mí!


—¡No es verdad!


—Se acabó —dijo Pedro entonces—. Te daré dinero para que compres algo de comida, pero no voy a permitir que insultes a Paula…


—¿No vas a permitirlo? —repitió ella, furiosa—. ¿No vas a permitirlo? ¿Es que no te das cuenta? ¡Daniela me importa!


—Lo sé, Paula. Créeme, lo sé.


—Si la dejo, ¿dónde irá?


—Al mismo sitio en el que estuvo anoche, supongo. Y la noche anterior. ¿Por qué no le preguntas?


Pedro


—Lleva días vigilando tu apartamento, llamándote por teléfono… ¿No te parece muy conveniente que se haya desmayado en plena calle con tu carta en la mano el día que te daban un premio? Es un juego, Paula. Está haciendo que la persigas, pero no irá a ningún sitio donde tú no puedas encontrarla.


Paula dejó escapar un suspiro.


—¿Qué te ha convertido en un cínico, Pedro?


—No soy un cínico —respondió él. Y si tenía que hacer el papel de malo estaba dispuesto a hacerlo—. ¿Qué dices, Daniela? Un baño de espuma, una buena cena, una cama caliente. Eso tiene que ser mejor que quedarnos aquí, empapándonos con la lluvia.


—Vete a tomar viento fresco con tu baño y tu cena caliente. No la necesito a ella y a ti menos.


—¿Y si te doy cien libras?


—¡Pedro!


—¿Mil libras?


—Te odio —murmuró Daniela, fulminándolo con la mirada—. Cinco mil libras —dijo luego, levantando la barbilla.


—Daniela…


Pedro vio su gesto de angustia y algo dentro de él se rompió. 


Paula no merecía aquello.


—¡Os odio a los dos! —gritó la chica entonces, tirando la chaqueta.


Todo ocurrió tan rápido que Paula, ocupada en recuperar la prenda, la perdió de vista enseguida. Era como si se hubiera desvanecido. Con lo delgada que estaba podría haberse escondido en cualquier callejón oscuro…


Pedro soltó una palabrota, furioso con ella, furioso consigo mismo. No debería ser así. Paula había encontrado a su hija perdida y él debería decirle que sabía la verdad, no quedarse allí como un pasmarote. Desde el momento que el policía apareció en la puerta de su casa supo que no iba a ser fácil, pero, tras su experiencia con Miranda, debería haberlo hecho mejor.


—Lo siento mucho, Paula.


—Ayúdame, Pedro —le suplicó ella—. Ayúdame a encontrarla.


Sus palabras deberían haberlo hecho el hombre más feliz del mundo, pero la vida nunca era tan sencilla. Aunque agradecía que Paula estuviera allí, que siguiera hablándole.


Buscaron durante horas en el callejón y luego por las calles que rodeaban el hospital, llamándola. Sólo cuando le castañeteaban tanto los dientes que casi no podía pronunciar su nombre, Paula dejó que la llevara al coche. 


Pero aun así insistió en dar un par de vueltas más. No se molestó en reprocharle nada, no tenía que decirlo.


Las dos lo odiaban.


Había querido proteger a Paula y lo único que había conseguido era hacerle daño.


Casi cuando empezaba a amanecer, Pedro decidió volver a casa; no porque estuviera dispuesto a abandonar, sino porque Paula ya no podía más.


—Podríamos buscar toda la noche, pero si Daniela no quiere que la encontremos no la encontraremos.


—Tú dijiste que no iría a ningún sitio donde yo no pudiera encontrarla…


—Quiere que la encuentres, pero a lo mejor no lo sabe todavía —contestó Pedro—. Te llevaré a casa ahora, pero luego seguiré buscando.


—No, tienes razón. Es absurdo seguir buscando —suspiró Paula—. Además, Daniela sabe dónde vivo.


Cuando llegaron al apartamento, le temblaban tanto las manos que tuvo que darle las llaves a Pedro. Él no esperó una invitación, la siguió arriba, encendió la calefacción y puso agua a calentar mientras Paula se quitaba el vestido empapado y manchado de barro para ponerse una bata.


—Un té caliente —murmuró cuando Pedro puso una taza en su mano—. Daniela no tendrá esto.


—Es decisión suya. Podría haber estado aquí —suspiró él—. Quiere castigarte, quiere hacerte sufrir…


Paula hizo una mueca después de tomar un sorbo de té.


—Y parece que no es la única. ¿Qué le has puesto a esto?


—Te hará entrar en calor. Tómatelo, anda —Pedro se quedó callado un momento—. Daniela cree que haciéndose daño a sí misma te hará daño a ti.


—¿Cómo sabes tú eso?


—Volverá cuando crea que has sufrido suficiente. Mañana, dentro de dos días…


—¿Y si mañana fuera demasiado tarde? Está tan delgada, Pedro… Si hubiera podido darle algo de comer… Necesita que alguien cuide de ella, pero no sé dónde encontrarla.


