sábado, 13 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 15




Cuando Pedro se inclinó para besarla Paula levantó la cabeza, ofreciéndole sus labios. El beso ardiente, exigente y apasionado la envió a otro mundo.


Se agarró a sus anchos hombros buscando más; su rendición despertando un gruñido de satisfacción que sintió hasta en lo más hondo.


Necesitaba aquello como no había necesitado nada en toda su vida.


Incluso la noche que habían compartido, cuando esperaba que Pedro fuese diferente a los demás, había evitado entregarse del todo. No había querido entregarle su alma, pero los labios de Pedro hacían que perdiese el control.


Sabía que era deseo físico, pero había algo más a lo que no podía poner nombre, algo fuerte y puro que la llenaba de felicidad.


Aquello era perfecto… no, más que eso, era lo que siempre había soñado.


Dejando de intentar ponerle nombre, Paula le echó los brazos al cuello e inclinó a un lado la cabeza para que la devorase.


Si era una derrota, era una derrota gloriosa.


Los besos de Pedro eran diferentes a los de Andreas. Potentes, hambrientos, salvajes. Y los afectaban a los dos del mismo modo.


Registró el convulso movimiento de sus manos en su cintura mientras se apretaba contra ella, como intentando fundirse.


El aire estaba cargado de electricidad.


Paula no se sorprendió cuando un relámpago iluminó el cielo y un trueno rompió el silencio de la noche. Era como si los elementos hubieran sido desatados por la pasión que había entre Pedro y ella.


De repente, sintió algo frío y duro rozando sus hombros desnudos. Él la había empujado contra el ventanal de cristal reforzado y el frío cristal hacía más intenso el calor de Pedro. Era como un horno.


Y, avariciosamente, Paula quería ese calor para ella.


Pedro –susurró, empujando los pechos hacia delante mientras él la acariciaba por todas partes.


Un murmullo gutural escapó de la garganta masculina. Ella no entendía portugués, pero su cuerpo respondía a la urgencia del tono.


Empezó a desabrochar los botones de su camisa, tirando de ellos hasta que pudo tocar su piel desnuda. Quería enterrar la cara en su torso, pasar la lengua por la suave piel…


Estaba intentando librarse del último botón cuando Pedro apartó sus manos y Paula tuvo que morderse los labios para no gemir de desilusión.


Necesitaba tocar su cuerpo.


Quería…


Pedro, impaciente, tiró de la camisa, rasgándola, los botones volando por la habitación. Luego tomó sus manos para ponerlas sobre los sólidos pectorales, mirándola a los ojos.


–Eres tan apuesto –murmuró Paula.


Él sacudió la cabeza.


–Tú eres perfecta, querida. Nunca he conocido a una mujer más perfecta que tú


–Yo no…


Pedro puso un dedo sobre sus labios y cerró los ojos cuando ella sacó la lengua para chuparlo.


–Eres perfecta para mí –su tono no admitía discusión–. Eres exactamente lo que deseo.


Por qué esa afirmación tocaba su alma, Paula no lo sabía.


Cuando Pedro la miraba de ese modo, cuando decía que la deseaba a ella y solo a ella, su corazón daba un extraño salto. Pedro Alfonso tocaba una parte de ella que había mantenido escondida durante toda su vida, la parte que ansiaba amor.


–Deja de pensar –dijo él, mientras le quitaba las horquillas del pelo para dejarlo caer sobre sus hombros–. Solo somos tú y yo, Paula y Pedro –añadió, deslizando un dedo por su escote–. Di que sí, Paula.


Ella se pasó la lengua por los labios.


–Sí, Pedro –murmuró.


Daba igual a qué estuviera diciendo que sí. Fuese lo que fuese, lo necesitaba; era un tesoro para ella. Por primera vez en su vida no solo se sentía guapa sino bella, por dentro y por fuera. Nadie más la había hecho sentir así.


–Paula…


Fuera resonó otro trueno, pero era la ternura en la voz de Pedro lo que la hacía temblar. Su ternura y cómo enterraba una mano en su pelo, sujetándola mientras devoraba sus labios.


¿Cómo podía un beso hacer que le temblasen las rodillas?
Casi esperaba ver una sonrisa de satisfacción en su rostro, pero solo veía un control fiero.


