Paula dedicó el resto del sábado a estudiar los documentos de Pedro, consultar cosas en Internet y tomar notas. Pedro le había dado su número de teléfono, pero no su dirección de correo electrónico. Y no le podía enviar un informe al móvil, no si quería incluir gráficos y fotografías. Al final, le envió un mensaje donde le decía que se iba a Londres al día siguiente, que volvería el martes o el miércoles y que necesitaba una dirección de correo para enviarle sus propuestas.
Pedro contestó aquella misma noche, aunque de forma bastante escueta. Al parecer, se había convertido en un hombre escueto en palabras. Si lo quería impresionar, sería mejor que actuara en consecuencia y le enviara un informe lo más breve, conciso y exacto que fuera posible.
Los días siguientes, iba a estar muy ocupada. Tenía que cerrar los cabos sueltos de su vida en Londres y pensar en ideas que convencieran a Pedro de que podían hacer un buen trabajo.
****
–Lo siento, Gabriel. No tengo hambre.
Pedro miró la cassoulet y apartó el plato.
–Sé que está un poco pasada, pero estaría bien si hubieras contestado al teléfono cuando te llamé por primera vez.
–Lo siento.
–¿Por qué te has retrasado? ¿Algún problema en los viñedos?
–No.
–¿Algún cliente que no ha pagado lo que te debe?
Pedro sacudió la cabeza con impaciencia.
–Tampoco. Todo va bien.
Gabriel se cruzó de brazos y miró a su hermano con seriedad.
–¿Que todo va bien? Oh, vamos… trabajas hasta la extenuación y tienes unas ojeras como si llevaras varios días sin dormir. No me puedes engañar, Pedro. Ya no soy un niño. Y no necesito que me protejas como hacíais papá y tú cuando la cosecha había sido mala y el banco se negaba a concedernos otro crédito.
–Lo sé… Pero no intento protegerte, Gabriel.
–Si es un problema de dinero, es posible que te pueda ayudar. La marca de perfumes va bien. Te puedo prestar lo suficiente para salir del agujero, como tú hiciste hace un par de años conmigo.
Pedro sonrió. Había ayudado a Gabriel cuando su exmujer lo dejó en la ruina y a punto de tener que vender su empresa para sobrevivir.
–Gracias, mon frere. Te lo agradezco mucho, pero no es necesario. Los viñedos van bien. No necesito dinero.
–Ah… se trata de Pau.
Pedro dudó un momento.
–¿Paula? Qué tontería.
–Lo siento, hermanito, pero te he pillado. Has tardado demasiado en responder –dijo–. La sigues queriendo, ¿verdad?
Pedro se encogió de hombros.
–Si aún la quisiera, no habría salido con otras mujeres.
–Mujeres con las que nunca has llegado a nada –dijo Gabriel–. No en el sentido que tuvo tu relación con Pau.
–Eso pasó hace muchos años, Gabriel. Los dos hemos crecido, cambiado… Ya no tenemos nada en común.
–Si tú lo dices… Pero tengo la impresión de que estás buscando excusas para convencerte a ti mismo.
–No, no es eso. Admito que su vuelta me ha descolocado un poco, pero solo porque no esperaba volver a verla –afirmó–. Olvida el asunto, Gabriel. No me apetece hablar de Paula.
–Está bien, como quieras. Pero si necesitas hablar en algún momento, ya sabes dónde estoy. –Gabriel le dio una palmada en la espalda–. Estuviste a mi lado cuando Viviana me la jugó, y yo estaré a tu lado cuando lo necesites.
Pedro asintió.
–Quién sabe. Puede que los Alfonso estemos condenados a elegir mal en cuestión de mujeres. Papá, tú, yo… Menudo desastre.
Gabriel sonrió.
–Sí, es posible. Y también es posible que no hayamos encontrado aún a las mujeres adecuadas para nosotros.
Pedro pensó que Paula había sido la mujer adecuada para él; pero, lamentablemente, él no lo había sido para ella. Y si quería que su asociación funcionara, sería mejor que lo tuviera presente.
*****
En Londres, Paula no tuvo tiempo ni de respirar. Además de trazar un plan sobre los viñedos, tuvo que traspasar su piso de alquiler a su amiga Agustina, decidir qué se quería llevar a Francia y qué debía dejar en Inglaterra, recoger las cosas que tenía en el despacho e intentar no llorar en exceso cuando descubrió que Agustina y sus compañeros le habían preparado una fiesta de despedida a la que asistieron todos menos su exjefe.
