jueves, 2 de julio de 2015
MI ERROR: CAPITULO 12
«No hay un nosotros».
Había dicho eso para alejarlo de ella. O quizá porque sospechaba que estaba usando ese «nosotros» para demostrarle que estaba equivocada.
No debería haberse molestado.
Pasara lo que pasara, estarían conectados para siempre, en el recuerdo de cada beso, de cada dulce caricia que la hacía olvidar todo lo demás. En esos momentos en los que nada existía más que Pedro…
—¿Paula?
—¿Dónde está?
—No andará muy lejos.
—Tenemos que encontrarla. Tiene hambre y… —Paula no podía contarle nada más.
—Sube al coche.
Paula, que acababa de ver a Daniela al final de la calle, se levantó un poco la falda del vestido y empezó a correr.
—¡Espera! ¿Dónde vas?
Cuando Daniela se dio la vuelta, se encontró frente a una mirada de furia tan poderosa que tuvo que dar un paso atrás.
—¿Por qué tenías que ser tú? ¡Tú me abandonaste! Yo no estaba buscándote a ti. Estaba buscando a mi padre…
—¿Por qué? ¿Por qué quieres encontrarlo? Él nos abandonó. Todo lo que ocurrió fue culpa suya…
—¡Mentirosa!
—¡Es verdad! —gritó Paula.
Luego, al ver que su hermana tenía que hacer un esfuerzo para disimular las lágrimas, deseó no haber dicho eso.
Daniela era muy pequeña cuando ocurrió. No tenía ni idea. ¿Cómo iba a saber ella nada? Lo único que sabía era que su madre había muerto y que su hermana la había abandonado. ¿Quién le quedaba más que la figura ilusoria de un padre? ¿Qué otra esperanza tenía?
Había dejado de llover, pero el viento helado se colaba por entre las estrechas calles y, temblando, deseando consolarla, Paula luchó contra los recuerdos. Si eso era lo que Daniela quería, si eso era lo que necesitaba, encontraría un padre para ella.
—Será más fácil que lo encontremos juntas.
—Sí, claro. Como que tú vas a ayudarme —replicó Daniela.
—Es lo que tú quieres lo que me importa.
Pedro salió del coche y se quitó la chaqueta, poniéndosela por encima de los hombros, como si fuera ella quien necesitaba ayuda. Como si él fuera la única persona en el
mundo capaz de dársela.
Y quizá lo fuera.
Entonces volvió a oír la voz de Simone: «Pedro podría ayudarte».
No tenía la menor duda de que encontrar a su padre sería mucho más difícil que encontrar a Daniela. Y si alguien podía hacerlo, era Pedro.
Paula sacudió la cabeza. No, tenía que hacerlo ella sola, pensó, quitándose la chaqueta para ponerla sobre los hombros de su hermana.
—Yo te ayudaré, Daniela. Haré lo que tú quieras. Hay gente que puede ayudarnos, agencias especializadas en reunir familias…
—¡Tú no eres mi familia!
Pedro vio que Paula se echaba hacia atrás como si la hubiera golpeado.
—Paula, por favor. Las dos… ¿por qué no subís al coche?
Daniela le dijo con un par de palabras más que expresivas lo que podía hacer con su coche.
—No tiene sentido quedarnos aquí. Está lloviendo —insistió él. Pero había demasiada tensión en el ambiente como para añadir más. Y Paula había dejado claro que quería lidiar con aquello sola—. Muy bien, os dejo para que habléis.
—¿Por qué voy a hablar con ella? ¡Ella me abandonó, no quiso saber nada de mí!
—¡No es verdad!
—Se acabó —dijo Pedro entonces—. Te daré dinero para que compres algo de comida, pero no voy a permitir que insultes a Paula…
—¿No vas a permitirlo? —repitió ella, furiosa—. ¿No vas a permitirlo? ¿Es que no te das cuenta? ¡Daniela me importa!
—Lo sé, Paula. Créeme, lo sé.
—Si la dejo, ¿dónde irá?
—Al mismo sitio en el que estuvo anoche, supongo. Y la noche anterior. ¿Por qué no le preguntas?
