jueves, 26 de febrero de 2015

¿ME QUIERES? : CAPITULO 5




El avión se agitó y a Paula se le subió el corazón a la boca. 


Lo que iba a decir se le olvidó al ver el gesto concentrado de Pedro.


–¿Qué pasa?


–Estamos perdiendo presión –respondió él sin mirarla mientras apretaba unas teclas.


El avión volvió a dar otra sacudida y el motor hizo un ruido agudo que le puso los nervios de punta.


–¿Qué significa eso? –necesitaba saberlo. No le gustaba sentir que no tenía el control. Estaba sobrevolando el Mediterráneo en avión y no había nada que pudiera hacer para solucionar el problema que hubiera.


Pero eso no significaba que fuera a quedarse allí sentada a esperar lo peor.


–Significa que hay un problema de fuga. Tenemos que aterrizar antes de que nos quedemos sin combustible.


–¿Aterrizar? ¿Dónde? –Paula escudriñó el horizonte y solo vio agua. El estómago le dio un vuelco–. Pedro, aquí no hay nada.


Pedro comprobó el navegador con los dedos flexionados en los mandos.


–Estamos demasiado lejos de Amanti –dijo finalmente concentrándose en la pantalla–. Pero hay otra isla a unos kilómetros de aquí.


¿Otra isla? Paula no sabía de cuál se trataba, pero empezó a rezar fervientemente para que lograran llegar. El avión volvió a zarandearse y el motor petardeó. Se agarró al asiento de piel con tanta fuerza que le dolieron los dedos.


–¿Vamos a morir?


–No –afirmó él con rotundidad.


Ella sintió un cierto consuelo, pero las dudas la asaltaban. 


¿Y si se equivocaba? ¿Y si solo quería tranquilizarla? Tenía que saberlo.


–Dime la verdad, Pedro, por favor –le pidió incapaz de soportarlo un instante más.


Los ojos de Pedro brillaban con determinación cuando la miró. ¿Cómo era posible que el corazón le diera un vuelco al mirarle cuando la situación era tan grave? ¿Cómo podía sentir aquel calor entre las piernas en un momento así?


Porque se arrepentía de cosas, por eso. Porque se había reservado durante años para un marido que la había abandonado antes incluso de casarse. Ahora que tal vez iba a morir, lamentaba no haber vivido una pasión, aunque fuera solo por una noche.


Pedro la miraba con tal intensidad que casi se olvidó de dónde estaba, de lo que estaba ocurriendo.


–Si encontramos la isla, estaremos a salvo.


Paula deseaba creerle, pero no podía limitarse a aceptar sus palabras sin más.


–Pero ¿y si no hay ningún sitio donde aterrizar?


–Sí hay donde aterrizar –insistió Pedro–. Mira a tu alrededor.


No había más que azul hasta donde alcanzaba la vista. Paula boqueó al darse cuenta de lo que quería decir.


–¿En el mar?


–Sí. Ahora ponte el chaleco salvavidas. Y agarra esa bolsa naranja que hay detrás de mi asiento.


–Pero Pedro… –el pánico se apoderó de ella al pensar en verse a la deriva en el mar. Y eso si sobrevivían al impacto. 


Oh, Dios mío.


–Confía en mí, Paula –le pidió él–. Agarra la bolsa. Ponte el chaleco salvavidas.


–¿Y tú?


–Agarra también el mío. No puedo ponérmelo todavía, pero lo haré.


Paula se quitó el cinturón de seguridad y encontró los chalecos salvavidas. Se puso el suyo con dedos temblorosos, agarró la bolsa naranja que le había dicho y volvió al asiento con todo. Pedro estaba diciendo algo por los cascos, pero al parecer no estaba obteniendo la respuesta que buscaba.


–No –dijo Pedro cuando ella trató de volver a sentarse–. Siéntate detrás de mí. Será más seguro cuando impactemos.


Paula vaciló un instante antes de colocarse a su lado y ponerse el cinturón.


–Quiero estar aquí contigo –afirmó–. Insisto.


No esperaba que lo hiciera, pero Pedro se rio.


–Una dama valiente –dijo–. Ahí lo tenemos.


Paula entrecerró los ojos y miró a lo lejos. Un pequeño montículo gris se alzaba en el mar y se hacía más grande cuanto más se acercaban. Por allí había muchas islitas, algunas de las cuales estaban habitadas y otras no. 


