jueves, 12 de marzo de 2015

SOCIOS: CAPITULO 5




A la mañana siguiente, Paula se montó en la bicicleta para ir al pueblo y comprar una barra de pan antes de ir al despacho.


¿Creía Pedro que se contentaría con empezar su jornada laboral a última hora de la mañana? De ninguna manera. 


Ahora eran socios, y Paula estaba decidida a trabajar tanto como él. Le había dicho que no era una vaga, y se lo iba a demostrar. Pero, cuando llegó a la bodega, descubrió que la puerta estaba cerrada.


No había nadie.


Paula pensó que tenía tres opciones. La primera, ir a ver a Gabriel y preguntarle si tenía una llave del despacho; pero era improbable porque, como le había dicho el día anterior, los viñedos eran asunto de Pedro. La segunda, llamar a Pedro por teléfono; pero si estaba haciendo algo importante, le molestaría. Y la tercera, alcanzar el portátil que llevaba en la cesta de la bici, sentarse en el jardín y trabajar un rato al sol.


Al final, optó por la tercera.


Sacó el portátil, apoyó la bicicleta en la pared y se sentó bajo un castaño, con la espalda contra el tronco. Era un lugar verdaderamente bonito. Se oía el zumbido de las abejas que buscaban polen y olía a rosas y espliego. Parecía un paraíso en comparación con su antigua oficina de Londres, donde solo podía ver los edificios del otro lado de la calle.


A las doce menos cuarto, Pedro detuvo su vehículo en el vado, cerró la portezuela y caminó hacia Paula.


–¿Qué estás haciendo?


–Trabajar.


–¿En el jardín?


Ella le dedicó la más dulce de sus sonrisas.


–Como la puerta del despacho estaba cerrada y mi socio no me ha dado una llave, no he tenido más remedio que sentarme en el jardín.


Él frunció el ceño.


–No se me había ocurrido, la verdad. Arnaldo no tenía oficina en el edificio.


–Pero yo no soy Arnaldo… Y no quiero tener que montarme en la bicicleta y venir a tu casa cada vez que necesite un simple folio.


Pedro se cruzó de brazos.


–Me temo que no hay ningún despacho libre.


–¿Ah, no? Recuerdo haber visto uno el sábado…


–Ese es el despacho de mi secretaria.


La explicación de Pedro le pareció creíble, salvo por el hecho de que tenía un defecto que saltaba a la vista.


–¿Y cómo es posible que no esté?


–Se ha tomado una semana libre. Su hija acaba de dar a luz y quería estar con ella –contestó Pedro.


A Paula le agradó que Pedro fuera un jefe tan comprensivo como para ofrecer una semana libre a su secretaria por un asunto como ese, pero aún había una pregunta en espera de una respuesta.


–¿Por qué no has buscado una secretaria temporal para que la sustituya?


–Porque a Teresa no le gusta que otras personas toquen sus cosas –dijo–. Si tenías intención de pedirme que te dejara usar su despacho, olvídalo.


Paula soltó una carcajada. Le parecía increíble que un hombre tan poderoso como Pedro Alfonso permitiera que su secretaria le diera órdenes.


–¿De qué te ríes?


–De la idea de que tu secretaria te imponga condiciones a ti. Debe de ser una mujer verdaderamente imponente.


Pedro la miró con exasperación.


–Teresa no me impone nada. Pero es una gran organizadora y la respeto.


–Si tú lo dices… –declaró con una sonrisa–. Supongo que vienes de los viñedos y que vas a volver esta tarde,¿verdad?


–Sí.


–Entonces, tu despacho estará libre la mayor parte del día…


–Paula…


–Excelente. Trabajaré en él mientras tú estás fuera –lo interrumpió–. Salvo que prefieras que te acompañe a los campos; en cuyo caso, estaría bien que me hicieras un sitio en tu despacho al mediodía, cuando el sol calienta demasiado para trabajar en el exterior. Las tareas administrativas no llevan mucho tiempo. Me llevaré mi ordenador portátil y, si es necesario, lo conectaré a tu red.


Él la miro con una mezcla de irritación y admiración.


