domingo, 1 de marzo de 2015
¿ME QUIERES? : CAPITULO 15
No había oído bien. Seguro que no. El mundo parecía ir más despacio, los sonidos del exterior del coche se distorsionaban en sus oídos. Pedro solo podía centrarse en ella, en su rostro cansado y sus ojos demasiado abiertos.
–¿Cómo? –preguntó con voz más fría de lo que era su intención.
Paula apartó la vista y se encogió de hombros.
–No lo sé. Yo… estaba tomando la píldora, pero no la tomé los dos días que estuvimos varados en la isla –dejó caer la barbilla al pecho–. Cuando volvimos debí confundirme con la dosis.
Paula jugueteó con las perlas que asomaban sobre el impermeable, las mismas que llevaba en la isla. Un gesto nervioso que él conocía ya muy bien.
Pedro solo pudo parpadear. Una corriente helada le atravesó, dejándole paralizado. Un hijo. Su hijo. No le cabía ninguna duda de que aquel niño era suyo. Ninguna.
Pero no podía ser padre. Era la última persona del mundo capacitada para serlo. ¿Y si era como Omar? ¿Y si no sabía qué hacer cuando aquel pequeño ser llegara al mundo y le necesitara?
El frío atravesó el pánico y eso acabó con su inmovilidad.
Salió del coche con calma y le tendió la mano a Paula. Tras una breve vacilación, esta deslizó los dedos en la palma.
Una nueva sensación se apoderó de él al sentir el contacto de su piel.
Ella no dijo nada cuando la guió al interior del hotel y atravesaron el vestíbulo hasta el ascensor de madera y bronce.
–¿Qué habitación? –preguntó mientras el ascensorista esperaba pacientemente.
–La quinientos cuatro –murmuró ella.
El ascensor se puso en marcha con velocidad sorprendente para su antigüedad y alcanzaron el quinto piso muy deprisa.
–Ya hemos llegado, señor Alfonso –dijo el ascensorista.
Pedro sacó un billete del bolsillo superior de la chaqueta y se lo puso al hombre en la mano sin fijarse de cuánto era.
Luego acompañó a Paula hasta la puerta de su habitación.
Ella sacó la llave de un bolsillo, la abrió, entró y Pedro hizo lo propio detrás de ella.
Embarazada.
Había una lámpara encendida en la suite que iluminaba la zona de estar. La habitación estaba decorada con antigüedades, tapizados de seda y los últimos inventos electrónicos. Pero Pedro no se fijó en ninguna de aquellas cosas. Lo único que veía era a la mujer que tenía delante.
Todavía llevaba el impermeable abotonado hasta el cuello y tenía las manos en los bolsillos. Sus ojos decían que estaba agotada y asustada.
Pedro sintió una punzada de ira. ¿Tenía miedo de él, después de lo que habían pasado juntos?
–¿Has confirmado el embarazo? –le preguntó.
No era la primera vez que una mujer aseguraba que estaba esperando un hijo suyo, aunque sí era la primera que se lo creía.
Ella alzó la cabeza y la barbilla en gesto desafiante.
–Me acabo de hacer la prueba esta mañana. Ha dado positivo.
–¿No has ido al médico?
Paula sacudió la cabeza.
–Me entró pánico. Tenía… tenía que verte.
–¿Y qué plan tienes ahora, Paula? ¿Qué quieres de mí? –sabía que sonaba duro y cruel, pero no era capaz de hacerse a la idea de que iba a tener un hijo, un niño inocente que se merecía algo más de lo que él podía darle–. Si estás pensando en poner fin al embarazo, no me opondré –añadió.
Ella abrió los ojos de par en par y se llevó la mano al vientre.
Pedro se sintió como un imbécil.
–No –afirmó Paula–. Quiero tener este hijo.
–¿Por qué? –no pretendía ser cruel, pero tenía que saberlo.
Su madre había sido madre soltera hasta su muerte. Pedro se había preguntado muchas veces si hubiera escogido otro camino de haber sabido lo difícil que iba a ser.
