viernes, 13 de marzo de 2015
SOCIOS: CAPITULO 8
El sábado por la mañana, Paula entró en el despacho de Arnaldo y se puso a mirar el contenido de los cajones y los armarios.
Encontró las cartas que ella le había enviado a lo largo de los años, así como una caja llena de fotografías. Había imágenes de todas sus vacaciones, desordenadas. Ella a los ocho años, a los catorce, a los once, a los dieciocho; sola o en compañía de Pedro, Gabriel y la antigua novia de Gabriel, Helena. Pero también encontró fotos de su padre, en distintas épocas. Y de personas que reconoció.
Cuando terminó con la caja, abrió otro cajón y encontró una carpeta con fotografías de una boda. Paula contuvo el aliento al descubrir que Arnaldo era el novio, y que estaba con una mujer que no había visto nunca.
¿Quién podía ser? ¿Cómo era posible que nadie le hubiera hablado de ella? Ni siquiera sabía que su tío abuelo hubiera estado casado.
Desconcertada, se dirigió a la cocina para prepararse un café. Hortensia, que estaba cocinando, la miró y frunció el ceño.
–¿Estás bien, Paula?
Paula arrugó la nariz.
–Sí y no… Acabo de descubrir unas fotografías de la boda de Arnaldo. No sabía que se hubiera casado. Nadie me habló nunca de su esposa.
–Fue hace mucho tiempo. Yo era una niña –dijo Hortensia–. Se casaron y pasaron la luna de miel aquí. Lo sé porque mi madre era el ama de llaves en aquella época.
–¿De dónde era su mujer? ¿Era francesa?
–No, inglesa.
–¿Y qué pasó?
Hortensia soltó un suspiro.
–Es una historia muy triste. Falleció durante el parto, junto con la niña que esperaba.
Paula se llevó una mano a la boca.
–Oh, no…
–Las enterraron en Londres, pero él volvió a Ardeche después de su muerte. Habían sido tan felices en esta casa que se quiso quedar –explicó.
Paula se mordió el labio.
–Es una pena que no lo haya sabido antes. Yo vivía en Londres. Podría haber llevado unas flores a su tumba.
Hortensia se encogió de hombros.
–Arnaldo tenía un acuerdo con una florista que llevaba flores al cementerio. Supongo que habrá que cancelarlo…
Paula sacudió la cabeza.
–¿Cancelarlo? En modo alguno. Yo correré con los gastos de la floristería –declaró.
Hortensia la miró con aprobación.
–Eres muy amable.
–¿Cómo se llamaba su esposa?
Hortensia carraspeó.
–Igual que tú, ma chere.
–Oh, Dios mío… –dijo, sorprendida–. No me digas que me pusieron Paula en su honor…
–Eso se lo tendrás que preguntar a tus padres.
Paula pensó que decirlo era más fácil que hacerlo. Por lo que sabía, Carlos y Emma Chaves estaban de algún lugar de Rusia y, además, los conocía lo suficiente como para saber que no contestaban el teléfono ni respondían el correo cuando estaban trabajando.
–¿Paula?
–¿Sí?
–No pienses mucho en ello. Nadie puede cambiar el pasado –dijo Hortense.
Paula suspiró.
–No, claro que no. Pero me habría gustado saberlo.
Después de comer, Paula se sintió más sola que nunca.
¿Cómo era posible que sus padres no le hubieran hablado de la esposa de Arnaldo? ¿Y cómo era posible que el propio Arnaldo lo hubiera guardado en secreto?
De repente, sintió la necesidad de hablar con alguien de su confianza, con alguien que no la juzgara, con alguien que se limitara a escuchar y a prestarle su apoyo. Pero la única persona que encajaba en esa descripción era Agustina, y sabía lo que le diría si la llamaba por teléfono: que se subiera a un avión y volviera a Londres.
Como no sabía qué hacer, decidió salir a dar un paseo. Y casi inconscientemente, se sorprendió avanzando hacia la laguna que estaba entre la propiedad de Paula y la suya.
Siempre había sido su rincón favorito; el lugar donde había hecho el amor con Paula por primera vez; el lugar donde habían descubierto que estaban enamorados.