—Pedro…
—Lleva días vigilando tu apartamento, llamándote por teléfono… ¿No te parece muy conveniente que se haya desmayado en plena calle con tu carta en la mano el día que te daban un premio? Es un juego, Paula. Está haciendo que la persigas, pero no irá a ningún sitio donde tú no puedas encontrarla.
Paula dejó escapar un suspiro.
—¿Qué te ha convertido en un cínico, Pedro?
—No soy un cínico —respondió él. Y si tenía que hacer el papel de malo estaba dispuesto a hacerlo—. ¿Qué dices, Daniela? Un baño de espuma, una buena cena, una cama caliente. Eso tiene que ser mejor que quedarnos aquí, empapándonos con la lluvia.
—Vete a tomar viento fresco con tu baño y tu cena caliente. No la necesito a ella y a ti menos.
—¿Y si te doy cien libras?
—¡Pedro!
—¿Mil libras?
—Te odio —murmuró Daniela, fulminándolo con la mirada—. Cinco mil libras —dijo luego, levantando la barbilla.
—Daniela…
Pedro vio su gesto de angustia y algo dentro de él se rompió.
Paula no merecía aquello.
—¡Os odio a los dos! —gritó la chica entonces, tirando la chaqueta.
Todo ocurrió tan rápido que Paula, ocupada en recuperar la prenda, la perdió de vista enseguida. Era como si se hubiera desvanecido. Con lo delgada que estaba podría haberse escondido en cualquier callejón oscuro…
Pedro soltó una palabrota, furioso con ella, furioso consigo mismo. No debería ser así. Paula había encontrado a su hija perdida y él debería decirle que sabía la verdad, no quedarse allí como un pasmarote. Desde el momento que el policía apareció en la puerta de su casa supo que no iba a ser fácil, pero, tras su experiencia con Miranda, debería haberlo hecho mejor.
—Lo siento mucho, Paula.
—Ayúdame, Pedro —le suplicó ella—. Ayúdame a encontrarla.
Sus palabras deberían haberlo hecho el hombre más feliz del mundo, pero la vida nunca era tan sencilla. Aunque agradecía que Paula estuviera allí, que siguiera hablándole.
Buscaron durante horas en el callejón y luego por las calles que rodeaban el hospital, llamándola. Sólo cuando le castañeteaban tanto los dientes que casi no podía pronunciar su nombre, Paula dejó que la llevara al coche.
Pero aun así insistió en dar un par de vueltas más. No se molestó en reprocharle nada, no tenía que decirlo.
Las dos lo odiaban.
Había querido proteger a Paula y lo único que había conseguido era hacerle daño.
Casi cuando empezaba a amanecer, Pedro decidió volver a casa; no porque estuviera dispuesto a abandonar, sino porque Paula ya no podía más.
—Podríamos buscar toda la noche, pero si Daniela no quiere que la encontremos no la encontraremos.
—Tú dijiste que no iría a ningún sitio donde yo no pudiera encontrarla…
—Quiere que la encuentres, pero a lo mejor no lo sabe todavía —contestó Pedro—. Te llevaré a casa ahora, pero luego seguiré buscando.
—No, tienes razón. Es absurdo seguir buscando —suspiró Paula—. Además, Daniela sabe dónde vivo.
Cuando llegaron al apartamento, le temblaban tanto las manos que tuvo que darle las llaves a Pedro. Él no esperó una invitación, la siguió arriba, encendió la calefacción y puso agua a calentar mientras Paula se quitaba el vestido empapado y manchado de barro para ponerse una bata.
—Un té caliente —murmuró cuando Pedro puso una taza en su mano—. Daniela no tendrá esto.
—Es decisión suya. Podría haber estado aquí —suspiró él—. Quiere castigarte, quiere hacerte sufrir…
Paula hizo una mueca después de tomar un sorbo de té.
—Y parece que no es la única. ¿Qué le has puesto a esto?
—Te hará entrar en calor. Tómatelo, anda —Pedro se quedó callado un momento—. Daniela cree que haciéndose daño a sí misma te hará daño a ti.
—¿Cómo sabes tú eso?
