Una hora más tarde, Pedro estaba yendo de un lado a otro de su despacho cuando oyó que el jefe de seguridad entraba y saludaba a Paula.
—Venid los dos —les pidió casi sin poder contener la rabia.
Intentó concentrarse en el jefe de seguridad, pero su mirada, como si tuviese vida propia, se dirigió hacia Paula.
Estaba imperturbable, como siempre, no quedaba ni rastro de la mujer que había gritado de placer la noche anterior ni de la que, con delicadeza, había escuchado todo lo que había dicho de su padre. Quiso odiarla por esa serenidad, pero se dio cuenta de que la admiraba. Cualquiera podría pensar que significaba más que… Le flaquearon las piernas por la intensidad de ese sentimiento desconocido. Apretó los dientes y se sentó en el borde de la mesa.
—¿Qué has encontrado? —le preguntó a Sheldon.
—Hemos indagado en la situación económica del segundo de a bordo, Isacs, y del primer oficial, el capitán Green. Los dos recibieron cien mil euros en sus cuentas corrientes hace una semana.
—¿Sabemos de dónde procede ese dinero? —preguntó Pedro.
Esa misma mañana, habría pensado lo peor, pero, gracias a Paula, les concedía el beneficio de la duda. Había reflexionado sobre lo que había dicho y se había dado cuenta de que el escepticismo había gobernado su vida.
—Moorecroft utilizó media docena de empresas pantalla para ocultar sus actividades. Habríamos tardado más sin su confesión, pero ha sido más fácil al saber dónde mirar y porque los tripulantes no disimularon en ningún momento el dinero que recibieron.
Se sintió dominado por una oleada de ira ante la confirmación de que Moorecroft había pagado a sus tripulantes para que encallaran el buque y eso facilitara la adquisición hostil de su empresa. Podía perdonar el daño sufrido por el buque, que estaba asegurado, pero no podía digerir esa pérdida de vidas y el peligro que había corrido toda la tripulación. Cuando habló con Moorecroft, con el rostro de dolor de los familiares de los tripulantes muertos muy presente en la cabeza, no dudó en decirle que esperaba que el peso de la justicia cayera sobre él sin compasión. Sintió una punzada de remordimiento al ver la expresión de Paula, pero no podía perdonar que la codicia de un hombre hubiese llegado hasta ese punto.
—¿Se sabe algo de la cuenta corriente de Lowell?
—Estamos intentando llegar a ella, pero es un poco más complicado.
—¿Cómo de complicado? —preguntó él con el ceño fruncido.
—Su sueldo acababa en una cuenta suiza y son más difíciles de forzar.
—¿Consta eso en Recursos Humanos? —le preguntó él a Paula
—No —contestó ella mordiéndose el labio inferior.
—Eso es todo, Sheldon. Infórmame en cuanto sepas algo más.
Sheldon asintió con la cabeza, se marchó y se hizo un silencio sepulcral.
—Estoy esperando que me digas que ya me lo habías advertido —comentó ella.
Él la miró como no se habría atrevido a mirarla con otra persona presente. Temía que su expresión delatara todos los sentimientos que lo abrumaban. Tenía que beber algo.
—No tiene sentido. Las cosas son así.
—Entonces, ¿por qué te sirves algo de beber en plena jornada laboral?
—Son casi las cinco, no es plena jornada laboral.
—No lo es para la mayoría de la gente, pero tú sueles trabajar hasta las doce casi todas las noches.
Pedro miró el whisky de malta, lo llevó a los labios y se lo bebió de un trago.
—Por si te interesa, estoy intentando entender qué lleva a que alguien cometa una traición como esta sin importarle el daño que hace.
—¿Has encontrado alguna respuesta en el fondo del vaso?
Él dejó el vaso con un golpe y fue hasta donde estaba ella.
—¿Estás intentando enojarme? Te aseguro que estás consiguiéndolo.
—Solo quiero que comprendas que no puedes culparte de lo que hacen los demás. Tampoco puedes perdonarlos ni…
—¿Ni?
—Ni puedes apartarlos de tu vida, supongo —contestó ella con cierta amargura.