Estuvo tan ocupada que ni siquiera pensó en Pedro.
Hasta que subió al tren que la llevaría de vuelta a Avignon.
Entonces, estuvo pensando en él siete horas seguidas. En él y en el hecho de que no hubiera contestado a ninguna de sus propuestas ni le hubiera preguntado cuándo regresaba.
Pero se llevó una buena sorpresa cuando el tren se detuvo en la última estación, donde debía tomar otro para ir a Ardeche. Pedro la estaba esperando.
Llevaba unos vaqueros negros y una camisa blanca, remangada y con el cuello abierto. Estaba tan guapo que no parecía un vinicultor, sino un modelo de publicidad. Y todas las mujeres que pasaban, se lo comían con los ojos.
Cuando la vio, alzó una mano y la saludó. Paula apretó el paso y, por fin, dejó las maletas en el suelo.
–¿Qué estás haciendo aquí?
–¿Es que no me vas ni a saludar?
–Bonjour, monsieur Alfonso –dijo con ironía.
–Bonjour, mademoiselle Chaves –replicó, sonriendo. –Y ahora que ya nos hemos saludado, ¿qué estás haciendo aquí?
–Me tenía que acercar a Avignon por una reunión de negocios y tú necesitas que alguien te lleve a Les Trois Closes, así que decidí venir a buscarte.
Ella arqueó una ceja.
–Gracias, pero ¿cómo lo sabías?
–Me lo dijo Hortensia.
Paula parpadeó.
–¿Hortensia?
–Sí. Y ahora, ¿nos vamos a quedar en la estación todo el día o prefieres que nos vayamos?
Pedro se encargó de sus maletas.
–Las puedo llevar yo –dijo ella.
–Por Dios, Paula… Puede que los ingleses no tengan modales, pero estás en Francia.
–Está bien, como quieras.
–¿Qué tal te ha ido en Londres?
–Bien.
–¿Esto es todo lo que traes?
–He dejado el resto de mis cosas en un trastero –explicó.
–Por si las cosas no salen bien, supongo… –comentó él.
Paula no supo si el comentario era un halago o un insulto, así que lo dejó pasar.
–¿Has recibido las propuestas que te envié?
–Sí.
–¿Y?
–Me lo estoy pensando.
Paula decidió no presionarle al respecto.
–¿Qué tal tu reunión?
–Bien, gracias.
–Supongo que estaría relacionada con los viñedos…
–A decir verdad, no.
Paula lo miró con cara de pocos amigos; por lo visto, estaba decidido a no darle explicaciones. Pero Pedro sonrió de repente y declaró:
–Bueno, te diré la verdad. No tenía ninguna reunión de negocios. Me he tomado el día libre y he estado comiendo con Marcos.
–¿Con Marcos? ¿Con monsieur Robert? ¿Con mi abogado?
–Con tu abogado que también es el mío –le recordó él–. Pero tranquila, no hemos estado hablando de ti.
Al salir de la estación, Paula se llevó otra sorpresa. El coche de Pedro era el que su padre le había regalado en la adolescencia, el viejo coche con el que la había llevado por toda Ardeche y desde el que le había enseñado todas las maravillas de la naturaleza de la zona.
–¿Qué ha pasado con tu deportivo?
–Que no era práctico. Y este lo es.
–¿Que no era práctico? –preguntó perpleja.
Paula no entendía nada. Pedro había estado enamorado de aquel deportivo, un vehículo clásico que había arreglado con ayuda de Michel, el dueño del taller mecánico de la localidad. Le dedicó tanto tiempo que Gabriel y ella le tomaban el pelo constantemente.
–A veces, tengo que ir en coche por caminos de tierra o llevar varias cajas de vino a algún cliente –explicó Pedro.
–Lo comprendo… Pero, si ahora te interesan tanto las cosas prácticas, ¿por qué le has puesto una tapicería tan elegante? –se burló ella.
–Porque tampoco hay que exagerar, ¿no? –respondió él–. No esperarás que vaya por ahí con poco más que un carro y un burro…
–Desde luego, sería más ecológico –observó.