–Porque sí. Porque tengo medios económicos y porque no soy tan egoísta como para negarle a este niño la oportunidad de vivir cuando tengo tanto que dar.
–No será fácil –aseguró Pedro–. Tienes que saberlo.
Ella parecía firme. Decidida. Una dama dragón.
–Soy muy consciente.
Pedro se acercó al mueble bar y se sirvió dos dedos de whisky. Necesitaba calmar el acelerado corazón, algo que le tranquilizara los nervios. Embarazada. Él siempre había sido muy cuidadoso, sin duda debido a las circunstancias de su nacimiento, algo que juró que no le sucedería a un hijo suyo.
No supo que tenía un padre hasta que, a los diez años, perdió a su madre.
Alzó el vasito de cristal y dio un sorbo.
–Por supuesto, os apoyaré económicamente a ti y al niño –afirmó girándose hacia Paula.
No abandonaría a su hijo. Lo haría lo mejor que pudiera, aunque no sabía cómo.
–No necesitamos tu dinero –le espetó ella con la cabeza alta–. El dinero no es el problema.
Pedro sabía que todavía estaba ofendida por lo que le había dicho sobre interrumpir el embarazo, pero no había sabido qué más decir. No sabía cómo ser padre.
–No, por supuesto que no –reconoció él.
Paula venía de familia adinerada y tenía su propia herencia, igual que la madre de Pedro. Pero a su madre el dinero no la había protegido al final. Había muerto sola y le había dejado al cuidado de un padre que Pedro no sabía ni que existía.
Fue un cambio brutal pasar de una casa a otra en cuestión de semanas, pasar de una madre cariñosa a un padre desconocido.
Pedro sabía hacia dónde se encaminaba la conversación, pero una parte de él se resistía. Le dio otro sorbo al whisky como si estuviera saboreando sus últimos momentos de libertad.
–Necesito algo más de ti –dijo ella con la voz algo quebrada–. Algo más que dinero.
Pedro temió por un instante que se pusiera de rodillas y le rogara, pero por supuesto no lo hizo. Paula alzó todavía más la cabeza. Le brillaban los ojos con determinación. Una descarga de deseo se apoderó de él, recordándole por qué la había deseado en un principio.
–¿Y de qué se trata, dulce Paula? –pero ya sabía lo que iba a decirle. La conocía.
Las palabras salieron de su boca tal y como Pedro había esperado.
–Necesito tu apellido.
sábado, 28 de febrero de 2015
¿ME QUIERES? : CAPITULO 14
Embarazada.
Paula se quedó mirando la prueba que tenía en la mano y sintió frío y calor al mismo tiempo. Estaba embarazada. De un hijo de Pedro. ¿Cómo era posible? ¿Cómo había sucedido algo así?
Ella parpadeó y se apoyó contra la encimera del baño.
No, no, no.
Había transcurrido un mes desde que fueron rescatados de la isla. Un mes desde que le vio por última vez. En cuanto llegaron a Santina, Pedro se marchó. Eso le rompió el corazón, aunque era lo que quería. En lo que había insistido.
Ella volvió a Amanti y se escondió a la espera de que la atención de los medios cayera sobre ella.
Y así fue. Se habló bastante del accidente de avión y del rescate consiguiente por parte de los guardacostas de Santina… y luego nada. Ale, Alicia y sus hermanos eran al parecer más interesantes para el público, gracias a Dios.
Pero aquello… Oh, Dios, aquello…
Echaba de menos a Pedro. Echaba de menos sus caricias, su risa, su gesto arrogante y pícaro. Echaba de menos sentir su cuerpo entrando en el de ella, el exquisito placer que le había proporcionado durante aquellos dos días en la isla.
Echaba de menos ir a nadar con él desnuda, tumbarse en el improvisado refugio y hacer el amor durante una furiosa tormenta.
Echaba todo de menos, pero era ella la que le había apartado de sí. Era culpa suya que se hubiera marchado.