De repente, Pedro se puso de rodillas frente a ella y Paula tembló cuando levantó el vestido, apretando los muslos al sentir una oleada de líquido deseo.


Pedro se detuvo un momento al ver las braguitas color azul claro y luego apartó a un lado la tela, desnudándola a su mirada.


Paula respiraba con dificultad. Había algo increíblemente erótico en verlo de rodillas frente a ella, estudiándola con tanta intensidad, como si estuviera mirando un tesoro.


–Llevas a mi hijo ahí dentro –murmuró, tocando su abdomen.


Antes de que Paula pudiese pensar o hacer algo, Pedro inclinó la cabeza para besar su abdomen una y otra vez.


Se sentía adorada, vulnerable, diferente. Su expresión, la ternura que había en esos besos, creaba un momento de emoción inigualable. Era una diosa viva, el epítome de la feminidad, creadora, madre y seductora a la vez.


La reacción de Pedro era auténtica, estaba segura. ¿Podría su embarazo forjar una relación entre ellos?


Sonriendo, Pedro deslizó una mano por la delicada seda de las braguitas y luego tiró de ellas hacia abajo.


–¡Eran nuevas! –protestó Paula


Él sonrió de nuevo.


–Eran un estorbo.


No pudo decir nada más. Sintió una convulsión cuando Pedro puso los labios en su centro. Un roce de su lengua y pensó que iba a desmayarse.


–¡Pedro! –gritó, enredando los dedos en su pelo, sujetándolo allí, sin saber si apartarlo o empujarlo hacia ella.


Porque la tormenta estaba dentro, los relámpagos y los truenos, hasta que, dejando escapar un grito de agonía, se rompió.


Paula sintió que caía a un precipicio, pero Pedro la sujetaba. Sintió algo húmedo en la cara y, mareada, se dio cuenta de que una lágrima rodaba por su rostro.


Pensó que jamás podría recuperarse de aquella delicia, de aquella euforia.


–Yo nunca… –un nudo en la garganta le impedía hablar. ¿Cómo iba a explicarle lo que había sentido, la mezcla de placer y alivio que creaba una tormenta perfecta?


–Calla, minha querida. No pasa nada, estás a salvo.


Y era cierto. Sabía que estaba protegida. El calor y la fuerza de Pedro la envolvían como un capullo.


Cuando él intentó apartarse, Paula lo sujetó.


–No, no te vayas.


–No quiero aplastarte.


–Te necesito.


¿De verdad había dicho eso?


De repente, se encontró sobre Pedro, duro, fuerte, espectacularmente excitado.


–Lo siento –su pierna rozó su erección por encima de los pantalones.


–No pasa nada, relájate.


Paula apoyó la cara en su cuello y respiró el delicioso aroma de su piel, besándolo, sintiéndolo temblar.


Agotada, abrió los ojos para ver un primer plano del hombro de Pedro y lo rozó con la lengua, saboreando su piel.


–¡No! –exclamó él.


–¿Por qué no? –le preguntó, bajando la mano para tocar el bulto bajo el pantalón.


Su respuesta gutural era en parte protesta, en parte aprobación.


–Porque no estás preparada.


Paula movió la mano arriba y abajo para provocarlo y notó que apretaba sus dedos, respirando agitadamente.


El poder era suyo, lo tenía a sus pies.


–Deja que eso lo decida yo.


Deliberadamente, se inclinó para besar un diminuto pezón, metiéndolo en su boca…


Unos segundos después estaba tumbada en el sofá, la lengua de Pedro enredándose con la suya, exigiendo… y Paula le devolvía cada beso.


Necesitaba que la hiciese suya. A pesar del clímax anterior, había un vacío en su cuerpo que solo él podía llenar.


Pedro se desnudó a toda prisa para colocarse entre sus piernas. Con los brazos apoyados a cada lado del sofá, sus ojos ardían mientras se la comía con la mirada. Pero se quedó inmóvil durante tanto tiempo que Paula pensó que había cambiado de opinión. ¿O estaba esperando para ver si lo había hecho ella?


Bajó la mano y lo acarició, seda ardiente sobre rígido acero. 


En un segundo, Pedro apartó su mano y se colocó en el sitio que ella quería, suspirando de placer.


Paula levantó las caderas, pero él se tomaba su tiempo, centímetro a centímetro.