–El motor de mi coche es ecológico.
–¿Lo dices en serio?
–Bueno, en realidad es un híbrido; mitad eléctrico, mitad de gasolina –contestó–. Quizás te sorprenda, pero esas cosas me importan mucho. He invertido mucho dinero para conseguir que nuestros vinos tengan el certificado de producto ecológico.
Paula se quedó perpleja. Era evidente que Pedro había cambiado
A la mañana siguiente, Paula se conectó a Internet y se dedicó a mirar la página web del viñedo. Quería estudiar la situación para ir a la reunión con algunas ideas y propuestas.
El edificio no había cambiado nada durante su ausencia; seguía tan grandioso e imponente como antes, de piedra pálida salpicada por altos balcones de contraventanas blancas.
Cuando bajó del coche, un aroma a rosas se volvió tan intenso que intentó localizarlas con la mirada; pero no estaban a la vista y supuso que se encontrarían detrás de la casa.
¿De quién habría sido la idea de la rosaleda? ¿De la esposa de Pedro, quizás?
No se lo podía preguntar a Hortensia sin dar la impresión de que Pedro le interesaba demasiado. Estaba allí por un simple asunto de negocios.
Miró la hora y vio que eran las doce y dos minutos. No había llegado tan pronto como pretendía, pero había llegado lo suficientemente pronto como para poder jactarse de ser puntual.
Se dirigió a la puerta y llamó. Al cabo de unos instantes, le abrió un joven de cabello rubio, que se quedó asombrado al verla. –Mon Dieu, c´est Paula Chaves! ¿Cuánto tiempo ha pasado…? Bonjour, chérie. ¿Qué tal estás?
El joven sonrió de oreja a oreja y le dio un beso en la mejilla.
–Bonjour, Gabriel. Han pasado diez años… y estoy muy bien, gracias. –Paula le devolvió la sonrisa–. Me alegro mucho de verte.
–Y yo de verte a ti. ¿Has venido a pasar las vacaciones?
Ella sacudió la cabeza.
–No exactamente. Soy la nueva socia de tu hermano.
Gabriel arqueó una ceja.
–Mmm.
–¿Mmm? ¿Qué quieres decir con eso?
–Nada, pero ya conoces a Pedro.
–Sí, ya lo conozco.
–Por la hora que es, supongo que estará en su despacho.
–Lo sé. Me está esperando –dijo Paula–. Pero olvidé preguntar dónde demonios está su despacho.
–Y él olvidó decírtelo, por supuesto…
–Eso me temo.
–Típico de él –dijo Gabriel–. No te preocupes. Te acompañaré.
–¿Vas a estar en la reunión?
–¿De qué vais a hablar? ¿De los viñedos?
Ella asintió.
–Entonces, no. Los viñedos son asunto de Pedro, no mío. Yo me limito a venir los fines de semana, beberme sus vinos e insultarle un poco –declaró con una sonrisa pícara–. Por cierto, lamenté mucho lo de Arnaldo. Era un buen hombre, Pau.
A Paula se le hizo un nudo en la garganta. Desde su regreso a Francia, Gabriel era la primera persona que la recibía con afecto y la llamaba por su antiguo diminutivo, Pau. Era el único que no parecía despreciarla por haber cometido el delito de no asistir al entierro de su tío abuelo.
–Sí, yo también lo siento.
Gabriel la llevó por el lateral de la casa, hasta un patio que daba a una zona de oficinas.
–Gracias por acompañarme –dijo ella.
Él volvió a sonreír.
–De nada… Si te vas a quedar unos días, podrías volver otra vez y cenar con nosotros.
–Será un placer, Gabriel.
–Entonces, hasta luego.
Tras despedirse de Gabriel, Paula entró en el edificio. Como la puerta del despacho de Pedro estaba abierta, ella vio que él estaba dentro y que estaba tomando unas notas en una libreta. Parecía sumido en sus pensamientos. Aquella mañana se había afeitado, pero tenía el pelo revuelto. Se había remangado la camisa y sus fuertes brazos revelaban el vello oscuro que los cubría.
Paula lo encontró exquisitamente atractivo. Se tuvo que clavar las uñas en las palmas para no hacer algo absurdo como abalanzarse sobre él, ponerle las manos en las mejillas y darle un beso apasionado.