Paula volvió a mirar la prueba de embarazo confiando en que hubiera visto mal, en que la respuesta hubiera cambiado de algún modo. Pero no era así, y tenía que contárselo a Pedro. Tenía derecho a saberlo. Consideró por un breve instante la posibilidad de interrumpir el embarazo, pero no quería hacerlo. Aunque le asustaba, también estaba encantada con la idea de tener un hijo que fuera parte suya y parte de él. ¿Cómo podía ser de otra manera? Sentía como si tuviera un nuevo propósito en su vida, una razón para ser mejor persona. Dejaría de sentir lástima de sí misma y le enseñaría a su hijo todo lo que sabía. Su hijo tendría la libertad de ser lo que quisiera ser.
A partir de aquel momento, le protegería a toda costa.
Dejó la prueba de embarazo en un cajón. Cuando iba a darse la vuelta, vio su reflejo en el espejo y se detuvo en seco. Tenía aspecto cansado. Le brillaban la piel y los ojos, pero en su expresión había una tirantez que antes no estaba. Se pasó una mano por las mejillas y la frente. Tenía ojeras. Últimamente estaba muy, muy cansada.
Ahora entendía por qué le costaba tanto trabajo levantarse de la cama por las mañanas.
Un bebé. El hijo de Pedro.
Tenía que llamarle. Pero no, no podía llamarle sin más y soltarle la noticia por teléfono. Tenía que verle. Tenía que averiguar dónde estaba e ir a buscarle.
Salió del cuarto de baño y se dirigió al vestidor para sacar su maleta. Encontraría a Pedro estuviera donde estuviera. Y le diría personalmente que iba a ser padre. El corazón le dio un vuelco ante la perspectiva de volver a verle.
Pero el estómago se le puso del revés. Estaba nerviosa, preocupada. ¿Y si tenía una novia? ¿Y si no quería volver a verla o, peor todavía, si no le importaba la noticia? ¿Entonces qué?
Paula metió un conjunto de lana en la maleta. No podía pensar así. Si lo hacía perdería los nervios. Y eso no podía permitírselo. En un futuro no muy lejano se le empezaría a notar. ¿Cómo se enfrentaría entonces a los medios? ¿Cómo iba a avergonzar a sus padres de aquel modo después de todo lo que habían pasado? No sería el hazmerreír de la gente ni permitiría que lo fueran ellos tampoco.
Aquel bebé significaba mucho para ella y no permitiría que nadie hiciera que se sintiera avergonzada. Pero sabía que si quería proteger a su hijo necesitaba a Pedro.
Solo tardó unas horas en arreglarlo todo y ponerse rumbo a Londres. Un vistazo a los periódicos le había revelado una foto de Pedro la noche anterior en un restaurante con un grupo de hombres de negocios.
No estaba con una mujer, y eso le daba esperanzas. De hecho, cuando se atrevió a ver los periódicos sensacionalistas del mes que había transcurrido desde que Pedro volvió a Londres, descubrió que ninguno mencionaba que hubiera estado con otra mujer. Tal vez la echara un poquito de menos. Tal vez, pensó absurdamente, esperaba que ella le llamara, que le dijera que estaba lista para volver a verle. La idea le dio valor.
Cuando el avión aterrizó en Heathrow, llovía a mares. Paula se subió a un taxi para que la llevara al hotel. Había escogido uno del Grupo Leonidas. El Hotel Crescent estaba en Mayfair, en un espectacular edificio victoriano que había sido renovado para adquirir el lujo característico de los hoteles de Pedro.
Las habitaciones eran exquisitas y el vestíbulo impresionante. Pero en lo único que Paula podía pensar era en el dueño del hotel y en cómo reaccionaría cuando le diera la noticia.
Se quedó mirando por la ventana hacia Hyde Park mucho después de que el mozo le hubiera subido el equipaje. El parque estaba verde, pero el cielo era gris y plomizo. Los taxis negros circulaban por las abarrotadas calles junto con los autobuses rojos de dos pisos. Era una locura comparado con Amanti, y Paula experimentó una punzada de nostalgia.
