jueves, 12 de marzo de 2015

SOCIOS: CAPITULO 4




Dos maletas no eran demasiado. Pedro sabía de mujeres que llevaban más equipaje para pasar un simple fin de semana, y Paula iba a estar allí dos meses. ¿Qué pensaba hacer? ¿Volver a Londres a recoger el resto de sus cosas? ¿Encargarse de que se las enviaran?


Fuera como fuera, había otro asunto que le quería preguntar.


–¿Cómo te vas a mover por Ardeche?


–Supongo que el dos caballos de Arnaldo sigue en la casa…


–Sí, pero hace años que no se utiliza. Tendrías que llevarlo a un mecánico para que lo ponga a punto, si es que se puede –declaró–. ¿Qué has hecho con tu coche? ¿Lo has dejado en Inglaterra?


–Yo no tengo coche. En Londres no lo necesito. Utilizo el transporte público.


–¿Y si tienes que salir de la ciudad?


–Entonces, voy en tren o alquilo un vehículo.


Él asintió y cambió de conversación.


–¿Por qué has dejado tu empleo? Podrías haberte tomado un año sabático.


–Dudo que ese canalla me lo hubiera concedido.


Pedro arqueó una ceja.


–¿Ese canalla? ¿Te refieres a su jefe?


–Al que ha sido mi jefe los seis últimos meses.


–Ah…


–Guillermo compró la agencia una semana después de que mi antiguo jefe se jubilara. Yo pensaba que me ascendería, pero ha contratado a otra persona para que ocupe su puesto. Es evidente que no cuento con su confianza.


–Lo siento.


Ella se encogió de hombros.


–No lo sientas. Me alegro de haberme marchado. Guillermo fue el culpable de que no pudiera asistir al entierro de Arnaldo. Cuando le comenté lo sucedido y le pedí que cambiara la fecha de la reunión, me dijo que no podía ser… que la empresa estaba por encima de cualquier otra cosa –dijo.


–Comprendo que te hayas ido –replicó Pedro–. Pero, ¿qué habrías hecho si Arnaldo no te hubiera dejado la mitad de los viñedos?


–No lo sé. Supongo que buscarme otro trabajo o establecerme por mi cuenta –contestó.


–Si me vendes tu parte de los viñedos, te daré una suma tan generosa que podrás abrir tu propia empresa. Podrías volver a Londres y hacer lo que quisieras.


Ella alzó la barbilla.


–No voy a vender, Pedro. Me voy a quedar aquí –sentenció–. Deja de presionarme como si fueras un vulgar matón.


Pedro la miró perplejo.


–¿Como un vulgar matón?


–Bueno, quizás he exagerado un poco, pero intentas intimidarme.


–Yo no intento intimidar a nadie.


–Pero intimidas de todas formas. Tienes puntos de vista tajantes y ningún miedo a expresarlos en voz alta.


–Eso no me convierte en un matón. Yo escucho a la gente. El otro día, hasta te escuché a ti sin juzgarte… O por lo menos, sin juzgarte demasiado –dijo con humor.


–¿Y qué me dices de tu seguridad? Eso también intimida.


–Oh, vamos… No me dirás que tener confianza en uno mismo es un delito –razonó él–. Además, yo soy como soy. Si te intimido, qué se le va a hacer.


–Descuida. Soy perfectamente capaz de enfrentarme a ti.


–¿Me estás desafiando, Paula?


–Por supuesto que no. ¿Por que tienes que sacar las cosas de quicio? –preguntó, cansada.


–Yo no estoy sacando las cosas de quicio. Preferiría que fueras un socio como Arnaldo, que se mantenía al margen de los viñedos, pero es evidente que eso no va a pasar… Durante los dos próximos meses, estamos condenados a trabajar juntos. Espero que lo hagas lo mejor que puedas, pero no te voy a dificultar las cosas.


–Gracias, Pedro. No te preocupes por mí; nunca he sido una vaga.


Pedro se preguntó por qué había dicho eso. ¿Es que su exjefe la había acusado de serlo? En tal caso, era un tonto además de un canalla. Con sus informes, Paula le había demostrado que sabía trabajar. Era cualquier cosa menos una vaga.



*****

Pedro detuvo el vehículo al llegar a la granja de Arnaldo.


Después, salió del coche, abrió el maletero y sacó las maletas de Paula.


–Gracias –dijo ella–. ¿Te apetece un café?


–Te lo agradezco, pero tengo trabajo que hacer.


–Sí, claro… Supongo que te estarán esperando. Espero que mi presencia en Ardeche no suponga un problema para tu esposa.


Pedro la miró con humor.


–¿Intentas saber si estoy casado? Si te interesa, ¿por qué no me lo preguntas sin más? Déjate de subterfugios, Paula. Es irritante.


Paula se ruborizó.


–Tienes razón… ¿Estás casado?


–No. Y tú, ¿ya estás contenta?


Paula se arrepintió de habérselo preguntado.


–Tu estado civil no me importa en absoluto. Simplemente, me preocupaba que tuvieras una relación con alguien y que me considere una especie de amenaza.


–Pues no, no mantengo ninguna relación con nadie –declaró–. Estoy demasiado ocupado con los viñedos. No tengo tiempo para complicaciones.


–No me digas que ahora eres célibe…


Él arqueó una ceja.


–¿Te interesa mi vida sexual,?


Ella se volvió a ruborizar.


–No, claro que no… Lo siento.


–Pero lo has dicho. Es evidente que sientes curiosidad.


–Olvídalo.


Pedro sonrió.


–No soy célibe. El sexo me gusta. Y me gusta mucho, como tal vez recuerdes. Pero, como ya he dicho, no tengo tiempo para complicaciones.


–Has cambiado mucho en estos años…


–Y tú. Por lo visto, los dos somos más viejos y más sabios.


–Sí, supongo que sí. En fin, gracias por ayudarme con las maletas.


Pedro se marchó enseguida. Paula entró en la casa y, tras saludar a Hortensia, subió las maletas. Mientras estaba guardando sus cosas, sonó el teléfono y encontró un mensaje de Pedro. Le decía que la esperaba en su despacho al día siguiente, a mediodía. Y le pedía que llevara una barra de pan.


Cuando terminó con las maletas, habló con Hortensia para que le diera las llaves del dos caballos de Arnaldo y se dirigió al granero que su difunto tío abuelo utilizaba como garaje; pero, desgraciadamente, el coche no arrancó.


Ya estaba pensando en la posibilidad de alquilar un vehículo cuando vio una bicicleta apoyada en la pared. Y entonces, tomó una decisión. Aquella bicicleta iba a ser su medio de transporte. Hasta tenía una cesta en la parte delantera, donde podía meter el bolso y el ordenador portátil.


Era perfecta. Justo lo que necesitaba para empezar una nueva vida.






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