—¿Qué sabes de esa chica? —preguntó él. Y luego, pensando que Paula era famosa, se le ocurrió algo—. ¿Estás segura de que es la persona que buscabas?


—Tenía mi carta. Se había registrado en la agencia de búsquedas en Internet y le escribí una carta… ¿de qué otro modo podía saber mi dirección? Y mi número de teléfono.


—Crees que era ella quien llamaba, ¿verdad?


—No lo sé, supongo.


Pedro se sentó a su lado, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no tocarla, para controlar el deseo de acariciar su pelo, de envolverla en sus brazos y no soltarla nunca. Pero aquello no tenía que ver con él.


Aquello era sobre la mujer por la que haría cualquier cosa en el mundo. La mujer que iluminaba cualquier habitación con su presencia. Una mujer… a la que amaba.


Ese verbo penetró en su mente, llenando un espacio vacío.


Paula, agotada, apoyó la cabeza en su pecho. Sólo un momento. Mientras recuperaba fuerzas.


Pedro se había portado de una manera tan extraña… cariñoso, preocupado… horrible. Todo mezclado. Como ella. Se había puesto furiosa con Daniela por querer encontrar a su padre. Y cuando le pidió cinco mil libras…


—¿Cuántas cartas escribiste?


—¿A Daniela? Sólo una.


—No digo cuántas enviaste, sino cuántas escribiste.


—Ah, ya, bueno… unas cuantas —admitió Paula.


—¿Y qué hiciste con ellas? ¿Las destruiste o las tiraste a la basura?


—No… —Paula lo pensó un momento—. ¡No!


No podía ser. Aquello no podía ser una trampa. Que esa chica hubiera mirado en su basura, que hubiese encontrado las cartas y las estuviera usando para hacerse pasar por Daniela…


—Lo sé todo —murmuró Pedro, apretando su hombro—. Tardé algún tiempo, pero me di cuenta de que te pasaba algo… algo que no querías compartir conmigo. Culpa mía, no tuya. Luego, cuando recordé que estabas mirando una página de adopciones, lo entendí todo…


Pedro


—Esta noche, cuando te conté que había alguien en el hospital, no te dije si era un chico o una chica, pero tú no tuviste que preguntar. Así que lo sé todo. Sé que tuviste una niña y la diste en adopción…


—¿Qué? —exclamó Paula, apartándose de golpe.


—Sé que quieres creer que esa chica es Daniela, pero tengo que preguntarte… ¿estás segura de que es ella?


Pedro, estás equivocado…


Había esperado que lo negase. Estaba seguro de que lo haría.


—Yo te ayudaré a encontrarla. Si de verdad es tu hija…


—No, Pedro


—Ya sé que no va a ser fácil. Pero vas a necesitar ayuda y eso es algo que yo puedo ofrecerte.


Paula estaba sacudiendo la cabeza.


Estaba agotada.


—No se parece mucho a ti —dijo Pedro.


—No, claro. Pero yo no tengo el pelo verde —sonrió Paula.


—Ni los ojos azules. Sé que no es imposible, pero…


—¿Pero sugieres que no puedo ser su madre?


—Lo siento.


—¿Por qué lamentas decir la verdad? Tienes razón. Pero también estás completamente equivocado.


—Cariño…


—Daniela no es mi hija, Pedro. Es mi hermana. Bueno, mi hermanastra, hija de distinto padre. El mío murió, el suyo nos dejó. El mismo resultado.


Pedro se quedó sin palabras.


¿No era su hija? Pero él estaba tan convencido…


—¿Es tu hermana?


—Es lógico que te sorprenda —suspiró ella, pensativa—. Yo era todo lo que Daniela tenía y la abandoné.


—Pero estabas buscándola en Internet…


—Ella fue adoptada, yo no.


—¿Os separaron?


Paula asintió con la cabeza.


—Daniela tenía cuatro años y era la niña perfecta: rubia de ojos azules, pelo rizado, una sonrisa maravillosa. Yo tenía catorce y era una adolescente furiosa que huía de todo, de los demonios de mi madre, de los Servicios Sociales… me dedicaba a buscar comida en la basura y veía cosas que una niña no debería ver nunca… —Paula no se resistió cuando Pedro la tomó entre sus brazos, acunándola como si fuera una niña—. Daniela fue adoptada por una familia y a mí me llevaron a un hospital con la misma infección en el pecho que mató a mi madre. Una tos de la que un fumador se habría sentido orgulloso. De ahí la voz ronca y sexy.


Él murmuró una palabrota. No quería ni imaginar aquella infancia terrible.


—¿Daniela no sufrió esa infección?