Se sentó en la orilla y se dedicó a admirar las libélulas que sobrevolaban la superficie de la laguna. Le parecieron tan bonitas que se sintió mejor al instante.
Entonces, oyó un ruido y se dio la vuelta.
Era Pedro.
–¿Qué haces aquí? ¿Mirar las libélulas? –preguntó con humor.
Ella asintió en silencio.
–¿Estás bien, Pau?
–Sí, sí.
–¿Seguro?
Ella suspiró.
–No.
Pedro se sentó a su lado.
–¿Qué ocurre?
–Esta mañana he estado mirando las cosas de Arnaldo. Encontré fotografías de su boda… Hortensia me ha dicho que su esposa se llamaba como yo.
Paula la miró con sorpresa.
–¿Es que no lo sabías?
–No, no sabía nada. Pobre Arnaldo… Debía de sentirse tan solo… Si me hubiera dicho algo, si yo lo hubiera sabido…
–¿Habría sido diferente?
–Por supuesto que sí. Si lo hubiera sabido, yo habría vuelto antes –dijo con firmeza–. Ahora entiendo que le gustara que pasara las vacaciones con él. Supongo que yo era como la hija que no tuvo, como la hija que perdió en el parto… Me parece increíble que mi padre no lo mencionara nunca. ¿Cómo se puede ser tan insensible? Él tenía que saber que había perdido a su esposa y a su hija al mismo tiempo…
–No estoy tan seguro de eso. Piénsalo un momento. Arnaldo debía de tener veinticuatro o veinticinco años cuando murieron, y es posible que tu padre ni siquiera hubiera nacido…
Paula lo pensó.
–Es cierto. O no había nacido o era un bebé… Pero, de todas formas, estoy segura de que sus padres se lo dirían. ¿Por qué no me lo contó? –preguntó, mirándolo a los ojos–. ¿Y cómo lo sabías tú?
Pedro se encogió de hombros.
–Mi padre tenía quince años cuando conoció a Arnaldo. Recuerdo haberle oído decir que era el inglés con la mirada más triste que había visto en su vida… Según parece, sus padres le contaron que tu tío y su esposa pasaron la luna de miel en esta casa y que ella falleció al año siguiente en Londres. Es obvio que Arnaldo volvió a Ardeche porque había sido feliz en este lugar.
–Debió de ser muy duro para él –declaró, al borde de las lágrimas–. Quedarse viudo tan joven, perder a tu esposa y a tu hija… Y yo no sabía nada.
–Arnaldo te adoraba. Conociéndolo, es posible que lo guardara en secreto para ahorrarte un disgusto.
–Pero si yo lo hubiera sabido, las cosas habrían sido diferentes. Lo habrían sido, Pedro, en serio… Nunca habría sido tan obstinada. No me habría enfadado con él.
Pedro guardó silencio.
–Sé lo que piensan de mí en el pueblo. Creen que he vuelto por la herencia, por el dinero que me ha dejado –continuó Paula–. Pero se equivocan. No necesito ni su dinero ni sus tierras. He vuelto porque…
Había vuelto porque ese era su hogar.
–Lo sé, Pau.
Pedro le pasó un brazo por encima de los hombros y ella apoyó la cabeza en su pecho. Pero esta vez no hubo nada sexual en el contacto. Fue como si la energía de Pedro la envolviera y le diera las fuerzas que necesitaba.
Paula quiso darle las gracias, pero no pudo hablar. Tenía la garganta tan seca como si hubiera estado comiendo tierra.
Respiró hondo y contuvo las lágrimas.
No quería perder los estribos delante de él. No quería que Pedro se diera cuenta de lo sola y débil que se sentía.
Por la expresión de Paula, Pedro supo que se sentía culpable de lo que había pasado y que estaba enfadada con ella misma por no haber ayudado más a Arnaldo.
–No fue culpa tuya –dijo con suavidad–. Tu familia es tan… Tan disfuncional como la mía.
Ella lo miró con sorna.
–¿Como la tuya? Oh, vamos… Tus padres siempre estuvieron a tu lado cuando eras un niño y, además, Gabriel te adora. ¿Qué tiene eso de disfuncional?
–Laisse tomber –dijo él–. Olvídalo.
