domingo, 22 de febrero de 2015
PROHIBIDO: CAPITULO 15
Qué quieres, Gaston? —le preguntó por el móvil mientras tiraba el bolso al sofá de su sala.
—¿No me saludas ni me dices nada amable? Da igual. Me alegro de que hayas sido lo bastante sensata como para llamarme. Aunque no sé por qué no querías hablar conmigo desde tu oficina. Me cercioré de que Alfonso no estaba allí antes de llamarte.
—¿Has encargado que lo vigilen? —preguntó ella sin salir de su asombro.
—No, he encargado que te vigilen a ti. Tú eres la que me interesa.
—¿Yo?
—Sí. Al menos, por el momento. ¿Por qué te has cambiado de nombre?
—¿Por qué crees? Me destrozaste la vida cuando mentiste y dijiste bajo juramento en el tribunal que yo me apropié de dinero de tu empresa. Los dos sabemos que tú abriste esa cuenta en las islas Caimán a mi nombre. ¿Crees que alguien me hubiese contratado si descubría que había estado en la cárcel por apropiación indebida?
—Vaya, vaya, no saquemos las cosas de quicio, ¿de acuerdo? No cumpliste ni la mitad de los cuatro años de prisión. Si te sirve de consuelo, yo solo esperaba que te dieran un azote.
—¡No me sirve de consuelo!
—Además —siguió él como si no la hubiese oído—, tengo entendido que esas cárceles solo son un poquito peores que un campamento de vacaciones.
La cicatriz de la cadera, que se la hizo una interna con una cuchilla por no corresponder a sus atenciones, le abrasó por el desprecio a lo que había sido una época atroz de su vida.
—Es una pena que no lo comprobaras tú mismo en vez de ser tan cobarde y permitir que otra persona pagara por tu codicia. Ahora, ¿vas a decirme por qué me has llamado o cuelgo?
—Cuelga y mañana, cuando Alfonso se levante, lo primero que leerá sea tu pasado carcelario.
Ella agarró el teléfono con todas sus fuerzas.
—¿Cómo me has encontrado?
—Tú me encontraste a mí por la televisión. Imagínate mi sorpresa cuando la encendí, como cualquier persona espantada por el derramamiento de petróleo de Alfonso, y te vi justo detrás de él. Aunque tardé en reconocerte. Me gustas más rubia que morena. ¿Cuál es la verdadera?
—No entiendo…
Ella no siguió porque el Gaston que había conocido, el hombre del que, neciamente, había creído que estaba enamorada, no había cambiado y nunca iba al grano hasta que él quería.
—Mi color natural es el rubio.
—Es una pena que llevaras ese castaño tan anodino cuando te conocí. Quizá me lo hubiera pensado dos veces antes de hacer lo que hice.
—No, eres un miserable y solo piensas en ti mismo. ¿Piensas decirme qué quieres?
—Estás alterada y no tendré en cuenta ese insulto. Ten cuidado u olvidaré mis modales. ¿Qué quiero? Es muy sencillo, quiero la Naviera Alfonso y vas a ayudarme a conseguirla.
Lo primero que pensó replicar fue que se había vuelto loco, pero se contuvo. Se hundió en el pequeño sofá, el único mueble de la sala aparte de la mesita, y le dio vueltas a la cabeza.
—¿Por qué iba a hacer algo así?
—Para proteger tu pequeño y vergonzoso secreto, naturalmente.
Ella se pasó la lengua por los labios cuando el miedo amenazó con impedirle pensar.
—¿Qué te hace creer que mi jefe no lo sabe ya?
—No me tomes por tonto, Ana.
—Me llamo Paula.
—Si quieres seguir llamándote así, me darás lo que quiero, y no te molestes en decirme que Alfonso conoce tu pasado. Es muy escrupuloso cuando se trata de los escándalos. No te habría contratado jamás si supiese que tienes un pasado tan turbio como el de su padre.
Ella se quedó sin respiración por la rabia, el asombro y el dolor.
—¿Sabes lo de su padre?