–Lo tienes bien pensado…


–Sí.


–Eres un verdadero incordio.


Ella volvió a reír.


–Desde luego.


–La pelle se moque du fourgon –dijo él.


–¿Cómo?


–La pala se mofa del atizador –tradujo Pedro–. Es un dicho francés.


Paula suspiró.


–Siempre tienes que tener la última palabra…


Él le ofreció una de esas sonrisas que habían permanecido en la memoria de Paula durante años. Una sonrisa burlona, irónica y totalmente irresistible.


–Sí, así es. ¿Has traído la barra que te pedí?


–Voilà –Paula señaló la cesta de la bicicleta–. Doy por sentado que será mi contribución a la comida…


–No –dijo él–. Pero entremos en mi despacho.


Pedro la llevó al despacho, abrió la puerta y dijo, antes de dirigirse a la pila de la cocina americana:
–Discúlpame un momento. Tenía intención de lavarme antes de que aparecieras, pero te has adelantado –Abrió el grifo de la pila y se lavó las manos–. Hoy tenemos carne fría y ensalada para comer.


–No espero que prepares la comida todos los días, Pedro –dijo ella–. Me puedo traer un sándwich o un bocadillo.


Pedro se secó las manos.


–Como quieras. Pero hoy vamos a tener una comida de trabajo, así que la puedo compartir contigo. Ya he visto que has venido en bicicleta.


Ella asintió.


–Tenías razón con el coche de Arnaldo; no lo pude ni arrancar. Hortensia me ha dicho que hablará con el dueño del taller mecánico para ver si puedo hacer algo al respecto.


–Yo te puedo prestar un coche.


Paula sacudió la cabeza. No quería que le hiciera favores. 


Le iba a demostrar que era capaz de salir adelante sin ayuda de nadie.


–No es necesario. Me las arreglaré con la bici.


Él arqueó una ceja.


–¿Y qué vas a hacer cuando llueva?


–Meteré el ordenador portátil en una bolsa de plástico, para que no se moje. O usaré tu ordenador mientras tú estés fuera y me enviaré las cosas que necesite por correo electrónico –contestó.


–Eres de lo más obstinada.


–La pelle se moque du fourgon.


Pedro rio.


–Vaya, me alegra saber que también tienes sentido del humor. No lo pierdas nunca.


–No lo perderé, descuida. Pero, ahora que lo pienso, ¿cual es el código de la alarma del despacho?


–La fecha del cumpleaños de Arnaldo.


Paula se preguntó si la estaba probando. Quizás pensaba que había olvidado la fecha del cumpleaños de su difunto tío abuelo; pero, en ese caso, estaba equivocado.


–Lo recordaré.


Pedro le dio dos platos.


–Toma, déjalos en la mesa. Yo me encargo de lo demás.


Paula se sentó y esperó a Pedro, que llevó los cubiertos, la comida y dos vasos de agua helada, además de una barra que no era la que ella había comprado, sino un pan de aceitunas, el preferido del difunto Arnaldo.


–¿Siempre comes en tu despacho?


–Es lo más conveniente. Supongo que tú hacías lo mismo en Londres.


–Supones bien.


–Pero no me esperes. Sírvete…


–Gracias.


Ya habían empezado a comer cuando ella dijo:
–¿Has recibido mis recomendaciones sobre la página web?


–Sí.


Pedro no dijo nada más.


–¿Y qué te parecen?


–Bueno… No estoy seguro de que me guste que se mencione la historia de mi familia –respondió.


Ella frunció el ceño.


–¿Por qué no? Es una parte importante de los viñedos, algo que podemos aprovechar en nuestro beneficio. Tu familia lleva muchos años en estas tierras. Si me dices cuándo llegaron, celebraremos el próximo aniversario y…


–Deja en paz el pasado, Paula.


–¿Por qué?


–Porque no fue siempre tan bonito como ahora –dijo–. No quiero que la gente lo conozca. La menor sospecha de un fracaso, aunque sea un fracaso antiguo, podría asustar a nuestros clientes.


–¿Qué fracaso?


–Olvídalo.