En Londres se sentía muy pequeña y perdida. Pero no tenía tiempo, tenía que encontrar a Pedro.
Sus oficinas no estaban muy lejos de allí, así que se puso el impermeable y siguió las instrucciones del navegador de su teléfono móvil hasta que estuvo frente al alto edificio de cristal que albergaba la sede londinense del Grupo Leonidas.
Estaba a una buena caminata del hotel, pero le había sentado bien el ejercicio. Se había mojado durante el paseo, a pesar del paraguas que se había llevado, y tenía frío, pero no se daría la vuelta. Se quedó en la puerta del edificio y trató de reunir el valor suficiente para entrar. Entonces un coche se detuvo en la entrada y un chofer uniformado salió con un paraguas. Pasó por delante de ella y se quedó esperando unos segundos antes de que la puerta del edificio se abriera y saliera un hombre.
A Paula le dio un vuelco el corazón. Un hombre alto, de pelo oscuro y vestido con un traje carísimo salió del edificio. Un hombre al que Paula habría reconocido en cualquier sitio aun con los ojos vendados.
Un hombre que no estaba solo. Un aire helado la atravesó y la dejó clavada en el sitio. La mujer que le acompañaba era menuda, rubia y se le agarraba del brazo como si le fuera la vida en ello mientras le sonreía con unos dientes blanquísimos.
Paula se sintió atravesada por algo cálido. Estuvo a punto de darse la vuelta, de fundirse con la noche y regresar al hotel.
Pero pensó en el bebé que crecía dentro de ella, el hijo de Pedro, y sintió un coraje renovado.
–Pedro –dijo cuando pasó por delante de ella.
Él se detuvo en seco, como si hubiera topado con un muro de ladrillo. Se giró hacia ella y la miró con los ojos tan oscuros e intensos como Paula recordaba. La mujer que le acompañaba frunció el ceño.
–¿Paula?
Paula echó el paraguas hacia atrás para ya no tener el rostro en sombras. No era tan guapa como la mujer que estaba al lado de Pedro, ni tan elegante, ni estaba tan… seca, pensó con ironía.
–Sí, soy yo.
Pedro se apartó de su acompañante y se acercó a ella.
Estaba tan guapo como siempre y el corazón le dio un vuelco ante su cercanía. Se dio cuenta de que no tenía una expresión muy amigable cuando la miró. Paula aspiró su aroma, aquella combinación única de especias sutiles y hombre que era Pedro. Le impactó tanto que se tambaleó.
–¿Te encuentras bien? –quiso saber él.
Ella sacudió la cabeza, incapaz de contestar por miedo a caerse allí mismo, en la oscura calle.
Pedro maldijo entre dientes. La atrajo hacia sí con firmeza y dio órdenes al chofer y a la mujer. Se abrió la puerta de la limusina y Pedro la urgió a entrar. Él se acomodó a su lado y la mujer se unió a ellos.
La puerta del conductor se cerró de golpe y el coche se puso en marcha hacia la oscuridad de la noche.
–¿Qué estás haciendo aquí, Paula? –le preguntó Pedro con voz fría y seca.
Muy diferente a la del hombre que había conocido en la isla.
El hombre que un instante atrás la había estrechado contra sí antes de meterla en el coche. Durante un instante se vio trasladada a otro momento. A la pasión y la ternura que había aflorado entre ellos.
Paula se estremeció y un escalofrío le recorrió la columna vertebral.
–Necesito hablar contigo –dijo girando la cabeza para mirar el tráfico de la calle.
No podía mirarle o se vendría abajo. Se lo contaría todo, a pesar de la mujer que estaba sentada frente a ellos irradiando furia y desaprobación.
Y eso no podía ser.
Pedro apretó un botón y le dio instrucciones al chofer. La mujer cruzó los brazos sobre su amplio busto.