Cualquier esperanza de que esta fuera una de las habitadas desapareció en cuanto vio el tamaño.


Era larga, estrecha y rocosa, con una zona verde a un lado y una playa de arena blanca al otro.


–No hay donde aterrizar –dijo.


–Voy a descender –aseguró Pedro–. Puede que sea algo brusco.


Fue la única advertencia que le hizo cuando bajó el morro del avión e inició el descenso. A Paula se le puso el estómago del revés cuando el aparato cayó del cielo. El sudor le perló la frente. El corazón le cayó en picado mientras el mar se iba haciendo cada vez más grande, a cada minuto.


El motor petardeó y gimió y a Pedro se le volvieron blancas las manos apretando los mandos. Pero el avión seguía bajando de un modo controlado. Paula se agarró a las perlas y tiró con fuerza de ellas, regañándose a sí misma por hacerlo. Aquel no era el momento de romperlas. Habían pertenecido a su abuela, era el único vínculo que le quedaba con la mujer que más había admirado.


Pedro –murmuró indefensa mientras seguían cayendo. Le puso la mano en el hombro y se lo apretó. Tenía la esperanza de estar trasmitiéndole fuerza y coraje, pero le daba la sensación de que no necesitaba ninguna de las dos cosas. No, era ella la que los necesitaba y Pedro quien se los estaba dando.


No podía hacer nada más que estar allí sentada y observar, impotente, cómo la isla se iba haciendo más grande. Se dio cuenta de que había unos cuantos árboles, un conjunto verde que podría proporcionarles refugio. Y podrían recoger agua fresca si es que llovía.


Pero primero tenían que sobrevivir al aterrizaje. «Cada cosa a su tiempo», se dijo. Estaba tan acostumbrada a planearlo todo que no podía evitar hacerlo.


–Prepárate para el impacto –le dijo Pedro guiando el avión peligrosamente cerca de la isla.


Paula cerró los ojos en el último momento y se agarró al asiento con todas sus fuerzas. Experimentó tantas sensaciones que no fue capaz de procesarlas todas: miedo, arrepentimiento, tristeza, amor, pasión… La cabeza se le fue hacia atrás cuando el avión cayó sobre el agua con fuerza. 


Se deslizó por la superficie antes de detenerse bruscamente. 


Si no hubiera sido por el cinturón, habría salido despedida hacia delante. Hubo un momento de completo silencio mientras el avión se agitaba entre las olas. Paula tenía el corazón en la boca. ¿Cómo iban a salir de allí con tanto movimiento? Cuando se quitó el cinturón trató de avanzar hacia delante pero se iba para atrás.


–No tenemos mucho tiempo –dijo Pedro desabrochándose el cinturón y corriendo a abrir la puerta.


–El chaleco –Paula se lo arrojó con mano temblorosa.


Pedro lo agarró y lo lanzó por la puerta antes de atraerla hacia sí. Paula apenas tuvo tiempo de registrar las sensaciones que la atravesaron cuando se apretó contra su duro cuerpo antes de caer al mar.


El agua resultó un impacto, no porque estuviera demasiado fría sino porque se mojó allí donde antes estaba seca. El chaleco salvavidas impedía que se hundiera, pero el agua le pasaba por encima de la cabeza. Paula tragó agua y Pedro aterrizó a su lado con la bolsa naranja colocada al hombro.


–Tu chaleco salvavidas –le dijo. Estaba flotando a lo lejos y trató de agarrarlo.


–No lo necesito –aseguró él con firmeza–. ¿Puedes nadar hasta la isla?


Ella se giró y vio la orilla a unos metros de distancia.


–Por supuesto –afirmó con el corazón latiéndole con fuerza dentro del pecho al empezar a entender lo que había pasado.


Se habían estrellado en el Mediterráneo. El avión se balanceaba al lado de ellos. El olor a sal mezclado con combustible se apoderó de sus sentidos.


–Tenemos que irnos ya –dijo Pedro–, antes de que nos sumerjamos en combustible.


Empezó a nadar hacia la isla. Ella le siguió sin dificultad y cayó de rodillas en la orilla a su lado. Todavía tenía el pelo recogido en un moño rígido, pero se le habían salido algunos mechones que le rodeaban el cuello como tentáculos. 