Paula no lo quería olvidar, pero era evidente que Pedro no estaba dispuesto a dar explicaciones, de modo que guardó silencio.


–Creo que nos deberíamos concentrar en lo que somos ahora, en lo que hacemos bien –continuó él–. Aunque, sinceramente, no me parece que necesitemos más campañas de publicidad. A los clientes les gustan nuestros productos y, por otra parte, no tengo intención de comprar más tierras ni de aumentar la producción actual.


–¿Quieres que los viñedos sean un éxito? ¿O no?


Pedro la miró con escepticismo.


–No hagas preguntas ridículas.


–Entonces, tenemos que hablar de lo que somos. Tenemos que decirle a la gente que somos mejores que la competencia.


Él arqueó las cejas.


–¿Tenemos?


Ella se ruborizó.


–Bueno, ya sé que yo no he participado en la cosecha vinícola de este año, pero estoy aprendiendo. Y estoy decidida a ponerlo todo de mi parte.


Pedro se limitó a cortar un trozo de pan.


–¿Quién diseñó la página web? –preguntó Paula.


–Un conocido de Gabriel.


Paula sintió curiosidad por el hermano de Pedro. Era evidente que trabajaba en la casa, pero no sabía en qué.


–¿A qué se dedica Gabriel?


–A oler.


Ella lo miró con desconcierto.


–¿A oler?


–Sí. Trabaja con perfumes. Y tiene mucho talento.


–Ah…


–Gabriel estudió química en la universidad –explicó Pedro–. Es socio de una empresa de perfumes de Grasse y dirige el Departamento de Investigación. La mitad del tiempo vive en la bodega y la otra mitad, en su laboratorio… Se queda aquí todos los fines de semana y se acerca cuando necesita un poco de paz. Y cuando llega la época de la vendimia, se sube a un tractor y lo conduce.


Paula asintió.


–Tu madre estará encantada con su trabajo…


–Chantal ni siquiera vive aquí –replicó Pedro con brusquedad.


Paula se acordaba bien de Chantal Alfonso. Era la quintaesencia de la elegancia, siempre perfectamente vestida, perfectamente peinada y maquillada lo justo, sin excesos. Pero, ¿por qué no vivía en la bodega, con sus hijos? ¿Es que no soportaba la idea de vivir en ese lugar sin Juan Pablo?


Además, Pedro se había referido a ella por su nombre de pila, como si no fuera su madre. A Paula le había extrañado un poco, a pesar de saber que Chantal nunca había sido una mujer precisamente afectuosa. Pero no estaba en posición de juzgar las relaciones familiares de los Alfonso, de modo que cambió de conversación.


–Ayer dijiste que tus vinos tienen el certificado del producto ecológico, aunque en la página web no se menciona. ¿Desde cuándo lo tienes?


–Desde hace tres años. Si quieres ver los documentos, te los enseñaré… Pero te advierto que están en francés.


–Bueno, es obvio que mi francés no es tan bueno como antes, pero sería una ocasión tan buena como otra cualquiera para practicar –Paula lo miró a los ojos–. Además, he pensado que podríamos abrir un blog en inglés y francés sobre lo que significa dedicarse a la vinicultura… ¿Me podrías echar una mano con las traducciones?


Él suspiró.


–Paula, solo vas a estar aquí dos meses.


–Dos meses que tengo la intención de aprovechar a fondo.


–Ya veremos… –dijo, dubitativo.


Pedro, tengo que empezar por alguna parte.


–En ese caso, te recomiendo que empieces por los productos. Por eso te pedí que compraras una barra de pan.


–No te entiendo…


–No me digas que ya no te acuerdas –declaró Pedro–. Es para limpiarnos el paladar después de cada cata.


–¿Vamos a catar vinos?


–Tú vas a catar vinos –puntualizó.


–Ah.


–¿Qué tipo de vinos sueles beber en Londres?


–Esto no te va a gustar… Suelo beber vinos americanos y neozelandeses.


Pedro se encogió de hombros, como si no le importara en absoluto.


–¿Y cuál es tu preferido?


–Un sauvignon blanc de Nueva Zelanda.


Él asintió.


