viernes, 27 de febrero de 2015
¿ME QUIERES? : CAPITULO 8
El cuerpo de Paula estaba en llamas. Por la ira, el deseo y por muchos otros sentimientos que no podía contener. Pedro tenía razón, maldito fuera. No había amado de verdad a Ale. Pensaba que sí, pero estaba mucho más enfadada por el modo en que la prensa la retrataba que por no llegar a ser nunca la reina de Santina.
Y estaba enfadada con sus padres y con los Santina porque sentía que les había decepcionado al no haber conseguido atrapar el corazón de Ale. No le habían dicho nada al respecto, pero así lo sentía ella. Sabía cuáles eran sus esperanzas y sus sueños.
Y todo había quedado en ruinas.
Ale nunca le había dado una razón para pensar que la amaba, solo le había mostrado la cortesía que merecía su prometida. Fue ella la que llenó los huecos en blanco. Se tomó su aceptación del matrimonio acordado como una aprobación tácita de su futuro en común.
Qué ciega había estado. Pero ya se había cansado de ser obediente, de actuar como todos esperaban.
Pedro seguía apoyado en el tronco del árbol y la observaba con interés. Con algo más que interés. Como si ella fuera un postre al que deseara devorar. Como si fuera un vaso de agua fría en un día caluroso.
No era ninguna de esas cosas, pero le gustaba ver aquella expresión apasionada en su bello rostro. Nunca antes la había mirado nadie así. Ningún hombre había hecho que se estremeciera de aquel modo. Le tiraba la piel de todo lo que sentía, y creía que haría explosión si no hacía algo pronto.
Pero ¿qué? Le había dicho que quería sexo apasionado en aquel instante y así era, pero también le daba miedo. Miedo a dar el salto y estrellarse. Era como saltar sin red, porque iba contra todas sus creencias.
–Paula –murmuró Pedro con voz tensa.
Y ella supo entonces, antes incluso de pensar en lo que iba a suceder después, que la estaba rechazando. Pedro no la deseaba. No era atractiva a pesar de lo que le había dicho antes cuando tenía el cuerpo duro contra el suyo. Había sido una reacción provocada por la proximidad, no porque hubiera un deseo auténtico.
En cuanto al modo en que la miraba, estaba claro que no se le daba bien captar el significado que había tras su expresión. Se había equivocado. Completamente.
Sintió una nueva oleada de humillación. ¿De verdad era tan torpe, tan ciega? Se le llenaron los ojos de lágrimas de frustración y de ira. Pero prefería morirse antes que llorar delante de aquel hombre, antes de hacerle saber cómo le había dolido su rechazo.
–No puedo hacerlo –dijo Pedro–. No puedo aprovecharme de lo que me ofreces por mucho que quiera.
–No –le espetó ella con tono seco–. Por el amor de Dios, no me mientas.
Pedro adquirió una expresión angustiada.
–¿Crees que te estoy mintiendo?
Paula soltó una carcajada amarga.
–Por supuesto que sí. Ni siquiera te habías acostado cuando llamé a la puerta de tu habitación, o al menos no en tu cama.
Cuando deseas a una mujer la tomas, sobre todo si se te ofrece –se rodeó el cuerpo con los brazos y alzó la barbilla. Le temblaba el labio inferior–. Así que debo concluir que no me deseas.
Pedro soltó una palabrota.
–Estoy tratando de ser decente –murmuró entre dientes.
–¡No quiero que seas decente! –exclamó–. No quiero que pienses por mí ni me digas lo que debo hacer. Estoy cansada de eso, cansada de que todo el mundo crea que sabe mejor que yo lo que necesito.
–Estás actuando de forma impulsiva –gruñó él–. Y tú no eres así. Por el amor de Dios, piensa un poco. Yo no soy lo que tú quieres.
–¿Cómo te atreves? –le acusó Paula–. Tú eres el que me ha insistido desde que nos conocimos en que fuera yo misma, en que no me mostrara tan rígida.
–Paula…
–¡No! –gritó ella–. ¡No!
De pronto sintió que aquello era demasiado. Se dio la vuelta antes de que las lágrimas que estaba conteniendo se derramaran y salió corriendo hacia el mar. Había muy poca distancia, y enseguida estuvo saltando desde una pequeña roca al mar azul. Los pequeños cortes de los pies le ardieron, pero ignoró el dolor. Buceó y buceó poniendo a prueba los pulmones, dejando que le dolieran antes de darse la vuelta y subir a toda prisa a la superficie. El sol se filtraba
hacia las profundidades, provocando que el agua brillara. Allí abajo era todo quietud y silencio. Ojalá pudiera quedarse allí para siempre, en las profundidades del mar, donde el dolor no pudiera tocarla. Donde nadie la señalaría con el dedo ni se reiría de ella.
