sábado, 14 de marzo de 2015

SOCIOS: CAPITULO 12




Pedro había dicho que su relación debía ser estrictamente profesional y, durante los días siguientes, Paula se esforzó a fondo en el trabajo. Todos los días le presentaba una idea o un proyecto diferente para Les Trois Closes, cuyos vinos estaban a punto de llevar la etiqueta nueva. Y todos los días escribía otra entrada en el blog, al que había llamado «Diario de una vigneronne novata».


Paula no hacía trabajos físicos, pero Pedro pensaba que su trabajo no era menos importante por eso. Y ni él ni nadie habría podido negar que estaba completamente comprometida con la empresa.


–Hay varias revistas que están interesadas en publicar artículos sobre nuestros viñedos –le informó al lunes siguiente–. Algunas quieren información sobre la vida de una inglesa en Francia y sobre la dificultad de dejar una gran ciudad para marcharse a vivir al campo, pero también hay medios que están interesados en nuestros vinos. Creo que la atención mediática nos vendrá muy bien.


–Sí, yo también lo creo.


–Obviamente, tendré que sacar fotografías para que sirvan de cobertura gráfica de la información. ¿Hay algo que no quieras que se publique? Por supuesto, no haré nada sin consultarlo antes contigo o con los trabajadores, pero me encantaría ofrecerles una serie de artículos… algo así como un año de vida en unos viñedos.


Pedro no le sorprendió que estuviera haciendo planes a largo plazo. Era evidente que tenía intención de quedarse.


Pero la perspectiva le incomodó, porque su relación se parecía demasiado a un castillo de naipes. Tenía la sensación de que, cuantas más cartas pusiera, más fácil sería que se hundiera de repente.


–En ese caso, será mejor que te presente a las personas adecuadas.


Ella sonrió de oreja a oreja.


–Genial. ¿Cuándo?


–¿Mañana por la mañana?


–Me parece perfecto. Si es necesario, estaré aquí al alba.


Él sonrió.


–Eso no es necesario. Ven cuando te parezca mejor, Pau. Llámame al móvil y pasaré a recogerte.


Paula sacudió la cabeza.


–No quiero sacarte del trabajo. Si me dices dónde vas a estar, iré por mi cuenta.


–Solo tardaría diez minutos… Pero está bien; si no quieres que pase a recogerte, no pasaré. Nos encontraremos aquí, en el despacho.


–Excelente. Te llamaré cuando llegue.


A las siete y media de la mañana siguiente, Paula estaba en el despacho de la bodega. Se había puesto unas zapatillas, unos vaqueros, una camisa roja y una pamela con una cinta del color de la camisa. Al verla, Pedro se alegró de tener que conducir; al menos, tendría las manos ocupadas en el volante y no sentiría la tentación de tomarla entre sus brazos y besarla.


La estaba volviendo loco. Hacía verdaderos esfuerzos por sacársela de la cabeza, pero no lo conseguía.


A lo largo de la mañana, le presentó a los empleados que trabajaban en los campos, y su reacción lo incomodó todavía más. Ni el más taciturno se negó a hablar con ella. Paula se mostró tan sinceramente interesada y formuló preguntas tan educadas y bien dirigidas que se los metió a todos en el bolsillo. De hecho, no hubo ninguno que se negara a que le hiciera una fotografía para el blog.


Cuando llegó la hora de comer, se había hecho amiga de todos y había conseguido que la trataran como si llevara toda la vida allí.


–Ha sido maravilloso –declaró Paula en el coche, de camino al despacho–. Y me han dado muchas ideas sobre la fauna y la flora del lugar.


–Son un equipo excelente.


Pedro, sé que de momento soy más una molestia que una ayuda, pero me gustaría trabajar un poco en los campos. No sé, quizás una hora al principio, lo necesario para acostumbrarme… No quiero ser la mujer que se sienta en el despacho y habla con la gente. Me gustaría ser parte de los viñedos.


Pedro no se pudo negar.


–Está bien, pero hazlo con cuidado. En el sur de Francia hace mucho más calor que en Inglaterra.


–Tendré cuidado, no te preocupes. Contrariamente a lo que puedas creer, soy capaz de seguir instrucciones como el que más… solo necesito que me expliquen los motivos.


–En otras palabras, no quieres que te dé órdenes sin explicarme antes.


Ella sonrió.


–Exacto. Entonces, ¿te parece bien que trabaje una hora al día en los viñedos, por las mañanas? Después, me iré con mi cámara y sacaré fotos.