–La sauvignon blanc es una buena uva. ¿Por qué te gusta?


–Por el sabor.


–¿Por qué más?


–Porque es afrutado.


–¿En qué sentido?


–Lo siento… No lo sé.


Pedro suspiró.


–Cuando dices que es afrutado, ¿a qué te refieres? ¿Tiene fondo a limón, grosella, fresa, melón, arándanos…?


–Mnm… Creo que grosella. ¿Eso está bien?


–No está ni bien ni mal; depende del resultado –le explicó–. Pero, de un buen sauvignon blanc de Nueva Zelanda, espero que tenga un fondo a grosellas y, quizás, a limón. Algunos son más interesantes y otros, menos. Tu primera lección de hoy consiste en saber que el sabor de un vino tiene mucho que ver con el vinicultor, pero también con el terroir.


–¿El terroir?


–Sí. La tierra de la que procede –contestó, frunciendo ligeramente el ceño–. ¿Arnaldo no te enseñó nada de vinos?


–Me enseñó un poco, pero no le presté tanta atención como debía –confesó ella–. Además, me echaba agua en el vino cuando era niña…


Pedro sonrió.


–Eso es lógico. Se hace para que los niños se acostumbren al sabor y, entre otras cosas, sirve para que luego, cuando llegan a la adolescencia, hayan aprendido a beber y no se excedan.


–Vaya, no se me había ocurrido.


–Aquí, en el sur de Francia, producimos vinos parecidos a los que ahora se producen en Australia y Nueva Zelanda.


–Fundamentalmente, blancos y rosados… ¿Verdad?


–En efecto. El rosa es el vino del país, que está por encima del vino de mesa. Los mejores, llevan denominación de origen.


–¿Denominación de origen?


–Claro. Supongo que ya sabes que los vinos españoles y franceses se etiquetan por la zona de la que proceden, no por el tipo de uva.


–Sí, ya lo sé, pero no estoy segura de que eso ayude mucho a los consumidores…


–¿Qué quieres decir?


–Si alguien quiere un vino de uva garnacha, por ejemplo, ¿no sería mejor que la garnacha se mencione en la etiqueta, en lugar de mencionar la zona? Si el consumidor no está versado en esas cosas, no lo distinguirá.


–El tipo de uva también aparece en la etiqueta, Paula –le explicó–. Y, ya que lo mencionas, casi todos nuestros rosados son de uva garnacha… muy fáciles de beber. Perfectos para tardes de verano.


Pedro se detuvo un momento y añadió:
–Podría estar hablando todo el día, pero solo aprenderás si lo experimentas. Eso es lo que vamos a hacer cuando terminemos de comer.


–¿Por qué me siento como si estuviera a punto de hacer un examen?


Él se encogió de hombros.


–No es para tanto, Pau. Solo es un principio. Si quieres que te enseñe, tengo que saber lo que sabes para no repetir cosas innecesarias.


Paula se estremeció. La había llamado Pau, como en los viejos tiempos.


Sacudió la cabeza y se dijo que aquellos veranos habían desaparecido para siempre, que no se iban a repetir. Estaba allí para aprender el negocio. Nada más.


–Te lo agradezco mucho, Pedro.


Cuando terminaron de comer, le ayudó a limpiar la mesa. 


Luego, él abrió un cajón, sacó un mantel blanco y lo extendió.


–¿Para qué es el mantel?


–Para que distingas bien el color de los vinos. ¿Nunca has asistido a una cata?


–No, nunca… Pero, ahora que lo pienso, no debería beber. Luego tengo que volver a mi casa en la bicicleta.


Él sonrió.


–En las catas no se bebe vino. Se prueba, se escupe, tomas las notas que consideres oportunas y, a continuación, te limpias el paladar con un poco de agua y un trozo de pan blanco para pasar a la cata siguiente.


–Ah…


Pedro alcanzó una botella y la abrió.


–¿Pones tapones de plástico en las botellas de vino? –preguntó ella, sorprendida.


