sábado, 13 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 16




La tormenta había pasado y el golpeteo de la lluvia en los cristales debería haberlo adormecido, pero Pedro no era capaz de conciliar el sueño.


Estar con Paula lo distraía como nadie. Las sábanas arrugadas en el dormitorio de invitados, al que había llegado con ella en brazos porque no podía esperar más, dejaba eso bien claro.


Se había prometido a sí mismo que no volvería a tocarla después de hacer el amor en el sofá. Creía que podría contener el deseo de enterrarse en ella de nuevo, pero su fuerza de voluntad desaparecía cuando estaba con Paula.


Esperaba que la ginecóloga estuviera en lo cierto. La lógica le decía que el sexo no le haría daño al bebé, pero sentía un profundo miedo de hacer algo mal.


Suspirando, Pedro puso las manos en su nuca y miró el techo de la habitación. Su determinación era legendaria… hasta que la conoció a ella.


¿Cómo lo hacía? ¿Cómo había logrado que olvidase su decisión de ir despacio?


Aquello no era lo que había planeado. Sí, la quería en su cama y la mejor manera de atarla a él era el sexo. Habría usado esa táctica o cualquier otra para convencerla de que casarse era lo mejor para los dos.


Sin embargo, a pesar de tenerla donde quería, Pedro se daba cuenta de que las cosas no eran tan sencillas.


Esa noche no había sido como otras noches, con otras mujeres. Había perdido el control. De hecho, su falta de control había sido espectacular.


Lo que sintió al darse cuenta de que había hecho daño a Paula suponiendo erróneamente que iba de cama en cama. 


O cuando se puso de rodillas ante ella y besó a la mujer que llevaba a su hijo…


Cuando Paula se deshizo entre sus brazos, su vulnerabilidad había roto algo en él, algo que no podía ser arreglado.


Cada vez que llegaba al clímax parecía como si perdiese algo de sí mismo en ella.


Pero aquello era absurdo.


–¿Pedro? –la voz de Paula, medio dormida, era tan dulce y tan tentadora como la miel.


Se recordaba a sí mismo con veinte años, un chico de los barrios más pobres de Brasil, que había salido adelante con una mezcla de determinación, trabajo y suerte. Había dejado atrás el pasado y creía saberlo todo: cómo conseguir un negocio, donde estaban los mayores beneficios, cómo satisfacer a una mujer, cómo protegerse a sí mismo en calles mucho más seguras y respetables que en las que había crecido.


Recordaba su primera reunión en un hotel… Pedro, haciendo lo que hacía su interlocutor, comía mientras hablaba, intentando no parecer demasiado ansioso. Pero nunca había comido pan con mantequilla y se había hecho adicto de inmediato.


Una cosa tan sencilla, algo que los demás daban por sentado…


Sin embargo, privado de todo, el pan con mantequilla había sido un lujo para él, algo de lo que solo había oído hablar.


–¿Pedro? ¿Qué te ocurre?


Él esbozó una sonrisa.


–Nada –respondió–. Duerme, debes estar cansada.


Paula puso una mano sobre su torso y Pedro contuvo el aliento.


–Abrázame.


Parecía tímida, nada que ver con la mujer que había hecho el amor con él una y otra vez.


¿También a ella le perseguiría el pasado?


Qué poco sabía de Paula.


En silencio, tiró de ella para envolverla en sus brazos, empujando su cabeza contra su pecho antes de cubrirla con la sábana.


Tenerla entre sus brazos era increíblemente satisfactorio. 


Era tan suave, tan dulce, como si estuviera hecha para él.


–No debería haberte dejado sola en la fiesta.


Estando desnuda se daba cuenta de lo pequeña que era.


 Tenía mucha energía y un carácter tremendo, pero eso no significaba que pudiese luchar sola contra el mundo.


–Eso ya lo has dicho –murmuró Paula.


Sí, era cierto. Él no solía cometer errores y, sin embargo, no podía sacudirse el sentimiento de culpa por haberla convertido en objeto de una atención que no deseaba.


–En cualquier caso, lo siento.


–Olvídalo, ya no tiene importancia. Yo siento haber perdido los nervios en público. Me temo que eso habrá dado lugar a comentarios.


¿Paula disculpándose? Tal vez estaban haciendo progresos. 