Siguió nadando hacia arriba y se dio cuenta de que había descendido más de lo que pensaba. La superficie no estaba muy lejos y sabía que llegaría a tiempo, pero unos brazos fuertes la rodearon y la elevaron hacia el cielo.
–¿Estás loca? –le preguntó Pedro cuando llegaron juntos a la superficie.
Paula aspiró con fuerza el aire y se llenó con él los pulmones.
Le sentó muy bien respirar después de tanto tiempo negándoselo. Era casi como aprender a vivir cuando te habías negado los principios básicos de la vida, como la pasión, el amor y el calor sexual.
Paula echó la cabeza hacia atrás y se rio. Eso era lo que se sentía al estar vivo. Al rebelarse. Ella no se había rebelado en su vida, nunca se había cuestionado su destino. Siempre había hecho lo que le decían, pero no había sido suficiente. Había fracasado en la única tarea que le habían encomendado.
No le importaba. Qué diablos, no le importaba. Y eso era muy liberador.
–¡Paula! –gritó Pedro agarrándola de los hombros y agitándola con fuerza.
Nadaron juntos, con las piernas rozándose. Cada rozamiento era como una llama en la piel de Paula.
–Suéltame –le pidió. No quería sentir su cuerpo, no quería recordar la vergüenza que acababa de pasar.
Ya había tenido suficiente vergüenza para toda una vida. Si la soltaba, podría flotar de espaldas, reírse de cara al sol y decirse que ya no le importaba nada.
–¿Por qué has hecho eso? –inquirió Pedro–. Podrías haberte hecho daño.
Ella se apartó el pelo de la cara y alzó la barbilla en gesto desafiante.
–Porque quería hacerlo. Porque nunca hago lo que quiero sino lo que quieren los demás –Paula apretó las mandíbulas–. Y ahora suéltame.
Los dedos de Pedro se le clavaron en las costillas. Era delicioso. Excitante.
–¿Tienes idea de lo guapa que te pones cuando te enfadas? –gruñó él.
A Paula le dio un vuelco al corazón.
–No, y no te atrevas a decírmelo –le soltó–. No me deseas. Me lo has dicho.
–Yo nunca he dicho eso –afirmó Pedro–. Nunca. Lo que no quiero es aprovecharme de ti.
Paula se rio sin ganas.
–¿Cómo vas a aprovecharte de mí si esto es lo que yo quiero?
A Pedro le brillaron los ojos. Tenía el pelo pegado a la cabeza y el rostro duro y perfecto. ¿Cómo había podido parecerle Ale guapo con Pedro en el mundo?
–No estás pensando con claridad –insistió él–. Estás reaccionando ante todo lo que ha pasado. No sería justo que tomara lo que me ofreces. ¿Te has olvidado de que esta mañana me has rechazado?
Paula se sonrojó. No, no lo había olvidado. Pero todo había cambiado en el espacio de unas horas. Estaba cansada de ser Paula la aburrida. Estaba dispuesta a ser, aunque fuera solo durante un tiempo, Paula la excitante, la que hacía lo que quería y no se arrepentía.
–Eres un arrogante –jadeó–. Estás convencido de que sabes lo que me conviene. Pero no lo sabes, Pedro. Yo decidiré lo que es mejor para mí a partir de ahora. ¿No es eso lo que tú me has dicho que debía hacer? ¿Cómo puedes decirme ahora que me equivoco?
La expresión de Pedro se endureció. Sus dedos la quemaron. Tenía la piel en llamas. Los pezones se le endurecieron cuando la atrajo más cerca de sí. Se dirigieron hacia las suaves rocas grises por las que se había lanzado.
Cerca había una larga franja de playa de arena blanca.
–Esto es distinto –aseguró Pedro.
–¿Por qué? ¿Porque soy virgen? ¿Porque te preocupa que te pida algo que no puedas darme?
Pedro pareció asombrado durante un instante y Paula supo que había dado en el clavo. En cierto modo le hacía daño, pero también resultaba liberador. Sí, Pedro Alfonso, el famoso playboy, tenía miedo de que la novia abandonada estuviera buscando un marido de reemplazo. Qué insultante.
Eso hizo que se sintiera osada. Lanzada como nunca.
Levantó las piernas y se las enredó en la cintura. A Pedro se le iluminaron los ojos con un brillo peligroso.
–Estás jugando con fuego.
–Tal vez quiera quemarme –era lo más irresponsable que había dicho en su vida, y se sintió libre al decirlo. Desafiante.