–Solo en los vinos de mesa. Para los vinos con denominación de origen, uso tapones de corcho. 
Contribuyen a que el vino envejezca mejor y, además, son biodegradables –dijo–. En fin, iba a permitir que leyeras la etiqueta, pero he cambiado de opinión. Prefiero que lo pruebes sin saber qué es.


Pedro sirvió un poco en una copa.


–Adelante. Pero antes de probarlo, observa el color y disfruta un momento de su aroma.


Paula alcanzó la copa.


–No es tan oscuro como esperaba… Pensaba que los rosados tenían un color más rojizo –observó ella.


–Eso depende de la uva que se use, de la producción, de la mezcla y de otros factores. ¿Y bien? ¿A qué te parece que huele?


Paula se acercó la copa a la nariz.


–Huele afrutado.


–¿No puedes ser más específica?


Ella sonrió.


–Ya lo tengo…


–Veamos si es verdad.


–Huele a arándanos.


–Ahora, pruébalo. Pero pásatelo por toda la boca, porque cada zona detecta un tipo diferente de sabor. El fondo de la lengua, los sabores amargos; los laterales, los sabores ácidos; el centro, la sal… y la parte delantera, el sabor dulce. Además, las encías reaccionan a los taninos del vino y hacen que parezca seco.


La voz de Pedro le pareció tan profunda y tan sexy que Paula clavó la vista en sus labios y se acordó de sus besos.


–Pruébalo bien –continuó él–. Sopesa su cuerpo y dime qué te parece.


Paula se estremeció una vez más. Sabía que Pedro se refería al vino, pero la mención del cuerpo hizo que pensara en algo muy diferente.


Sin embargo, se llevó la copa a los labios y lo probó mientras pensaba que estaba reaccionando como una adolescente. 


Estaban allí para catar vinos, no para disfrutar de una tarde de amor. Pero, ¿cómo podía catar algo si no se podía quitar a Pedro de la cabeza?


–Sabe un poco a frambuesa y a melocotón, aunque no estoy muy segura del melocotón; puede que el color del vino me haya influido.


–¿Y qué fondo te ha dejado?


–No estoy muy segura, la verdad… –le confesó–. ¿Puedo probar otro? Te prometo que estaré más atenta.


Él la miró con aprobación.


–Por supuesto. Apunta tu valoración y probaremos otra vez con el siguiente. Luego, compararemos tus impresiones con la etiqueta de la botella.


Pedro sirvió un vino de color dorado pálido y ella admiró su color y su aroma, como le había enseñado.


–Huele a flores… concretamente, a madreselva.


–Excelente. Parece que tienes un talento natural –dijo él.


Ella se lo llevó a la boca y lo probó.


–Tiene un fondo a pera… No, más bien, a melón y melocotón… y me ha producido un cosquilleo en la lengua –dijo–. Además, es seco y tiene un final más largo que el del vino rosado.


Pedro la miró con satisfacción.


–Pero, ¿sabes una cosa? –continuó ella–. Si estuviera en el jardín en una tarde de verano, preferiría el rosado.


Pedro se quedó agradablemente sorprendido con Paula. O le había mentido y sabía más de vinos de lo que estaba dispuesta a admitir o, simplemente, aprendía deprisa.


Conociéndola, supuso que sería lo segundo. Pero sus dotes para la cata no le impresionaron tanto como su boca. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para refrenarse y no besarla. De hecho, estaba tan alterado que, sin darse cuenta, descorchó una botella de Clos Quatre, el mejor de sus vinos.


Como ya no tenía remedio, lo sirvió. Paula lo miró a los ojos y supo que aquel vino era especial, de modo que se concentró.


–Tiene color de rubí…


–Sí.


–También huele a arándanos… No, no, algo más intenso. ¿A moras, quizás? Y a una cosa que no puedo distinguir…


–Eso es la garriga, el olor de los matorrales en suelos calizos –explicó.


Paula asintió y lo probó bajo la atenta mirada de Pedro, que no podía apartar la vista de sus labios.


¿Sería consciente de lo sexy que era?


Pedro notó que no llevaba maquillaje. De hecho, había renunciado a sus trajes de costumbre y se había puesto unos vaqueros de color claro, una camiseta sin mangas y unas zapatillas deportivas. Parecía una vecina normal y corriente que acabara de salir a la calle. Pero era cualquier cosa menos normal y corriente.