—¿Quién te apartó de su vida, Paula? —preguntó él con el ceño fruncido.
—No se trata de mí —contestó ella intentando disimular el dolor.
—Claro que se trata de ti —él la agarró de los brazos—. ¿Qué te hizo tu madre?
—Ella… Ella prefirió las drogas a mí. No quiero hablar de esto.
—Tú hiciste que esta mañana me sincerara contigo, creo que lo justo es que hagas lo mismo.
—¿Más terapia?
Ella intentó soltarse, pero él la agarró con fuerza.
—Háblame de ella. ¿Sigue viva? ¿Dónde está?
—Sí, está viva, pero no estamos en contacto desde hace tiempo.
—¿Por qué?
—Pedro, esto no está bien. Soy tu… Eres mi jefe.
—Anoche fuimos más lejos. Contesta a mi pregunta si no quieres que te demuestre cuáles son nuestras situaciones nuevas.
Ella contuvo el aliento y separó un poco los labios. Él quiso introducir la lengua, pero, por una vez, se impuso la necesidad de ver lo que había debajo de la máscara de Paula Chaves.
—Ya… Ya te he dicho que no me críe en las mejores circunstancias. Por su dependencia de las drogas… vivimos en la calle desde que tenía cuatro años hasta que tuve diez. Algunas veces, pasaba días sin comer nada aceptable.
—¿Cómo? ¿Por qué? —preguntó él sin poder identificar a esa mujer con la niña que retrataba ella.
—No podía mantener un empleo durante más de un par de semanas, pero sí fue lo bastante astuta como para eludir a las autoridades durante unos seis años, hasta que su suerte la abandonó, si puede decirse eso. Los servicios sociales me apartaron de ella cuando tenía diez años. La encontré cuando ya tenía dieciocho.
—¿Le encontraste? —preguntó él sin disimular el asombro—. ¿La buscaste?
—Era mi madre. No me interpretes mal, la odié durante mucho tiempo, pero tuve que acabar aceptando que también era un ser humano atrapado por una adición que casi le destrozó la vida.
Pedro apretó los dientes y maldijo a la mujer que le había hecho eso y quiso aliviar su dolor más que cualquier otra cosa. ¿Qué estaba pasándole? Sin embargo…
—¿Casi?
—Sí. Acabó superando la adición durante los ocho años que estuvimos separadas y se organizó la vida. No puedo evitar pensar que yo se lo impedía. Ella nunca hizo nada mientras yo estaba cerca y siempre me miraba como si… me odiara.
—No se puede culpar a un hijo de que haya nacido. Ella tenía la obligación de cuidarte y no lo hizo. ¿Qué pasó después de que se curara?
—Volvió a casarse y tuvo otro hijo.
—Entonces, ¿fue un final feliz para ella, pero te apartó de su vida?
Él no disimuló la tristeza. Sus hermanos y él no tuvieron un final feliz y su madre siguió viviendo una vida vacía, como una sombra de la mujer vibrante que había sido.
—Sí. Supongo que no quería que yo le recordara nada —contestó ella con un desenfado exagerado.
Pedro sabía que estaba quitándole hierro, como había hecho él durante años. Sin embargo, cayó en la cuenta de algo. Ella había tenido una madre que la había descuidado dolorosamente y, aun así, había ido a buscarla cuando ya era mayor y estaba asentada. La compasión por ese acto de perdón le llegó a lo más profundo de su ser.
—Yo nunca perdoné a mi padre por lo que nos hizo, y menos por lo que le hizo a mi madre. Algunas veces pienso que murió intencionadamente en brazos de ella para clavarle el cuchillo más profundamente. Ella casi murió también llorándolo.
—No seas demasiado estricto con ella —Paula le acarició una mejilla—. Ella tenía el corazón destrozado, como lo tenías tú.
Sin embargo, él había tenido a sus hermanos y a cientos de primos y tíos. Siempre había habido alguien cerca, incluso en los días más oscuros. Paula, en cambio, no tuvo a nadie.
La abrazó como si fuese un imán que lo atraía irremediablemente.
—Eres increíble, ¿lo sabías?