Pedro no estaba precisamente contento con su petición. El trabajo en los viñedos le había ofrecido la oportunidad perfecta para mantener las distancias con ella; unas distancias que saltarían por los aires si trabajaba a su lado. 


Pero, por otra parte, le parecía una petición razonable. Y no se le ocurría ninguna razón para rechazarla.


–Me parece bien –mintió.


Durante los días siguientes, Paula estuvo trabajando una hora al día en los viñedos y, a continuación, tomaba notas, hacía fotografías y grababa sonidos del campo para subirlos al blog. A finales de semana, Pedro se dio cuenta de que estaba sucumbiendo a su hechizo y de que no podía hacer nada por evitarlo.


El viernes de la tarde, cuando todos los demás se habían marchado, se quedó a comprobar unas viñas que le preocupaban. Las estaba mirando cuando el vello de la nuca se le erizó. Era Paula.


¿Qué estaba haciendo allí? ¿Por qué no estaba en el despacho o de vuelta en su casa? Los viernes, todos salían antes de trabajar.


–Hola –dijo ella con una sonrisa tímida.


–Hola –dijo él, con voz algo quebrada.


–Suena como si tuvieras sed…


Él pensó que la tenía; pero no de agua, sino de ella. Ella lo malinterpretó y le ofreció su botellita.


–Toma, bebe un poco.


–Gracias.


Pedro la alcanzó y se la llevó a los labios para beber, pero estaba tan nervioso que se atragantó y ella le dio unas palmaditas en la espalda.


–¿Te encuentras bien?


–Sí, sí… gracias por el agua.


–De nada.


Ella lo miró a los ojos y bebió de la botella por el mismo sitio.


¿Estaría coqueteando con él? Pedro no lo sabía, pero se excitó al instante.


–¿Tienes cinco minutos?


Él respiró hondo.


–Quiero enseñarte algo –siguió Paula.


–Sí, por supuesto.


Paula lo llevó hasta unos árboles y los dos se sentaron a su sombra. Luego, abrió el ordenador portátil y se lo puso sobre las piernas.


–Veamos lo bien que conoces tus viñedos…


Paula le hizo un test de sonidos que había grabado en los campos. A Pedro le pareció divertido, y consiguió reconocer ocho de los diez.


–No está mal, monsieur Alfonso. Pero esperaba que los reconocieras todos.


Pedro la miró. Sus ojos brillaban y un rayo del sol le iluminaba el pelo. Francia le sentaba muy bien. Sin sus trajes de ejecutiva, se parecía enormemente a la chica que había conocido años atrás. Y, a pesar de que llevaba pamela, se estaba poniendo morena y le habían salido pecas en la nariz.


Aquella mujer ya no era una londinense fría y distante. Era la chica de la que se había enamorado de joven.


–¿En qué estás pensando? –preguntó ella.


Pedro no le podía decir la verdad, de modo que se encogió de hombros y contestó:
–Ce n´est rien. ¿Cuándo subirás el test al blog?


–La semana que viene.


Pedro prefería hablar de trabajo porque, de esa manera, corría menos peligro de perder el control. Pero era demasiado consciente de su presencia y, por si eso fuera poco, se había empezado a hacer preguntas.


¿Cómo reaccionaría esta vez si surgía algún problema en los viñedos? ¿Se quedaría a su lado y lo ayudaría? ¿Tendría la paciencia necesaria? ¿O se volvería a marchar como había hecho diez años antes?


No lo sabía, y ese era el problema. Hasta que no pudiera confiar en ella, sería mejor que se refrenara y mantuviera las distancias. Por el bien de los dos.



*****


Pasó una semana más, y Paula pensó que Pedro ya no la miraba con inquietud. Todas las mañanas, pasaba por la tienda y, para diversión de Nicole, se dedicaba a probar distintos tipos de vinos. Luego, intentaba comer con Pedro y compartir con él sus impresiones.


Trabajar en los campos sirvió para que aumentara su confianza en sí misma. Se empezaba a sentir parte de los viñedos, parte del equipo. Le salieron ampollas en las manos y Pedro se apresuró a ponerle una crema y fue tan delicado que la desarmó por completo.


El miércoles, salieron a pasear a última hora de la tarde. En general, la temperatura ya había bajado para entonces y hacía mucho menos calor; pero aquel día el calor era tan insoportable que casi no se podía respirar.


–Será mejor que demos media vuelta. Va a llover –dijo Pedro tras mirar el cielo.


Paula guardó la cámara con la que estaba sacando fotografías y, a continuación, iniciaron el camino de vuelta. 


Aún estaban a mitad de camino cuando empezó a diluviar.