—Mi madre y yo le dábamos toda la comida posible. Ella siempre estaba alimentada, calentita, siempre era la primera…


—Y tú hiciste lo que te pareció mejor para ella —la interrumpió Pedro.


No era una pregunta, sino una afirmación. ¿Cómo iba a dudarlo? Había visto el fervor con el que abrazaba la oportunidad de hacer algo por los niños de la calle. Y entendía ahora por qué era tan importante para ella ir al Himalaya.


Siempre supo que había algo escondido en su pasado. 


Había demasiadas preguntas sin respuesta sobre su vida y pensó que eso los hacía iguales, pero no era verdad. A ella la habían querido una vez. Había sido parte de una familia, por difíciles que hubieran sido sus circunstancias. Una familia: personas que cuidaban unas de otras, que hacían sacrificios las unas por las otras.


Había vivido con Paula tres años y no sabía nada sobre ella, pensó entonces.


¿De qué huía su madre? Viviendo en la calle con dos niñas, una de cuatro años… ¿cómo habían logrado sobrevivir?


Pero la única pregunta que no tenía que hacerse era por qué nunca se lo había contado.


Pero eso podía esperar. Lo que no podía esperar era descubrir si esa chica era la verdadera Daniela.


—¿Los Servicios Sociales os separaron cuando murió tu madre?


—Pobre mamá. Le daba tanto miedo esa gente… Sabía que nos perdería si nos separaban de ella y aguantó todo lo que pudo. Estaba muy enferma y, una mañana, no pude despertarla. Sabía que me gritaría, que me diría que era una tonta, pero me asusté y llamé a una ambulancia. No quería que se muriera…


—Hiciste lo que tenías que hacer.


—No, Pedro. Debería haberlo hecho una semana antes, un mes antes, cuando aún había alguna oportunidad —suspiró Paula—. No debería haberme importado que me gritase. Además, yo habría huido si hubieran intentado separarme de ella…


—¿Te culpas a ti misma por lo que pasó?


Paula se incorporó un poco para mirarlo.


—¿Tú no lo harías?


—No deberían haberos separado…


—Hace años solían separar a familias enteras. Incluso a hermanos gemelos. He leído algunas historias terribles,Pedro. Hermanos y hermanas reunidos después de medio siglo separados… Eso no pasaría ahora —Paula suspiró, alargando una mano como para consolarlo. Como si fuera él quien necesitara consuelo.


Aquél era el calor al que respondían sus espectadores. De verdad le importaba la gente, incluso él, e Pedro usó eso egoístamente para atraerla hacia sí.


—Si no nos hubiéramos llevado diez años seguramente no nos habrían separado —suspiró—. Daniela era pequeña y podía olvidar, empezar una nueva vida con una familia de verdad. Para mí ya era demasiado tarde.


—Nunca es demasiado tarde —dijo él.


Paula intentó disimular un bostezo. Llevaba despierta desde el amanecer y el calor del apartamento y el coñac que él había puesto en el té empezaban a hacer efecto.


—Yo estaba tan furiosa… No, no era furia, eran celos. 
Estaba celosa de esa niña que sabía sonreír cuando a mí se me había olvidado, que sabía hacer que la gente la quisiera. No podía perdonarle eso, así que le di la espalda.


—¿Qué otra cosa podías hacer con catorce años?


—Tú has dicho que Daniela quiere castigarme y seguramente sea verdad, seguramente haya querido castigarme esta noche de la única manera que sabe, como yo le enseñé, dándome la espalda.


—Volverá.


—¿Tú crees? Ha dicho que estaba buscando a su padre…


—Tú puedes ayudarla y ella lo sabe. Llevaba tu dirección en el bolsillo, Paula. Si no quería conocerte, ¿para qué la guardó?


—No lo sé. No lo sé…


Pedro querría mover montañas por ella, cambiar el mundo por ella. Querría apretarla contra su pecho y sentir su dolor, pero sabía que Paula no se lo permitiría porque vivía en un mundo de culpa del que sólo ella podría salir.


El poder, el dinero, no servían de nada en aquel momento. 


Quizá lo único que pudiera hacer fuera abrazarla.


Quizá, al final, fuera lo único que una persona podía hacer por otra.


Y, por el momento, era suficiente porque Paula empezaba a quedarse dormida.


Habían pasado semanas desde la última vez que habían estado así. Una noche, cuando después de la pasión se había quedado dormida entre sus brazos. Y había sido un momento precioso para él.


Había una gran ternura en cómo se dejaba caer sobre su pecho y sintió una alegría egoísta de estar, aunque sólo fuera un momento, tan cerca de ella.


—Todo saldrá bien, mi amor —murmuró, rozando su frente con los labios—. Yo haré que todo salga bien.


Paula no se movió y, unos minutos después, se le había dormido un brazo. La espalda empezaba a dolerle, pero no le importó en absoluto.