Pedro pensó que Paula no necesitaba saber nada del desastroso matrimonio de sus padres, de las mentiras, de los engaños. Pero no se apartó de ella. La siguió abrazando porque sabía que necesitaba estar con alguien y que, en ese momento, él era el único que la podía consolar. Arnaldo había muerto, sus padres estaban lejos, y todos sus amigos se encontraban al otro lado del Canal de la Mancha, en Inglaterra.
Giró la cabeza y la miró. No era la primera vez que se la veía al borde de las lágrimas. Se acordó de un lejano mes de junio, cuando ella se sentó en ese mismo lugar y se dedicó a mirar el lago con los ojos enrojecidos. Acababa de terminar los exámenes y tenía miedo de no conseguir nota suficiente para ir a la universidad. Al verla tan alterada, él la abrazó. Y al sentir su contacto, se dio cuenta de que Paula ya no era una niña, sino una mujer.
Una mujer a la que besó segundos más tarde.
–Ya habíamos estado aquí –dijo él con suavidad.
–Lo sé. Estuve contigo –replicó–. Y deseaba ese beso tanto como tú.
–Fue tu primera vez, ¿verdad?
Ella asintió.
–Una primera vez maravillosa.
Pedro le dedicó una sonrisa.
–No es necesario que me halagues…
–No pretendía halagarte –comentó con humor–. Supongo que estarías harto de mí cuando yo era una niña… una mocosa insoportable que te seguía a todos lados y que estropeaba la imagen de chico maduro que querías dar a tus novias.
–Pero aquella noche no me pareciste una mocosa. Te descubrí como mujer… Aún tienes los mismos ojos. Profundos y oscuros como la laguna de Issarles.
–Tus ojos tampoco están mal. Cuando pensaba en ti, te imaginaba como una especie de rey pirata –le confesó–. Y aún me lo pareces. Sobre todo, con el pelo tan largo…
Paula alzó una mano y le acarició la mejilla.
–Ten cuidado, Pau–le advirtió.
Ella no apartó la mano, de modo que él se la tomó y la besó.
Al notar el pulso en su muñeca, un pulso que se había acelerado, se dio cuenta de que estaba a punto de hacer algo de lo que se arrepentiría más tarde. Pero no se pudo contener. En ese momento no había nada más lógico y natural que inclinarse sobre ella, tumbarla suavemente sobre la hierba y arrancarle un beso. Los dos lo estaban deseando.
Lo veía en sus ojos, que eran toda una invitación.
La tumbó en la hierba y se puso encima con delicadeza, para no aplastarla con su peso. Aún no había perdido el control. Pero, un segundo después, ella le metió las manos por debajo de la camisa y Pedro se supo perdido.
La besó y su boca le supo cálida y dulce como el verano. Se preguntó cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había deseado tanto a una mujer. Ni lo recordaba ni le importó. Solo podía pensar en Paula y en el hecho de que lo estuviera besando con tanto desenfreno como él.
Rompió el contacto y le acarició la mandíbula con los labios.
Ella echó la cabeza hacia atrás, ofreciéndole la garganta, y él le pasó la lengua y la mordió con ternura.
Paula soltó un grito ahogado; un gemido de placer y de necesidad.
–Oh, Pau…
Pedro se estremeció. No podía ser; no debía ser. Si seguía adelante, terminaría por hacerle el amor.
Frustrado, se sentó y dijo:
–Lo siento. No sé qué me ha pasado. Es que…
Ella no dijo nada.
–Se supone que habíamos declarado una tregua… –continuó.
–Sí.
–Una tregua que no incluía besos –dijo Pedro, sin atreverse a mirarla–. Pero tú y yo… Todo es tan complicado.
–Porque tenemos asuntos pendientes. Tenemos que hablar. Hablar en serio.
Él asintió.
–Sí, pero no esta noche. Tú estás demasiado alterada y yo, demasiado cansado. Si queremos que esto salga bien, si verdaderamente queremos trabajar juntos y establecer una relación profesional, tendremos que aprender a refrenarnos.
Paula suspiró.
–Tienes razón. Aunque lamento que las cosas no sean más sencillas.
Pedro pensó que, en cierto sentido, lo eran. Él la deseaba y ella a él también. Pero el deseo se mezclaba con el resentimiento. Era tan abrumador que no sabía qué hacer.