—Hago los deberes, cariño. Si él también los hiciese, ya habría descubierto quién eres en realidad. Sin embargo, me alegro de que no lo sepa porque ahora estás en la situación perfecta para ayudarme.
—¿Qué quieres que haga exactamente?
—Necesito información. Concretamente, qué miembros del consejo tienen una participación mayor, aparte de Alfonso, y cuáles estarían dispuestos a vender las acciones que tienen.
—Eso no dará resultado. Pedro, el señor Alfonso, te aplastará si te acercas a su empresa.
—¿Has vuelto a hacerlo, verdad, Ana? —le preguntó él en un tono levemente burlón.
—¿Qué…?
—¿Has ofrecido ese corazoncito tan tonto que tienes a otro jefe?
—No sé de qué estás hablando.
Sin embargo, en el fondo, no podía disimular la verdad. Sus sentimientos hacia Pedro habían pasado de lo meramente profesional a algo más. Algo que no pensaba analizar en ese momento, cuando necesitaba todo su cerebro para defenderse de su rastrero ex.
—Tienes cuatro días, Ana. Te llamaré y espero que tengas la información que necesito.
Se le secó la boca y el corazón se le aceleró por el miedo y la sensación de impotencia.
—¿Y si no la tengo?
—Tu jefe se despertará el sábado con una doble página de su impagable asistente en toda la prensa sensacionalista. Estoy seguro de que me costaría muy poco que la Naviera Alfonso empezara a salir otra vez en todas las redes sociales.
—¿Por qué lo haces? ¿No te conformas con los millones que acumulaste?
—Cualquiera sabe cómo conseguir un millón hoy en día. No, cariño, tengo más ambiciones. Había esperado que mi alianza con Moorecroft me las hubiese proporcionado, pero el majadero se ha plegado con el primer contratiempo. Afortunadamente, te tengo a ti.
—Pero lo harás. Anhelas tu puesto casi tanto como yo anhelo la posibilidad de adquirir la Naviera Alfonso. No te equivoques, la conseguiré.
—Alfonso…
—Te llamaré el viernes. No me decepciones, Ana.
Él colgó antes de que pudiera decir algo más. Gaston era un buitre dispuesto a alimentarse sin piedad de los más débiles.
Se quedó aturdida cuando se enteró de que él la había utilizado para que, hacía tres años, cargara con la responsabilidad de la caída de su empresa en crisis.
Cuando, amablemente, le pidió que formase el consejo de administración con él, ella no sospechó nada, sobre todo, porque él llevó un experto legal para que se lo explicase todo. Naturalmente, ese experto legal había colaborado para vaciar la empresa antes de declarar la quiebra y que ella quedara desamparada. Tuvo tiempo para meditar sobre su estupidez y credulidad en la cárcel de máxima seguridad a la que le condenó el juez.
Se levantó con las piernas temblorosas. La mera idea de traicionar a Pedro le revolvía el estómago. Él nunca se lo perdonaría si ponía a su empresa en una situación tan vulnerable después del accidente del petrolero y cuando había desenterrado el recuerdo de su padre.
Podía dimitir inmediatamente, pero ¿impediría eso que Gaston se vengara solo por rencor? Ni se planteaba decírselo a Pedro. Él había dicho que la traición era la traición y que el motivo era lo de menos cuando el daño estaba hecho. Miró alrededor y se estremeció. ¡Tenía que salir corriendo! Su espantosa infancia le había impedido acomodarse plenamente a ningún sitio, ni siquiera al que consideraba su refugio. Tardaría menos de media hora en salir de allí.
Apretó los puños y se paró en seco. ¿Por qué tenía que salir corriendo? No había hecho nada malo. Solo había cometido la estupidez de creer que Gaston la quería, pero ya había pagado por eso. Dejó el móvil y fue a su dormitorio, igual de austero. La cama estaba sobre listones de madera y solo había un ficus alto y con grandes hojas. Sus únicos caprichos eran una manta de cachemir y las mullidas almohadas. En el armario empotrado solo había los trajes exclusivos que Pedro se había empeñado que tuviera, a costa de su cuenta de gastos, cuando entró en la Naviera Alfonso. Su ropa consistía en algunos vaqueros y camisetas, en un par de pantalones para correr y en dos pares de zapatillas de deporte. Sería fácil hacer el equipaje.