Seguramente se le habría corrido el maquillaje y…


¡Se había dejado el bolso! Se giró y empezó a nadar otra vez, pero unos brazos fuertes la agarraron por detrás.


–¿Adónde vas?


–El bolso –dijo ella–. El teléfono, la documentación…


–Es demasiado tarde –aseguró Pedro.


–No, no lo es –señaló. El avión estaba todavía flotando encima del agua, pero el morro había empezado a hundirse. 


No tardaría demasiado en ir y volver.


–Es demasiado peligroso, Paula. Aunque el avión no estuviera hundiéndose, todavía está soltando combustible. Además, ¿tenías algo irremplazable en el bolso?


Quería decirle que sí, que por supuesto. Pero lo que hizo fue aflojar un poco la fuerza con la que le estaba agarrando.


–No, nada irremplazable –solo el lápiz de labios, el desinfectante de manos, las pastillas para el dolor de cabeza y el teléfono con el calendario y todos sus eventos.


Eventos que últimamente escaseaban. Las invitaciones habían descendido desde que Ale la dejó.


Paula contuvo una risa histérica. ¿Se habían estrellado en el Mediterráneo y a ella le preocupaba su agenda? Tenía que pensar en la supervivencia, no en los compromisos sociales.


Pedro la sostenía. Paula fue siendo consciente poco a poco de su calor, de la solidez de su cuerpo. Los dos estaban empapados, y se preguntó por un instante por qué el agua que los empapaba no entraba en ebullición.


Puso la mano en la que Pedro tenía bajo el chaleco salvavidas, la quitó y se apartó de él. Pedro la miró con una intensidad de láser que le provocó un nudo en el estómago.


Un calor líquido le recorrió el cuerpo, los huesos. Se quitó con manos temblorosas el chaleco salvavidas porque necesitaba hacer algo, algo para lo que no tuviera que mirar a Pedro.


Él tenía la camisa pegada al pecho, marcándole el torso musculoso. La noche anterior no lo había distinguido con el esmoquin, pero Pedro tenía un cuerpo espectacular. Recordó que su padre había sido un jugador de fútbol famoso, y daba la sensación de que Pedro también entrenaba mucho. Tenía la forma física de un atleta.


–Tenemos que encontrar refugio –dijo él.


A ella se le formó un nudo en el pecho. Estaban atrapados y solos, sin ayuda para regresar a casa.


–Podrás contarle a alguien lo que nos ha pasado, ¿verdad? –le preguntó–. Pronto nos buscarán.


Pedro mantuvo una expresión inalterable.


–Estamos fuera del campo de radio. He activado la radiobaliza del avión. Sabrán dónde hemos caído aproximadamente, pero tardarán algún tiempo porque todavía no nos estarán buscando.


Paula se giró hacia el avión.


–Si tuviera mi móvil…


–Daría lo mismo –afirmó él–. No hay antenas aquí.


Necesitarías un teléfono con satélite para poder llamar.


–Así que estamos atrapados.


–Por el momento sí –respondió él colocándose la bolsa naranja al hombro.


–¿Cuánto tiempo estaremos aquí,Pedro?


Él se encogió de hombros.


–La verdad es que no lo sé. Por eso tenemos que encontrar refugio.


–Pero, ¿y la comida? ¿El agua? ¿Cómo sobreviviremos sin agua?


Pedro la miró largamente.


–Tenemos suficiente agua para un par de días si la racionamos. Todo está en la bolsa.


Paula parpadeó.


–¿Tienes agua?


–Es un kit de emergencia y supervivencia, nena. Hay un poco de todo. Comida seca, cerillas, combustible, mantas… lo suficiente para sobrevivir unos días en un sitio hostil –se giró y empezó a caminar hacia el otro extremo de la isla, donde ella había visto el grupo de árboles.


Paula fue tras él tambaleándose. Estaba descalza porque había perdido los zapatos en el mar. Sintió una momentánea punzada de dolor por los bonitos zapatos, que sin duda reposarían ya en el fondo marino, aunque aquella era, sin duda, la menor de sus preocupaciones.


Había rocas en gran parte del camino, pero avanzó detrás de Pedro y no dijo ni una palabra cuando las rocas le cortaron los pies. Se quedó atrás pero no le llamó a gritos.