–Vamos. Te acompañaré a tu casa.
–No es necesario. Puedo ir sola.
Él sonrió.
–No te hagas de rogar…
Paula se levantó sin esperar a que le ofreciera una mano.
Por el camino, él mantuvo las distancias porque sabía que si la llegaba a rozar, si volvía a sentir el contacto de su piel, perdería el control y volverían a las andadas.
Cuando llegaron a la casa, ella lo miró.
–Si te apetece un café…
–No, creo que esta noche solo serviría para complicar más las cosas –replicó Pedro–. Ya hablaremos el lunes.
–El lunes –repitió ella en un susurro.
Pedro dio media vuelta y se fue deprisa, para no caer en la tentación de besarla hasta borrar toda la tristeza que había en sus ojos.
SOCIOS: CAPITULO 7
El viernes por la mañana, Paula se acercó al pueblo en bicicleta y compró pan y queso. Después, volvió a la bodega a toda prisa, encantada ante la perspectiva de volver a ver a Pedro. ¿Qué pasaría cuando se encontraran? Habían declarado una tregua, pero no se podía negar que se sentían atraídos el uno por el otro.
Tenían que encontrar la forma de refrenarse, pero no iba a ser fácil.
Cuando llegó al despacho y descubrió que la puerta estaba cerrada, no supo si sentirse aliviada o decepcionada. Pedro la confundía siempre. Lo deseaba y, al mismo tiempo, deseaba estar a mil kilómetros de él.
Era una locura.
Abrió la puerta y se sentó a la mesa.
Era la primera vez que estaba en el despacho sin él y, en consecuencia, también fue la primera vez que pudo prestar verdadera atención al lugar. Obviamente, Pedro prefería los sitios despejados; su despacho no se parecía nada al de Arnaldo, que estaba atestado de cosas. Y no había ningún detalle personal. Podría haber pertenecido a cualquiera.
Paula pensó que debía afrontar la situación con la sobriedad impersonal de aquel despacho. Actuar desde la lógica; mantener las emociones controladas y tratar a Pedro
como si fuera un cliente. Fingir que no sentía nada por él.
Respiró hondo y se dijo que, con un poco de suerte, el truco podía funcionar. Luego, encendió el ordenador y se puso manos a la obra.
*****
Allí no hacía tanto calor como en la costa, pero el clima de Ardeche era bastante más cálido que el de Londres y Paula no estaba acostumbrada. De hecho, Pedro se acordó de que, en las vacaciones de verano, pasaba muchas horas en la piscina.
Al recordar las vacaciones, se acordó de una imagen inquietante. Paula desnuda como una sirena, nadando.
Paula con su largo cabello rubio flotando en el agua.
Sacudió la cabeza e intentó tranquilizarse, aunque ardía en deseos de tocarla. Pero el deseo era tan intenso que consideró la posibilidad de salir aquella noche y acostarse con alguien que necesitara lo mismo que él, una relación sexual sin ataduras, unos momentos de placer sin frustraciones.
Pero, ¿a quién intentaba engañar? Paula era la única mujer que le interesaba. Pensaba en ella todo el tiempo. No se podía acostar con otra.
Cuando entró en el despacho y vio que estaba trabajando con el ceño fruncido, le pareció más encantadora y bella que nunca. Era una pena que no la pudiera sentar en su regazo, abrazarla con fuerza y asaltar su boca.
–Bonjour, Paula.
Paula alzó la cabeza, sorprendida.
–Ah, lo siento, no te había visto. Me cambiaré de sitio –dijo–. ¿Siempre descansas a estas horas?
–En esta época del año, sí. Hace demasiado calor para trabajar fuera al mediodía.
Ella asintió.
–Gracias por corregirme el texto.
–De nada.
–Precisamente estaba con el blog… He subido el texto en inglés y francés y he puesto enlaces a la página web de los viñedos –le explicó–. Ah, eché un vistazo a las direcciones de Internet que me enviaste. He encargado unos cuantos libros.
–¿Ah, sí? ¿Qué libros?
Ella se lo dijo y él asintió.
–Has elegido bien. Son una buena forma de empezar.