—¿De verdad? —preguntó ella mirándolo a los ojos.
—Sí. Consigues que me replantee algunas de mis creencias más profundas.
—¿Eso es bueno? —preguntó ella riéndose nerviosamente.
—Es bueno que me obligue a analizarlas. Aprender a perdonar es otra… —notó que ella se ponía rígida, pero le gustaba tanto abrazarla que no se preguntó el motivo—. Sin embargo, puedo intentar entender por qué la gente actúa como lo hace.
Ella intentó soltarse y él, a regañadientes, dejó que se separara unos centímetros.
—Debería volver a trabajar.
Él frunció el ceño. No quería que se alejara y no le gustaba la amenaza de lágrimas que veía en sus ojos. Sin embargo, notaba que ya estaba distanciándose y, además, se acordó de dónde estaban. Aunque nadie se atrevería a entrar allí y las puertas estaban cerradas. Solo quería darle un beso…
Bueno, quería mucho más, pero… La miró y estaba acercándose a la puerta. Fue y puso una mano en el marco de madera. Ella se dio la vuelta con los ojos como platos.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—Nada. Iba a volver a mi mesa, señor…
—¡Ni se te ocurra llamarme así!
—De acuerdo —ella se pasó la lengua por el labio inferior—. ¿Puedo volver a mi mesa, Pedro?
La ira creció en la misma medida que la erección y la agarró de la cintura.
—¿Después de lo que acaba de pasar? Imposible.
Ella miró la puerta con anhelo y él deseó que mirase igual esa parte turgente de su anatomía.
—Por favor…
Él repasó la conversación y suspiró.
—No puedo cambiar de repente, Paula. Tú puedes perdonar, pero a mí va a costarme.
—No quiero que cambies si tú no quieres. No tengo ningún interés.
Él cerró la puerta con pestillo y la tomó en brazos.
—¡Pedro!
—Vamos a ver qué interés tienes.
—¡Bájame!
Él, sin hacerle caso, la llevó a la mesa, la sentó en el borde y tiró todos los papeles volando.
—¡No esperarás que vaya a recogerlos yo!
Estaba congestionada, tenía la respiración entrecortada y lo miraba con furia, como a él le gustaba. Le espantaba la Paula triste, asustada y solitaria, pero le espantaba más la Paula fría y distante, sobre todo, después de la noche anterior, cuando había visto toda su pasión.
—Los recogerás si es lo que quiero, lo harás, ¿verdad?
—No. No soy tu doncella, eso no entra en la descripción de mi trabajo.
Él le agarró las manos y se las llevó al pecho.
—Desde anoche, la descripción de tu trabajo incluye hacer lo que me complace en el dormitorio.
—No estamos en el dormitorio. Además, ¿qué pasa con lo que yo quiero?
Él introdujo una mano entre su pelo, encontró la pinza y se la quitó. El pelo le cayó sobre el brazo y él tiró de él hasta que sus mejillas se rozaron.
—Podemos llamarlo una terapia beneficiosa para los dos. Además, sé lo que quieres.
Ella contuvo la respiración y él se rio. La apartó un poco y le desabrochó el único botón de su chaqueta antes de que ella, atónita, pudiera tomar otra bocanada de aire.
—Pedro, por amor de Dios. Estamos en tu despacho.
—Está cerrado con pestillo y todo el mundo ha terminado la jornada, menos nosotros.
—Aun así…
La besó sin poder resistir la tentación. La calló y su gemido entrecortado retumbó dentro de él. Le bajó la cremallera del vestido y se lo quitó casi sin quejas. Se quedó paralizado.
—Por favor, dime que no has llevado lencería como esta desde que estás trabajando conmigo.
—No pienso contestar—replicó ella con una sonrisa provocativa que borró el recelo de su rostro.
Ella se estiró y arqueó la espalda como una gata. Llevaba un corpiño que unía los ligueros con las medias y los pechos asomaban tentadoramente por encima. Se le hizo la boca agua y se inclinó hacia ella sin poder resistir el deseo.