No, se negaba a pensar como una fugitiva, no se avergonzaba de nada. Se desvistió y fue al cuarto de baño con ganas de limpiarse la mugre que le había dejado la conversación con Gaston. Sin embargo, su amenaza seguía flotando en el aire y, por mucho que se frotase, se sentía sucia por haberse planteado la posibilidad de la traición para salvar el pellejo.
Acabó oyendo las llamadas a la puerta por encima de los latidos de su corazón y del ruido de la ducha. Cerró el grifo y oyó su móvil justo antes de que volvieran a llamar a la puerta. Se puso la bata, fue hasta la puerta y miró por la mirilla aterrada por la posibilidad de que Gaston la hubiese encontrado. La imagen de Pedro impidió que sintiera alivio.
Al parecer, las dos personas que más la desasosegaban estaban dispuestas a irrumpir en su refugio por todos los medios.
—No… No sabía que supiera dónde vivo… —dijo mientras entreabría la puerta con el pulso alterado—. ¿Por qué ha venido?
—He venido porque… —él se pasó unos dedos por el pelo—. No sé muy bien por qué he venido. Sin embargo, sí sé que no quería quedarme solo en mi ático.
El cansancio que ella había vislumbrado antes en su rostro parecía multiplicado por cien.
—Yo… ¿Quiere entrar?
El asintió con la cabeza y los labios fruncidos. Ella se apartó sin respirar mientras él entraba en su diminuto refugio. Cerró la puerta y fue a la sala, que él recorría con pasos muy cortos.
—¿Puedo beber algo?
Ella no había tocado la botella de whisky que había en la cesta de Navidad y se alegró cuando la sacó y él aceptó con un gesto de la cabeza. Le sirvió una cantidad generosa y le entregó el vaso.
—¿No vas a tomar nada? —preguntó él sin dejar de mirar su vaso.
—La verdad es que yo…
Después de lo que había pasado esa noche, y de lo que se avecinaba, beber algo no le sentaría mal. Se sirvió una cantidad mínima, dio un sorbo y se atragantó cuando el líquido le abrasó el pecho. Pedro esbozó una sonrisa sombría, vació su vaso de un sorbo y lo dejó en la mesita.
—¿Por qué te marchaste?
El motivo fue como un fogonazo de remordimiento en la cabeza, aunque no había hecho nada.
—Hacía tiempo que no venía por aquí.
—¿Y eso te impidió contestar el teléfono?
Ella miró el móvil que había dejado en el sofá después de hablar con Gaston. Lo agarró, lo encendió y vio las doce llamadas perdidas.
—Lo siento, estaba en la ducha.
Se acercó y se detuvo a un metro de ella, pero pudo notar la calidez de su cuerpo como una caricia. Consciente de que estaba desnuda debajo de la bata, intentó retroceder, pero tenía los pies clavados en la moqueta. Él la miró de arriba abajo y se detuvo al ver el movimiento entrecortado de sus pechos. Ella vio que apretaba y soltaba los puños mientras una avidez evidente le transformaba el rostro en una máscara hipnótica.
—Siento haberte interrumpido —murmuró él sin ningún arrepentimiento en el tono.
Al contrario, la intensidad de su mirada hizo que ella no pudiera contener un gemido y, sabiendo lo que se jugaba, se acercó y le tomó el mentón entre las manos.
—Me ordenó que dejase de trabajar y no sabía que iba a necesitarme esta noche.
Él contuvo la respiración y le miró los labios con voracidad.
—Al revés, Paula, te necesito más que nunca. Eres la única que consigue que el mundo tenga sentido para mí.
—¿Lo…? ¿Lo soy?
—Sí. No me gusta cuando no puedo alcanzarte —él bajó la cabeza hasta que las frentes se tocaron—. No puedo hacer nada si no te tengo a mi lado.