–Quería hacer unas cuantas fotografías de los viñedos. ¿Tienes tiempo para enseñarme la zona? –le preguntó.
Pedro se estremeció para sus adentros. Estar más tiempo con ella era lo último que necesitaba. Pero no se podía negar.
–Dame unos minutos para que coma algo y estaré contigo.
–No te preocupes. No es tan urgente.
Paula se levantó, se dirigió a la cocina.
–Voy a preparar café. ¿Te sirvo una taza?
–Sí, gracias.
–He comprado pan y queso. ¿Te apetece un poco?
Pedro se dio cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo por suavizar las cosas y, tras asentir, dijo:
–Hay ensalada en el frigorífico. Si quieres, la podemos compartir.
Pedro pensó en todas las comidas que habían compartido y en lo mucho que le gustaban a Paula los melocotones, sobre todo cuando se los cortaba y le llevaba pedacitos a la boca.
Pero no quería pensar en eso, así que se acercó al ordenador portátil y echó un vistazo al trabajo de su socia.
–El blog está muy bien.
Ella se ruborizó.
–Merci…
Pedro la miró de arriba a abajo.
–No vas mal vestida para dar un paseo por los viñedos, pero necesitarías un sombrero o una pamela.
Ella alcanzó el bolso y sacó una gorra de béisbol.
–¿Esto vale?
Él sonrió.
–Por supuesto, aunque no es lo que esperaba.
Ella frunció el ceño.
–¿Y qué esperabas?
–No sé… Algo más elegante.
Paula se encogió de hombros y le dio su taza de café.
–Puede que una gorra no sea elegante, pero es práctica.
Pedro probó el café y replicó:
–Eso es cierto.
Durante los minutos siguientes, Pedro se las arregló para comer con ella sin arrancarle la ropa ni hacerle el amor. Y cuando la llevó al coche para dar una vuelta por los viñedos, se alegro de tener que conducir. De ese modo, tendría las manos ocupadas en el volante y la vista, ocupada en la carretera.
En cuanto se detuvieron, ella preguntó:
–¿Te importa que haga fotos?
–¿Son para el blog?
–Sí… y para mí.
–¿Para ti?
–Sí, es que soy de las que aprenden mejor con las imágenes.
Pedro respiró hondo. No sabía en qué tipo de imágenes estaba pensando ella, pero sabía en qué tipo de imágenes pensaba él. Y Paula aparecía desnuda en todas.
Desesperado, le empezó a hablar de las viñas y de los tipos de uva. Pedro intentaba concentrarse en las explicaciones, pero no le podía quitar la vista de encima. Cada vez que se inclinaba a tocar una hoja u observar un racimo, él admiraba su cuerpo y se alegraba de haberse dejado la camisa por fuera de los pantalones. Al menos, Paula no se daría cuenta de que tenía una erección.
*****
Mientras paseaban, Paula imaginó a Pedro con una azada en la mano, arrancando las malas hierbas. Seguramente se quitaba la camisa para estar más cómodo, y que el sol le daría un destello dorado a su piel. La imagen le resultó tan perturbadora que sacudió la cabeza en un intento por borrarla de su mente. Sería el calor, que le había empezado a afectar. Si echaba un trago de agua, se sentiría mejor.
Pero, al pensar en el agua, se acordó de Pedro en los viejos tiempos, cuando en mitad de una tórrida tarde de verano alcanzaba una botella, se la llevaba a los labios y echaba un trago largo, dejando que algunas gotas le cayeran en el pecho.
–Cuando llegue agosto, se producirá la veraison… –dijo Pedro, devolviéndola a la realidad.Pero, al pensar en el agua, se acordó de Pedro en los viejos tiempos, cuando en mitad de una tórrida tarde de verano alcanzaba una botella, se la llevaba a los labios y echaba un trago largo, dejando que algunas gotas le cayeran en el pecho.
–¿Eso es cuando las uvas cambian de color?
–Exactamente. Pero ya que te has informado tan bien, ¿me puedes decir cómo pruebo las uvas? –dijo.
–Por supuesto –dijo él–. Agosto es un mes de espera, que aprovechamos para hacer ese tipo de cosas. Un mes de descanso antes de la locura de septiembre.