Pedro la tomó de la mano y la llevó corriendo hasta la arboleda que se encontraba en el límite de los viñedos. Las ramas los protegieron un poco, pero no tanto como para que no terminaran completamente empapados.


Paula se estremeció al ver que la camisa se le había pegado al pecho, enfatizando sus músculos. Y se estremeció aún más al darse cuenta de que a ella le pasaba la mismo, pero enfatizando sus senos.


Giró la cabeza y sus miradas se encontraron. No supo quién dio el primer paso. Solo supo que, de repente, se estaban besando como si la vida les fuera en ello. Ya no importaba nada más; solo era consciente de Pedro, de la fuerza de su cuerpo y de la calidez de su boca. Ni siquiera le importaba que estuvieran empapados; solo quería que la besara y que la acariciara hasta saciar toda su necesidad.


Y entonces, el dejó de besarla.


Paula se sintió tan frustrada que estuvo a punto de soltar un gemido. De hecho, solo se contuvo porque notó que él estaba tan frustrado como ella.


Había dejado de llover y todo olía a tierra húmeda.


–Deberías ir a casa y quitarte la ropa –dijo él.


–Sí –susurró ella.


Paula supo que su afirmación contenía mucho más que la voluntad de quitarse la ropa mojada y ponerse ropa seca. Se quería desnudar y sentir el peso del cuerpo de Pedro. Quería cerrar las piernas alrededor de su cintura y sentirlo dentro.


Pedro la tomó de la mano y la llevó al coche. Sabía que aquello era una locura y que no lo debía hacer, pero lo estaba deseando con todas sus fuerzas. Además, existía la posibilidad de que, después de hacer el amor, se liberara de la tensión que lo estaba matando y pudiera volver a su vida normal.


Cuando subieron al coche, estaba tan nervioso que ahogó el motor. Para empeorar las cosas, se había dejado el aire acondicionado encendido y la ráfaga de aire frío contribuyó a ponerlo aún más tenso. Y por si no tuviera ya bastantes problemas, cometió el error de girarse y mirar a Paula.


El aire frío había tenido el mismo efecto en ella. Con el agravante de que los pezones se le habían endurecido y se veían claramente bajo su camisa empapada.


Sencillamente, no lo pudo evitar. Se inclinó y le acarició un pezón.


Ella soltó un suspiro de placer y él perdió el control. Abrió la boca y le succionó los pezones con toda la necesidad que llevaba dentro, a pesar de la tela que lo separaba de su piel.


Ni siquiera supo cómo consiguió apartarse. De algún modo, arranchó el coche y la llevó a la bodega. Cuando se quiso dar cuenta, se encontró con ella en la habitación donde estaba la lavadora, quitándole la ropa. Haciendo exactamente lo que deseaba, desnudarla.


Era preciosa. Una mujer de los pies a la cabeza. Y la deseaba con locura.


Se desnudó a continuación y metió todas las prendas en la lavadora. Entonces, la volvió a mirar y se quedó sorprendido al ver un destello de inseguridad en sus ojos.


–¿Qué ocurre?


–¿Qué pasará si alguien entra y nos ve?


–No vendrá nadie.


–¿Cómo puedes estar tan seguro?


–Gabriel no está aquí, está en Cannes.


Ella se mordió el labio.


–¿Y la mujer que limpia la casa?


Él dio un paso hacia ella.


–Solo viene por las mañanas –explicó–. No tengas miedo. Deja de hablar y bésame.


Paula lo besó. Pedro cerró las manos sobre sus pechos y le acarició los pezones con los pulgares. Ella sintió una descarga de placer, pero no era suficiente. Necesitaba más, así que se arqueó contra él y le ofreció el cuello.


Pedro la devoró con toda la ternura del mundo. Le había metido una pierna entre los muslos y, por si eso fuera poco, Paula notaba la dureza de su erección. Seguían mojados y el suelo estaba frío, pero sentía un calor intenso.


Tal como había hecho en el coche, él le succionó un pezón; pero esta vez no había barrera alguna, y la sensación fue tan arrebatadora que llevó las manos a su pelo y apretó, urgiéndolo a succionar más.


Pero, para su sorpresa, él se detuvo.


Pedro… –protestó.


–O te llevo a mi cama o hacemos el amor aquí mismo, en el suelo –le advirtió–. A mí ya no me importa. Si quedaba un resquicio de civilización en mí, lo he perdido. Pero quiero darte la oportunidad de que cambies de opinión.


Ella lo miró con pasión.


–No voy a cambiar de opinión. Quiero hacer el amor contigo.


–Entonces, será en mi dormitorio.