—Ya estoy aquí —susurró ella con un nudo de sensaciones en la garganta.
¡No! Solo era deseo, pasión y compasión, una necesidad visceral de conectar con Pedro como no la había sentido con nadie, ni siquiera con su madre.
—Estoy aquí para lo que necesite.
La agarró con una mano del precario moño mojado y tiró de la cabeza hacia atrás.
—¿De verdad? —preguntó él mirándola a los ojos.
—Sí.
—Tienes que estar muy segura porque esta vez no podré detenerme. Si no quieres seguir, dímelo ahora —replicó él con la respiración entrecortada.
No podía pensar con el cuerpo de él apretado contra el de ella, pero sabía que podía ser la única ocasión para que estuviera con Pedro. Después del viernes, la habría despedido o habría dimitido. Desde un punto de vista egoísta, podría ser la última ocasión para vivir la felicidad que entrevió en el gimnasio, para ser lo suficientemente osada como para lograr algo que una vez se atrevió a anhelar.
—Paula… —él lo dijo en un tono implacable, pero ella captó la vulnerabilidad.
—Sí, lo deseo…
La besó sin piedad, bajó la mano para agarrarla del trasero y la estrechó contra toda la extensión de su erección. Le devoró la boca con una voracidad fruto de la desesperación.
Ella le entregó todo lo que tenía con la misma voracidad apremiante. Cuando las lenguas se encontraron, ella abrió más la boca para recibirla plenamente. Pedro volvió a gruñir y avanzó hasta que ella se topó con el pequeño sofá. Casi ni la empujó antes de cubrirla con su cuerpo inmenso. Una llamarada la asoló mientras yacían unidos desde el pecho hasta los muslos. Él levantó la cabeza y la miró como si quisiera grabarse en la cabeza todos sus rasgos. Cuando sus ojos se clavaron en sus labios, sintió la necesidad casi incontenible de lamérselos. Se pasó la lengua y, con placer, observó que los ojos de él se velaban.
—Sospechaba que, bajo esos trajes tan serios, eras una seductora,Chaves.
—No tengo ni idea de lo que quiere decir —replicó ella pasándose la lengua otra vez.
El gruñido de él fue la primera advertencia, pero había llegado demasiado lejos como para hacerle caso. Bajó la cabeza y rozó los labios de él con los de ella. Volvió a besarlo y el corazón le dio un vuelco de felicidad cuando él profundizó el beso. Sin embargo, se apartó de repente, se levantó y ella tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar de desesperación. Él se limitó a quitarse la chaqueta y la corbata antes de levantarla del sofá.en un sofá para enanos.
—Es un poco pequeño, ¿no?
—Quizá esté bien si quieres ser creativo, pero lo dejaremos para otro momento.
La emoción aumentó drásticamente cuando la tomó en brazos y la besó ardientemente.
—¿Dónde está el dormitorio?
Paula lo señaló y él se dirigió hacia allí, pero ella dudó cuando llegaron a la puerta. ¿Qué pensaría cuando viera ese cuarto tan austero? Estaba intentando pensar una excusa cuando él la colocó horcajadas sobre su vientre.
—No me importa hacerlo de pie si lo prefieres. Solo tienes que decírmelo —susurró él contra su cuello mientras le tomaba un pecho que la bata había dejado desnudo al moverse—, pero dilo antes de que me abrase por dentro.
—El… El dormitorio está bien.
Abrió la puerta y contuvo el aliento, pero a Pedro solo le interesó la cama, no el cuarto casi vacío. La sentó sobre el colchón y se quitó los zapatos y los calcetines. También se desabotonó la camisa, pero no se la quitó completamente.
La empujó para que se tumbara, le dio la vuelta, la puso a gatas y se colocó detrás.
—No sabes cuántas veces te he imaginado en esta postura —le levantó la bata y dejó escapar un gruñido de ansia al ver su trasero desnudo—. ¡No llevas bragas! Esto es mejor de lo que me había imaginado.