–Pero tú estas en los campos todos los días, ¿no?
–Sí, siempre que puedo. Y no, no espero que tú hagas lo mismo –declaró él–. Estas son mis tierras. Forman parte de mí.
Pedro guardó silencio durante unos segundos y, a continuación, siguió hablando.
–Pero, ya que te vas a quedar un par de meses, podrías echar una mano con la vendimia. Recogemos las uvas a mano porque así podemos elegir los mejores racimos y limitar los daños a las viñas. Hasta el propio Gabriel nos ayuda… Aunque es un trabajo muy duro. Trabajamos desde el alba hasta el anochecer.
–Estaré encantada –dijo ella, sonriendo–. Será mi primera vendimia… Mis vacaciones siempre terminaban antes de que empezarais a recoger la uva.
Paula sacó la cámara y empezó a hacer fotografías. La mayoría, de los viñedos; pero no se pudo resistir a la tentación de inmortalizar a Pedro.
–¿Tu cámara tiene un buen zoom?
–Sí, ¿por qué?
–Gírate muy despacio y mira a tu izquierda.
Paula obedeció y vio una mariposa verdaderamente bonita en una de las viñas.
–Es preciosa…
–Es una papillon petit nacré.
–¿Cómo se llama en mi idioma?
Él se encogió de hombros.
–No tengo ni idea. Tendrás que mirarlo en un diccionario. Pero, si te gustan las mariposas, echa un vistazo a las matas de espliego.
–Quedarán muy bien en el blog. Gracias.
Tras unos minutos más de paseo, Pedro la llevó a la planta y le explicó el proceso de producción, desde que llegaban las uvas hasta que se embotellaba el vino. Paula tomó más fotografías y muchas más notas.
–Bueno, creo que ya basta por hoy –dijo él.
–Sí, ya es suficiente.
–¿Alguna pregunta antes de que nos marchemos?
Ella asintió.
–No tiene mucho que ver con los viñedos, pero ¿recuerdas que el otro día te ofreciste a prestarme un coche?
–Claro. ¿Es que has cambiado de opinión?
–Sí.
–¿Por qué?, si se puede saber
Paula respiró hondo.
–Porque quiero ir al refugio de animales. Hay un perro que…
Pedro frunció el ceño.
–¿Un perro?
–Arnaldo siempre tuvo un perro, y yo…
–¿Quieres adoptar uno?
Ella volvió a asentir.
–Paula, los del refugio no te darán un perro si no están seguros de que estará bien cuidado. Un perro no es un juguete –le advirtió–. Tienes que estar con él, prestarle atención. No lo puedes dejar solo todo el día.
–Bueno, eso no es un problema. He pensado que me lo podría llevar conmigo, al despacho –declaró–. Pero esperaba que hablaras en mi favor, por si necesitan referencias.
Pedro suspiró.
–No sé qué decir, Pau… Falta poco para la vendimia, la época más complicada del año. Habrá mucha gente, mucho ruido, muchas máquinas por todas partes. Y todo el mundo va a estar tan ocupado que no le podrá prestar demasiada atención… Además, ¿qué pasará si decides volver a Londres? ¿Lo vas a devolver al refugio? Porque llevarlo a Inglaterra sería un problema; sus leyes son tan restrictivas que tendría que pasar por una cuarentena de varios meses.
–Eso no es un problema. Me voy a quedar.
Él sacudió la cabeza.
–Aún no has tenido tiempo de pensarlo. Espera a que termine la vendimia. Si entonces decides quedarte, te ayudaré con el perro. Te llevaré al refugio y hablaré en tu favor.
Paula pensó que tenía razón. No podía adoptar un perro sin estar totalmente segura de que se iba a quedar en Ardeche.
–Gracias… En fin, nos veremos mañana.
–Es sábado. No esperaba verte hasta el lunes. Limítate a tomar más notas y a seguir con las catas. Si no recuerdo mal, Arnaldo tenía una buena bodega… Disfruta de ella e intenta distinguir las diferencias entre las distintas cosechas –le recomendó.
–En ese caso, que tengas un buen fin de semana.
Algo deprimida, Paula metió sus cosas en la bolsa del ordenador portátil, se subió a la bicicleta y volvió a casa.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)