–Moras, sí –dijo ella.


–¿Cómo? –preguntó él, despistado.


–Que sabe a moras.


Paula entreabrió la boca ligeramente y él se dio cuenta de que tenía una gota de vino en el labio inferior.


Aquello fue más de lo que podía soportar. Inclinó la cabeza, le lamió la gota y dijo:
–Sí, es cierto. Sabe a moras.


Paula lo miró como si pensara que se había vuelto loco y le puso una mano en el pecho, para apartarlo. Entonces, él le pasó un dedo por el labio inferior y ella tuvo la sensación de que las piernas se le doblaban.


Ninguno de los dos supo cómo se empezaron a besar. De repente, se estaban devorando el uno al otro, entregándose y exigiendo al mismo tiempo. Él la abrazaba con fuerza y ella a él también. Hasta que, al cabo de unos segundos, Pedro se sentó en una silla y Paula se acomodó en su regazo.


Cuando ella se frotó contra su erección, él soltó un suspiro.


La deseaba con toda su alma. La deseaba tanto que sintió pánico.


No podían seguir adelante. No debían seguir adelante.


Rompió el contacto y pronunció unas palabras débiles, en voz baja.


–Esto no es una buena idea… Esto no…


Paula se limitó a mirarlo con deseo.


–Pau… Tenemos que recuperar la cordura. ¿Cómo diablos vamos a… ?


Paula lo besó otra vez.


–Creo que es una forma magnífica de catar vinos –dijo ella–. Los pruebo en tu boca.


Pedro estuvo a punto de perder el control. Le faltó poco para arrancarle la ropa allí mismo y penetrarla.


Pero se contuvo.


–No podemos hacer esto.


–¿Ya me estás expulsando otra vez? –dijo ella con amargura.


Pedro frunció el ceño.


–¿Expulsarte? Yo no te he expulsado nunca.


–Por supuesto que sí.


Él entrecerró los ojos.


–Fuiste tú quien puso fin a nuestra relación.


–Porque dejaste bien claro que ya no te interesaba. Que yo no tenía sitio en tu nueva vida –replicó Paula.


–¿Cómo te atreves a decir eso? Yo estaba aquí, lo recuerdo perfectamente. No me puedes engañar.


–Yo también estaba aquí y también lo recuerdo. Te pregunté cuándo ibas a ir a Londres, a verme… Me dijiste que no podías porque estabas muy ocupado.


–¿Y no podías haber esperado un poco, hasta que las cosas se normalizaran? –le recriminó Pedro.


–¿Qué se tenía que normalizar, Pedro? Te habías ido a París y te habías buscado un trabajo. Admito que necesitaras un par de semanas para acostumbrarte a tu nueva situación, pero… sinceramente, tuve la impresión de que nuestra relación ya no te interesaba. Pensé que solo había sido una aventura veraniega para ti, y que me estabas dando excusas porque no te atrevías a decirme la verdad. Hasta pensé que estarías con otra mujer.


–Yo no estaba con nadie –dijo él, ofendido–. Si me lo hubieras preguntado, te lo habría dicho… ¿Cómo es posible que confiaras tan poco en mí? Y ya puestos, ¿cómo es posible que te rindieras con tanta facilidad? Como no hice exactamente lo que tú querías, lo que a ti te venía bien, me abandonaste.


–No esperaba que lo dejaras todo y te vinieras a vivir conmigo –se defendió ella–. Pero me habría gustado que me llamaras tú alguna vez, aunque solo fuera una. Siempre tenía que llamarte yo.


–Ya te dije que estaba muy ocupado…


–¿Tan ocupado como para no poder descolgar un teléfono y dedicarme un par de minutos? –quiso saber.


Pedro se pasó una mano por el pelo mientras pensaba que Paula era igual que su madre, igual que la exmujer de Gabriel.


–¿Se puede saber qué os pasa? Si no tenéis el cien por cien de la atención de un hombre, todo os parece mal.