Pedro acarició su espalda, disfrutando de la sensual curva y de cómo se arqueaba ante sus caricias.


–Ha sido culpa mía.


–Todo el mundo espera lo peor de mí gracias a los artículos en las revistas.


–Lo que cuentan las revistas no tiene nada que ver contigo.


–Prefiero no hablar de ello.


–Yo sé que no tiene nada que ver contigo.


–Pero no puedes saberlo con certeza –dijo ella–. Apenas me conoces.


–Te conozco lo suficiente.


–No tienes que fingir.


–No estoy fingiendo, Paula. No conozco los detalles de tu vida, pero sé que no eres la mujer que describen las revistas –Pedro hizo una pausa–. Al principio lo creí porque no te conocía, pero cuanto más tiempo paso contigo más veo que están equivocados. Y que eres alguien a quien me gustaría mucho conocer.


Paula lo intrigaba. Más que eso, había descubierto que le gustaba incluso cuando se enfadaba o se negaba a casarse con él.


–¿Por qué no me lo cuentas?


–¿Por qué iba a hacerlo? –le preguntó ella, recelosa.


–Porque sé que estás dolida y hablar de ello sería una forma de desahogarte.


Sus palabras eran sorprendentes incluso para él. Aunque lo había dicho de corazón.


¿Desde cuándo quería ayudar a nadie? Él era un solitario. 


Jamás había tenido una relación larga, no hablaba ni pensaba en sentimientos, no tenía tiempo para eso. Pero allí estaba, ofreciéndole su hombro para llorar en él.


Y era sincero.


Si no tenía cuidado, aquella mujer cambiaría su vida. Ya lo hacía preguntarse sobre tantas cosas…


–¿Por qué? ¿Porque se te da bien escuchar? –replicó ella. Pero el tono irónico no enmascaraba su dolor.


–No tengo ni idea –respondió Pedro–. ¿Por qué no probamos?


No dijo nada más. Esperó, acariciando su sedoso pelo, su espalda.


Y cuando Paula empezó a hablar se quedó sorprendido.


–Tenía quince años cuando la prensa empezó a perseguirme. Siempre me habían hecho fotografías… era inevitable. Mi hermano y yo éramos huérfanos, los hijos del difunto rey de Bengaria. Cada vez que aparecíamos en público los fotógrafos se volvían locos –sus palabras estaban cargadas de amargura–. Aunque nadie se molestaba en preguntarnos si estábamos bien, si necesitábamos algo.


Pedro escuchaba en silencio. Sabía que la relación con su tío no era buena, pero era mejor no interrumpirla.


–Stefano y yo estábamos acostumbrados al interés de la prensa, pero a los quince años, cuando hice las pruebas para el equipo nacional de gimnasia, los medios empezaron a perseguirme. Era una novedad que una princesa compitiera con chicas normales… alguien empezó a decir que yo era una frívola que iba de fiesta todas las noches y que salía con un hombre detrás de otro. O que iba de diva con el resto de mis compañeras.


–¿Quién fue?


–¿Qué?


–¿Quién inventó esa historia?


–¿Me crees?


–Por supuesto –respondió Pedro. No se le había ocurrido pensar que pudiera estar mintiendo. Todo en ella, desde la emoción contenida a la evidente tensión, decía que estaba contando la verdad–. Además, dudo que tuvieras energía para ir de cama en cama si estabas compitiendo. Y no eres una diva, a pesar de tu título.


La había visto altiva y distante cuando le convenía, pero también había visto lo accesible que era para todo el mundo durante la excursión y lo amable que era siempre con el servicio.


Paula apoyó una mano en su torso, levantando un poco la cabeza.


–Aparte de Stefano, tú eres la primera persona que me cree. Bueno, y mi entrenadora –su tono escondía más de lo que revelaba y Pedro se preguntó lo que habría sentido al no poder defenderse de esas acusaciones siendo tan joven.


Al menos entonces tenía a su hermano.


–Imagino que la gente de palacio intentaría hacer algo.


Paula volvió a tumbarse, suspirando.


–Debería haber sido así, pero no hicieron nada. Mi tío nunca había aprobado mi pasión por la gimnasia porque pensaba que no correspondía a una princesa. Desaprobaba que llevase leotardos, que sudase en público y, especialmente, que apareciese en televisión. Y en cuanto a competir con gente que no era de sangre real…


–¿Le pidió al personal de palacio que no te apoyase? –la interrumpió Pedro, con el ceño fruncido.