Pedro la atrajo hacia sí y flexionó las caderas contra ella. Paula contuvo el aliento y una corriente de frío helador amenazó con devolverla a la realidad. Estaba jugando con fuego, era cierto. Porque Pedro estaba duro, el bulto de su impresionante erección se clavaba contra la fina tela de sus braguitas. Paula tragó saliva. ¿Qué estaba haciendo? ¿De verdad era tan valiente? ¿Estaba preparada para eso? ¿Podría abandonarse durante unas horas en aquella isla y luego regresar a Santina, a Amanti, como si nada hubiera sucedido?
Tal vez. O tal vez no. Pero estaba decidida a averiguarlo.
Podrían haber muerto cuando el avión se estrelló en el mar.
Ella podría haber muerto sin conocer la pasión. Aquella idea la impulsó hacia delante más que ninguna otra.
–Estoy tratando de protegerte –afirmó Pedro con voz tirante–. No soy bueno, Paula. No te ofreceré nada permanente. Debes saberlo.
Paula pensó en él aquella mañana, con el esmoquin y el lápiz de labios rosa en el cuello. Era un playboy, un granuja, un hombre que vivía por y para el placer. Guiñaba el ojo, sonreía y las mujeres caían en su cama.
Pero tal vez por eso era el hombre adecuado para aquello.
Pedro sabía lo que hacía. Ella se sentía salvajemente atraída por él. Cuando les rescataran seguirían cada uno su camino y ella se concentraría en reconstruir su vida. Con quien quisiera y como quisiera. Era libre por primera vez en su vida. Libre de tomar sus propias decisiones. Y aunque era una de las cosas más aterradoras que había hecho en su vida, escogía a Pedro. Por el momento.
–¿Quién ha hablado de algo permanente? Yo solo quiero tu cuerpo. Nada más.
Pedro tenía una expresión torturada, pero las llamas de sus ojos crecieron todavía más.
–Paula –gruñó cuando ella volvió a apretar las caderas contra su cuerpo.
La sensación se apoderó de ella con aquel contacto. Si seguía flexionando las caderas y frotándose así contra él…
Pedro le rodeó la cintura con sus anchas manos y ella se dio cuenta de que se habían acercado a la orilla y ahora hacía pie.
–Te arrepentirás –afirmó Pedro–. Tal vez hoy me desees, pero mañana te arrepentirás de haberte entregado a alguien que no se lo merece. Resérvate para un hombre que te ame, Paula.
Ella echó la cabeza hacia atrás y soltó unas palabras en griego.
–Deja de intentar salvarme de mí misma –le pidió finalmente–. Soy una mujer adulta y ya es hora de que haga lo que quiera. Me he estado reservando para un hombre en concreto durante años. Y lo único que he conseguido ha sido dolor.
Pedro cerró los ojos y murmuró una palabrota. Y luego salió del agua con ella entrelazada, la depositó con cuidado sobre la arena húmeda y se colocó encima. Paula experimentó una sacudida de excitación al sentir su cuerpo sobre el de ella.
Alzó las caderas, su sexo ardía con un deseo dulce.
–Que Dios me ayude, no puedo decir que no –reconoció–. Soy un egoísta, Paula, y quiero lo que me estás ofreciendo. Recuérdalo más tarde.
–No me importa –susurró ella.
Los ojos de Pedro estaban oscurecidos y llenos de promesas. Paula tenía miedo, claro que lo tenía, pero también estaba dispuesta a vivir. A hacer algo por sí misma con independencia de lo que los demás pensaran.
Pedro se apoyó sobre un codo y con la otra mano le acarició la piel húmeda entre los senos. Y luego le sujetó la mandíbula y le echó la cabeza hacia atrás, descendiendo la suya tan lentamente que Paula sintió deseos de gritar.
–Voy a besarte, Paula. Como deberían haberte besado hace mucho tiempo.
Ella cerró los ojos y entonces sintió la boca de Pedro sobre la suya, sus labios cálidos y carnosos en los suyos. Le latió con fuerza el corazón. Fue un beso dulce, encantador. Todo lo que había soñado para su primer beso de verdad. Y sin embargo, sabía que había más, sabía que los besos podían volverse salvajes y apasionados y eso era lo que quería.
Quería que Pedro la besara como si se muriera por ella. Se movió debajo de él y Pedro emitió un gemido gutural tan sexy que Paula se derritió.
–Paciencia –le pidió él contra la boca.
–No –jadeó ella.
Pedro se rio y luego le deslizó la punta de la lengua por las comisuras de los labios. Paula se abrió a él y le rodeó el cuello con los brazos mientras Pedro le introducía la lengua en la boca
Sabía a sal y a menta y tenía la boca caliente en comparación con la frescura del agua. Besar a Pedro era una revelación, el despertar de mundos que sabía que existían pero que no había vivido en su propia piel.