Estaba matándola y abrió la boca para decírselo, pero la cerró al ver que tenía el ceño fruncido, la frente cubierta de sudor, los tendones del cuello a punto de explotar, los dientes apretados.


También él estaba muriéndose.


–No me voy a romper –le dijo, con un hilo de voz.


Pedro abrió los ojos y Paula se preguntó si veía con claridad porque parecía incapaz de centrar la mirada, como si estuviera ciego.


Lentamente, él sacudió la cabeza.


–El bebé.


¿Tenía miedo por el bebé?


Paula parpadeó, emocionada. Al principio se había dicho a sí misma que no estaba preparada para tener un hijo. Le daba miedo la responsabilidad de ser madre, pero tenía la profunda convicción, como un instinto primitivo, de que querría a aquel bebé con toda su alma y haría cualquier cosa para protegerlo.


Pedro también. Era una convicción visceral, más profunda que nada que hubiese experimentado antes.
Le importaba de verdad, había abierto su corazón a un bebé que aún no había nacido.


¿Podría abrirle su corazón a ella también?


De repente, se sintió embargada por una ola de emoción.


«Suyo», le decía una vocecita. Pedro era suyo.


–El niño está bien –susurró.


–¿Cómo lo sabes?


Era un instinto tan viejo como el tiempo, pero Paula sabía que eso no iba a convencerlo y se concentró en algo más tangible.


–La ginecóloga me lo dijo.


Pedro dejó escapar un suspiro de alivio.


–Aun así… –se movía tan lentamente que era una exquisita tortura.


Era tan obstinado. ¿Pero cómo iba a protestar cuando quería proteger algo tan precioso?


Paula puso las manos en sus hombros para besar su mentón, su oreja, sintiendo la fricción del vello contra sus pechos, su respiración jadeante.


–Te deseo ahora –susurró mordiendo la curva de su cuello.


Pedro empujó un poco más.


–Sí, así.


–Paula… –su tono de advertencia se convirtió en un gemido cuando envolvió las piernas en su cintura. Por un momento, se contuvo, pero luego perdió el control y embistió con fuerza, un ritmo compulsivo.


Paula se agarró a su cuello cuando aquel hombre grande y poderoso por fin se dejó llevar por una pasión incontenible.


El sexo con Pedro había sido espectacular.


Hacer el amor con él era indescriptible.


Paula lo abrazó, abrumada, sintiendo que compartían algo profundo. El ritmo de sus embestidas se volvió enloquecido, sin control, y cuando inclinó la cabeza para rozar uno de sus pezones con la lengua, el nuevo clímax la transportó a otro mundo.






viernes, 12 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 14





Damaso, hace un siglo que no nos vemos!


Esa voz ronca y sexy hizo que volviese la cabeza.


Habían pasado meses desde la última vez que Adriana, la bella modelo, compartió su cama. Una vez habría aceptado la invitación que había en sus ojos de color ámbar, pero en aquel momento no sentía nada.


Era fabulosa, desde el largo cabello negro a las curvas envueltas en un vestido de color rojo. Pero ni siquiera el recuerdo de su entusiasmo en la cama podía hacer nada para despertar su interés.


–Adriana, ¿cómo estás?


–Mejor ahora que te he visto –respondió ella, con su sonrisa de sirena, poniendo una mano en su brazo.


Pedro se apartó y la vio fruncir el ceño.


–¿No te alegras de verme?


–Siempre es un placer verte.


O lo había sido hasta que empezó a lanzar indirectas sobre su relación y a preguntar por todos sus movimientos. Las mujeres posesivas lo ahogaban.


–Pero no lo suficiente como para llamarme… perdona, no quería decir eso.


–No hay nada que perdonar –Pedro esbozó una sonrisa. Era preciosa, pero…


–Veo que tienes una nueva amiga. ¿No vas a presentarnos?


Pedro se volvió hacia Paula, su pelo dorado sujeto en un elegantemente moño la hacía parecer más alta. O tal vez era su postura, su forma de caminar. Con el vestido azul zafiro por encima de la rodilla parecía cómoda entre la élite de Brasil. Paula era chic, preciosa, efervescente y parecía divertirle la atención de los hombres.


Un tipo muy elegante se acercó a ella y cuando tocó su brazo Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no apartarlo de un empujón.