–Es un asunto privado –añadió Paula, por si Pedro esperaba que dijera algo con su amiguita delante.
–Pedro –lloriqueó la otra mujer–, prometiste que esta noche me llevarías a bailar.
Paula percibió la irritación de Pedro aunque no pudiera ver la expresión de su cara.
–Los planes han cambiado, Daniela –murmuró él con sequedad.
Paula sintió una extraña corriente de simpatía hacia Daniela, que pareció encogerse al escuchar esas palabras. Después de todo, no era culpa suya. Daniela no dijo una palabra más mientras el coche avanzaba por la ciudad antes de detenerse finalmente en una zona residencial. La puerta se abrió y Pedro se giró hacia Paula.
–Enseguida vuelvo.
Salió del vehículo y le tendió la mano a Daniela, que la tomó y salió por la puerta. Paula escuchó sus voces elevadas en la acera. Le ardía la cara por la indignación que sentía.
Pedro había estado saliendo con otras mujeres. Mientras ella se había encerrado en Amanti a tratar de superar los dos días que habían pasado en la isla, él había seguido adelante con su vida, encantado.
¿Le habría hecho a Daniela las cosas que le había hecho a ella? La furia crecía en su interior como una fuerza que amenazaba con reventarle las costuras. No tenía sentido, sobre todo porque era ella la que le había apartado de sí.
Pero así era.
Pedro regresó al coche y cerró la puerta. Paula sintió de pronto que iba a estallar. Le había echado de menos, había echado de menos lo que tenían… y él estaba con otra mujer.
Sabía que era culpa suya por haberle apartado de sí, pero no pudo evitar lo que sucedió a continuación, como si fuera una reacción en cadena que dio comienzo en el momento en el que Pedro salió del edificio con otra mujer del brazo.
Le dio una bofetada que sonó cómo un trueno dentro del coche.
Él torció la cara por el impacto y luego la miró. Paula se sentía confusa y llena de ira cuando se lanzó otra vez hacia él, esta vez soltando un grito furioso.
Pero en esa ocasión Pedro le agarró la muñeca con mano de hierro. Paula gimió y trató de pegarle con la otra mano.
Sabía que no tenía sentido, pero no podía evitarlo. Pedro le agarró la otra muñeca y la apretó con fuerza contra el asiento.
–¿Creías que iba a estar esperándote, Paula? ¿Por eso estás tan enfadada?
–Suéltame –le pidió con la voz más fría que pudo.
Pero una parte de ella anhelaba su contacto. Su cuerpo anhelaba que la poseyera una vez más. Un calor líquido se apoderó de su sexo.
Pedro estaba muy cerca. Demasiado cerca. Su respiración le acariciaba la mejilla.
–Me temo que no, nena. Prefiero conservar la cabeza sobre los hombros.
Paula cerró los ojos y contuvo un sollozo en el pecho. No podía desearle. ¿Cómo podía desear tenerle dentro haciéndola suya? Había transcurrido un mes desde que estuvieron juntos y Pedro la había olvidado con suma facilidad. Empezó a retorcerse debajo de él y a sollozar.
–Maldita sea, ¿qué te pasa? –gruñó él.
–Eres un malnacido –jadeó Paula entre lágrimas.
–Sí, lo soy –afirmó Pedro con frialdad–. Pero no creo que hayas venido aquí a hablar de mi nacimiento.
Ella estaba apoyada contra el asiento con el cuerpo tembloroso bajo el suyo.
–¿Qué es lo que quieres? –inquirió Pedro–. ¿Para qué has venido?
Todo estaba saliendo mal. No era así como ella quería contárselo. Se suponía que Pedro debía alegrarse de verla. Se suponía que debía desearla, y se suponía que ella debía ser la fuerte, la que le rechazara. Como había hecho en la isla. Se suponía que Pedro debía sentirse agradecido de que hubiera vuelto a su vida. Pero parecía cualquier cosa menos contento de verla. ¿Cómo iba a contárselo?
¿Y cómo no iba a hacerlo?