Le bajó una de la copas y le lamió el pezón. Ella dejó escapar un gemido que fue música celestial para sus oídos porque supo que no era el único que sentía algo tan disparatado. Le mordisqueó el pezón endurecido mientras se desvestía como podía. Una vez desnudo, la miró tumbada sobre la mesa y se quedó aturdido por su perfección.
—Vas a decirme que nunca me habías imaginado tumbada en tu mesa, ¿verdad?
Increíblemente, esa escena nunca se le había pasado por la cabeza.
—No, y me alegro. Creo que no habría podido trabajar si hubiese tenido una imagen así en la cabeza. Te he imaginado en la ducha, en el asiento trasero de mi coche, en mi ascensor…
—¿Tu ascensor? —preguntó ella estremeciéndose.
—Sí. En mi cabeza, mi ascensor privado ha presenciado muchas escenas muy tórridas contigo, pero esto supera hasta mi imaginación más calenturienta.
Siguió mirándola hasta que ella se movió incómoda. La sujetó con una mano y le quitó el minúsculo tanga con la otra, que introdujo entre sus muslos. Cuando alcanzó esa humedad tan cálida, creyó que nunca había estado tan excitado. Aunque, acto seguido, comprobó que se había equivocado. Paula puso una mano en su muslo y algo tan sencillo hizo que se le desbocara el corazón. Fue subiendo la mano hasta que sus dedos rodearon sin reparos toda la extensión de su miembro.
—¡Dios!
—Es la deidad equivocada —replicó ella provocativamente.
Él consiguió reírse mientras ella lo agarraba con fuerza. Lo acarició una y otra vez, desde la punta hasta la base, y estuvo seguro de que había perdido la noción de la realidad.
Por eso, no entendió que ella se humedeciera los labios y reptara por la mesa. Sin embargo, antes de que pudiera decirle algo por no quedarse quieta, lo tomó con su boca perfecta.
—¡Paula!
Tuvo que agarrarse a la mesa cuando casi se desmayó al verse dentro de su boca. Tuvo que hacer un esfuerzo para respirar y para no explotar como un adolescente. Gruñó mientras ella lo lamía y su mano subía y bajaba como si quisiera volverlo completamente loco.
—¡Sí! ¡Así!
Sufrió ese tormento arrebatador hasta que tuvo que retirarse. Cuando ella se aferró y dejó escapar un gruñido, estuvo tentado de ceder, pero fue superior la posibilidad de tomarla otra vez y de demostrar que era suya. Tenía que cerrar esa distancia que ella había intentado abrir entre los dos. La besó por todo el cuerpo y ella volvió a retorcerse.
Tardó unos segundos en encontrar el preservativo y en ponérselo, pero le parecieron siglos. Por fin, le separó los muslos y se colocó para entrar. Ella levantó la cabeza y lo miró con expresión de avidez.
—¿Te interesa esto? —preguntó él con voz ronca.
—Pedro…
—¿Te interesa, Paula? A mí, sí.
—Pedro, por favor, no digas eso.
—¿Por qué?
—Porque no lo dices de verdad.
—Sí lo digo de verdad. Luché, pero, al final, no sirvió para nada. Te deseo, y deseo esto. ¿Lo deseas tú?
—Sí… Lo deseo…
Entró un poco más bruscamente de lo que había querido, pero lo necesitaba demasiado. Al ver que sus pechos se balanceaban con cada acometida, se preguntó si un corazón habría estallado alguna vez por la excitación porque aunque la había llevado al límite, no le parecía bastante, nunca se cansaría de ella. Aunque era un principio fantástico. Más tarde se pararía a analizar sus sentimientos porque estaba pasándole algo que no sabía definir.
* * *
Mientras se derretía de placer, le acarició la cicatriz y sintió una rabia incontenible. Si ella no le hubiese dicho que se había hecho justicia, él buscaría al hombre responsable de hacérselo y lo machacaría con sus propias manos. Ese afán protector desmesurado era otro sentimiento que tenía que analizar. La agarró de la nuca, le levantó la cabeza y la besó mientras notaba los espasmos de ella. Él cerró los ojos, soltó un gruñido que le brotó de lo más profundo de su ser y se dejó ir como no había hecho nunca. Tardó mucho en recuperar la noción de la realidad.