Así que en eso consistía besar. ¿Cómo era posible que el cuerpo anhelara mucho más que la fusión de las bocas? ¿Cómo se podía sentir tanta excitación con algo tan sencillo? ¿Cómo se podía desear tanto lo que no se había tenido nunca?
Pedro le apartó la mano de la mandíbula y se la deslizó por el cuello hasta que le abrió los dedos sobre el pecho. Sus pezones eran dos picos puntiagudos, y cuando Pedro se dio cuenta de ello emitió aquel sonido que tanto le gustaba a Paula. Le deslizó el pulgar por la piel excitada y le provocó escalofríos de placer por todo el cuerpo. Si era tan sensible cuando la tocaba a través de la tela, ¿qué pasaría cuando le quitara el sujetador?
Pedro apretó su excitación contra ella, creando una sensación deliciosa cada vez que alguno de los dos se movía. Paula quería algo más que aquella sensación, quería perder el control. Quería hacerlo antes de que empezara a pensar demasiado, antes de recordar todas las razones por las que no debería hacer aquello. Estaba decidida a ser valiente, pero una vida entera de costumbres no terminaba con una única decisión.
El beso se hizo más apasionado. Pedro exigía más de ella y Paula le respondió con ansia, bebiendo sus besos como si fueran agua en el desierto. Él le quitó el sujetador de un seno y le acarició el pezón entre los dedos pulgar e índice mientras ella gemía y se arqueaba.
Pedro dejó de besarla y se inclinó sobre su seno, succionándole el tirante pezón entre los labios. El deseo resultaba explosivo. Cada tirón de su boca creaba un pico de placer en su sexo.
Las olas iban y venían, cubriendo la parte inferior de sus cuerpos, pero a Paula no le importaría ni que le cubrieran la cabeza siempre y cuando Pedro no dejara de hacer lo que estaba haciendo. Se dio cuenta de que le estaba sujetando con fuerza, con los dedos hundidos en su espeso y oscuro cabello. Él le quitó la copa del otro pecho y le succionó aquel seno también.
–Pedro –jadeó echando la cabeza hacia atrás en la arena.
El cielo estaba brillante y azul. El sol se estaba hundiendo en el horizonte y no faltaba mucho para el anochecer. Nadie había ido a buscarles y ella se alegraba.
Pedro se levantó bruscamente.
–Aquí no –dijo ofreciéndole la mano.
Ella la tomó y dejó que la levantara y la llevara hacia el refugio. Allí la tumbó sobre la manta que había colocado antes. Era una manta plateada, hecha de un fino material térmico, y Pedro se detuvo un instante y sonrió.
–¿Qué pasa? –preguntó ella con el corazón latiéndole salvajemente.
–Esto le da un nuevo significado a la frase «servido en bandeja de plata».
Paula le miró desconcertada.
–La manta es plateada como una bandeja. Y tú eres una delicia –se colocó encima de ella, cerniéndose sobre su cuerpo sin llegar a tocarla–. Y yo soy un hombre muy afortunado.
–Pedro, por favor… –dijo Paula cuando le puso la boca en el cuello.
Quería más. Y lo quería en aquel momento, antes de permitir que su cerebro tomara el control y lo estropeara todo.
–Todo a su tiempo, dulce Paula. Pero primero quiero que sepas que puedes parar esto cuando quieras –Pedro la miró con expresión seria–. Si tú dices «no», pararé al instante, ¿entendido?
Paula asintió. No quería decir que no, pero tenía que reconocer que no confiaba en sí misma lo suficiente como para estar tan segura. Saber que podía parar era un gran alivio. Pedro se inclinó para besarla otra vez y le puso la mano a la espalda. Un instante más tarde Paula sintió cómo se le soltaba el sujetador. Tuvo el repentino impulso de sujetarse la tela al cuerpo, de ocultarse, pero cuando Pedro se lo sacó por los brazos se dejó hacer.
–Eres demasiado perfecta –susurró antes de volver a reclamar su boca.
Los besos de Pedro se fueron haciendo más apasionados, más exigentes. Hacía bailar la lengua contra la suya en un ritmo que le provocó un creciente placer en el centro del sexo. El fuego se fue haciendo más intenso a cada beso.
Paula nunca había sentido algo así, aquella combinación de calor y dolor que la inundaba y le hacía buscar desesperadamente el alivio. ¿Cuándo entraría en su cuerpo y la llevaría al éxtasis?
Lo estaba deseando. Lo temía. Lo necesitaba.
Pero Pedro no tenía prisa. Le recorrió el cuerpo a besos, hacia abajo, lamiéndola del modo en que quería lamerle a él mientras ella se retorcía y gemía. Cada caricia era una revelación y la llevaba más y más alto hasta que estuvo dispuesta a suplicarle.
–Pedro –le rogó.