Él sabía lo dura que era la vida de los atletas de élite. 


Conocía a muchos futbolistas de la selección brasileña y sabía que se les exigía una dedicación total.


Paula se encogió de hombros.


–Nunca lo descubrí, pero el comité de gimnasia decidió que era contraproducente mantenerme en el equipo porque la atención de la prensa afectaba a todo el mundo. Una semana después de cumplir los dieciséis años me echaron del equipo.


Pedro tuvo que contener el deseo de abrazarla con todas sus fuerzas. Que no llorase mientras contaba esa historia hacía que se le encogiera el corazón. ¿Cuántas veces habría tenido que disimular sus emociones?


–Muy conveniente para tu tío –comentó.


–Eso es lo que decía Stefano, pero nunca pudimos demostrar nada.


Pedro sabía que detestaba al nuevo rey de Bengaria, que incluso hablar por teléfono con él la había puesto enferma. El resentimiento contra su tío debía ser muy profundo. ¿Sería posible que Cyrill hubiera filtrado esas historias a la prensa?


–Es demasiado tarde para eso.


–¿Porque el daño ya está hecho?


–Da igual que una mala reputación sea o no merecida. En cuanto algo aparece en la prensa toma vida propia –Paula suspiró–. Te asombraría lo que puede hacer un pie de foto malintencionado. La gente de palacio nunca me ayudó, pero sobreviví. De hecho, aprendí a disfrutar de los beneficios de esa notoriedad. Siempre me invitaban a las mejores fiestas…


Pedro se apoyó en un codo para mirarla a los ojos, intentando leer sus pensamientos. El instinto le decía que no estaba acostumbrada a hacer confidencias. Era una mujer fuerte que solo confiaba en sí misma porque no había podido confiar en nadie más. Como él, a pesar de sus distintas historias.


Paula no quería seguir hablando del asunto, pero él quería saberlo todo sobre ella. A pesar de ese tono de aparente despreocupación, su fragilidad lo intrigaba.


–Salvo cuando quisiste algo más –empezó a decir–. El otro día me contaste que habías querido trabajar, pero el acoso de la prensa no te lo permitió.


Paula se encogió de hombros, pero el gesto ya no lo engañaba.


–De todas formas habría sido imposible. No tengo la titulación necesaria –Paula levantó la barbilla en un gesto que le recordaba esa mañana en el hotel, cuando pasó de sirena a emperatriz en un instante. Era un mecanismo de defensa–. No terminé mis estudios y, a menos que quieran contratarme para hacer reverencias o charlar de naderías con aristócratas y diplomáticos, mi preparación no sirve para conseguir un puesto de trabajo.


–Castigarte a ti misma no sirve de nada.


–Es la verdad, Pedro. Soy realista.


–Yo también lo soy.


Y lo que veía era una mujer que estaba herida, pero había sido condicionada desde la infancia para no demostrarlo.


Debería agradecer que no estuviese llorando sobre su hombro, pero no era así. Le dolía en el alma que fuese juzgada injustamente. Le gustaría agarrar a su tío del cuello, y a las pirañas de los medios de comunicación, y obligarlos a pedirle disculpas.


Le gustaría abrazar a Paula hasta que olvidase el dolor, pero seguramente ella lo apartaría de un empujón. Además, ¿qué sabía él de ofrecer consuelo?


–Vamos a hablar de otra cosa, Pedro. Estoy cansada.
Pero él no podía dejarlo.


–Así que hiciste honor a tu mala fama porque no podías luchar contra ella –siguió–. ¿Quién no lo hubiera hecho en esas circunstancias? Pero yo sé que no eres promiscua.


–No olvides que, además, tomo drogas y me gusta el juego –se burló ella.


Pedro inclinó a un lado la cabeza. ¿Por qué decía eso? ¿Se refugiaba en su mala reputación para no compartir intimidades con él?


–¿Y es verdad? ¿Has tomado drogas y perdido una fortuna en los casinos?


–Perdí mi permiso de conducir hace dos meses y medio por ir al doble de la velocidad permitida en los alrededores del palacio.


Dos meses y medio.


–¿Cuando tu hermano murió?