—Volverá cuando crea que has sufrido suficiente. Mañana, dentro de dos días…
—¿Y si mañana fuera demasiado tarde? Está tan delgada, Pedro… Si hubiera podido darle algo de comer… Necesita que alguien cuide de ella, pero no sé dónde encontrarla.
—¿Qué sabes de esa chica? —preguntó él. Y luego, pensando que Paula era famosa, se le ocurrió algo—. ¿Estás segura de que es la persona que buscabas?
—Tenía mi carta. Se había registrado en la agencia de búsquedas en Internet y le escribí una carta… ¿de qué otro modo podía saber mi dirección? Y mi número de teléfono.
—Crees que era ella quien llamaba, ¿verdad?
—No lo sé, supongo.
Pedro se sentó a su lado, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no tocarla, para controlar el deseo de acariciar su pelo, de envolverla en sus brazos y no soltarla nunca. Pero aquello no tenía que ver con él.
Aquello era sobre la mujer por la que haría cualquier cosa en el mundo. La mujer que iluminaba cualquier habitación con su presencia. Una mujer… a la que amaba.
Ese verbo penetró en su mente, llenando un espacio vacío.
Paula, agotada, apoyó la cabeza en su pecho. Sólo un momento. Mientras recuperaba fuerzas.
Pedro se había portado de una manera tan extraña… cariñoso, preocupado… horrible. Todo mezclado. Como ella. Se había puesto furiosa con Daniela por querer encontrar a su padre. Y cuando le pidió cinco mil libras…
—¿Cuántas cartas escribiste?
—¿A Daniela? Sólo una.
—No digo cuántas enviaste, sino cuántas escribiste.
—Ah, ya, bueno… unas cuantas —admitió Paula.
—¿Y qué hiciste con ellas? ¿Las destruiste o las tiraste a la basura?
—No… —Paula lo pensó un momento—. ¡No!
No podía ser. Aquello no podía ser una trampa. Que esa chica hubiera mirado en su basura, que hubiese encontrado las cartas y las estuviera usando para hacerse pasar por Daniela…
—Lo sé todo —murmuró Pedro, apretando su hombro—. Tardé algún tiempo, pero me di cuenta de que te pasaba algo… algo que no querías compartir conmigo. Culpa mía, no tuya. Luego, cuando recordé que estabas mirando una página de adopciones, lo entendí todo…
—Pedro…
—Esta noche, cuando te conté que había alguien en el hospital, no te dije si era un chico o una chica, pero tú no tuviste que preguntar. Así que lo sé todo. Sé que tuviste una niña y la diste en adopción…
—¿Qué? —exclamó Paula, apartándose de golpe.
—Sé que quieres creer que esa chica es Daniela, pero tengo que preguntarte… ¿estás segura de que es ella?
—Pedro, estás equivocado…
Había esperado que lo negase. Estaba seguro de que lo haría.
—Yo te ayudaré a encontrarla. Si de verdad es tu hija…
—No, Pedro…
—Ya sé que no va a ser fácil. Pero vas a necesitar ayuda y eso es algo que yo puedo ofrecerte.
Paula estaba sacudiendo la cabeza.
Estaba agotada.
—No se parece mucho a ti —dijo Pedro.
—No, claro. Pero yo no tengo el pelo verde —sonrió Paula.
—Ni los ojos azules. Sé que no es imposible, pero…
—¿Pero sugieres que no puedo ser su madre?
—Lo siento.
—¿Por qué lamentas decir la verdad? Tienes razón. Pero también estás completamente equivocado.
—Cariño…
—Daniela no es mi hija, Pedro. Es mi hermana. Bueno, mi hermanastra, hija de distinto padre. El mío murió, el suyo nos dejó. El mismo resultado.
Pedro se quedó sin palabras.
¿No era su hija? Pero él estaba tan convencido…
—¿Es tu hermana?
—Es lógico que te sorprenda —suspiró ella, pensativa—. Yo era todo lo que Daniela tenía y la abandoné.
—Pero estabas buscándola en Internet…
—Ella fue adoptada, yo no.
—¿Os separaron?
Paula asintió con la cabeza.