–Paciencia –le pidió él contra la piel–. Te prometo que no lo lamentarás.
Le deslizó la boca por el abdomen hundiéndole la lengua en el ombligo y luego le bajó las braguitas de las caderas y le abrió las piernas. Ella emitió un sonido de protesta sintiéndose de pronto avergonzada. Nunca antes se había abierto así a un hombre.
–¿Quieres que pare? –le preguntó Pedro mirándola con los ojos oscurecidos.
Paula supo que no le había resultado fácil preguntárselo.
Sonaba tenso. Cauto. Y a ella se le derritió el corazón.
Estaba muy guapo cernido sobre ella, con la barba incipiente y los ojos brillantes. La erección se le marcó contra la tela de los calzoncillos y Paula se quedó mirando aquella parte de su cuerpo, preguntándose cuánto le dolería aquella primera vez.
No quería mentirle.
–Quiero parar –dijo en voz baja. Los músculos de Pedro se tensaron. Paula supo en aquel instante que se pondría de pie, se marcharía y la dejaría en paz si eso era lo que ella de verdad quería–. Pero tengo más ganas de seguir que de parar.
–Ay, Paula –gruñó él.
Entonces se inclinó y la volvió a besar, deslizándole los dedos por el húmedo calor de entre las piernas. Luego le pasó el pulgar por el clítoris. La sensación se apoderó de ella. Había hecho aquello mismo ella sola, pero era distinto cuando se lo hacía él. Más intenso.
Los largos dedos de Pedro trazaron la forma de su sexo, acariciando cada parte: los henchidos labios mayores, los delicados labios menores, el pequeño bulto del centro en el que se concentraba todo el placer. La acarició una y otra vez, centrando todos sus esfuerzos en la zona más sensible.
Hasta que alcanzó el éxtasis con un grito. El cuerpo se le puso tenso entre sus brazos y las piernas le temblaron.
Gimió largamente y en voz alta y Pedro se bebió sus gemidos con la boca hasta que terminó.
–¿Bien?
Paula cerró los ojos, giró la cabeza para apoyarla en el brazo y asintió una vez. El calor se apoderó de ella, pero no supo si era el calor de la pasión o el de la vergüenza. No lo sabía y no estaba muy segura de que le importara.
Pedro jugueteó con las perlas que todavía le colgaban al cuello.
–Aún se pone mejor –se deslizó por su cuerpo y le tocó el sexo con la lengua.
–¡Pedro!
Él le abrió las piernas y la tomó con la boca. Estaba impactada. Había visto en aquel video la cara de la mujer cuando su amante le hacía exactamente aquello.
Era la gloria. La gloria pura. Cada terminación nerviosa estaba centrada en aquel único punto, que se iba haciendo más y más tirante hasta que llegó un momento en el que ya no supo si sería capaz de seguir soportando aquella dulce tortura.
Pedro no le daba cuartel. Le deslizaba la lengua sin cesar por la sensible piel, lamiendo y succionando hasta que la tensión se hizo insoportable.
–¡Pedro! –gimió estremeciéndose debajo de él. Todo el cuerpo se le convulsionó hasta que se quedó tumbada sobre la manta con las piernas temblorosas y el cuerpo inerte. Pensó que si no volvía a moverse, si se moría en aquel momento, sería feliz
Sentía como si se le disolviera el cuerpo, como si flotara en el vacío y, sin embargo, seguía inquieta e insatisfecha bajo la neblina del placer. Como si todavía no hubiera sentido todo lo que podía sentir.
Pedro se levantó y se alejó. Su maravilloso calor, la llama y la pasión desaparecieron. Asombrada, Paula se incorporó sobre los codos y le miró. Pedro le daba la espalda y no se movía, lo único que hacía era pasarse la mano por el pelo.
Estaba confusa.
–¿Pedro?
–No podemos seguir –le dijo él sin girarse para mirarla–. No podemos arriesgarnos a que te quedes embarazada.
Paula parpadeó. Y luego se puso de pie. Era consciente de su desnudez, pero el sol estaba ya muy bajo y había oscuridad entre los árboles. Y en aquel momento se sentía segura de sí misma y bella. Se acercó a él con osadía. No pudo evitar admirar su cuerpo. Era perfecto. Los músculos de la espalda se le tensaron cuando volvió a pasarse la mano por el pelo otra vez. Deseaba recorrerle cada rincón con los dedos, quería pasar horas descubriendo su tacto.
Pedro era muy sexy. Muy masculino. Y un hombre decente.
¿Decente? No le habría descrito así unas horas antes.
Le puso una mano en los fuertes bíceps, sintió el nudo de músculos calientes bajo las yemas de los dedos. Sintió la corriente que pasó entre ambos. Era una sensación extraña a la que, sin embargo, estaba empezando a acostumbrarse.