–No quiero hablar de Stefano –Paula iba a levantarse de la cama, pero Pedro se lo impidió–. Ya te he dicho que estoy cansada, no quiero seguir hablando –su tono era tan altivo que Pedro experimentó una olvidada vergüenza, como si fuera de nuevo el chico de los barrios bajos que se atrevía a tocar a una princesa con sus sucias manos.


–Sé que no tomas drogas, Paula. Y en cuanto al juego… has tenido oportunidad de ir a un casino desde que llegamos aquí, pero no has mostrado el menor interés –Pedro hizo una pausa–. De modo que queda tu reputación con los hombres.


–No soy virgen –dijo Paula.


Y él lo agradecía infinito.


–¿Cuántos hombres ha habido en tu vida?


Paula intentó levantarse de nuevo, pero él la sujetó.


–No puedes preguntarlo en serio.


–Completamente.


–Los suficientes –respondió.


–Convénceme.


Paula lo empujó contra la almohada y bajó una mano para agarrar su miembro viril,


Pero había algo raro, Pedro sentía su tensión, como si estuviera nerviosa. La apartó, tumbándola de espaldas y aprisionándola con el peso de su cuerpo.


–No vuelvas a hacer eso a menos que lo sientas de verdad.


Estaba intentando distraerlo y lo sabía.


Lenta, tiernamente, se inclinó para darle un beso en la nariz, en la mejilla. Cuando legó a la base de su cuello, su pulso era frenético y la besó allí,para buscar una respuesta.


Paula lo deseaba. Lo había deseado desde el principio, pero intentaba distraerlo para evitar sus preguntas.


–¿Cuántos hombres, Paula?


La oyó suspirar en la oscuridad y siguió besándola, acariciando sus pechos mientras ella enredaba los dedos en su pelo.


–Eres un demonio, Pedro Alfonso.


–Eso me han dicho muchas veces –asintió él–. ¿Cuántos? –deliberadamente, apartó las manos para que Paula admitiese la derrota.


–Dos –respondió.


–¿Dos? –Pedro no daba crédito. ¿Solo dos hombres antes que él?


–Bueno, uno y medio en realidad.


–¿Cómo puede ser medio hombre?


Paula abrió los ojos y, por un momento, podría jurar que veía un brillo de dolor en sus ojos.


–El primero me sedujo para pavonearse ante sus amigos. Después de eso me resultaba imposible confiar en un hombre, así que el segundo no llegó tan lejos como esperaba.


–¿Pero conmigo no te importa?


–No, no me importa. Incluso creo que podría disfrutarlo.


¡Creía que podría disfrutarlo!


Era un reto y Pedro se aseguró de que lo disfrutase antes de terminar.


Por fin, con ella sobre su pecho, totalmente saciada y adormilada, supo que soñaría con algo agradable, no con las decepciones y las penas del pasado.


Sabía que solo le había contado la mitad de la historia, pero era suficiente. Engañada por su primer amante, desdeñada por su tío, que debería haberla protegido, humillada por la prensa… ¿quién había estado de su lado?


Su hermano gemelo, Stefano, que había muerto unos meses antes.


Pedro había pensado que la pasión que compartió con Paula esa primera noche era el producto de la pasión de dos libidos sanas y una simple atracción mutua. Pero recordaba la expresión de Paula mientras subía por las rocas, en la catarata. Estaba perdida en su propio mundo y su mirada lo asustó. ¿El dolor la habría empujando a sus brazos?


Tuvo que tragar saliva mientras los primeros rayos del sol entraban por la ventana. Solo había tenido un amante antes que él. Uno.


Le gustaría pensar que era puro magnetismo, pero eso no parecía posible en una mujer que escondía su falta de experiencia.


Había un mundo de dolor en su voz mientras hablaba del hombre que la había traicionado y Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para controlar su ira.


Paula le parecía sexy, divertida. Su actitud altiva parecía querer decir que le importaba un bledo lo que pensaran los demás, pero él había descubierto a una mujer con la que había que ir con cuidado. Su fachada era impenetrable. No sabía dónde terminaba la persona pública y dónde empezaba la persona real, pero una cosa era segura: tras la máscara de altivez y despreocupación había una mujer profundamente dolida.


Distraído, empezó a acariciar su pelo. La deseaba de nuevo, con un ansia que era casi imposible de dominar. Si hubiera sido la mujer que él había pensado no tendría escrúpulos en tomarla de nuevo, pero no lo era.