Pedro la llevó a su habitación entre besos y caricias y la posó en la enorme y suave cama de matrimonio, que olía ligeramente a lavanda.


El colchón se hundió bajo su peso. Pedro asaltó otra vez su boca y, acto seguido, se dedicó a explorar su cuerpo con más caricias y más besos, hasta llevarla al borde de la implosión. Estaba tan excitada que temblaba de necesidad. 


Él le introdujo una mano entre los muslos y avanzó hacia su sexo, pero se detuvo cuando estaba a punto de tocarlo.


Ella suspiró.


Pedro, me vas a volver loca.


–Y yo me volveré loco contigo, ma belle.


–Por favor… –le rogó.


Solo entonces, Pedro la tocó donde más lo deseaba. Y la empezó a masturbar.


–Más… –susurró ella.


Él le metió un dedo.


–Más, más… –insistió Paula–. Te necesito dentro. Ahora.


Él cambió de posición para abrir el cajón de la mesita y sacar un preservativo, que se puso de inmediato. Paula separó las piernas y admiró los músculos de sus brazos cuando Pedro se colocó encima y se apoyó en ellos para penetrarla.


Aún recordaba la primera vez que habían hecho el amor; el día en que perdió la virginidad. Entonces, él se detuvo un momento para permitir que su cuerpo se acostumbrara a la invasión repentina. Ahora hizo lo mismo.


–¿Estás bien? –preguntó en voz baja.


–Muy bien –respondió.


–Me alegro…


Pedro se empezó a mover. Al principio, sin prisa; más tarde, con acometidas fuertes y rápidas.


Paula había olvidado lo bien que se sentía al hacer el amor. 


Naturalmente, se había acostado con otros hombres; pero ninguno le había gustado tanto como Pedro ni había logrado que se sintiera tan libre y completa.


Llevó las manos a su cabeza y le acarició el pelo. Luego, lo obligó a bajar lo suficiente para alcanzar su boca, introducirle la lengua e imitar los movimientos que él hacía más abajo, dentro de su cuerpo.


El placer fue aumentando poco a poco, llevándola cada vez más cerca del abismo, hasta que lo dejó de besar, hundió la cabeza en la almohada y se arqueó con fuerza contra él, tomando todo lo que le podía dar y mucho más.


Tras el clímax, abrió los ojos y lo miró. Había sido tan intenso que ni siquiera se había dado cuenta de que él estaba a punto de llegar al orgasmo.


Pedro


Él la volvió a besar y se deshizo en ella con una última acometida.


Paula le acarició los labios y sonrió. No necesitaban hablar; lo que habían hecho trascendía las palabras. Ahora sabía que todo iba a salir bien.


Pedro se levantó para ir al cuarto de baño y quitarse el preservativo. Cuando volvió al dormitorio, parecía diferente. 


Su sonrisa y su relajación habían desaparecido en algún momento, aplastados bajo una expresión sombría.


–¿Qué pasa? –preguntó con suavidad.


–Lo siento.


Ella frunció el ceño.


–¿Cómo?


–Lo siento mucho, Pau. No debí permitir que las cosas llegaran tan lejos.


Paula lo miró con incredulidad, incapaz de creer lo que había oído. Él se pasó una mano por el pelo y se sentó en el borde de la cama.


–Acordamos que nuestra relación sería estrictamente profesional –continuó.


–No es tan sencillo; lo sabes de sobra. Nos deseamos. Esto ha sido cosa de los dos. Yo lo necesitaba tanto como tú.


–Pero no te puedo ofrecer nada…


–Oh, vamos. ¿Que no me puedes ofrecer nada? Acabamos de hacer el amor y te has entregado a mí por completo.


Él se ruborizó un poco.


–Sí, bueno, es que… no puedo dejar de tocarte.


Paula sonrió. Ya sabía que la deseaba, pero tenía la impresión de que sus sentimientos eran más profundos. 


Podían recuperar el tiempo perdido.


–Yo tampoco me canso de tocarte, Pedro. ¿Por qué te resistes? Es evidente que nos llevamos muy bien.


Él sacudió la cabeza.


–Solo es deseo sexual, Pau.


Pau sabía que no era cierto. Era más que eso; por lo menos, para ella. Pedro le gustaba terriblemente. Se había convertido en un hombre justo.


A decir verdad, siempre había estado enamorada de él. Lo había ocultado en el lugar más profundo de su corazón porque no quería sufrir más, pero su amor había sobrevivido. 


Por eso no había funcionado el resto de sus relaciones. 


Porque amaba a Pedro. Porque siempre lo había amado y siempre lo amaría.