Nunca había experimentado una química así con Ale, pero tal vez se debiera a que con él siempre se había mostrado rígida y controlada.
Con Pedro no. Al menos no en esos momentos.
–No pasa nada –dijo con el corazón latiéndole a toda prisa–. He empezado hace seis meses a tomar la píldora.
¿ME QUIERES? : CAPITULO 7
Pedro estaba descolocado y eso le resultaba desconcertante. Normalmente sus relaciones eran simples aventuras con mujeres que sabían a qué atenerse con él.
Era un monógamo en serie. Sus aventuras duraban días o semanas o, en algunos casos, meses. No había enamoramiento ni finales felices. No creía en ellos. Había crecido en casa de Omar Alfonso, donde las relaciones de su padre con varias mujeres eran algo habitual. Pedro suponía que sería posible amar a una mujer para siempre, pero no para un Alfonso. Lo más cerca que había estado de tener una relación estable fue con Jesica Monroe, y aquello terminó en desastre cuando ella quiso más de lo que él podía darle.
El matrimonio y los niños no eran para él, y no haría como Omar, no intentaría hacer algo para lo que estaba genéticamente negado. Así les ahorraría a sus posibles hijos la vergüenza de tener por padre a un Alfonso.
Dios, Paula. Era inocente y tremendamente sexy, aunque no fuera consciente de ello. Pedro la deseaba tanto que le costaba trabajo evitar que su cuerpo reaccionara. No podía hacerla suya. Se obligó a recordarlo cuando la miró. Era demasiado inocente para verse metida en una tórrida aventura, porque no sabría que se trataba únicamente de una aventura.
Si le hacía el amor, Paula querría que fuera para siempre.
Pensó que eso era lo que iba a conseguir del príncipe Alejandro y por eso encaminó toda su vida hacia aquella meta. ¿Cómo iba a cambiar su forma de pensar solo para satisfacer los deseos más primitivos de Pedro?
No podría hacerlo, y él no la tocaría por mucho que lo deseara.
Montaron el refugio y Pedro se llevó la ropa para tenderla al sol. Por una vez deseó que volvieran a estar vestidos lo antes posible. No es que no supiera apreciar a una mujer bella en ropa interior, pero Paula era tan inocente que se sentía como un malnacido por mirarla con avidez. Por desearla. Y desde luego que la deseaba. Quería llenarse las manos con sus curvas, deslizarle los tirantes del sujetador de encaje rosa por los hombros y cubrirle los montículos de los senos con las manos. Quería ver aquellos pezones puntiagudos que estaba sintiendo contra su cuerpo y luego quería saciarse de ella. Quería deslizar la boca por la dulce piel de su vientre y bajarle las braguitas antes de abrirle la delicada feminidad e introducir la lengua en la húmeda costura de su sexo.
Quería que Paula alcanzara el éxtasis, que gritara su nombre. Quería darle todo lo que se había perdido y quería marcarla como suya cuando lo hiciera. Pero no podía hacerlo. No sería justo para ella. Era vulnerable y sensible, y no podía aprovecharse de ella. Cuando le había parecido que no era más que una reprimida a la que su prometido había abandonado, pensó que un poco de diversión sexual era justo lo que necesitaría.
No era tan mala persona como para seducir a una virgen inocente a la que nunca habían besado. Tenía conciencia, aunque muchos creyeran lo contrario.
–¿Cuánto tiempo crees que tardarán en encontrarnos? –le preguntó Paula interrumpiendo sus pensamientos.
Pedro la miró y al instante se lamentó. Las entrañas se le retorcieron por el deseo. Tenía el pelo largo y castaño y se lo había peinado con la mano antes de que se le secara, por lo que lucía una melena revuelta que le pegaba mucho más que los moños que se hacía. Quería deslizarle los dedos por el pelo, hundirlos en él y echarle la cabeza hacia atrás mientras capturaba su boca.
Su cuerpo respondió. La sangre se le agolpó en la entrepierna. Maldición, ¿acaso tenía dieciséis años otra vez y no podía ejercer un poco de control sobre sí mismo? Pedro se encogió de hombros con fingida naturalidad.
–Dudo que nos empiecen a buscar hasta dentro de unas horas.
Ella frunció el ceño.
–Temía que dijeras eso.
–No nos pasará nada, nena –aseguró Pedro con ligereza–. Tenemos comida, agua y un refugio. Todo lo que necesitamos.
Paula apartó la cabeza. El pelo le cayó por el hombro y le acarició uno de los hermosos senos. En aquel momento Pedro tuvo celos de su melena.
–No es eso lo que me preocupa.
