sábado, 13 de junio de 2015
LA PRINCESA: CAPITULO 15
Cuando Pedro se inclinó para besarla Paula levantó la cabeza, ofreciéndole sus labios. El beso ardiente, exigente y apasionado la envió a otro mundo.
Se agarró a sus anchos hombros buscando más; su rendición despertando un gruñido de satisfacción que sintió hasta en lo más hondo.
Necesitaba aquello como no había necesitado nada en toda su vida.
Incluso la noche que habían compartido, cuando esperaba que Pedro fuese diferente a los demás, había evitado entregarse del todo. No había querido entregarle su alma, pero los labios de Pedro hacían que perdiese el control.
Sabía que era deseo físico, pero había algo más a lo que no podía poner nombre, algo fuerte y puro que la llenaba de felicidad.
Aquello era perfecto… no, más que eso, era lo que siempre había soñado.
Dejando de intentar ponerle nombre, Paula le echó los brazos al cuello e inclinó a un lado la cabeza para que la devorase.
Si era una derrota, era una derrota gloriosa.
Los besos de Pedro eran diferentes a los de Andreas. Potentes, hambrientos, salvajes. Y los afectaban a los dos del mismo modo.
Registró el convulso movimiento de sus manos en su cintura mientras se apretaba contra ella, como intentando fundirse.
El aire estaba cargado de electricidad.
Paula no se sorprendió cuando un relámpago iluminó el cielo y un trueno rompió el silencio de la noche. Era como si los elementos hubieran sido desatados por la pasión que había entre Pedro y ella.
De repente, sintió algo frío y duro rozando sus hombros desnudos. Él la había empujado contra el ventanal de cristal reforzado y el frío cristal hacía más intenso el calor de Pedro. Era como un horno.
Y, avariciosamente, Paula quería ese calor para ella.
–Pedro –susurró, empujando los pechos hacia delante mientras él la acariciaba por todas partes.
Un murmullo gutural escapó de la garganta masculina. Ella no entendía portugués, pero su cuerpo respondía a la urgencia del tono.
Empezó a desabrochar los botones de su camisa, tirando de ellos hasta que pudo tocar su piel desnuda. Quería enterrar la cara en su torso, pasar la lengua por la suave piel…
Estaba intentando librarse del último botón cuando Pedro apartó sus manos y Paula tuvo que morderse los labios para no gemir de desilusión.
Necesitaba tocar su cuerpo.
Quería…
Pedro, impaciente, tiró de la camisa, rasgándola, los botones volando por la habitación. Luego tomó sus manos para ponerlas sobre los sólidos pectorales, mirándola a los ojos.
–Eres tan apuesto –murmuró Paula.
Él sacudió la cabeza.
–Tú eres perfecta, querida. Nunca he conocido a una mujer más perfecta que tú
–Yo no…
Pedro puso un dedo sobre sus labios y cerró los ojos cuando ella sacó la lengua para chuparlo.
–Eres perfecta para mí –su tono no admitía discusión–. Eres exactamente lo que deseo.
Por qué esa afirmación tocaba su alma, Paula no lo sabía.
Cuando Pedro la miraba de ese modo, cuando decía que la deseaba a ella y solo a ella, su corazón daba un extraño salto. Pedro Alfonso tocaba una parte de ella que había mantenido escondida durante toda su vida, la parte que ansiaba amor.
–Deja de pensar –dijo él, mientras le quitaba las horquillas del pelo para dejarlo caer sobre sus hombros–. Solo somos tú y yo, Paula y Pedro –añadió, deslizando un dedo por su escote–. Di que sí, Paula.
Ella se pasó la lengua por los labios.
–Sí, Pedro –murmuró.
Daba igual a qué estuviera diciendo que sí. Fuese lo que fuese, lo necesitaba; era un tesoro para ella. Por primera vez en su vida no solo se sentía guapa sino bella, por dentro y por fuera. Nadie más la había hecho sentir así.
–Paula…
Fuera resonó otro trueno, pero era la ternura en la voz de Pedro lo que la hacía temblar. Su ternura y cómo enterraba una mano en su pelo, sujetándola mientras devoraba sus labios.
¿Cómo podía un beso hacer que le temblasen las rodillas?
Casi esperaba ver una sonrisa de satisfacción en su rostro, pero solo veía un control fiero.
De repente, Pedro se puso de rodillas frente a ella y Paula tembló cuando levantó el vestido, apretando los muslos al sentir una oleada de líquido deseo.
Pedro se detuvo un momento al ver las braguitas color azul claro y luego apartó a un lado la tela, desnudándola a su mirada.
Paula respiraba con dificultad. Había algo increíblemente erótico en verlo de rodillas frente a ella, estudiándola con tanta intensidad, como si estuviera mirando un tesoro.
–Llevas a mi hijo ahí dentro –murmuró, tocando su abdomen.
Antes de que Paula pudiese pensar o hacer algo, Pedro inclinó la cabeza para besar su abdomen una y otra vez.
Se sentía adorada, vulnerable, diferente. Su expresión, la ternura que había en esos besos, creaba un momento de emoción inigualable. Era una diosa viva, el epítome de la feminidad, creadora, madre y seductora a la vez.
La reacción de Pedro era auténtica, estaba segura. ¿Podría su embarazo forjar una relación entre ellos?
Sonriendo, Pedro deslizó una mano por la delicada seda de las braguitas y luego tiró de ellas hacia abajo.
–¡Eran nuevas! –protestó Paula
Él sonrió de nuevo.
–Eran un estorbo.