–Yo no pedía el cien por cien de tu atención. Solo pedía un poco –declaró ella, con los brazos en jarras–. Pero tú no podías ser razonable.


–¿Razonable? ¿Y eso lo dice la mujer que me abandonó?


–No me dejaste más opción. Me cansé de perseguirte como si fuera un perrito… Sí, claro que te abandoné. ¿Qué esperabas? ¿Qué siguiera ejerciendo de mascota obediente hasta que tú me abandonaras a mí?


–No, solo esperaba que confiaras en mí. Pero no confiaste –Pedro se levantó de la silla–. Y ahora, discúlpame. Tengo cosas que hacer.


–¿Qué cosas? ¿Huir de la verdad?


Él sacudió la cabeza.


–No. Alejarme de ti un rato, para que no digamos cosas de las que más tarde nos podríamos arrepentir –contestó–. Lo que ha pasado hace un momento ha sido un error. Asumo toda la responsabilidad y, por supuesto, te aseguro que no volverá a suceder. Pero si quieres trabajar en los viñedos, será mejor que dejes de coquetear conmigo y te concentres en las catas, en tus notas y en las etiquetas de los vinos.


Ella se puso roja como un tomate.


–Yo no estaba coqueteando.


Pedro prefirió no discutir con ella.


–Me voy a trabajar. En cuanto a ti, haz lo que te parezca mejor.


Él pasó a su lado con mucho cuidado de no rozarla y salió del despacho.





SOCIOS: CAPITULO 4




Dos maletas no eran demasiado. Pedro sabía de mujeres que llevaban más equipaje para pasar un simple fin de semana, y Paula iba a estar allí dos meses. ¿Qué pensaba hacer? ¿Volver a Londres a recoger el resto de sus cosas? ¿Encargarse de que se las enviaran?


Fuera como fuera, había otro asunto que le quería preguntar.


–¿Cómo te vas a mover por Ardeche?


–Supongo que el dos caballos de Arnaldo sigue en la casa…


–Sí, pero hace años que no se utiliza. Tendrías que llevarlo a un mecánico para que lo ponga a punto, si es que se puede –declaró–. ¿Qué has hecho con tu coche? ¿Lo has dejado en Inglaterra?


–Yo no tengo coche. En Londres no lo necesito. Utilizo el transporte público.


–¿Y si tienes que salir de la ciudad?


–Entonces, voy en tren o alquilo un vehículo.


Él asintió y cambió de conversación.


–¿Por qué has dejado tu empleo? Podrías haberte tomado un año sabático.


–Dudo que ese canalla me lo hubiera concedido.


Pedro arqueó una ceja.


–¿Ese canalla? ¿Te refieres a su jefe?


–Al que ha sido mi jefe los seis últimos meses.


–Ah…


–Guillermo compró la agencia una semana después de que mi antiguo jefe se jubilara. Yo pensaba que me ascendería, pero ha contratado a otra persona para que ocupe su puesto. Es evidente que no cuento con su confianza.


–Lo siento.


Ella se encogió de hombros.


–No lo sientas. Me alegro de haberme marchado. Guillermo fue el culpable de que no pudiera asistir al entierro de Arnaldo. Cuando le comenté lo sucedido y le pedí que cambiara la fecha de la reunión, me dijo que no podía ser… que la empresa estaba por encima de cualquier otra cosa –dijo.


–Comprendo que te hayas ido –replicó Pedro–. Pero, ¿qué habrías hecho si Arnaldo no te hubiera dejado la mitad de los viñedos?


–No lo sé. Supongo que buscarme otro trabajo o establecerme por mi cuenta –contestó.


–Si me vendes tu parte de los viñedos, te daré una suma tan generosa que podrás abrir tu propia empresa. Podrías volver a Londres y hacer lo que quisieras.


Ella alzó la barbilla.


–No voy a vender, Pedro. Me voy a quedar aquí –sentenció–. Deja de presionarme como si fueras un vulgar matón.


Pedro la miró perplejo.


–¿Como un vulgar matón?


–Bueno, quizás he exagerado un poco, pero intentas intimidarme.


–Yo no intento intimidar a nadie.