Y sospechaba que a él le pasaba lo mismo.


Salvo por la pequeña diferencia de que Pedro seguía en la fase de ocultar y negar sus sentimientos.


¿Qué podía hacer para liberarlo de sus temores?


–Tú me deseas y yo te deseo –dijo–. Si te besara ahora, me besarías.


–Es posible, pero ya te he dicho que no te puedo ofrecer nada más.


–¿Crees que te voy a dejar otra vez en la estacada? ¿Se trata de eso? Pedro, he trabajado contigo, codo con codo. He aprendido mucho de ti y hasta creo que yo también te he enseñado algunas cosas. Formamos un buen equipo.


–Lo sé, pero el trabajo no es el problema.


–Entonces, ¿dónde está el problema?


–En que tengo miedo, Pau. No dejo de preguntarme qué pasará si tenemos un par de malas cosechas, si pasa algo malo en los viñedos y se vuelve a repetir la historia de mis padres –le confesó.


–¿Piensas que me comportaré como tu madre? ¿Qué te abandonaré?


–Viniste a Francia para escapar de tu trabajo en Londres. No presentaste la dimisión hasta que supiste que Arnaldo te había dejado sus tierras en herencia.


–Eso no es justo –protestó ella.


–Es verdad.


–Sí, bueno… pero esto es distinto. No tiene nada que ver con mi antiguo trabajo –alegó–. ¿Qué intentas decirme, Pedro? ¿Que no confías en mí?


–Más bien, que no confío en mi buen juicio. No en lo que a ti respecta –contestó él–. Me he equivocado demasiadas veces a lo largo de los años.


Ella frunció el ceño.


–¿No me vas a dar ni una oportunidad?


–No te quiero hacer daño, Paula.


Paula pensó que ya se lo había hecho.


–¿Y qué hace falta para que confíes en mí?


–No lo sé… –dijo con desesperación–. Te aseguro que no lo sé. Si lo supiera, lo arreglaría todo.


Ella entrecerró los ojos.


–¿Que tú lo arreglarías? Esto es cosa de dos, Pedro. No me digas que mantienes las distancias conmigo porque te sientes en la necesidad de protegerme.


–Yo no digo nada.


Paula soltó un suspiro.


–Eres el hombre más obstinado que he conocido.


–Gracias por el halago.


–No era un halago, pero está bien… Te ofreceré el tiempo y el espacio que necesitas. Aunque antes me gustaría cambiarme de ropa.


–Me temo que no tengo nada apropiado para ti. Iré a ver si la lavadora ha terminado y meteré tus cosas en la secadora.


–¿No me puedes prestar una camiseta o algo así?


–Por supuesto. Entra en mi vestidor y elige lo que quieras –contestó–. Estaré abajo. Si te quieres dar una ducha, hay toallas limpias en el servicio.


Tras ponerse unos calzoncillos, unos pantalones cortos y una camiseta, Pedro se marchó y la dejó a solas. Paula se metió entonces en el cuarto de baño y se dio una ducha. 


Después, se puso una camisa blanca de algodón.


Desgraciadamente, la camisa dejaba ver más carne que un vestido corto. Y como no quería usar la ropa interior de Pedro, tendría que recordar que no se debía inclinar hacia delante.





SOCIOS: CAPITULO 11




Cuando Paula volvió del granero, Pedro ya había servido el café y se había sentado a la mesa de la cocina. Parecía preocupado y, a pesar del daño que le había hecho, a ella se le encogió el corazón. Sintió el deseo de acercarse, pasarle los brazos alrededor del cuerpo y decirle que todo iba a salir bien; el deseo de devolverle el favor que él le había hecho junto a la laguna.


Pero sabía que el sexo se interpondría en su camino. 


Acabarían en la cama, harían el amor y, al final, ni hablarían del pasado ni solucionarían sus problemas. De hecho, se alegró de que se hubiera sentado al otro lado de la mesa, como si quisiera mantener las distancias. En ese momento, era lo mejor que podían hacer.


Paula se sentó y preguntó:
–¿Las viñas han sufrido alguna vez una plaga?


–Sí, claro. ¿Por qué lo preguntas?


–Porque esto es muy parecido. Puede que el tratamiento duela, pero es mejor que esperar a que una plaga se lo lleve todo por delante.


Pedro echó un trago de café.


–Siento haber sido tan grosero contigo en la biblioteca. No me lo esperaba.


–¿Tanto te molesta que toquen el piano?


Él respiró hondo.


–Chantal lo tocaba constantemente. Es… No sé. Me trae recuerdos ambivalentes, alegres y tristes a la vez.