¿Para qué iba a hacerlo? No desaparecería. La isla era pequeña y sabía hacia dónde se dirigían. Hubo un momento en que él miró hacia atrás y se detuvo al ver que no estaba justo detrás. Frunció el ceño cuando la vio acercarse y clavó la mirada en sus pies.


–Has perdido los zapatos.


–No me iban a servir de mucho aquí –afirmó Paula–. Tenían unos tacones de doce centímetros.


Su única concesión a lo poco práctico.


Pedro salvó la distancia que había entre ellos, le pasó un brazo por debajo de la rodilla y la levantó en brazos antes de que ella se diera cuenta de cuál era su plan.


–¡Bájame!


Tenía el rostro muy cerca del suyo. Demasiado cerca. Oh, Dios. Quería inclinar la cabeza, hundir el rostro en la cuna de su cuello y aspirar su aroma. Y luego lamerle.


Una oleada de calor la atravesó. El ardiente sol mediterráneo les golpeaba desde lo alto, pero no era el sol lo que la hacía derretirse.


–Te bajaré cuando hayamos pasado la zona de rocas –afirmó Pedro–. No quiero que te cortes los pies.


–Demasiado tarde –replicó ella.


Él la miró fijamente con sus preciosos ojos color café. Había calor en ellos y también algo oscuro e intenso. Algo tan primitivo que la asustó.


–Deberías habérmelo dicho antes.


–Ya llevas la bolsa –afirmó Paula.


El corazón le latía con fuerza dentro del pecho. ¿Por qué la afectaba tanto Pedro? No le convenía en absoluto. Era la clase de hombre que debería evitar, y sin embargo despertaba en ella cosas que nunca hubiera esperado.


–No pesas mucho más que la bolsa –aseguró él–. Si me canso, dejaré de cargar con una de las dos. De verdad –le guiñó un ojo y se dirigió otra vez hacia los árboles.


Paula se agarró a él. Se sentía avergonzada, agradecida y extrañamente excitada. Tenía que rodearle el cuello con los brazos, tenía que apretar la cara contra la suya. Los dedos de Pedro se extendieron por su caja torácica, peligrosamente cerca de sus senos, y Paula contuvo el aliento durante un largo instante.


¿La tocaría? ¿Quería que lo hiciera? ¿Qué le diría si lo hacía?


Pero llegaron a una zona de arena y Pedro volvió a dejarla en el suelo. Paula trató de no sentirse decepcionada mientras él se alejaba. Le gustó sentir la arena en los pies, cálida en la parte superior y fresca si hundía los dedos. Fue tambaleándose tras Pedro y llegó a su altura justo cuando alcanzaron los árboles.


Allí se estaba más fresco y el suelo era firme y, en cierto modo, arenoso. Pedro siguió andando hasta que encontró un sitio que le gustó. Entonces dejó la bolsa en el suelo y la abrió. Paula observó maravillada cómo sacaba una gran cantidad de objetos: cortinas de plástico con ojales para colgar, un cuchillo, una soga… luego se puso de pie y empezó a quitarse la camisa mojada del cuerpo.


Si a Paula le había parecido que la camisa azul marino le moldeaba el pecho, no sabía lo que era moldear hasta que vio a Pedro con la camiseta blanca mojada y los vaqueros. 


Pero entonces se quitó la camiseta y dejó el pecho bronceado al descubierto. Paula dejó caer la mirada y la detuvo sorprendida. Tenía el tatuaje de un dragón en el abdomen. Tragó saliva. Y se dio la vuelta. Buscó automáticamente las perlas con la mano, aliviada al comprobar que seguían allí.


–¿Te pongo nerviosa? –le preguntó Pedro a su espalda.


Paula percibió la burla en su voz. Se giró muy despacio y se apartó la mano del cuello con gesto pausado.


–Por supuesto que no –aseguró.


Él le guiñó el ojo.


–Me alegro. Porque me temo que lo siguiente son los vaqueros, nena. No podemos dejarnos la ropa mojada puesta.