—Daniela tenía cuatro años y era la niña perfecta: rubia de ojos azules, pelo rizado, una sonrisa maravillosa. Yo tenía catorce y era una adolescente furiosa que huía de todo, de los demonios de mi madre, de los Servicios Sociales… me dedicaba a buscar comida en la basura y veía cosas que una niña no debería ver nunca… —Paula no se resistió cuando Pedro la tomó entre sus brazos, acunándola como si fuera una niña—. Daniela fue adoptada por una familia y a mí me llevaron a un hospital con la misma infección en el pecho que mató a mi madre. Una tos de la que un fumador se habría sentido orgulloso. De ahí la voz ronca y sexy.
Él murmuró una palabrota. No quería ni imaginar aquella infancia terrible.
—¿Daniela no sufrió esa infección?
—Mi madre y yo le dábamos toda la comida posible. Ella siempre estaba alimentada, calentita, siempre era la primera…
—Y tú hiciste lo que te pareció mejor para ella —la interrumpió Pedro.
No era una pregunta, sino una afirmación. ¿Cómo iba a dudarlo? Había visto el fervor con el que abrazaba la oportunidad de hacer algo por los niños de la calle. Y entendía ahora por qué era tan importante para ella ir al Himalaya.
Siempre supo que había algo escondido en su pasado.
Había demasiadas preguntas sin respuesta sobre su vida y pensó que eso los hacía iguales, pero no era verdad. A ella la habían querido una vez. Había sido parte de una familia, por difíciles que hubieran sido sus circunstancias. Una familia: personas que cuidaban unas de otras, que hacían sacrificios las unas por las otras.
Había vivido con Paula tres años y no sabía nada sobre ella, pensó entonces.
¿De qué huía su madre? Viviendo en la calle con dos niñas, una de cuatro años… ¿cómo habían logrado sobrevivir?
Pero la única pregunta que no tenía que hacerse era por qué nunca se lo había contado.
Pero eso podía esperar. Lo que no podía esperar era descubrir si esa chica era la verdadera Daniela.
—¿Los Servicios Sociales os separaron cuando murió tu madre?
—Pobre mamá. Le daba tanto miedo esa gente… Sabía que nos perdería si nos separaban de ella y aguantó todo lo que pudo. Estaba muy enferma y, una mañana, no pude despertarla. Sabía que me gritaría, que me diría que era una tonta, pero me asusté y llamé a una ambulancia. No quería que se muriera…
—Hiciste lo que tenías que hacer.
—No, Pedro. Debería haberlo hecho una semana antes, un mes antes, cuando aún había alguna oportunidad —suspiró Paula—. No debería haberme importado que me gritase. Además, yo habría huido si hubieran intentado separarme de ella…
—¿Te culpas a ti misma por lo que pasó?
Paula se incorporó un poco para mirarlo.
—¿Tú no lo harías?
—No deberían haberos separado…
—Hace años solían separar a familias enteras. Incluso a hermanos gemelos. He leído algunas historias terribles,Pedro. Hermanos y hermanas reunidos después de medio siglo separados… Eso no pasaría ahora —Paula suspiró, alargando una mano como para consolarlo. Como si fuera él quien necesitara consuelo.
Aquél era el calor al que respondían sus espectadores. De verdad le importaba la gente, incluso él, e Pedro usó eso egoístamente para atraerla hacia sí.
—Si no nos hubiéramos llevado diez años seguramente no nos habrían separado —suspiró—. Daniela era pequeña y podía olvidar, empezar una nueva vida con una familia de verdad. Para mí ya era demasiado tarde.
—Nunca es demasiado tarde —dijo él.
Paula intentó disimular un bostezo. Llevaba despierta desde el amanecer y el calor del apartamento y el coñac que él había puesto en el té empezaban a hacer efecto.
—Yo estaba tan furiosa… No, no era furia, eran celos.
Estaba celosa de esa niña que sabía sonreír cuando a mí se me había olvidado, que sabía hacer que la gente la quisiera. No podía perdonarle eso, así que le di la espalda.
—¿Qué otra cosa podías hacer con catorce años?
—Tú has dicho que Daniela quiere castigarme y seguramente sea verdad, seguramente haya querido castigarme esta noche de la única manera que sabe, como yo le enseñé, dándome la espalda.
—Volverá.