Respiró hondo y se recordó que ya no era su amante, el hombre con el que había soñado vivir.
Pedro miró a Paula, que llevaba otro de sus trajes de ejecutiva agresiva. Desde su punto de vista, no podía estar más fuera de lugar. En esa época del año, todo el mundo se dedicaba a trabajar en las viñas; y los viñedos no eran el lugar más adecuado para llevar trajes y zapatos de tacón alto. Los trajes se podían desgarrar con las ramas y los tacones se hundían irremediablemente en el terreno.
–Gracias por venir… Pero siéntate, por favor.
Ella se sentó y le dio una cajita cerrada con un lazo dorado.
–Es para ti.
Él miró el objeto con interés.
–Me pareció que sería más apropiado que un ramo de flores o una botella de vino –continuó Paula.
–Merci.
Pedro quitó el lazo, apartó el envoltorio y se encontró ante una de sus debilidades: una caja de bombones de chocolate negro.
Fue toda una sorpresa. Jamás habría imaginado que se acordara de sus gustos, ni esperaba que se presentara con un regalo.
–Muchas gracias, Paula –repitió–. ¿Te apetece un café?
–Sí, por favor.
Ella lo siguió hasta la pequeña cocina americana.
–¿Te ayudo? –preguntó.
Pedro pensó que solo lo podía ayudar de una forma: vendiéndole su parte de la propiedad y marchándose de allí antes de que la tumbara sobre la mesa y le hiciera el amor.
Pero, naturalmente, no se lo dijo.
–No, no hace falta.
–¿No me vas a preguntar si lo quiero con leche y azúcar?
Él sonrió.
–Siempre te gustó solo.
Sirvió dos tazas de café y las puso en una bandeja. A continuación, alcanzó un bol con tomates, un pedazo de queso, una barra de pan, dos cuchillos y dos platos. Cuando ya los había llevado a la mesa, dijo:
–Sírvete tú misma.
–Gracias.
Como Paula no se movió, él arqueó una ceja y cortó un pedazo de pan y un poco de queso.
–Discúlpame por no esperar a que te sirvas tú –dijo–. Tengo hambre… He estado en los viñedos desde las seis.
–Bueno, ¿de qué quieres que hablemos? –preguntó ella.
–Podríamos empezar por lo más importante. ¿Cuándo me vas a vender tu parte de los viñedos? –replicó.
–No insistas, Pedro; no tengo intención de vender –dijo–. ¿Por qué no me concedes una oportunidad?
A Pedro le pareció increíble que le preguntara eso. ¿Por qué le iba a conceder una oportunidad? Paula lo había abandonado cuando más la necesitaba, y no se iba a arriesgar a que le hiciera otra vez lo mismo.
Además, empezaba a desconfiar de sí mismo en lo tocante a ella. No había pegado ojo en toda la noche porque no podía creer que Paula le gustara tanto como a los veintiún años.
Era una debilidad que no se podía permitir.
–Tú no perteneces a este sitio –replicó–. Mírate: ropa de diseño, un coche de lujo…
–Llevo un traje normal. Y el coche ni siquiera es mío; es alquilado –puntualizó ella–. Me estás juzgando mal, Pedro. Estás siendo injusto.
Pedro arqueó una ceja. En su opinión, era bastante irónico que una persona que lo había dejado en la estacada lo acusara de ser injusto. Tuvo que hacer un esfuerzo para refrenar su irritación. Y fue un esfuerzo parcialmente fracasado.
–¿Qué esperabas, Paula?
–Todo el mundo comete errores.
–Sí, claro que sí –dijo él con sarcasmo.
Ella suspiró.
–Ni siquiera me vas a escuchar, ¿verdad?
–¿Para qué? Ayer nos dijimos todo lo que teníamos que decir.
–Te aseguro que esto no es un capricho –insistió Paula–. Estoy decidida a hacer un buen trabajo.
Justo entonces, Pedro se dio cuenta de que tenía ojeras y comprendió que tampoco ella había dormido bien. Por lo visto, él no había sido el único que había estado pensando en los viejos tiempos. Y debía admitir que, al menos, Paula había tenido el coraje necesario para volver a un lugar donde sabía que todo el mundo la despreciaba.
–Está bien –dijo a regañadientes–. Escucharé lo que tengas que decir.