–He notado que te refieres a ella por su nombre de pila, como si no fuera tu madre. ¿Es que ha pasado algo?


Pedro suspiró.


–¿Que si ha pasado algo? –dijo con ironía–. Empezó a salir con otro hombre y abandonó a mi padre.


–Ah


Paula se quedó atónita. Obviamente, no tenía derecho a juzgar a Chantal; pero Juan-Pablo siempre le había parecido un hombre maravilloso. Se acordaba de él con frecuencia; lo recordaba en el patio, riendo y haciendo chistes con Arnaldo. 


De niña, envidiaba a Gabriel y Pedro porque, a diferencia de ella, tenían un padre que les prestaba toda su atención.


–Lo siento,Pedro. Debió de ser difícil para ti.


–Lo fue. Yo creía que eran felices… No discutían nunca, y sé que mi padre la idolatraba. Nunca le habría hecho daño.


–No lo entiendo. ¿Por qué haría una cosa así? –se preguntó–. Pero, discúlpame, no es asunto mío… No es necesario que contestes.


–No me importa contestar, Pau… ¿Por qué se marchó con ese hombre? Chantal asegura que se fue porque mi Juan-Pablo no le prestaba la atención que necesitaba –dijo, muy serio–. Aún no sé qué me sorprendió más, si el hecho de que lo abandonara o el momento que eligió para abandonarlo.


Ella frunció el ceño.


–¿El momento?


–Habíamos tenido dos cosechas particularmente malas. Yo no lo supe entonces, pero mi padre se vio obligado a trabajar día y noche para no perder los viñedos. El banco lo había amenazado con retirarle la línea de crédito.


Mientras él hablaba, Paula tuvo la sensación de que en aquella historia había algo más, algo que no le había dicho. 


Y entonces, se le encendió una luz.


–¿Cuándo pasó, Pedro?


–Ya no importa.


–Claro que importa.


Pedro se mantuvo en silencio durante unos segundos. 


Paula pensó que no iba a responder, pero al final habló.


–Fue hace diez años.


A ella se le hizo un nudo en la garganta.


–¿Después de que yo me fuera a Londres?


–El día después de que Gabriel cumpliera los dieciocho. Supongo que fue un detalle que no arruinara su cumpleaños, pero el hecho de que organizara la fiesta a sabiendas de lo que iba a pasar al día siguiente… –él sacudió la cabeza–. No se lo puedo perdonar, Pau.


Gabriel cumplía años en septiembre, justo antes de la vendimia. Paula se acordó de que la habían invitado a la fiesta y de que no había podido asistir porque sus padres estaban casualmente en Londres y los veía con tan poca frecuencia que decidió aprovechar la oportunidad. Pero había un detalle más importante: que, precisamente por esas fechas, Pedro se tenía que ir a París para empezar con su nuevo trabajo. Y Paula ató cabos con rapidez.


–Dime una cosa, Pedro. Cuando te llamé y te pedí que vinieras a Londres y pasaras unos días conmigo… No estabas en París, ¿verdad?


–No –admitió–. No pude abandonar a mi padre en esas circunstancias. Estaba completamente hundido. Chantal le había partido el corazón. Le presioné hasta que me dijo la verdad… me contó que estábamos prácticamente en la quiebra y que ese era el motivo por el que no le había prestado la atención necesaria.


Paula le dejó hablar.


–Trabajaba tanto que ya no tenía tiempo para nada. Y me sentí en la obligación de quedarme con él.


–Así que renunciaste a tu trabajo de París…


Él se encogió de hombros.


–Siempre supe que volvería a los viñedos cuando papá se jubilara. Me limité a adelantar los acontecimientos.


Ella se mordió el labio.


–¿Arnaldo lo sabía?


–Por supuesto. Era socio de mi padre desde hacía unos años… ¿Es que no te lo dijo?


Ella sacudió la cabeza.


–Le conté que tú y yo nos habíamos separado y replicó que estaba siendo demasiado dura contigo, que de todas formas éramos demasiado jóvenes para sentar la cabeza y que te debía dar un poco de espacio.


–Y discutiste con él.


Paula asintió.


–Por mi culpa.


Pedro, si hubiera sabido lo que pasaba… Pero me sentía como si todo el mundo me estuviera presionando. Arnaldo me decía lo que tenía que hacer y a ti te faltó poco para decir que lo nuestro había sido una simple aventura y que no tenías tiempo para mí. Estaba tan confundida que pensé que estabas con otra.