Paula era una mezcla única de fragilidad y fuerza, una mujer que necesitaba la clase de hombre que él no podía ser.


Por primera vez en años, se sentía inadecuado. Él no sabía cómo lidiar con una persona tan herida por la vida. Había experimentado tantos traumas de niño que se había olvidado de los sentimientos… hasta que conoció a Paula.


Y no sabía cómo darle lo que necesitaba.


Su vulnerabilidad lo hacía sentir como un patán que había destrozado su vida dejándola embarazada.


Un hombre mejor que él lo lamentaría.


Un hombre mejor que él la apoyaría, pero la dejaría ir.


Pero Pedro era lo que era y estaba demasiado acostumbrado a salirse con la suya. Solo lo empujaba el deseo de sobrevivir, de triunfar. No era capaz de desear que Paula no estuviese embarazada, era demasiado egoísta para eso.


Quería a ese hijo.


Quería a Paula.


La envolvió en sus brazos y sonrió cuando ella se apretó un poco más, como si fuese allí donde quería estar.


¿A quién quería engañar? La había seducido, se había aprovechado de ella, de su vulnerabilidad después del estrés de la fiesta. Había usado su experiencia para que le hiciese confidencias.


Y seguiría inmiscuyéndose en su vida, convenciéndola para que fuese parte de la suya.


Un hombre mejor…


No, él nunca sería un hombre mejor. Era un hombre duro, decidido a ganar a toda costa.


Su única concesión sería que, a partir de ese momento, sabiendo lo que sabía, la trataría con sumo cuidado, le daría espacio y tiempo para acostumbrarse a su nueva vida con él.


Aprendería a protegerla y la mantendría a su lado hasta que ella quisiera quedarse por voluntad propia.







LA PRINCESA: CAPITULO 15




Cuando Pedro se inclinó para besarla Paula levantó la cabeza, ofreciéndole sus labios. El beso ardiente, exigente y apasionado la envió a otro mundo.


Se agarró a sus anchos hombros buscando más; su rendición despertando un gruñido de satisfacción que sintió hasta en lo más hondo.


Necesitaba aquello como no había necesitado nada en toda su vida.


Incluso la noche que habían compartido, cuando esperaba que Pedro fuese diferente a los demás, había evitado entregarse del todo. No había querido entregarle su alma, pero los labios de Pedro hacían que perdiese el control.


Sabía que era deseo físico, pero había algo más a lo que no podía poner nombre, algo fuerte y puro que la llenaba de felicidad.


Aquello era perfecto… no, más que eso, era lo que siempre había soñado.


Dejando de intentar ponerle nombre, Paula le echó los brazos al cuello e inclinó a un lado la cabeza para que la devorase.


Si era una derrota, era una derrota gloriosa.


Los besos de Pedro eran diferentes a los de Andreas. Potentes, hambrientos, salvajes. Y los afectaban a los dos del mismo modo.


Registró el convulso movimiento de sus manos en su cintura mientras se apretaba contra ella, como intentando fundirse.


El aire estaba cargado de electricidad.


Paula no se sorprendió cuando un relámpago iluminó el cielo y un trueno rompió el silencio de la noche. Era como si los elementos hubieran sido desatados por la pasión que había entre Pedro y ella.


De repente, sintió algo frío y duro rozando sus hombros desnudos. Él la había empujado contra el ventanal de cristal reforzado y el frío cristal hacía más intenso el calor de Pedro. Era como un horno.


Y, avariciosamente, Paula quería ese calor para ella.


Pedro –susurró, empujando los pechos hacia delante mientras él la acariciaba por todas partes.


Un murmullo gutural escapó de la garganta masculina. Ella no entendía portugués, pero su cuerpo respondía a la urgencia del tono.


Empezó a desabrochar los botones de su camisa, tirando de ellos hasta que pudo tocar su piel desnuda. Quería enterrar la cara en su torso, pasar la lengua por la suave piel…


Estaba intentando librarse del último botón cuando Pedro apartó sus manos y Paula tuvo que morderse los labios para no gemir de desilusión.


Necesitaba tocar su cuerpo.


Quería…


Pedro, impaciente, tiró de la camisa, rasgándola, los botones volando por la habitación. Luego tomó sus manos para ponerlas sobre los sólidos pectorales, mirándola a los ojos.