—¿Tú crees? Ha dicho que estaba buscando a su padre…
—Tú puedes ayudarla y ella lo sabe. Llevaba tu dirección en el bolsillo, Paula. Si no quería conocerte, ¿para qué la guardó?
—No lo sé. No lo sé…
Pedro querría mover montañas por ella, cambiar el mundo por ella. Querría apretarla contra su pecho y sentir su dolor, pero sabía que Paula no se lo permitiría porque vivía en un mundo de culpa del que sólo ella podría salir.
El poder, el dinero, no servían de nada en aquel momento.
Quizá lo único que pudiera hacer fuera abrazarla.
Quizá, al final, fuera lo único que una persona podía hacer por otra.
Y, por el momento, era suficiente porque Paula empezaba a quedarse dormida.
Habían pasado semanas desde la última vez que habían estado así. Una noche, cuando después de la pasión se había quedado dormida entre sus brazos. Y había sido un momento precioso para él.
Había una gran ternura en cómo se dejaba caer sobre su pecho y sintió una alegría egoísta de estar, aunque sólo fuera un momento, tan cerca de ella.
—Todo saldrá bien, mi amor —murmuró, rozando su frente con los labios—. Yo haré que todo salga bien.
Paula no se movió y, unos minutos después, se le había dormido un brazo. La espalda empezaba a dolerle, pero no le importó en absoluto.
miércoles, 1 de julio de 2015
MI ERROR: CAPITULO 11
Pedro estaba viendo las noticias. Sabía que, después de la información política y social, mostrarían a los famosos llegando a la entrega de premios. Y cuando vio a Paula tomar la mano de Jace Sutton para salir del coche se quedó sin respiración.
¿Había esperado que pareciese un poco perdida sin él? ¿Que lo echase de menos? Al contrario, parecía muy segura de sí misma. Y cuando se volvió hacia la cámara para tirar un beso, fue él quien se sintió perdido.
Pedro apagó el televisor cuando sonó un golpecito en la puerta de la biblioteca.
—¿Sí?
Era su ama de llaves.
—Siento molestarlo, señor Alfonso, pero hay un policía en la puerta buscando a la señora Alfonso.
***
La entrega de premios era interminable, pero al menos nadie había comentado nada sobre la ausencia de Pedro. En el egocéntrico mundo de la televisión, Jace Sutton, lleno de cotilleos y secretos sobre la industria, resultaba mucho más entretenido.
La cena, los discursos, los premios, todo era como una nebulosa para Paula. Cuando el hombre que le había dado su primera oportunidad por fin leyó la lista de nominados en su categoría, personalidad televisiva del año, y luego abrió el sobre y sonrió al leer el nombre, Paula tardó un momento en darse cuenta de que había dicho Paula Chaves.
Era ella.
Y tendría que subir al escenario para darle las gracias a todo aquél que la hubiese ayudado a tener éxito. No sabía cómo, pero consiguió llegar y se volvió hacia la audiencia, mirando el trofeo y controlando las lágrimas.
—Este premio lleva mi nombre, pero en realidad no es mío. Es de todos los que hacen de El desayuno con Paula la clase de programa que la gente quiere ver cada día. Susan, que hace maravillas con el maquillaje. No, en serio, llevo maquillaje —el público soltó una carcajada—. Es injusto elegir unos nombres y olvidar otros, pero fíjense en ellos mañana cuando aparezcan los títulos de crédito. Todos esos nombres deberían estar grabados en este premio porque es tan suyo como mío. Y de sus parejas, a las que despiertan a las cuatro de la mañana para llegar a tiempo al estudio…
—¡Qué suerte tiene Pedro Alfonso! —gritó alguien del público.
Pedro, de pie en la entrada de la sala, la vio sonreír.
—Afortunada Paula Chaves—dijo ella entonces.
Por un momento pensó que lo había visto, pero enseguida se dio cuenta de que Paula no veía a nadie. Y seguramente no estaba hablando de corazón, sino haciendo un discurso preparado.
—Oh, Paula… ¿Qué te he hecho? —murmuró.