–Aunque parece que está ocupada –la voz de Adriana interrumpió sus pensamientos.


Otro hombre se había acercado al grupo, sonriendo a Paula, que era el centro de atención.


Pedro dejó su copa sobre una mesa.


Paula era suya. Ella aún no lo había admitido, pero lo haría.


 Podría haberla obligado a admitirlo unos días antes, en la isla, pero su mirada perdida, su desesperada dignidad cuando le rogó que la dejase sola lo había detenido.


Una locura porque él sabía que lo deseaba.


Ver a otros hombres babeando por ella hacía que desease partirles la cara. Todo por una mujer.


–¿Qué ocurre, Pedro? –Adriana tocó su mano–. Estás ardiendo. ¿Te encuentras bien?


Parecía preocupada de verdad. Tal vez porque era la primera vez que ella, o cualquiera, lo veía perder la compostura.


Había llevado a Paula a la ciudad para tenerla ocupada mientras él intentaba entender lo que había pasado ese día en la playa. Los sentimientos que provocaba en él lo
asustaban. Nunca desde los quince años, cuando había tenido que enfrentarse con los matones que dirigían el barrio, se había sentido tan inseguro.


Ninguna otra mujer lo había afectado como ella.


Sin despedirse de Adriana se dirigió hacia el grupo de admiradores y la conversación cesó de inmediato.


Pedro –murmuró Paula. Cuando sus ojos se oscurecieron deseó echársela al hombro y olvidar cualquier pretensión de civismo–. Me alegra que te reúnas con nosotros.


–¿Ah, sí? Parecías estar pasándolo muy bien –replicó él.


Paula se encogió de hombros y Pedro intentó leer su expresión. Seguía sonriendo, pero le pareció ver una sombra en sus ojos.


–¿Qué ocurre? ¿No te gusta la fiesta?


Era una reunión de lo más chic de São Paulo, una fiesta exclusiva con la mejor música y una lista de invitados era un quién es quién de la gente más guapa y rica de la ciudad.


–Sí, estoy bien, solo un poco cansada.


–¿Cansada? ¿La mujer que nunca se cansa de una fiesta?


–A veces me canso –admitió ella, llevándose a los labios una copa de martini.


–El alcohol no es bueno para el bebé –le recordó Pedro–. Sobre todo esos cócteles tan fuertes.


Paula hizo una mueca.


–No estoy bebiendo alcohol.


–Esa es una copa de martini.


–Pruébalo –le espetó ella, ofreciéndole la copa con tal furia que unas gotas de líquido cayeron sobre su vestido.


Pedro se dio cuenta de que la gente estaba mirando.


–Paula…


–Pruébalo. ¿O temes que sea demasiado fuerte para ti?


A regañadientes, Pedro lo probó.


–Es zumo de fruta.


–Asombroso, ¿no? Imagínate, yo bebiendo zumo de fruta cuando el mundo entero cree que desayuno con champán –Paula tenía que hacer un esfuerzo para contener su furia–. No he bebido una gota de alcohol desde que supe que estaba embarazada, pero veo que mi reputación me precede. ¿Qué más has pensado, que iba a acostarme con alguno de estos hombres mientras tú charlabas con tu amiga? ¿Por eso te has acercado como un neandertal?


El brillo airado de sus ojos contrastaba con sus delicadas y serenas facciones. Cualquiera que los mirase pensaría que estaba coqueteando con él y no increpándolo.


Paula era una experta en proyectar la imagen que quería, en disimular ante los demás, pensó entonces. Su opinión sobre ella no tenía una base sólida.


¿Su diversión mientras reía con esos hombres había sido real o fingida?


–Has tenido que apartarte de tu amiga. Supongo que será una exnovia.


–Este no es el sitio –él no daba explicaciones de su vida privada a nadie, especialmente a una mujer que lo hacía sentir como si hubiera hecho algo malo.


–Sí, claro –Paula apartó la mirada–. Bueno, nos veremos mañana. Buenas noches.


Pedro la tomó del brazo y ella arqueó una altiva ceja, como si la hubiese desflorado con ese roce. Como ese día en la jungla, cuando lo echó desdeñosamente de la habitación. Lo molestó entonces y lo molestaba en aquel momento.


Daba igual que se mostrase superior, no pensaba soltarla.