–Eres tan apuesto –murmuró Paula.


Él sacudió la cabeza.


–Tú eres perfecta, querida. Nunca he conocido a una mujer más perfecta que tú


–Yo no…


Pedro puso un dedo sobre sus labios y cerró los ojos cuando ella sacó la lengua para chuparlo.


–Eres perfecta para mí –su tono no admitía discusión–. Eres exactamente lo que deseo.


Por qué esa afirmación tocaba su alma, Paula no lo sabía.


Cuando Pedro la miraba de ese modo, cuando decía que la deseaba a ella y solo a ella, su corazón daba un extraño salto. Pedro Alfonso tocaba una parte de ella que había mantenido escondida durante toda su vida, la parte que ansiaba amor.


–Deja de pensar –dijo él, mientras le quitaba las horquillas del pelo para dejarlo caer sobre sus hombros–. Solo somos tú y yo, Paula y Pedro –añadió, deslizando un dedo por su escote–. Di que sí, Paula.


Ella se pasó la lengua por los labios.


–Sí, Pedro –murmuró.


Daba igual a qué estuviera diciendo que sí. Fuese lo que fuese, lo necesitaba; era un tesoro para ella. Por primera vez en su vida no solo se sentía guapa sino bella, por dentro y por fuera. Nadie más la había hecho sentir así.


–Paula…


Fuera resonó otro trueno, pero era la ternura en la voz de Pedro lo que la hacía temblar. Su ternura y cómo enterraba una mano en su pelo, sujetándola mientras devoraba sus labios.


¿Cómo podía un beso hacer que le temblasen las rodillas?
Casi esperaba ver una sonrisa de satisfacción en su rostro, pero solo veía un control fiero.


De repente, Pedro se puso de rodillas frente a ella y Paula tembló cuando levantó el vestido, apretando los muslos al sentir una oleada de líquido deseo.


Pedro se detuvo un momento al ver las braguitas color azul claro y luego apartó a un lado la tela, desnudándola a su mirada.


Paula respiraba con dificultad. Había algo increíblemente erótico en verlo de rodillas frente a ella, estudiándola con tanta intensidad, como si estuviera mirando un tesoro.


–Llevas a mi hijo ahí dentro –murmuró, tocando su abdomen.


Antes de que Paula pudiese pensar o hacer algo, Pedro inclinó la cabeza para besar su abdomen una y otra vez.


Se sentía adorada, vulnerable, diferente. Su expresión, la ternura que había en esos besos, creaba un momento de emoción inigualable. Era una diosa viva, el epítome de la feminidad, creadora, madre y seductora a la vez.


La reacción de Pedro era auténtica, estaba segura. ¿Podría su embarazo forjar una relación entre ellos?


Sonriendo, Pedro deslizó una mano por la delicada seda de las braguitas y luego tiró de ellas hacia abajo.


–¡Eran nuevas! –protestó Paula


Él sonrió de nuevo.


–Eran un estorbo.


No pudo decir nada más. Sintió una convulsión cuando Pedro puso los labios en su centro. Un roce de su lengua y pensó que iba a desmayarse.


–¡Pedro! –gritó, enredando los dedos en su pelo, sujetándolo allí, sin saber si apartarlo o empujarlo hacia ella.


Porque la tormenta estaba dentro, los relámpagos y los truenos, hasta que, dejando escapar un grito de agonía, se rompió.


Paula sintió que caía a un precipicio, pero Pedro la sujetaba. Sintió algo húmedo en la cara y, mareada, se dio cuenta de que una lágrima rodaba por su rostro.


Pensó que jamás podría recuperarse de aquella delicia, de aquella euforia.


–Yo nunca… –un nudo en la garganta le impedía hablar. ¿Cómo iba a explicarle lo que había sentido, la mezcla de placer y alivio que creaba una tormenta perfecta?


–Calla, minha querida. No pasa nada, estás a salvo.


Y era cierto. Sabía que estaba protegida. El calor y la fuerza de Pedro la envolvían como un capullo.


Cuando él intentó apartarse, Paula lo sujetó.


–No, no te vayas.


–No quiero aplastarte.


–Te necesito.


¿De verdad había dicho eso?


De repente, se encontró sobre Pedro, duro, fuerte, espectacularmente excitado.


–Lo siento –su pierna rozó su erección por encima de los pantalones.