–¿Sin interrupciones?
–No te lo puedo prometer, pero te escucharé.
–De acuerdo.
Ella alcanzó el café y echó un trago. No había probado la comida.
–Arnaldo y yo terminamos mal cuando me fui a Londres la primera vez. Terminamos tan mal que me juré que no volvería a Francia. Pero más tarde, cuando salí de la
universidad, empecé a ver las cosas de otra manera e hice las paces con él. Desgraciadamente, ya me había asentado en Londres y… –Paula se mordió el labio–. Bueno, olvídalo. No sé por qué intento explicártelo. No lo entenderías.
–¿Quién está juzgando a quién ahora?
Ella sonrió con timidez.
–Como quieras –dijo–. Tú creciste aquí, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo lleva tu familia en estas tierras? ¿Un par de siglos?
–Algo así.
–Y siempre supiste que pertenecías a este lugar…
Él asintió.
–Sí, siempre.
–Para mí fue diferente. De niña, viajé con mis padres por todo el mundo. Cuando su orquesta no estaba de gira, mi madre daba conciertos como solista y mi padre la acompañaba. Nunca estábamos mucho tiempo en el mismo sitio, y las niñeras no duraban demasiado… Al principio, se alegraban de tener la oportunidad de viajar; pero luego se daban cuenta de que mis padres trabajaban todo el tiempo y de que esperaban que ellas hicieran lo mismo.
Paula respiró hondo y siguió hablando.
–Cuando no estaban en un escenario, estaban practicando y no se les podía molestar. Mi madre practicaba tanto que a veces le sangraban los dedos. Y cada vez que yo me empezaba a acostumbrar a un lugar, nos íbamos otra vez.
Pedro comprendió lo que le pretendía decir.
–Y cuando te estableciste en Londres, no quisiste volver a Francia. Habías encontrado tu hogar. Habías echado raíces.
Ella asintió.
–Exactamente. Y podía hacer lo que quisiera con mi vida. No tenía a nadie que me presionara y me arrastrara a intereses que no eran los míos, por buenas que fueran sus intenciones –dijo Paula–. Gracias por comprenderlo.
Pedro suspiró.
–Bueno, aún no lo entiendo del todo… –le confesó–. Siempre pensé que, para ti, la familia era lo primero.
–Y lo era. Pero yo tenía otros motivos para no volver a Francia.
–¿Yo?
–Sí, tú.
Pedro se alegró de que mencionara el asunto. Al menos, ya no tendrían que fingir que no pasaba nada.
–Pero has vuelto ahora…
–Porque pensaba que no estarías aquí.
Él frunció el ceño.
–¿Cómo es posible? He sido el socio de Arnaldo desde la muerte de mi padre. Lo sabías.
Ella sacudió la cabeza.
–No sabía nada. Arnaldo y yo no hablábamos nunca de ti.
Pedro entrecerró los ojos. ¿Estaba insinuando que Arnaldo y ella habían discutido por él y que, tras hacer las paces, habían decidido no hablar de ello?
–¿Qué estás haciendo aquí, Paula? ¿Por qué has vuelto precisamente ahora?
–Porque se lo debo a Arnaldo. Y no me vuelvas a recordar que no asistí a su entierro –le advirtió–. No fue culpa mía. Además, ya me siento bastante culpable.
–No tenía intención de recordártelo –dijo Pedro con tranquilidad–. No tengo derecho a juzgarte por lo que pasó… Pero, además de ser mi socio, Arnaldo era amigo mío. Y creo que merecía algo mejor.
Ella se ruborizó un poco.
–Yo también lo creo.
–¿Qué pudo pasar que fuera tan urgente? Dijiste que estabas de viaje de negocios… ¿No pudiste retrasar tus compromisos?
–Lo intenté, pero el cliente se negó a cambiar la fecha de nuestra reunión.
–¿Y no te podían sustituir?
Ella soltó un suspiro.
–Según mi jefe, no –dijo–. Hice lo posible por acelerar las cosas, pero terminé tarde y perdí el avión.
Pedro la miró con desconfianza.
–No me digas que no había otro vuelo…
– Estuve una hora en el aeropuerto, intentando encontrar una combinación que me llevara a Francia a tiempo de asistir al entierro de Arnaldo, pero no la había.