–¿Dónde crees que vas?


–A tu apartamento. ¿Dónde voy a ir?


Parecía una doncella de hielo, capaz de congelar a cualquier hombre que se atreviese a acercarse.


Como si eso pudiera detenerlo…


Podía fingir todo lo que quisiera, él sabía lo que sentía porque sentía lo mismo.


–Estupendo, también yo quiero marcharme.


Hicieron el corto viaje en helicóptero hasta el ático en silencio. Paula miraba por la ventanilla, como admirando las luces de la ciudad, su perfil sereno y aristocráticamente elegante.


Lo ignoraba como si no mereciese su atención y eso lo puso furioso. Él ya no era el niño pobre que había sido una vez, buscando un sitio en la sociedad. Él era Pedro Alfonso, un hombre poderoso, seguro de sí mismo, dominando su mundo.


Sin embargo, al ver a esos hombres comiéndosela con los ojos la rabia se había apoderado de él. La rabia y los celos.


Él nunca sentía celos.


Pedro sacudió la cabeza.


Pero los sentía por Paula.


¿Era por eso por lo que había perdido las formas? Tenía fama de sofisticado, pero esa noche había perdido el control, como si estuviera atrapado en una piel que no era la suya.


El helicóptero aterrizó y pronto estuvieron solos en su apartamento.


Si había pensado que Paula no querría una confrontación estaba equivocado porque se volvió, en jarras, antes de que tuviese tiempo de encender una lámpara. Con los zapatos de tacón de aguja, el collar de zafiros en la garganta y el vestido de alta costura parecía el sueño de cualquier hombre hecho realidad.


Pero eran sus ojos lo que más lo atraían. A pesar del brillo de furia que había en ellos, discernía también una sombra de tristeza.


Y era culpa suya.


–Lo siento –empezó a decir. Jamás se había disculpado y no podía creer que estuviese haciéndolo–. Creo que mi reacción ha sido exagerada.


–Desde luego que sí.


Absurdamente, su combativa actitud hacía que desease abrazarla. En el pasado se habría alejado de una mujer que le pidiese explicaciones, pero Paula lo fascinaba de una forma que no podía entender.


–No pensaba que estuvieras bebiendo alcohol ni que fueras a irte con ningún hombre.


–¿Y debo sentirme impresionada por eso?


–No, no –Pedro se pasó una mano por el pelo, frustrado porque no sabía qué decir.


–Estoy cansada. Esto puede esperar –Paula se dio la vuelta.


–No, espera. En la isla nos llevábamos bien.


–¿Y qué?


–Y quiero entenderte –dijo Pedro. Era cierto, por primera vez en su vida quería conocer a una mujer.


¿Qué significaba eso?


–Quiero que confíes en mí.


–¿Confiar? –repitió ella, desdeñosa–. ¿Por que iba a confiar en ti? No recuerdo que la confianza te importase mucho la noche que estuvimos juntos.


A pesar de su gesto aburrido, Pedro sospechaba que estaba levantando sus defensas.


–Tu prisa por marcharte esa noche después de acostarte conmigo fue insultante –siguió ella, sin mirarlo.


Pedro tragó saliva, avergonzado. Algo que tampoco le resultaba familiar.


Cada vez que recordaba esa confrontación se concentraba en el desdén de Paula. Eso era más fácil que recordar como había saltado de la cama, asustado de sus sentimientos. No se había ido porque tuviese nada urgente que hacer sino por la convicción de que aquella mujer era peligrosa como no lo había sido ninguna otra.


No se había parado a pensar en ella entonces.


–No debería haberme ido como lo hice.


Paula se encogió de hombros como si no le importase, pero él sabía que no era verdad.


–Cometí un error, pero las circunstancias han cambiado y a los dos nos interesa entendernos, ¿no te parece?


–¿Entendernos como en la fiesta, cuando pensabas que estaba bebiendo alcohol?


–Me equivoqué de nuevo –Pedro suspiró, frustrado. Estaba pisando un territorio poco familiar, pero tenía que hacerlo por su hijo–. Sé que te escondes tras esa sonrisa desdeñosa –añadió, sabiendo que era la verdad. ¿Cuántas veces la había visto sonreír a la gente? Sin embargo, cuando estaba sola había en ella un aire de tristeza que no podía disimular.