Con cierta brusquedad, agarró las mangas de la bata y se la quitó del todo. Ella se alegró de estar de espaldas para no tener que explicarle el tatuaje todavía porque no sabía si, arrastrada por el deseo, le diría toda la verdad. Además, estaba la cicatriz. No podía ocultarla para siempre, pero también se alegró de no tener que explicarla en ese momento porque la sensación de tener a Pedro acariciándole el trasero estaba derritiéndola por dentro.
—Me encanta tu trasero —dijo él con una veneración soez.
—Ya lo noto —replicó ella dominada por un placer femenino.
Él dejó escapar una risa profunda y no disimuló el anhelo.
Paula dio un respingo cuando notó que le besaba los dos glúteos antes de mordérselos con delicadeza. Siguió acariciándola con las dos manos y contuvo la respiración por el erotismo del momento, pero creyó que no podría respirar nunca más cuando le separó los muslos y notó su cálido aliento en los pliegues. La punta de la lengua le alcanzó el punto más sensible y no pudo contener un grito de placer.
Tuvo que hacer un esfuerzo inmenso para que las manos la sujetaran y cerró los ojos. Siguió lamiéndola hasta que le separó los muslos un poco más. Soltó algo en griego y la besó con la boca abierta, la devoró como si fuese su comida favorita. Las sensaciones se le acumularon hasta que no supo cuál le gustaba más, si los dientes que le mordisqueaban el clítoris o la lengua cuando entraba con fuerza en ella. Solo sabía que él clímax, intenso y demoledor, se acercaba amenazadoramente. Se aferró a las sábanas y se dejó arrastrar cuando su boca se apoderó sin compasión del clítoris. Él dejó escapar un gruñido de satisfacción sin dejar de acariciarla con la lengua hasta que cesaron los espasmos. Vagamente, oyó que se levantaba y se quitaba los pantalones. Se quedó inerte y sin poder respirar.
—No te muevas, no he terminado contigo —le ordenó él agarrándola de la cintura.
—¿Un… preservativo? —preguntó ella con el poco raciocinio que le quedaba.
—Ya lo tengo —él le acarició un pezón con una mano y le deshizo el moño con la otra—. ¿Sabías que nunca te había visto con el pelo suelto?
—Mmm… Sí.
La incorporó e introdujo los dedos entre los mechones rubios que le cayeron por la espalda.
—Es un pecado tener este pelo maravilloso recogido día tras día. Te mereces un castigo.
El azote en el trasero le despertó otra vez los sentidos y se mordió el labio inferior cuando notó la imponente evidencia del deseo de él entre los glúteos.
—¿No cree que ya me ha torturado bastante? —preguntó ella.
—Ni mucho menos —contestó él tomándole los pezones entre los dedos—. Separa las piernas.
Ella obedeció porque deseaba eso más que respirar.
Contuvo al aliento cuando su erección se introdujo un poco y él la sujetó con una mano para entrar un centímetro más.
—Ped…
¿Cómo era posible que estuviese unida a él de esa forma y no pudiera pronunciar su nombre?
—Dilo —le ordenó él.
—No puedo…
Él empezó a retirarse y el cuerpo de ella se retorció por la desesperación.
—¡No!
—Di mi nombre, Paula.
—Ped… Pedro —balbució ella.
Él volvió a entrar con un gruñido.
—¡Repítelo!
—Pe… ¡Pedro!
—¡Buena chica! —él entró plenamente y se quedó quieto—. Dime si quieres que vaya deprisa o despacio. Para mí, será una tortura en cualquiera de los casos, pero quiero complacerte.
Quiso decirle que ya la había complacido mil veces más de lo que había podido imaginarse.
—Ahora —insistió él—, mientras todavía me funcione el cerebro…
La empujó hacia delante, la cubrió con el cuerpo y ella notó las primeras señales del clímax.
—Deprisa, Pedro, y con fuerza.
—Tus deseos son órdenes para mí —susurró él con los dientes apretados.
Soltó un gruñido y empezó a entrar y salir a un ritmo que hizo que el orgasmo se acercara más con cada acometida.