No pudo decir nada más. Sintió una convulsión cuando Pedro puso los labios en su centro. Un roce de su lengua y pensó que iba a desmayarse.
–¡Pedro! –gritó, enredando los dedos en su pelo, sujetándolo allí, sin saber si apartarlo o empujarlo hacia ella.
Porque la tormenta estaba dentro, los relámpagos y los truenos, hasta que, dejando escapar un grito de agonía, se rompió.
Paula sintió que caía a un precipicio, pero Pedro la sujetaba. Sintió algo húmedo en la cara y, mareada, se dio cuenta de que una lágrima rodaba por su rostro.
Pensó que jamás podría recuperarse de aquella delicia, de aquella euforia.
–Yo nunca… –un nudo en la garganta le impedía hablar. ¿Cómo iba a explicarle lo que había sentido, la mezcla de placer y alivio que creaba una tormenta perfecta?
–Calla, minha querida. No pasa nada, estás a salvo.
Y era cierto. Sabía que estaba protegida. El calor y la fuerza de Pedro la envolvían como un capullo.
Cuando él intentó apartarse, Paula lo sujetó.
–No, no te vayas.
–No quiero aplastarte.
–Te necesito.
¿De verdad había dicho eso?
De repente, se encontró sobre Pedro, duro, fuerte, espectacularmente excitado.
–Lo siento –su pierna rozó su erección por encima de los pantalones.
–No pasa nada, relájate.
Paula apoyó la cara en su cuello y respiró el delicioso aroma de su piel, besándolo, sintiéndolo temblar.
Agotada, abrió los ojos para ver un primer plano del hombro de Pedro y lo rozó con la lengua, saboreando su piel.
–¡No! –exclamó él.
–¿Por qué no? –le preguntó, bajando la mano para tocar el bulto bajo el pantalón.
Su respuesta gutural era en parte protesta, en parte aprobación.
–Porque no estás preparada.
Paula movió la mano arriba y abajo para provocarlo y notó que apretaba sus dedos, respirando agitadamente.
El poder era suyo, lo tenía a sus pies.
–Deja que eso lo decida yo.
Deliberadamente, se inclinó para besar un diminuto pezón, metiéndolo en su boca…
Unos segundos después estaba tumbada en el sofá, la lengua de Pedro enredándose con la suya, exigiendo… y Paula le devolvía cada beso.
Necesitaba que la hiciese suya. A pesar del clímax anterior, había un vacío en su cuerpo que solo él podía llenar.
Pedro se desnudó a toda prisa para colocarse entre sus piernas. Con los brazos apoyados a cada lado del sofá, sus ojos ardían mientras se la comía con la mirada. Pero se quedó inmóvil durante tanto tiempo que Paula pensó que había cambiado de opinión. ¿O estaba esperando para ver si lo había hecho ella?
Bajó la mano y lo acarició, seda ardiente sobre rígido acero.
En un segundo, Pedro apartó su mano y se colocó en el sitio que ella quería, suspirando de placer.
Paula levantó las caderas, pero él se tomaba su tiempo, centímetro a centímetro.
Estaba matándola y abrió la boca para decírselo, pero la cerró al ver que tenía el ceño fruncido, la frente cubierta de sudor, los tendones del cuello a punto de explotar, los dientes apretados.
También él estaba muriéndose.
–No me voy a romper –le dijo, con un hilo de voz.
Pedro abrió los ojos y Paula se preguntó si veía con claridad porque parecía incapaz de centrar la mirada, como si estuviera ciego.
Lentamente, él sacudió la cabeza.
–El bebé.
¿Tenía miedo por el bebé?
Paula parpadeó, emocionada. Al principio se había dicho a sí misma que no estaba preparada para tener un hijo. Le daba miedo la responsabilidad de ser madre, pero tenía la profunda convicción, como un instinto primitivo, de que querría a aquel bebé con toda su alma y haría cualquier cosa para protegerlo.
Y Pedro también. Era una convicción visceral, más profunda que nada que hubiese experimentado antes.
Le importaba de verdad, había abierto su corazón a un bebé que aún no había nacido.
¿Podría abrirle su corazón a ella también?
De repente, se sintió embargada por una ola de emoción.
«Suyo», le decía una vocecita. Pedro era suyo.
–El niño está bien –susurró.
–¿Cómo lo sabes?
Era un instinto tan viejo como el tiempo, pero Paula sabía que eso no iba a convencerlo y se concentró en algo más tangible.
–La ginecóloga me lo dijo.
Pedro dejó escapar un suspiro de alivio.
–Aun así… –se movía tan lentamente que era una exquisita tortura.
Era tan obstinado. ¿Pero cómo iba a protestar cuando quería proteger algo tan precioso?
Paula puso las manos en sus hombros para besar su mentón, su oreja, sintiendo la fricción del vello contra sus pechos, su respiración jadeante.
–Te deseo ahora –susurró mordiendo la curva de su cuello.
Pedro empujó un poco más.
–Sí, así.
–Paula… –su tono de advertencia se convirtió en un gemido cuando envolvió las piernas en su cintura. Por un momento, se contuvo, pero luego perdió el control y embistió con fuerza, un ritmo compulsivo.
Paula se agarró a su cuello cuando aquel hombre grande y poderoso por fin se dejó llevar por una pasión incontenible.
El sexo con Pedro había sido espectacular.
Hacer el amor con él era indescriptible.
Paula lo abrazó, abrumada, sintiendo que compartían algo profundo. El ritmo de sus embestidas se volvió enloquecido, sin control, y cuando inclinó la cabeza para rozar uno de sus pezones con la lengua, el nuevo clímax la transportó a otro mundo.
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