–Así no –gimió ella.
Pedro le sujetó con más fuerza las muñecas hasta que ella estuvo a punto de gritar de dolor, pero entonces la soltó y se apartó. Luego se pasó la mano por el pelo y maldijo entre dientes.
Paula se incorporó. Se estiró los mojados pantalones.
Jugueteó con los puños del impermeable diciéndose que no lloraría. Había sobrevivido a Ale Santina, así que sin duda podría sobrevivir a Pedro. Ale no significaba nada para ella, pero su traición había sido mucho más humillante.
Pedro era el hombre al que se había entregado, el hombre al que le había desnudado el alma, y el hombre al que había apartado de su vida. ¿Cómo iba a culparle por estar tan enfadado?
–¿Dónde te alojas? –le preguntó él con tono seco.
–En el Crescent.
–Ah.
Ella sintió una oleada de calor interior.
–¿Y qué tiene de malo?
–Nada –respondió Pedro antes de darle instrucciones al chofer.
El coche se puso en marcha entre el tráfico de la ciudad.
Circularon en silencio durante un rato hasta que el nudo que Paula sentía en el estómago se hizo tan tirante que no pudo seguir soportándolo.
–No has tardado mucho, ¿verdad?
Pedro giró la cabeza hacia ella.
–¿Perdona?
–Ya sabes a qué me refiero. Esa mujer, Daniela.
Paula sintió cómo se ponía tenso a su lado.
–Si no recuerdo mal, fuiste tu la que dijo que nuestra relación era imposible.
Ella sintió una oleada de vergüenza.
–Ya sabes por qué.
–Sé por qué pensabas que era así. ¿Has cambiado de opinión, dulce Paula? ¿Por eso estás aquí?
A ella se le puso la piel de gallina al escuchar aquel nombre.
Así la había llamado en la isla, y aunque ella sabía que al principio se lo decía de broma, había adquirido mucho significado en los dos días que habían compartido.
En ese momento, no significaba nada.
–No –jadeó ella, incapaz de decir nada más.
Pero era mentira. Porque le necesitaba si iba a tener aquel bebé y quería evitar que el escándalo cayera sobre sus cabezas como metralla. Ella aguantaría lo que hiciera falta, pero lucharía con uñas y dientes para conseguir el ambiente más feliz y seguro posible para el bebé. Y para eso necesitaba la ayuda de Pedro.
–Entonces ¿qué tienes que decirme? –preguntó él–. No creo que hayas venido hasta aquí solo para ver cómo he seguido adelante con mi vida.
Paula se cruzó de brazos. Le temblaba el cuerpo, pero no sabía si era por frío o por rabia.
–Y no te ha resultado muy difícil, ¿verdad?
Sí, le dolía. Y sí, sabía que no tenía derecho a estar herida.
Pero eso no cambiaba el modo en que se había sentido al verle con otra mujer.
Pedro soltó una palabrota. Paula no podía culparle.
–No puedes tenerlo todo. Puede que tú quieras sentarte en tu fría y solitaria casa y felicitarte a ti misma por haber evitado otro escándalo, pero no puedes esperar que los demás hagan lo mismo.
–Lo sé –murmuró ella.
Circularon en silencio durante varios minutos. El aire estaba cargado de electricidad, como si se hubiera desencadenado una tormenta dentro del coche. A Paula le dolía la garganta por el nudo tan grande que se le había formado y no podía pronunciar las palabras que necesitaba decir. Pedro tampoco se lo estaba poniendo fácil. Estaba sentado con los dedos tamborileando en el reposabrazos y la cara girada para mirar por la ventanilla. Estaba muy lejano, muy distante, y Paula no sabía cómo salvar aquella distancia. Como decir lo que tenía que decir.
No le había costado ningún trabajo salvar aquella distancia en la isla, pero allí estaban despojados de todo lo superfluo y no había muros que pudieran separarles, como sucedía ahora. Aquellos muros parecían infranqueables, pero ella tenía que encontrar el modo de traspasarlos.