Hasta que él se inclinó hacia atrás sobre las rodillas y los brazos de ella no pudieron soportar la oleada de sensaciones y cayó con el pecho sobre la cama. Tomó aliento antes de gritar por los espasmos de placer que la asolaron y oyó que Pedro soltaba un gemido profundo. Muy dentro de ella, notó que su turgencia vaciaba todo su placer.
Él se cayó de costado y la arrastró con él. En la oscuridad, la abrazó de espaldas y sus respiraciones fueron serenándose entre espasmos ocasionales.
sábado, 21 de febrero de 2015
PROHIBIDO: CAPITULO 14
Cuando llegaron a la oficina, Paula ya sabía que algo había cambiado entre ellos. Ni siquiera se molestó en intentar volver a la ecuanimidad, no podía, pero tampoco se sentía molesta por haber perdido esa batalla concreta.
También ayudó que Pedro le diera inmediatamente una lista de cosas que quería que hiciera y pronto se encontraron enfrascados en lo que pasaba en Point Noire. Sobre todo, en las tareas de limpieza y los tripulantes que seguían desaparecidos.
A las seis de la tarde, después de haber hablado por quinta vez con Perla, la esposa de Morgan Lowell, Pedro tiró el bolígrafo en la mesa y se pasó las manos por el mentón.
—¿Le pasa algo?
Sus ojos cansados la miraron con una intensidad que la dejó sin respiración.
—Tengo que salir de aquí.
Él se levantó, fue hasta la puerta y se puso el exclusivo abrigo. Ella tragó saliva.
—¿Quiere que le reserve una mesa en un restaurante, que llame a una amiga para…?
Se calló porque la idea de concertarle una cita le dolía como un cuchillo clavado en el pecho.
—No estoy de humor para oír banalidades ni para que me cuenten quién se acuesta con quién.
Su respuesta la agradó más de lo que debería.
—De acuerdo, entonces, ¿qué puedo hacer?
Le brillaron los ojos antes de que él desviara la mirada y se dirigiera hacia la puerta.
—Nada —se detuvo con la mano en el picaporte—. Voy a quedar con Ariel para tomar algo y tú vas a acabar por hoy. ¿Está claro, Chaves?
Ella asintió con la cabeza y con un vacío en el estómago que hizo que se odiase a sí misma. Quería estar con él, quería ser quien le borrara el cansancio que había visto en sus ojos. Además, durante todo el día, cada vez que la había llamado Chaves había querido que la hubiese llamado Paula porque le encantaba cómo decía su nombre. Se miró los dedos sobre el teclado y no le extrañó que estuviesen temblando. Toda ella temblaba por la profundidad de sus sentimientos y eso la aterraba.
Cerró el ordenador y recogió la tableta, el móvil y el bolso.
Entonces, sonó el teléfono y lo descolgó creyendo que sería Pedro, ¿quién si no iba a llamarla a esa hora?
—Dígame…
—¿Puedo hablar con Ana Simpson?
Se quedó petrificada y tardó un minuto en recuperar la consciencia.
—Creo que se ha equivocado de número.
La carcajada atroz la sacudió hasta lo más profundo de su ser.
—Los dos sabemos que no me he equivocado de número, ¿verdad, cariño?
Ella no pudo contestar porque el teléfono se le había caído de la mano.
—¡Ana! —insistió la voz con impaciencia.
Paralizada, consiguió recoger el teléfono.
—Ya le he dicho… que aquí no hay nadie que se llame así.
—Si quieres, puedo seguir el juego, Ana. Incluso, puedo llamarte Paula Chaves, pero los dos sabemos que siempre serás Ana para mí, ¿verdad? —se burló Gaston Landers
PROHIBIDO: CAPITULO 13
«Tu sabor es muy dulce, pero no voy a perder la cabeza…» Paula se obligó a quedarse con el alivio y no con el dolor que sentía por dentro. Se había comprobado la peligrosa teoría, se había desatado la pasión y habían salido indemnes. ¿Estaba segura?
—Sí, estoy segura —se contestó en voz alta quitándose la malla—. Completamente segura.