–No pasa nada, relájate.


Paula apoyó la cara en su cuello y respiró el delicioso aroma de su piel, besándolo, sintiéndolo temblar.


Agotada, abrió los ojos para ver un primer plano del hombro de Pedro y lo rozó con la lengua, saboreando su piel.


–¡No! –exclamó él.


–¿Por qué no? –le preguntó, bajando la mano para tocar el bulto bajo el pantalón.


Su respuesta gutural era en parte protesta, en parte aprobación.


–Porque no estás preparada.


Paula movió la mano arriba y abajo para provocarlo y notó que apretaba sus dedos, respirando agitadamente.


El poder era suyo, lo tenía a sus pies.


–Deja que eso lo decida yo.


Deliberadamente, se inclinó para besar un diminuto pezón, metiéndolo en su boca…


Unos segundos después estaba tumbada en el sofá, la lengua de Pedro enredándose con la suya, exigiendo… y Paula le devolvía cada beso.


Necesitaba que la hiciese suya. A pesar del clímax anterior, había un vacío en su cuerpo que solo él podía llenar.


Pedro se desnudó a toda prisa para colocarse entre sus piernas. Con los brazos apoyados a cada lado del sofá, sus ojos ardían mientras se la comía con la mirada. Pero se quedó inmóvil durante tanto tiempo que Paula pensó que había cambiado de opinión. ¿O estaba esperando para ver si lo había hecho ella?


Bajó la mano y lo acarició, seda ardiente sobre rígido acero. 


En un segundo, Pedro apartó su mano y se colocó en el sitio que ella quería, suspirando de placer.


Paula levantó las caderas, pero él se tomaba su tiempo, centímetro a centímetro.


Estaba matándola y abrió la boca para decírselo, pero la cerró al ver que tenía el ceño fruncido, la frente cubierta de sudor, los tendones del cuello a punto de explotar, los dientes apretados.


También él estaba muriéndose.


–No me voy a romper –le dijo, con un hilo de voz.


Pedro abrió los ojos y Paula se preguntó si veía con claridad porque parecía incapaz de centrar la mirada, como si estuviera ciego.


Lentamente, él sacudió la cabeza.


–El bebé.


¿Tenía miedo por el bebé?


Paula parpadeó, emocionada. Al principio se había dicho a sí misma que no estaba preparada para tener un hijo. Le daba miedo la responsabilidad de ser madre, pero tenía la profunda convicción, como un instinto primitivo, de que querría a aquel bebé con toda su alma y haría cualquier cosa para protegerlo.


Pedro también. Era una convicción visceral, más profunda que nada que hubiese experimentado antes.
Le importaba de verdad, había abierto su corazón a un bebé que aún no había nacido.


¿Podría abrirle su corazón a ella también?


De repente, se sintió embargada por una ola de emoción.


«Suyo», le decía una vocecita. Pedro era suyo.


–El niño está bien –susurró.


–¿Cómo lo sabes?


Era un instinto tan viejo como el tiempo, pero Paula sabía que eso no iba a convencerlo y se concentró en algo más tangible.


–La ginecóloga me lo dijo.


Pedro dejó escapar un suspiro de alivio.


–Aun así… –se movía tan lentamente que era una exquisita tortura.


Era tan obstinado. ¿Pero cómo iba a protestar cuando quería proteger algo tan precioso?


Paula puso las manos en sus hombros para besar su mentón, su oreja, sintiendo la fricción del vello contra sus pechos, su respiración jadeante.


–Te deseo ahora –susurró mordiendo la curva de su cuello.


Pedro empujó un poco más.


–Sí, así.


–Paula… –su tono de advertencia se convirtió en un gemido cuando envolvió las piernas en su cintura. Por un momento, se contuvo, pero luego perdió el control y embistió con fuerza, un ritmo compulsivo.


Paula se agarró a su cuello cuando aquel hombre grande y poderoso por fin se dejó llevar por una pasión incontenible.


El sexo con Pedro había sido espectacular.


Hacer el amor con él era indescriptible.


Paula lo abrazó, abrumada, sintiendo que compartían algo profundo. El ritmo de sus embestidas se volvió enloquecido, sin control, y cuando inclinó la cabeza para rozar uno de sus pezones con la lengua, el nuevo clímax la transportó a otro mundo.