–Ah, ahora eres un experto en mis sentimientos –dijo ella, burlona.


Pero Pedro no mordió el anzuelo. La conocía, aunque Paula no quisiera admitirlo, y sabía que estaba intentando enfadarlo para no dejar que se acercase.


Pero él quería acercarse. ¿De qué otro modo iba a conseguir lo que quería?


–No soy un experto, pero sé que la mujer que describe la prensa no eres tú. Sé que no eres frívola sino una persona profunda, con muchos secretos, con muchas penas.


Una mujer frívola e irresponsable no tendría paciencia para ser fotógrafa. La había visto totalmente concentrada en la selva, fotografiando aves, mariposas, plantas. Y era entonces cuando parecía más feliz.


¿Por qué le enfadaría no poder trabajar si solo quisiera ir de fiesta? ¿Y por qué no aprovechaba la oportunidad de casarse con un multimillonario que podría comprar Bengaria si quisiera?


Debería haberse hecho esas preguntas cuando, pudiendo comprar todo lo que quisiera en las mejores boutiques de São Paulo, había vuelto al apartamento solo con el vestido que llevaba puesto.


–No digo que sepa quién eres, Paula –Pedro no podía disimular que estaba disgustado consigo mismo–. Pero me gustaría saberlo.


–Pues tienes una extraña manera de demostrarlo. Me dejaste sola en cuanto llegamos a la fiesta.


Era cierto. Una vez más, había cometido un error. Había pensado que lo mejor sería darle un poco de espacio para que se relajase…


–¿Estabas nerviosa? –Pedro frunció el ceño.


–No estaba nerviosa, sino incómoda. Me habría gustado… –Paula se encogió de hombros–. Déjalo, da igual.


–No da igual. Dímelo.


–Digamos que zafarme de preguntas sobre nuestra relación y el embarazo no es la mejor manera de relajarse entre un montón de extraños.


–¿Alguien ha tenido valor para preguntarte? –Pedro no se había parado a pensar en eso. Creía que ser su acompañante la protegería.


Y, de nuevo, se sintió culpable.


¿Qué le pasaba? Normalmente, él siempre iba por delante de los demás, no seis pasos por detrás.


–No directamente, pero… –Paula se encogió de hombros–. No ha sido una noche muy agradable.


–No debería haberte dejado sola.


Ella arqueó una pálida ceja.


–Pero lo has hecho.


–¿Quién se ha atrevido a insultarte?


–Nadie me ha insultado, pero algunos de los hombres…


–Me lo imagino –la interrumpió él. Podía imaginarlo demasiado bien.


Pedro se pasó una mano por la nuca. Si hubiera pensado con claridad se habría dado cuenta de que dejarla sola era como decir que estaba libre.


Y Paula era una mujer preciosa, una princesa. Pero no estaba disponible porque era suya.


–Lo siento –era una disculpa tonta, pero no podía hacer otra cosa–. Debería haber estado a tu lado.


No estaba acostumbrado a aceptar responsabilidad por nadie más que por sí mismo, pero maldecía su fracaso.


Paula se acercó a la ventana con la espalda recta, los hombros erguidos.


–Yo estoy acostumbrada a defenderme por mí misma y esta noche no ha sido diferente.


Pero lo era porque él la había puesto en esa situación.


Nunca se había sentido culpable salvo con ella. Nunca había sentido lo que sentía con ella.


Paula se reiría de él si lo supiera, pero la verdad era que la deseaba con un ansia desconocida desde el día que se conocieron. Deseaba su cuerpo, pero también su compañía, su sonrisa, su atención.


Quería mantenerla a salvo.


Quería…


–No estoy acostumbrado a disculparme. No sé si sirve de algo, pero de verdad lo siento. Todo lo que ha pasado.


Paula asintió con la cabeza. Debía tener cuidado, pero durante las últimas semanas había visto a un hombre al que podría amar. Luchaba desesperadamente para mantener las distancias, pero una parte de ella quería rendirse, dejarse convencer por él. Confiar en él.


Poniendo una mano en su hombro, firme pero suave, Pedro le dio la vuelta. A la luz de la lámpara, sus ojos eran inescrutables, pero la intensidad de su mirada hizo que algo se encogiera en su pecho.


–No debería haberte puesto en esa situación. Pensé que lo pasarías bien, pero veo que estaba equivocado.