El coche se detuvo de pronto y Paula se dio cuenta de que habían llegado al hotel Crescent. El corazón se le aceleró cuando un botones uniformado bajó las escaleras y se acercó a la puerta del coche.
Pedro se giró hacia ella con los ojos brillantes y la mandíbula apretada. Tenía un aspecto remoto y frío y a Paula se le formó un nudo en el estómago.
–A menos que tengas algo que decirme, me despediré de ti ahora.
–¿Para que puedas volver con Daniela?
–Me dejaste muy claro que querías que así fueran las cosas, Paula.
¿Dónde estaba el hombre que había sido tan tierno en la isla? A pesar de su empeño en mostrarse fuerte, una lágrima le resbaló por la mejilla.
–Algo ha cambiado –dijo haciendo un esfuerzo.
Pedro apretó un puño sobre el regazo. Paula tuvo la sensación de que se había quedado muy quieto. Esperando a que ella siguiera, a que pronunciara las palabras que lo cambiarían todo. ¿Sospecharía algo?
La puerta se abrió y los sonidos de la calle se hicieron de pronto más fuertes. Un aroma fuerte, tal vez a curry, se coló en el interior del coche y ella se llevó de pronto la mano a la boca.
–¿Paula?
Todavía sonaba frío y distante comparado con la isla, pero su sequedad parecía haber disminuido un tono. No era mucho, pero sí lo suficiente para darle el empujoncito de valor que necesitaba. Paula se frotó las palmas húmedas en la tela del impermeable.
Y entonces las palabras salieron de su boca como si hubieran estado allí todo el tiempo esperando.
–Estoy embarazada, Pedro.
¿ME QUIERES? : CAPITULO 13
La tormenta se desató alrededor de la medianoche. El agua cayó con fuerza por la manta de plástico del improvisado refugio, despertando a Paula de su profundo sueño. A su lado estaba muy quieto Pedro, con la cabeza apoyada en una mano mientras miraba hacia el techo. Paula experimentó una punzada de deseo, pero trató de ignorarla. Pedro y ella habían terminado. Y era mejor así.
Estaban tumbados juntos bajo la manta para calentarse, pero no había calor entre ellos. Ya no. La idea provocó que se le formara un nudo en la garganta, un nudo que no fue capaz de tragar. Tal vez al día siguiente los rescataran. Y tal vez no volvería a verle nunca más. Pedro era un hombre de mundo y ella era una mujer sin rumbo. Volvería a su casa de Amanti y se encerraría en ella hasta que estuviera preparada para volver a enfrentarse al mundo.
Sin Pedro. Aquella certeza le dolió. Qué locura.
–Pedro –le llamó con voz entrecortada.
Él giró la cabeza hacia ella. Paula no pudo evitar extender la mano y acariciarle la mandíbula, deslizarle los dedos por el sedoso pelo.
Pedro se puso tenso. Paula esperaba que la rechazara, que la apartara de sí. Pero tras un instante gimió como si él tampoco fuera capaz de mantenerse firme frente a aquel abrumador deseo. Le tomó la mano y le depositó un beso en la palma. El calor la atravesó en grandes oleadas, provocando que le temblaran las piernas. Pedro la estrechó entre sus brazos.
–Te deseo, Paula. Maldita sea, todavía te deseo.
–Sí –jadeó ella–. Oh, sí.
La lluvia golpeaba las sábanas del refugio y caía hacia los lados, protegiéndoles en aquel lugar seco que era una isla dentro de la isla. No hablaron cuando se desnudaron e hicieron el amor. Se comunicaron con besos, con caricias, con el delicioso deslizar de un cuerpo contra otro. Pedro se las arregló para tomarla con furia y al mismo tiempo con ternura, y ella respondió del mismo modo.
Cuando todo terminó, se derrumbaron juntos y durmieron toda la noche hasta que se despertaron ante un cielo azul brillante, la fresca brisa del mar… y un barco anclado en la orilla.
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