—Algunos de vosotros sabéis que ésta será mi última semana en el programa —entre el público hubo un murmullo de sorpresa—. Es hora de seguir adelante con mi vida, pero quiero daros las gracias a todos por apoyarme durante estos años. Por favor, sed buenos con la persona que ocupe mi puesto.
Paula, incapaz de decir una palabra más, sencillamente levantó el premio para agradecer los aplausos. Delante de ella había un mar de caras, pero sólo una habría hecho aquel momento memorable.
Y como si esa necesidad, tan poderosa, lo hubiera conjurado, vio a Pedro cerca de la puerta. La única persona en la sala que no estaba sonriendo. Ni aplaudiendo.
Paula bajó los escalones del escenario y, sin hacer caso de las manos que se tendían hacia ella, fue directamente hacia su marido. No era una ilusión, no era producto de su imaginación, estaba allí, real, sólido. Pero tenía el pelo y el cuello del abrigo mojados por la lluvia… y entonces se dio cuenta de que no había ido allí para ser testigo de su gran momento. Había ido por otra razón.
—¿Qué pasa, Pedro?
—No, aquí no —contestó él, tomando su mano.
A Paula se le encogió el estómago. Fuera lo que fuera no podía ser bueno. Pedro la llevó hasta el vestíbulo, pasando delante de los fotógrafos, a los que pillaron con las lentes tapadas. El portero estaba esperando al lado del coche para abrirles la puerta.
—¿Qué pasa? —volvió a preguntar Paula una vez dentro.
—La policía ha ido a buscarte a casa.
—¿Qué?
—Bueno, en realidad están buscando a Paula Porter. Han ido a tu piso y un vecino les dijo quién eras y que seguramente estarías en casa conmigo.
—Lo siento…
—No, soy yo quien lamenta haberte estropeado la noche.
Estaba mirándola como si supiera, pensó Paula. Entonces se dio cuenta de que no estaba disculpándose por no haber ido con ella al evento, sino por sacarla de allí.
—¿Han robado en mi apartamento?
—No.
—¿Entonces? Nadie sabe que vivo allí.
Sólo Simone y Clara. Pensó entonces en el diario perdido de Simone. Pero no había anotado la dirección de su apartamento en ese diario…
Daniela.
Paula se puso pálida.
—¿Qué ha pasado?
—No me han dado detalles. Sólo me han dicho que una persona a la que habían ingresado en Urgencias esta tarde llevaba una carta con tu nombre y tu dirección.
—¿En el hospital? Pero ella… —Paula movió los labios, pero ningún sonido salió de su garganta—. ¿Está inconsciente?
—Aparentemente se desmayó en plena calle. No me han dicho nada más.
Paula se aclaró la garganta.
—Siento que hayan ido a tu casa. Yo no quería que…
—Me molestasen —Pedro terminó la frase por ella.
—Lo siento, de verdad.
—Yo también, Paula, yo también.
No había dicho si esa persona era un hombre o una mujer, pero ella lo había sabido inmediatamente. De modo que era cierto, tenía una hija.
Esperó que se lo contara, que confiase en él, pero cuando llegaron al hospital se dio cuenta de que estaba demasiado asustada.
—Nosotros cuidaremos de ella, Paula, no te preocupes.
Por un momento le pareció ver algo en sus ojos, algo que le dio esperanzas, pero enseguida apartó la mirada.
—No hay un «nosotros», Pedro. Pero gracias por ir a buscarme —murmuró Paula, abriendo la puerta del coche—. Yo me encargo de todo a partir de ahora.
—Puede que no quieras vivir conmigo, pero sigo siendo tu marido —Pedro hacía lo imposible por disimular la angustia que le producía que lo dejase fuera—. Sigo siendo tu amigo.
—Tú y yo nunca hemos sido amigos.
Y, después de decir eso, Paula bajó del coche y corrió hacia la entrada de Urgencias, levantando la cola del vestido.
Pedro se quedó inmóvil, clavado al asiento. Sabiendo que debería ir con ella, que iba a necesitarlo dijera lo que dijera.
«Nunca hemos sido amigos».
¿Era ésa la verdad?
Pedro había deseado su cuerpo. Había querido el calor que llevaba a su vida pero, aparte de esa sensación de seguridad que ya no necesitaba, ¿qué le había dado él a cambio?