–Pero intimidas de todas formas. Tienes puntos de vista tajantes y ningún miedo a expresarlos en voz alta.


–Eso no me convierte en un matón. Yo escucho a la gente. El otro día, hasta te escuché a ti sin juzgarte… O por lo menos, sin juzgarte demasiado –dijo con humor.


–¿Y qué me dices de tu seguridad? Eso también intimida.


–Oh, vamos… No me dirás que tener confianza en uno mismo es un delito –razonó él–. Además, yo soy como soy. Si te intimido, qué se le va a hacer.


–Descuida. Soy perfectamente capaz de enfrentarme a ti.


–¿Me estás desafiando, Paula?


–Por supuesto que no. ¿Por que tienes que sacar las cosas de quicio? –preguntó, cansada.


–Yo no estoy sacando las cosas de quicio. Preferiría que fueras un socio como Arnaldo, que se mantenía al margen de los viñedos, pero es evidente que eso no va a pasar… Durante los dos próximos meses, estamos condenados a trabajar juntos. Espero que lo hagas lo mejor que puedas, pero no te voy a dificultar las cosas.


–Gracias, Pedro. No te preocupes por mí; nunca he sido una vaga.


Pedro se preguntó por qué había dicho eso. ¿Es que su exjefe la había acusado de serlo? En tal caso, era un tonto además de un canalla. Con sus informes, Paula le había demostrado que sabía trabajar. Era cualquier cosa menos una vaga.



*****

Pedro detuvo el vehículo al llegar a la granja de Arnaldo.


Después, salió del coche, abrió el maletero y sacó las maletas de Paula.


–Gracias –dijo ella–. ¿Te apetece un café?


–Te lo agradezco, pero tengo trabajo que hacer.


–Sí, claro… Supongo que te estarán esperando. Espero que mi presencia en Ardeche no suponga un problema para tu esposa.


Pedro la miró con humor.


–¿Intentas saber si estoy casado? Si te interesa, ¿por qué no me lo preguntas sin más? Déjate de subterfugios, Paula. Es irritante.


Paula se ruborizó.


–Tienes razón… ¿Estás casado?


–No. Y tú, ¿ya estás contenta?


Paula se arrepintió de habérselo preguntado.


–Tu estado civil no me importa en absoluto. Simplemente, me preocupaba que tuvieras una relación con alguien y que me considere una especie de amenaza.


–Pues no, no mantengo ninguna relación con nadie –declaró–. Estoy demasiado ocupado con los viñedos. No tengo tiempo para complicaciones.


–No me digas que ahora eres célibe…


Él arqueó una ceja.


–¿Te interesa mi vida sexual,?


Ella se volvió a ruborizar.


–No, claro que no… Lo siento.


–Pero lo has dicho. Es evidente que sientes curiosidad.


–Olvídalo.


Pedro sonrió.


–No soy célibe. El sexo me gusta. Y me gusta mucho, como tal vez recuerdes. Pero, como ya he dicho, no tengo tiempo para complicaciones.


–Has cambiado mucho en estos años…


–Y tú. Por lo visto, los dos somos más viejos y más sabios.


–Sí, supongo que sí. En fin, gracias por ayudarme con las maletas.


Pedro se marchó enseguida. Paula entró en la casa y, tras saludar a Hortensia, subió las maletas. Mientras estaba guardando sus cosas, sonó el teléfono y encontró un mensaje de Pedro. Le decía que la esperaba en su despacho al día siguiente, a mediodía. Y le pedía que llevara una barra de pan.


Cuando terminó con las maletas, habló con Hortensia para que le diera las llaves del dos caballos de Arnaldo y se dirigió al granero que su difunto tío abuelo utilizaba como garaje; pero, desgraciadamente, el coche no arrancó.


Ya estaba pensando en la posibilidad de alquilar un vehículo cuando vio una bicicleta apoyada en la pared. Y entonces, tomó una decisión. Aquella bicicleta iba a ser su medio de transporte. Hasta tenía una cesta en la parte delantera, donde podía meter el bolso y el ordenador portátil.


Era perfecta. Justo lo que necesitaba para empezar una nueva vida.