Paula contuvo el aliento cuando los largos dedos de Pedro se desabrocharon el botón de los vaqueros. No podría haber apartado la vista ni aunque su vida dependiera de ello. Deslizó los dedos por la cinturilla de los pantalones y tiró de ellos hacia abajo. A Paula le dio un vuelco al corazón cuando aparecieron los huesos de las caderas y luego el elástico de la ropa interior, en el que estaba escrita la marca Armani.


Pero se olvidó de todo cuando deslizó los vaqueros por aquellas piernas largas y fuertes, dejando al descubierto la piel bronceada y varios kilómetros de músculo. Paula no podía respirar. No le llegaba el aire a los pulmones. Nunca había visto un hombre tan guapo, tan fuerte y musculoso como aquel.


El día no podía ser más surrealista. Unos minutos atrás eran dos desconocidos completamente vestidos. Y ahora estaban atrapados en una isla juntos y Pedro se estaba quitando la ropa.


–Sigue mirándome así, nena, y el espectáculo se pondrá más interesante –dijo él en tono sensual.


Paula se estremeció.


–No es la primera vez que veo un hombre desnudo –afirmó resoplando por la nariz–. No me impresionas.


Era solo una mentira a medias: había visto hombres desnudos en vídeo, no delante de ella con un aspecto tan sexy y vivo que le dolía físicamente mirarle. Era como si Pedro estuviera en bañador, pero ella se estaba derritiendo por dentro como nunca le había sucedido al ver a los hombres en la piscina.


–¿De verdad? –preguntó él.


–Sin duda –pero a Paula le temblaban las piernas.


Pedro sacudió la cabeza y se rio suavemente.


–Adelante entonces. Quítate la ropa mojada y ayúdame a construir este refugio.


Ella se quedó paralizada en el sitio. ¿Quería que se quitara la ropa? No había pensado en ello, pero ahora le parecía que el traje empapado le apretaba de forma incómoda. 


Sentía la piel fría bajo la tela.


Pedro se le acercó y empezó a bajarle suavemente la chaqueta por los hombros.


–Vamos, Paula, no pasa nada, has pasado por un shock. Vamos a quitarte esta ropa mojada. La pondré al sol y se secará enseguida. Te prometo que enseguida podrás protegerte otra vez con tu remilgada ropa.


–Mi ropa no tiene nada de malo –protestó ella. Pero le dejó que le quitara la chaqueta.


–Nada en absoluto –reconoció Pedro.


–Entonces ¿por qué lo dices? –Paula se apartó de él en cuanto se quedó sin chaqueta y cruzó los brazos sobre los senos. ¿Cómo iba a quitarse la camisa y la falda? ¿Cómo iba a quedarse delante de él en braguitas y sujetador?


Pedro suspiró.


–Porque eres preciosa. Tu ropa debería mostrar tu belleza, no esconderla.


–Yo no escondo nada –protestó ella con el corazón latiéndole con fuerza por el cumplido–. Llevo trajes profesionales y conservadores. No tiene nada de malo.


–No. Pero no creo que tú seas así.


Aquello la irritó.


–¿Y usted qué sabe? Casi no nos conocemos, señor Alfonso.


Se sintió orgullosa de sonar tan fría, aunque por dentro estuviera en llamas. Pedro era un hombre impresionante y estaba delante de ella vestido únicamente con unos calzoncillos negros con banda blanca. Tenía un tatuaje de un dragón y acababa de decirle que era preciosa.


Pero ella sabía que no lo decía en serio. O tal vez sí, pero también se lo habría dicho a la mujer con la que se había acostado la noche anterior. Pedro era un playboy, la clase de hombre a la que daba gusto mirar y con el que probablemente sería increíble pasar una noche, pero nada más.


Era una criatura hermosa diseñada con un único propósito:
buscarles la ruina a las mujeres que se llevaba a la cama. 


No la ruina en el sentido antiguo de la palabra, sino que Paula no imaginaba que pudieran encontrar otro amante que las satisficiera después haberle probado a él.


Pedro resopló.


–Y cuando no te escondes detrás de la ropa, te ocultas tras la formalidad. Creo que hemos cruzado ya la barrera que impide que nos tuteemos, ¿no te parece?


–En absoluto. La buena educación nunca está de más –eso era lo que le habían enseñado. A ser siempre cortés, aunque por dentro se estuviera muriendo. Las damas sonreían incluso en la adversidad. Las damas no le mostraban a nadie que estaban sufriendo. Las damas nunca se quejaban.