Pedro tardó unos instantes en entender a qué se refería. Al principio pensó que le preocupaba estar a solas con él, pero luego se dio cuenta de que era algo más significativo para el mundo de Paula. Algo mucho más retorcido. Se trataba de la impresión que causaría el hecho de que estuviera a solas con él.
–Paula, no puedes pasarte la vida con miedo a lo que los periódicos sensacionalistas puedan decir.
Entonces ella se giró para mirarle con sus ojos verdes como el jade echando chispas.
–¿Qué sabes tú de esto? Eres un hombre, y eso te convierte en un dios por tus hazañas. Yo solo obtendría desprecio por hacer lo mismo. Si se enteran de que estoy aquí a solas contigo…
Pedro contuvo las ganas de soltar una palabrota.
–¿Tienes pensado pasarte la vida así? ¿Crees que si eres lo suficientemente buena te dejarán en paz?
Ella se le quedó mirando con rabia. Con miedo.
–Yo… yo…
Pedro quería que se resistiera, que no le importara un pimiento, pero sabía que no podía hacer nada. Ese era su estilo, no el de Paula. ¿Le habría importado tanto a su madre? Seguramente sí, porque guardó los artículos. Pero había sobrevivido, igual que él sobrevivió a la atención de la prensa más adelante, tras la muerte de su madre.
–No funciona así, Paula. Lo que importa es lo que haga vender periódicos y revistas. Alejandro, Alicia y tú sois la sensación del momento. Tú siempre serás la pobre novia que se quedó sin novio. Siempre. Depende de ti cómo decidas lidiar con ello.
Paula tragó saliva.
–¿Cómo?
¿Cómo? Le parecía absurdo que le pidieran consejo sobre cómo lidiar con la prensa ya que a él nunca le había importado lo que dijeran, pero se dio cuenta de que Paula se lo preguntaba muy en serio. Creía que él tenía la respuesta, ya que su familia era carne de imprenta. Gracias a su padre.
A Omar no le importaba lo que dijera la prensa siempre y cuando hablaran de él. Pedro pensaba que su mayor miedo era volverse irrelevante. Mientras los periódicos escribieran sobre él, Omar sentía que estaba haciendo bien las cosas.
Pero para Paula aquello no funcionaría. No quería ni necesitaba atención. No la buscaba.
Pedro dejó escapar un suspiro. Le dijo lo único que sabía cómo decirle.
–Siendo feliz. Viviendo tu propia vida. Negándote a cumplir el estándar que crees que se espera de ti. Eres Paula Chaves y eres libre de ser quien quieras. Lo cierto es, dulce Paula, que nada de lo que pensabas que ibas a ser va a ser posible ya.
A ella le brillaron los ojos con rabia y dolor.
–Lo sé.
Pedro apretó los puños a los costados para evitar acercarse y estrecharla entre sus brazos. ¿Por qué sentía aquella necesidad tan fuerte de proteger a esa mujer? La deseaba, eso no era nada extraño en él. Pero ¿querer resguardarla del dolor? Aquello era un territorio completamente desconocido y no estaba muy seguro de cómo enfrentarse a él.
Debía ser por su madre, porque nunca había olvidado cómo debió ir guardando aquellos artículos año tras año. ¿Los releería o se habría limitado a conservarlos? Nunca lo sabría. No podía soportar la idea de que Paula sufriera en el futuro por lo que la prensa publicara.
–Entonces haz lo que tú quieras –le dijo con firmeza tratando de infundirle fuerza–. Deja de tratar de complacer a los demás. Sé la dama dragón que estoy seguro que puedes ser.
Paula bajó la vista.
–Mi madre es la mejor amiga de la reina Zoe. ¿Lo sabías?
No lo sabía. Y eso hacía que las cosas fueran todavía más feas.
–No.
–Llevan planeando esta boda desde que éramos niños. Querían unir a las dos familias. Siempre he sido la novia de Ale, incluso cuando era una niña de seis años que jugaba con muñecas. Estaba predestinada.
La idea hizo enfurecer a Pedro. No estaba bien que alguien le hubiera dicho a una niña tan pequeña que aquel era su destino y no otro. Nunca le habían permitido escoger por sí misma, solo podía ser la esposa del príncipe Alejandro. Todo lo que había hecho estaba encaminado a prepararse para aquella vida. Ahora lo veía.
Y todo había quedado en nada cuando Alejandro conoció a Alicia. Pedro quería a su hermana y le deseaba toda la felicidad del mundo, pero en aquel momento estaba furioso con Alejandro, un hombre que no había dudado en abandonar a su prometida. Y estaba furioso con los Santina y con los Chaves.
–Lo que hicieron contigo estuvo mal, Paula. Tendrían que haberte permitido escoger por ti misma.