–¿Y tus padres? Tampoco se presentaron –le recordó.
Ella se encogió de hombros.
–Estaban en Tokio y no podían asistir porque habrían tenido que suspender un concierto. Ya sabes cómo son…
–Sí, ya lo sé.
Paula lo miró con intensidad.
–Si vas a decir que soy como ellos, ahórratelo. Es verdad; puse los negocios por delante de la familia. No debería haber sido así.
–Bueno, al menos admites que cometiste un error.
Ella no dijo nada.
–¿Y qué vamos a hacer ahora? –continuó él.
–¿Confiabas en el buen juicio de Arnaldo?
Pedro inclinó la cabeza.
–Sí.
–Pues es evidente que Arnaldo confiaba en mí. De lo contrario, no me habría dejado su parte de los viñedos.
–Comprendo. Me estás pidiendo que yo también confíe en ti.
–En efecto.
Él se pasó una mano por el pelo.
–Paula… ¿Qué sabes tú de viñedos?
–¿Ahora mismo? Muy poco, por no decir nada –admitió–. Pero aprendo deprisa. Estudiaré y trabajaré lo necesario para poder ser útil.
–¿Y hasta entonces?
–Intentaré ser útil en otras facetas del negocio.
–¿Como por ejemplo…?
–Ya te lo dije ayer. El marketing. Fui jefa del departamento creativo de la agencia donde trabajaba. Soy capaz de organizar una campaña publicitaria con cualquier presupuesto. Pero necesitaré más información… ya sabes, para saber cómo van las cosas y dónde se puede marcar la diferencia.
–¿Qué tipo de información?
–Para empezar, los planes a cinco años vista. Tengo que saber qué producimos, cuánto producimos, a quién vendemos y cómo distribuimos los vinos.
–Ya veo…
–También tengo saber quién compite con nosotros y qué producen… Ah, y qué clase de campañas de publicidad has hecho en el pasado. Sé que tenemos una página web, pero necesito compararla con las páginas de la competencia –explicó–. Cuando estudie la situación, te daré un análisis general y mis recomendaciones al respecto.
–Oportunidades, amenazas, puntos débiles, puntos fuertes… –dijo él, mirándola a los ojos–. ¿Crees que no conozco mi propio negocio?
Ella se sintió derrotada y él se dio cuenta. Pero también se dio cuenta de algo más importante: que, bajo su apariencia segura y profesional, se encontraba una mujer vulnerable, terriblemente frágil.
Si la presionaba en ese momento, se rompería y le vendería su parte de los viñedos.
Sin embargo, sabía que más tarde se odiaría a sí mismo. De repente, sentía la necesidad de protegerla. ¿Cómo era posible? Aquella mujer le había partido el corazón. No debía protegerla. Debía protegerse de ella.
–¿Me estás diciendo que tienes intención de dirigir tu parte de los viñedos desde Londres? –preguntó con ironía.
–No. Desde aquí.
Pedro se quedó perplejo. ¿Paula se iba a quedar en Ardeche? ¿Lo iba a condenar a verla todos los días?
–Hace unos minutos, me has dicho que tus raíces estaban en Londres.
Ella suspiró.
–Y lo están.
–¿Entonces?
–No he dicho que mi decisión sea racional, Pedro. Es lo que es. Me quiero poner en los zapatos de Arnaldo, por así decirlo… y, obviamente, no puedo hacer ese trabajo si me quedo en Londres –respondió–. Además, Ardeche fue mi hogar durante muchos veranos, cuando era una niña.Puede serlo otra vez.
Pedro pensó que llegaba diez años tarde. En otra época, habría deseado que se quedara y se convirtiera en su esposa. Ahora, solo quería que lo dejara en paz y volviera a Londres.
–¿Y qué vas a hacer con tu trabajo actual?
–Estoy en paro.
–¿Desde cuándo? –se interesó.
–Dimití ayer, después de hablar con mi abogado.
Pedro recibió la noticia con emociones contrapuestas. Por una parte, le alegró saber que el compromiso de Paula era firme; al menos, ahora sabía que no tenía intención de vender su parte de la propiedad a otra persona. Por otra, aumentó su preocupación.
–¿Qué pasará si las cosas salen mal? ¿Por qué crees que van a salir bien?