El resoplido de Pedro se transformó en una carcajada. Paula se sintió algo humillada al escucharle. ¿Por qué decía cosas tan ridículas? ¿Por qué le ponía tan fácil que se burlara de ella? Pedro era la clase de hombre que decía y hacía lo que quería sin importarle las consecuencias. No podía entender el mundo de Paula, no podía entender que tuviera que comportarse de manera estoica y gentil frente a la humillación.


–¿Buena educación? –repitió él–. Estoy casi desnudo, nena. Y si no viene nadie en las próximas horas a rescatarnos, esta noche compartiremos calor humano bajo una manta. Creo que estamos más allá de la buena educación, ¿no te parece?





¿ME QUIERES? : CAPITULO 4





Pedro no estaba muy seguro de por qué, pero la deseaba. 


Seguramente se trataba de la mujer más estirada que había conocido, pero por alguna razón le intrigaba. Como en ese instante, en que estaba allí sentada a su lado tratando de parecer fría. Tal vez ella no lo supiera, pero no se podía ser fría con aquellos ojos grandes y verdes como el jade que mostraban todo el dolor que sentía tanto si ella quería como si no.


Y Paula sufría. Se había dado cuenta la noche anterior, cuando la vio tan sola en el baile y quiso saber quién era. Graziana Ricci se había reído con indiferencia.


–Ah, es Paula Chaves, la novia abandonada.


La novia abandonada. En aquel momento la observó detenidamente, preguntándose qué sentiría al escuchar los brindis dedicados al príncipe Alejandro y a Alicia. Parecía tan fría, tan aburrida, tan perfecta e inalcanzable vestida toda de blanco…, pero entonces se llevó una mano al collar de perlas y Pedro se dio cuenta de que le temblaba. Cuando se giró hacia él, la luz de las lámparas de araña la iluminó en el punto justo y se dio cuenta de que estaba al borde de las lágrimas.


Pero no derramó ni una sola.


Parecía una bella reina de hielo en medio de los invitados, la más elegante y regia de todos, y él quería ver si era capaz de derretir el hielo que le rodeaba el corazón. Él vivía para los retos y Paula Chaves era un desafío. No quería simplemente seducirla, quería hacerla reír, quería ver cómo se le iluminaban los ojos de placer.


Cualquiera que hubiera visto los periódicos, que hubiera leído los horribles titulares y los artículos sabría que estaba sufriendo. Le hizo pensar en otro momento, en otra mujer que también sufría por lo que los periódicos habían dicho de ella. Su madre había guardado los artículos de cuando su aventura con Omar saltó a la prensa. Los encontró entre sus documentos personales cuando tenía dieciocho años. 


Para entonces su madre llevaba ocho años muerta. Hasta aquel momento, Pedro pensaba que lo peor que le había pasado a su madre era tener la prueba que demostraba que Omar Alfonso era el padre de Pedro, un hecho que Omar había negado hasta que le llevaron a los tribunales tras la muerte de la madre de Pedro. Pero aquellos artículos le habían dado una nueva visión de lo que había sucedido entre sus padres.


Aunque Omar le había criado desde los diez años, su relación nunca había podido considerarse normal. Omar no sabía ser padre, ni con Pedro ni con sus hermanos. Lo intentaba pero parecía más bien un tío alocado que otra cosa.


Cuando Pedro encontró aquellos artículos, se enfrentó a su padre y su relación se vio deteriorada. Poco después se marchó a Estados Unidos para abrirse camino en el mundo de los negocios. Quería demostrar que no necesitaba a Omar ni el apellido Alfonso para triunfar. Construyó el Grupo Leonidas de la nada y ganó más dinero del que su padre había ganado en su vida, ni siquiera cuando estaba en lo más alto de su carrera de futbolista.


Desde que regresó a Londres hacía poco había tratado de forjar una nueva relación con él. Aunque no era perfecta, habían conseguido por fin dejar atrás el pasado y ser amigos.


En aquel momento Paula consultó su delicado reloj de oro y se giró bruscamente hacia él al darse cuenta de que llevaban mucho tiempo en el aire.


–¿Nos hemos perdido? Porque ya deberíamos haber llegado.


Pedro flexionó los dedos en los mandos del avión.