–No soy una niña, no tienes que pensar por mí.


Pero así era como la veía y no era sorprendente dada su reputación. La prensa la había crucificado y ella no había vivido una vida de monja precisamente. Ir de fiesta cada noche había sido una especie de liberación, pero se había aburrido enseguida.


–Créeme, Paula –dijo Pedro, su acento más marcado que nunca–. Sé que no eres una niña.


Sería tan fácil para él seducirla… ¿cómo iba a resistirse cuando lo único que quería era rendirse?


–Y tampoco me acuesto con cualquiera –le advirtió. No iba a usarla para calentar su cama después de haber discutido con su novia.


–Lo sé.


–Pero en la fiesta…


–En la fiesta no podía ver porque me cegaban los celos.


–¿Celos?


Para estar celoso tendría que importarle. Había investigado en Internet y sabía que Pedro había tenido muchas amantes, pero no mantenía relaciones largas.


–No creo que tú estés celoso de nadie.


–¿No? –Pedro tomó su mano y la puso sobre su pecho.


–Dormiste ahí, ¿te acuerdas? Con tu cabeza sobre mi pecho, tu pierna sobre mi estómago.


Su voz era hipnótica, llevándola a sitios donde nada existía salvo ellos dos y el deseo que nublaba su mente. El deseo, el anhelo y la felicidad que había encontrado brevemente con él.


–No, Pedro –Paula intentó apartarse, pero él no soltaba su mano–. ¿Por qué no te vas con tu novia? –el temblor de su voz revelaba demasiado.


–No es mi novia –la mirada de ébano capturó la suya, dejándola sin aliento–. Dejó de serlo mucho antes de conocerte. Además, no deseo a ninguna otra mujer –lo decía como si fuese verdad y a Paula se le doblaron las rodillas.


–No juegues con esto –le advirtió.


–Yo nunca juego, Paula. Nunca. Pregúntale a cualquiera, no es mi estilo.


–Pues claro que juegas –su voz sonaba una octava demasiado alta. ¿Era porque estaba tocándola o por el brillo de sus ojos? No estaba segura, pero tenía que apartarse–. Intentaste seducirme hace unos días y acordamos…


Él puso un dedo sobre sus labios.


–Y tú dijiste que no lo hiciera a menos que lo sintiese de verdad. Te deseo, Paula –Pedro se inclinó, acariciándola con su aliento–. No sabes cuánto.


–No mientas. Solo me deseas porque voy a tener un hijo.
Nunca había encontrado a un hombre en el que pudiese confiar, todos buscaban algo. Y ya no era ella sola quien estaba en peligro sino su hijo, de modo que debía mantener la cabeza fría y tomar las decisiones más acertadas para el futuro–. Quieres tenerme segura, atraparme en ese matrimonio.


El corazón de Paula se lanzó a un loco galope y Pedro esbozó una sonrisa que convirtió sus entrañas en fuego.


–Es cierto que saber que llevas dentro a mi hijo me parece muy erótico –su voz era ronca, invitadora.


Pedro metió una pierna entre las suyas, empujando hacia arriba. Y Paula dejó escapar un suspiro al entrar en contacto con su erección.


Su nuez subía y bajaba como si estuviera nervioso y, sin embargo, eran sus nervios los que estaban destrozados.


–Ahora es en serio, Paula. Te deseo. Te he deseado desde el momento que te vi –dijo con voz ronca–. Es algo más que el bebé, o lo que piensen los demás. Es sobre ti y sobre mí. Ahora mismo lo único que me importa es lo que me haces sentir y cómo te hago sentir yo.


A pesar de todo, Paula quería creerlo. Cuánto le gustaría.


Él depositó un beso en la palma de su mano y se le doblaron las rodillas.


–¿Podemos olvidarlo todo y empezar otra vez? –su voz ronca era una tentación.


–¿Por qué? –Paula se agarraba a sus hombros para no caer al suelo–. ¿Qué es lo que quieres?


–Quiero que seamos Pedro y Paula, solo eso.


Pedro y Paula.


¿Sabía lo maravilloso que sería eso? ¿Lo real y sencillo, lo tentador que sería?


Pedro inclinó la cabeza y, suspirando, Paula capituló por fin, dando la batalla por perdida.