–Porque pondré todo mi empeño en ello.
Él asintió; no podía negar que era una mujer resuelta y valiente, dos virtudes más que necesarias en su negocio.
Pero seguía sin creer que mantuviera su compromiso.
–Trabajar en unos viñedos no se parece nada a trabajar en una oficina –alegó–. Tendrás que trabajar en las propias viñas… y no puedes trabajar con ese aspecto.
–El trabajo duro no me asusta. Enséñame lo que tengo que hacer y lo haré. Además, no necesito trajes y zapatos caros. No tengo ni los conocimientos ni la experiencia de Arnaldo
–continuó ella–. No estoy en modo alguno a su altura, pero aprendo deprisa y, cuando no sé algo, pregunto. No soy de las que cometen errores por falta de atención.
–Quizás deberías saber que Arnaldo no trabajaba en el negocio –dijo en voz baja–. Era socio a distancia.
–Entonces, ¿no me vas a conceder esa oportunidad?
Él se pasó una mano por el pelo.
–Me has interpretado mal, Paula. Arnaldo tenía ochenta años y, obviamente, no podía trabajar tanto como yo. Él lo sabía, así que dejó los viñedos en mis manos.
–¿Qué me intentas decir? ¿Que me puedo quedar, pero solo si me mantengo a distancia? –preguntó–. Olvídalo, Pedro.
–No te estoy ofreciendo un trato. Me limito a decirte cómo son las cosas –replicó–. A veces, acudía a Arnaldo para pedirle consejo sobre algunos asuntos; pero contigo no podría porque, como bien has dicho, no tienes ni sus conocimientos ni su experiencia.
–También he dicho que tengo otras habilidades que, por cierto, son muy útiles. Si me das la información que te he pedido, te presentaré unas cuantas propuestas. No sé nada de viñas, pero sé de otras cosas que te pueden venir bien.
Pedro respiró hondo.
–La información que me pides es material clasificado, Paula.
–Descuida. Soy tu socia y no voy a permitir que caiga en malas manos. Lo que afecta a nuestro negocio, me afecta a mí.
Pedro comprendió que no iba a renunciar y se preguntó si podía confiar en ella, si se podía arriesgar otra vez.
Paula tenía razón en una cosa; Arnaldo no le habría dejado la mitad del negocio en herencia si no la hubiera creído digna de confianza. Y Pedro siempre había respetado el buen juicio de su difunto socio. Además, Pedro no olvidaba que Marcos había hablado en su favor cuando hablaron por teléfono y que Gabriel, su propio hermano, se había tomado la molestia de abandonar su precioso laboratorio durante unos minutos para acompañarla al despacho.
Por lo visto, Paula contaba con el apoyo de las únicas personas en las que él confiaba. Un motivo importante para concederle una oportunidad.
La volvió a mirar y pensó que tal vez se había dejado llevar por los fantasmas del pasado. También era posible que se estuviera engañando a sí mismo por la sencilla razón de que la deseaba. Con su vuelta, Paula había llenado un vacío que, hasta entonces, solo podía llenar con el trabajo.
–¿Y bien? –preguntó ella con suavidad.
Pedro asintió.
–Imprimiré los documentos que necesitas. Estúdialos a fondo y llámame si tienes alguna duda –declaró.
–Gracias. No te arrepentirás.
–Faltan dos meses para la vendimia. ¿Qué te parece si los aprovechamos como periodo de prueba? Si podemos trabajar juntos, excelente; si no podemos, me venderás tu parte de la propiedad y te irás. ¿De acuerdo?
Ella lo miró con desconfianza.
–Si no sale bien, ¿seré yo quien se tenga que marchar? ¿Yo quien sufra las pérdidas?
–Tus raíces no están aquí, Paula; pero las mías, sí.
Paula guardó silencio durante unos segundos. Luego, le ofreció una mano y dijo:
–Muy bien, dos meses. Cuando termine el plazo, volveremos a hablar. Pero consideraremos la posibilidad de disolver la asociación y de que yo me quede con los viñedos.
Pedro le estrechó la mano. Era tan obstinada como valiente.
Al sentir el contacto de su piel, se habría acercado a ella y habría asaltado su boca como en los viejos tiempos. Pero si querían que aquello saliera bien, tendrían que mantener las distancias.
–Trato hecho.