–No nos hemos perdido, nena. Pensé que estaría bien seguir volando un poco más.


Volar le tranquilizaba, sobre todo cuando quería pensar.


Pero Paula estaba hecha a las estructuras rígidas. Abrió la boca y volvió a cerrarla.


–Pero ¿por qué? –le preguntó finalmente–. Hay mucho que ver en Amanti.


Pedro la miró de reojo. Qué mujer tan estirada. Le entraron ganas de soltarle el pelo y ver lo largo que era. Y desde luego, quería quitarle aquel traje tan aburrido. Gris. ¿Por qué vestía de gris? El rojo de la camisa era el único punto de color en su atuendo. ¿No sabía que debería ir toda de rojo para que sus ojos verdes destacaran todavía más?


Era increíblemente bella y trataba por todos los medios de ocultar aquella belleza. Pedro quería saber por qué.


–¿Y de verdad quieres estar en Amanti hoy? –le preguntó con frialdad.


Ella abrió los ojos de par en par con expresión asustada.Pedro no tuvo que explicarle a qué se refería. Los periódicos no querían soltar la historia del repentino compromiso del príncipe Alejandro, y menos porque había escogido como futura esposa a Alicia, una de los escandalosos Alfonso.


Paula no podía evitar verse en el ojo del huracán. Era la antítesis de la familia Alfonso, y probablemente estaba más preparada para ser reina debido a la ausencia de relaciones escandalosas en su vida.


Lo que significaba también que era el chivo expiatorio perfecto para la prensa, la cual espiaba cada movimiento que se producía en Santina.


Habían disfrutado de cada minuto de su humillación. Cada artículo que hablaba del amor prohibido entre Alejandro y Alicia también hacía referencia a Paula. Ella lo había soportado con callada dignidad, pero Pedro se preguntó cuánto le faltaría para venirse abajo. Después de todo, era humana. No debía resultarle fácil ver a su antiguo prometido nada menos que con Alicia Alfonso.


–No puedo esconderme eternamente –afirmó con gesto regio, ocultando el dolor bajo las pestañas bajadas–. La prensa se divertirá hasta que se cansen de la historia. Si huyo o me oculto del mundo, será mil veces peor –se llevó la mano a las perlas–. No, tengo que aguantarlo hasta que desparezca.


Pedro soltó una palabrota. Quería protegerla y, al mismo tiempo, hacerla reaccionar.


–No pasa nada por estar enfadado, Paula. Ni por querer escapar.


–Yo nunca he dicho que no estuviera enfadada –le espetó ella antes de volver a cerrar los ojos.


Murmuró algo que a Pedro le pareció griego y cuando volvió a posar aquellos ojos verdes en él parecían tan plácidos como las aguas de un lago tranquilo. Era buena. Muy buena. 


Pero Pedro pudo ver el fuego que no lograba ocultar en las profundidades de su mirada. Y eso le conmovió más de lo que debería.


–Esas cosas pasan –dijo–. Y ahora debemos ir a Amanti y empezar el tour. Lo último que necesito es que la prensa crea que ahora voy a ser promiscua contigo.


–Tal vez necesites un poco de promiscuidad en tu vida –respondió él–. Divertirte un poco sin que te importe lo que los demás piensen o esperen de ti.


–Eso solo lo dices porque te conviene a ti. Deja de intentar seducirme. No te va a servir de nada.


Paula estaba en lo cierto, e inexplicablemente aquello hizo que Pedro se enfadara, aunque no sabía si con ella o con él mismo. Desde luego la deseaba. Le intrigaba. No parecía importarle quién era él ni lo que tenía que ofrecerle. Y eso le llevó a pensar en algo más, en algo que no se había parado a considerar.


–¿Estabas enamorada de él?


Paula balbuceó algo entre dientes. Por alguna razón, Pedro deseó que la respuesta fuera que no.


–Eso no es asunto tuyo. Apenas nos conocemos –afirmó Paula con el cuerpo tenso y agarrándose al brazo del asiento con sus largos dedos.


Tenía las uñas arregladas y limpias y había una línea más pálida allí donde una vez llevó el anillo de compromiso. Pedro imaginó aquellos dedos elegantes recorriendo su cuerpo y contuvo un gemido.