«Nunca hemos sido amigos».
Esas palabras se repetían en su mente una y otra vez y, como el ácido, se comían las capas de piel dura que habían ido creciendo con los años para protegerlo de todo. Sabía que Paula no sólo había querido seguridad económica.
Había algo más, una profunda dimensión psicológica, una necesidad que trascendía la comodidad física; era una seguridad que había buscado en él y él no había sabido darle. Porque, a pesar de todo su dinero, en cuestiones emocionales era un cero a la izquierda.
¿Cómo se llenaba un pozo seco?
¿Dónde buscaba uno lo que no se podía comprar?
El dilema de mil cuentos de hadas. ¿Qué podía dar él a cambio del corazón de Paula Chaves?
En ese momento sonó su móvil ofreciéndole si no una respuesta, sí al menos una segunda oportunidad.
* * *
—¿Daniela? —murmuró, intentando disimular el horror que le producía verla en ese estado.
La chica no respondió cuando apretó su mano, negándose a mirarla. Tenía diecinueve años, casi veinte, pero parecía mucho más joven, tan delgada, tan patética…
Había imaginado a Daniela durante todos esos años como una versión adulta de la niña a la que recordaba: rubia, sonriente, feliz. Una jovencita con una familia, alguien querido, no aquella triste criatura…
—¿Está herida? —le preguntó a la enfermera.
—El médico no ha encontrado nada, ni heridas ni magulladuras de ningún tipo.
—¿Es anoréxica?
—Está embarazada, señorita Chaves.
—¡Embarazada!
—Se ha desmayado. Ocurre a veces, aunque seguramente no habría pasado si comiera regularmente y llevase un tratamiento médico adecuado. Pero pensé que la conocía…
—Sí, la conozco.
Al menos, creía conocerla. Pero no había ninguna conexión, ni el lazo emocional que había anticipado al ver a Daniela. Pero, ¿por qué iba a haberlo?
—Hacía tiempo que no la veía —añadió—. ¿Van a dejarla ingresada?
—Esto es un hospital, no un hotel.
Paula miró a la mujer, sorprendida por el tono.
—Pero tiene que comer algo…
—Esto no es un restaurante.
—No, claro. Lo siento, sé que estará usted muy ocupada. No se preocupe, llamaré a un coche para que venga a buscarnos —Paula miró a Daniela, pero no había ninguna reacción, ni alegría, ni rechazo, nada.
—Parece que es tu día de suerte, chica —dijo la curtida enfermera—. Te guste o no, necesito esta camilla para alguien que esté enfermo de verdad.
Daniela saltó de la camilla, tomó su cazadora y se dirigió a la puerta sin decir una palabra.
La enfermera levantó una ceja y Paula se encogió de hombros. Luego, percatándose de que estaba a punto de perder a su hermana otra vez, corrió tras ella.
—Espera… ¡Daniela, espera, por favor!
—Yo no les pedí que te llamasen —contestó su hermana.
—Lo sé, lo sé. Pero estoy aquí. Espera, tengo que llamar a un taxi… —Daniela por fin se detuvo, pero seguía sin mirarla—. Siéntate un momento. O ve a sacar una taza de chocolate de la máquina. Al menos te calentará un poco.
—No tengo dinero.
—Toma —oyó una voz masculina.
Paula se volvió. Pedro estaba tras ella, ofreciéndole unos billetes.
—Te has dejado el bolso en la entrega de premios. Jace fue a casa a dejarlo y Miranda acaba de llamar para decírmelo. Sabía que te harían falta las llaves.
—Pues… sí, gracias.
Pedro se volvió para mirar a Daniela.
—Creo que nos conocemos.
Sin molestarse en contestar, la joven se dirigió hacia la puerta.
—¿De qué la conoces? —preguntó Paula.
—La vi el otro día en la puerta de tu casa. Fue ella quien activó la alarma de tu coche.
Tan cerca. Habían estado tan cerca…
—Pero dijiste que tenía el pelo verde.
—Eso fue hace cuatro días. El azul de ayer le quedaba mejor. Hacía juego con sus ojos.
—¿Cómo?
—Nada, déjalo. ¿No deberíamos ir tras ella?
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