–Lo nuestro no fue una simple aventura. Y es verdad que no tenía tiempo para ir a Londres. Tenía que ayudar a mi padre; impedir que nos quitaran los viñedos –declaró con vehemencia–. En ese momento había cosas más urgentes que nuestra relación. Nuestros empleados dependían de nosotros. Sus puestos de trabajo dependían de nosotros. No los podíamos dejar en la estacada.


–Pero, ¿por qué no me dijiste lo que pasaba?


Paula sintió arrepentimiento y rabia a la vez. 


Arrepentimiento, porque no había tenido ocasión de ayudar a Pedro; rabia, porque la había dejado al margen como si no confiara en ella.


–Porque me sentía avergonzado –respondió él con un suspiro–. Por algún motivo, no quería que supieras que mi madre se había marchado con otro después de veinticinco años de matrimonio. Y no quería que supieras de nuestras dificultades económicas.


Ella tragó saliva.


–Si me lo hubieras dicho, lo habría entendido. No habría podido cambiar nada, pero al menos habría estado contigo. Te habría escuchado, te habría apoyado… –Paula sacudió la cabeza–. Dios mío. Tu vida se había hundido de repente y, por si eso fuera poco, te abandoné. Supongo que me habrás odiado mucho.


–Sí, no lo voy a negar. Pensé que me habías hecho lo mismo que Chantal a mi padre. Yo solo necesitaba un poco de tiempo, pero tú insistías e insistías, queriendo saber cuándo iba a ir a Londres. Sé que fui grosero contigo, pero no tenía esa intención. ¿De verdad pensaste que estaba saliendo con otra?


–No se me ocurría otra razón para que te mostraras tan distante. Solo tenía dieciocho años, Pedro. Sabía poco de la vida y estaba cansada de que los demás me intentaran imponer sus criterios. Pensé que no me querías y, como siempre he sido bastante orgullosa, decidí abandonarte antes de que tú me abandonaras a mí.


–Y también me odiaste, claro.


Ella se mordió el labio.


–Durante una temporada. Pero nunca quise que lo nuestro terminara. Aquel verano pensé que todos mis sueños se habían hecho realidad; pensé que…


–¿Qué pensaste? –dijo él, con voz quebrada por la emoción.


–No importa.


–Por supuesto que importa. Dímelo.


–Pensé que, cuando saliera de la universidad…


–¿Sí?


–Podríamos vivir juntos.


–Yo también lo pensé. De hecho, tenía intención de pedirte que te casaras conmigo. Lo había pensado bien. Vendería el coche y, con el dinero, te compraría un anillo espectacular. Luego, te llevaría a lo alto de la torre Eiffel y te pediría matrimonio.


Paula supo que estaba diciendo la verdad. La había amado tanto como ella lo había amado a él.


–Cualquier anillo me habría servido, Pedro. Yo no quería lujos. Solo te quería a ti.


–¿Cómo pudo salir tan mal?


Ella se encogió de hombros.


–Malinterpreté tu actitud. Como ya he dicho, no sabía nada de la vida… Pero jamás quise hacerte daño.


–Ni yo pretendía que te sintieras despreciada –le confesó–. También era demasiado joven.


–Si hubiéramos hablado entonces… Pero el pasado no se puede cambiar, y no tiene sentido que sigamos eternamente con las recriminaciones.


Paula deseó acercarse y acariciar a Pedro, pero se contuvo porque no le quería asustar.


–¿Ya no ves a tu madre?


–La veo muy poco. Todavía no la he perdonado –dijo–. Mi padre lo pasó verdaderamente mal por su culpa. Pero la quería tanto que la dejó ir sin escándalos y le concedió el divorcio para que pudiera ser feliz.


–¿Se casó con el otro hombre?


–Sí, pero ese matrimonio no duró demasiado. Ni los tres siguientes. Busca un hombre que esté a la altura de mi padre y no lo encuentra.


–¿Y qué me dices de Juan-Pablo? ¿Le habría gustado que Chantal volviera con él?


–Por supuesto. Estuvo enamorado de ella hasta el día de su muerte. Yo habría preferido que encontrara a otra mujer y rehiciera su vida, pero él solo quería a Chantal –dijo con tristeza–. Supongo que los Alfonso somos así. Tenemos la manía de enamorarnos de mujeres que no nos convienen.


El comentario de Pedro le hizo daño.


–Eso no es cierto. Tú y yo nos llevábamos muy bien.


–Sí, es posible, pero no duró. Mi padre se concentró en su trabajo y yo le ayudaba en todo lo que podía. Pero no se me ocurrió que era un hombre mayor y que ya no tenía fuerzas para trabajar a destajo… No hasta que sufrió aquel infarto.