Ella dejó escapar un suspiro mientras se pasaba los dedos por el pelo en un gesto increíblemente sexy. Aunque seguro que no era consciente de ello. Pedro sintió un doloroso tirón en la entrepierna.
–Tal vez. Pero así fue como me educaron. Nuestras madres lo planearon cuando éramos muy pequeños. Nunca supe por qué, aunque creo que mi madre y la reina Zoe pensaban que era la manera perfecta de asegurar la pureza de la dinastía Santina.
–¿Pureza? Pero ¿tu padre no es griego?
–Sí, pero mi madre es de Santina. Aunque no creo que se refirieran a ese tipo de pureza. Es más bien un asunto de tradición. Puede que alguien de otro país no cumpla con las expectativas. Como te habrás dado cuenta, son muy tradicionales. Para mis padres supuso un honor que yo fuera escogida como futura reina.
–Y nunca se te ocurrió objetar –afirmó Pedro.
Paula se encogió de hombros.
–¿Por qué iba a hacerlo? Una niña criada para ser reina no pondría objeciones –sacudió la cabeza–. Cambiarlo todo ahora, hacer lo que yo quiera, como tú dices, es como estar aquí atrapada contigo. No es en absoluto lo que esperaba.
–¿Y esperabas estar aquí en ropa interior? –bromeó Pedro aunque no tenía ganas de bromas–. Qué experiencia tan singular, dulce Paula. Imagínate lo que podrás contarle a tus nietos.
Paula clavó la mirada en él y Pedro quiso morderse la lengua. No era el momento de mencionarle la descendencia a una mujer que pensaba que algún día le daría un heredero al trono de Santina.
–Creo que me limitaré a ver cómo se desarrolla el hoy antes de empezar a pensar en el futuro –murmuró Paula.
Pedro se recostó en el tronco de un árbol y la observó. Era elegante y delicada incluso en ropa interior. Tendría que haber sido reina. Era la mujer perfecta para serlo.
–¿Tú le querías, Paula?
Sus ojos verdes le miraron brillantes. El deseo que mantenía a raya volvió a cobrar vida, pero de una forma dolorosa porque no podría saciarlo.
Y sin embargo, Paula le atraía. Sus ojos, la piel, el cabello oscuro y largo. Su presencia. La mujer herida que había bajo los trajes abotonados hasta el cuello le atraía de un modo que no dejaba de sorprenderle.
Pedro siempre conseguía lo que quería porque no paraba hasta ganar. Pero esa vez era distinto. Esa vez tenía que retirarse en lugar de lanzarse a la conquista.
–Eso ya me lo has preguntado antes –murmuró ella. Pero no apartó la vista como había hecho unas horas antes.
–Y no me respondiste –replicó él.
Paula se mordió el labio inferior y una descarga de deseo atravesó el cuerpo de Pedro. Quería morder aquel labio.
Estaba tan apetecible con aquella ropa interior rosa y las perlas… Nunca había vivido nada parecido, verse atrapado en una isla desierta con una virgen.
–Lo estuve –dijo ella finalmente–. O creía que lo estaba. Cuando te pasas la vida preparándote para casarte con alguien, empiezas a creer que le amas.
Era una respuesta y al mismo tiempo no lo era. A Pedro le resultó extrañamente frustrante.
–¿Qué sientes ahora que va a casarse con mi hermana? ¿Qué te molesta más, haberle perdido o que la prensa no te deje olvidar el tema?
Paula se lo pensó un instante antes de responder.
–Creí que esos sentimientos estaban mezclados pero tal vez no sea así, porque no odio a Alicia. Y no odio el hecho de que Ale vaya a casarse con ella. Lo que odio es lo que eso supone para mí, sentir que he perdido tanto tiempo preparándome para algo que no va a suceder.
Se puso de pie de un salto y Pedro pensó que parecía una amazona. Una amazona menuda pero al mismo tiempo fiera. Paula era feroz y apasionada. Lo ocultaba bajo los trajes y las perlas, pero era una guerrera. Una dama dragón.
Los ojos le echaron chispas. Y luego dijo varias palabrotas en griego. Pedro se reclinó y observó la escena, asombrado y excitado ante aquel despliegue de pasión. Dios, si no fuera virgen, arderían juntos. Pauls sabría dónde se metía y él no se sentiría en absoluto culpable por aprovecharse de su
apasionada naturaleza.
–Estoy harta de que nadie piense en mí –afirmó–. Estoy cansada de hacer lo que se espera de mí, de intentar ser la mejor en todas las tareas que se me encargan. Estoy harta de soportarlo todo con una sonrisa serena –se llevó las manos al pecho–. Y estoy harta de ser una persona fría a la que ningún hombre quiere tocar. Quiero pasión, Pedro. Quiero amor y sexo ardiente. Lo quiero todo. Y lo quiero ahora.
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