¿Desde cuándo le interesaban las recatadas maestras de escuela? Paula no era maestra, era demasiado rica para tener un trabajo de verdad, pero le recordaba a una de ellas. 


La típica profesora con trajes abotonados hasta el cuello y ropa interior de encaje debajo. Aunque no fuera consciente de ello, exudaba sexualidad contenida. Quien consiguiera que se desmelenara y se dejara llevar por su naturaleza sensual sería un hombre afortunado. Imaginó a Paula en la cama, desnuda sobre unas sábanas rojas y con aquellos labios carnosos abiertos mientras él se inclinaba sobre ella y capturaba su boca con la suya.


De pronto se sintió incómodo y trató de pensar en algo menos sensual. Como en los labios de colágeno de Graziana Ricci pintados de color cereza.


–¿Cómo vamos a conocernos mejor si te escondes tras la formalidad cada vez que te hago una pregunta?


–No tenemos por qué conocernos mejor. Te voy a llevar a Amanti para que decidas si quieres construir un hotel allí o no. Después de eso estoy segura de que no volveremos a vernos. Y ahora, por favor, enfila hacia Amanti para que podamos proceder con la visita.


Pedro la miró. Era muy quisquillosa y completamente fascinante.


–No te gusta que te cambien los planes, ¿verdad? Eres una chica de listas.


Paula giró la cabeza hacia él.


–¿«Una chica de listas»? ¿Te importaría decirme qué significa eso?


–Haces listas. Escribes una larga lista con lo que tienes que hacer y vas tachándola. No hay espacio para la espontaneidad –Pedro hizo el gesto de tachar en el aire–. Despertarse temprano, hecho. Desayunar, hecho.


–No tiene nada de malo ser organizada, señor Alfonso –aseguró ella.


Pedro notó que estaba tratando de mantener las distancias, pero él no iba a permitirlo.


–Si me llamas señor Alfonso una vez más –gruñó–, seguiré volando hasta que lleguemos a Sicilia.


–No te atreverás –aseguró ella cruzando los brazos sobre su impecable traje gris y alzando la barbilla en gesto desafiante.


Estaba claro que Paula Chaves no le conocía muy bien. Por mucho éxito que hubiera logrado, no se había librado de aquella parte de su personalidad que le impulsaba a llevar las situaciones hasta el límite. Sin duda, se debía a sus intentos de encajar en la familia Alfonso cuando era joven y huérfano de madre y no sabía qué lugar ocupaba en sus vidas. Tiraba de la cuerda y se rebelaba, convencido de que su padre le echaría de casa. Pero una vez que Omar aceptó su paternidad, nunca flaqueó.


–Sí me atreveré –replicó Pedro–. No tengo nada que perder.


Paula apretó las mandíbulas y de pronto a Pedro le pareció mal haber dicho aquella frase. Ella tenía todo que perder, o al menos eso pensaba. Un viaje a Sicilia con él sería devastador en el mundo de Paula. Porque ya era el centro de atención y no podía serlo todavía más.Pedro sabía que si se comportara como si no le importara la prensa, la dejarían en seguida en paz. Sabía por experiencia que les gustaban las víctimas, y en aquel momento Paula era la presa perfecta.


–No quiero ir a Sicilia, Pedro. Quiero ir a Amanti.


–Di la verdad, Paula. Tampoco quieres ir a Amanti, pero te has comprometido a hacerlo y por eso quieres ir, sin darle a la prensa nada con lo que puedan especular.


Ella exhaló un suspiro de frustración.


–Sí, esa es la pura verdad. Si pudiera huir a Egipto o a Tombuctú y no tener que seguir soportando esta humillación lo haría. Pero no puedo escapar, Pedro. Tengo que comportarme como siempre y esperar a que pase el escándalo.


Tal vez fuera lo más sincero que le había dicho hasta el momento. Pero él quería más.


–Entonces dime una cosa: si pudieras tener una aventura sin consecuencias, sin que nadie se enterara, ¿lo harías?


Paula guardó silencio durante un largo instante.


–Yo…


Pero lo que fuera a decir se perdió cuando se iluminó una luz en el panel de instrumentos. A Pedro se le formó un nudo en el estómago. Lo había comprobado todo antes de salir de Santina, y todo funcionaba a la perfección. En caso contrario no habría despegado.


Pero algo había cambiado en la última media hora.