–¿Es que te sientes culpable? Pedro, no fue culpa tuya…


–Eso es lo que él dijo. Lo que dijo Gabriel. Pero yo me sentí culpable de todas formas –admitió–. Cuando mi padre estaba en el hospital, llamé a Chantal y le pedí que fuera a verlo.


–¿Y fue?


Él apartó la mirada.


–Dijo que se lo pensaría. Pero no sé qué habría pasado, porque mi padre falleció antes de que ella tomara esa decisión.


–Oh, es tan triste…


–No la he visto mucho desde entonces. Gabriel la ha perdonado; en parte, porque mi padre no le habló de los problemas económicos que teníamos. Estaba con exámenes y no quisimos preocuparlo. Además, Gabriel hizo las prácticas en Grasse, que no está muy lejos de Cannes, donde vivía Chantal. Al parecer, la iba a ver de vez en cuando… Pero lo guardó en secreto durante más de un año por miedo a mi reacción.


Pedro respiró hondo.


–Cuando me lo contó, tuvimos una buena discusión. Sin embargo, él me hizo ver las cosas desde otro punto de vista. Dijo que mi madre era una mujer de mediana edad que estaba pasando por la crisis de los cuarenta y que se había convencido de que mi padre no quería estar con ella porque ya no la encontraba atractiva… No sabía que mi padre solo le quería ahorrar la preocupación por el estado de los viñedos. Y cometió un error terrible.


–Puede que no lo hubiera cometido si tu padre se lo hubiera dicho a tiempo –observó Paula.


–Sí, puede. Pero nunca lo sabremos. Como tú misma has dicho, el pasado no se puede cambiar –sentenció.


–¿Y qué vamos a hacer ahora? Me refiero a ti y a mí.


–No lo sé, Pau. Me he acostumbrado a desconfiar de la gente. Primero, mi madre abandonó a mi padre; luego, tú me abandonaste a mí y, más tarde, Vera abandonó a mi hermano y se divorció de él. Y Vera le sacó todo el dinero que pudo –contestó con sorna–. Como ves, los Alfonso no tenemos suerte con las mujeres.


–Pero eso no quiere decir que no la podáis tener.


–Eso espero.


Paula sacudió la cabeza.


–Dios mío. Ahora entiendo que desconfiaras de mí cuando volví a Ardeche después de la muerte de Arnaldo. Pensaste que yo era como Vera.


–¿Qué otra cosa podía pensar? Pero ahora te entiendo mejor. Incluso entiendo que no asistieras al entierro de Arnaldo… No fue culpa tuya.


–En cierta forma, lo fue. Tendría que haber sido más fuerte; tendría que haber plantado cara a mi jefe. Pero no atreví. El trabajo me importaba demasiado.


–¿Todavía te importa?


–Te recuerdo que he presentado mi dimisión.


–En ese caso, lo preguntaré de otro modo… Si surgiera la ocasión de recuperar tu antiguo empleo, ¿la aprovecharías?


Ella se lo pensó y dijo:
–No. Me gustaba la agencia, pero no volvería aunque mi jefe me ofreciera el puesto que me había ganado.


–Entonces, ¿qué quieres?


Paula solo quería una cosa. Quería a Pedro. Pero no estaba segura de que le concediera una segunda oportunidad.


–No lo sé… Solo sé que es mejor que nos tomemos las cosas con calma. Puede que lleguemos a ser amigos.


–Me temo que eso va a ser difícil. Tengo que hacer verdaderos esfuerzos para no abalanzarme sobre ti. Ardo en deseos de besarte hasta volverte loca. Me gustaría llevarte a la cama ahora mismo y hacerte el amor. Pero no sería justo, Pau. No estoy buscando una relación seria. Solo quiero dedicarme a mis viñedos y hacer vinos que le gusten a la gente.


–¿Estás diciendo que, entre nosotros, solo puede haber una relación profesional?


–Sí. Es lo mejor.


Ella no estaba tan segura, pero decidió aprovechar lo que le daba.


–¿Quiere eso decir que estás dispuesto a que trabajemos juntos?


Pedro asintió.


–Sí. Ahora nos entendemos; sabemos lo que buscamos, lo que queremos.


Él se levantó y llevó su taza de café, ya vacía, a la pila.


–No sé si tiene sentido después de tanto tiempo, pero siento lo que pasó entre nosotros. No quería hacerte daño.


–Ni yo a ti.


–Bueno, nos veremos en el despacho. Buenas noches, Pau.


–Buenas noches, Pedro.


Él abrió la puerta y se marchó.