Se quitó el top también y fue al lujoso cuarto de baño. Se metió debajo de la ducha y las gotas calientes la cayeron sobre el rostro y los labios que Pedro había devorado hacía menos de cinco minutos. Otra oleada de deseo se adueñó de ella.
—¡No!
Le temblaron las manos mientras agarraba el gel y se lo extendía por el cuerpo. No podía estar pasando eso. Sin embargo, había pasado… Había dejado que Pedro la besara, había probado esas aguas y casi se ahoga en ellas porque ese beso la había estremecido en lo más profundo de su ser. La había besado como si quisiera devorarla. A parte del placer, había sentido su anhelo tan intensamente como el que ella había intentado sofocar. No necesitaba ese anhelo. Que ella recordara, solo le había llevado a desastres. De niña, sus anhelos eran lo último para una madre que solo pensaba en su próxima dosis de droga. De mayor, su anhelo de cariño la había cegado y se había creído las mentiras de Gaston. Se acarició una vez más el tatuaje. Fuera lo que fuese lo que Pedro anhelaba, podría encontrarlo en otro sitio.
* * *
—¿La cafetera da otra cosa que no es café esta mañana? ¿Es el horóscopo?
Ella se dio la vuelta y se encontró a Pedro justo detrás de ella. El recinto se hizo más pequeño.
—Lo… Lo siento.
Él miró el café recién hecho y luego la miró a ella.
—El café ya está hecho y sigues mirando la máquina como si esperaras que apareciera una bola de cristal al lado de la taza.
—Claro que no. Yo solo… —se calló, arrugó los labios, recogió la taza y se la entregó—. Tampoco he tardado tanto, señor Alfonso.
Él también arrugó los labios al oír su nombre, pero no podía poner ninguna objeción cuando habían vuelto a tener una relación profesional. Esperó a que él se moviera, pero el corazón se le aceleró cuando él se quedó bloqueando la salida y la escapatoria.
—¿Quiere algo más?
Él le miró los labios y dio un sorbo de café.
—¿Has dormido bien?
Una llamarada le abrasó las entrañas. Quiso decirle que eso no era de su incumbencia, pero decidió que si contestaba, la dejaría salir antes.
—Sí. Gracias por preguntarlo.
Él, sin embargo, no se movió.
—Yo, no. Hacía mucho tiempo que no dormía tan mal como anoche.
—Ah… Mmm…
Ella empezó a lamerse los labios, pero lo pensó mejor y resopló. Tenía que encontrar la manera de sofocar esas llamas que se avivaban dentro de ella cuando él estaba cerca.
—Han sido unos días muy tensos y tenían que pasarle factura antes o después.
—Claro, seguro que tienes razón —replicó él esbozando una leve sonrisa.
Volvió a mirarle la boca y el cosquilleo en los labios estuvo a punto de conseguir que se los frotara con los dedos. Se cruzó las manos sobre el abdomen. Él se terminó el café y dejó la taza en la encimera. Pasaron unos segundos en silencio, hasta que él suspiró.
—Lo… siento si te asusté anoche. No quería desmandarme de esa manera.
—Yo no… Usted no…
—Entonces, ¿por qué parecías tan asustada? ¿Alguien te ha hecho daño en el pasado?
Ella quiso contestar que no y apaciguar su mirada penetrante antes de que todo se le escapara de las manos, pero…
—A todos no ha hecho daño alguien en quien confiábamos, alguien que creíamos que nos amaba.
—Espero no haberte recordado a esa persona —replicó él un poco pálido.
—No más de lo que yo le recordé a su padre.
Ella se quedó sin respiración cuando la angustia se reflejó en el rostro de él. Hasta hacía dos días, él solo había mostrado un férreo dominio de sí mismo en asuntos de trabajo. Pero eso no era trabajo, era íntimo y doloroso.
Presenciar su dolor hizo que se le resquebrajara el hielo que le rodeaba el corazón. Antes de darse cuenta, se había soltado las manos y fue a agarrarlo del brazo, pero se detuvo a tiempo.
—Lo siento, no quería decir eso.
Él se pasó los dedos entre el pelo con una sonrisa sombría.
—Desgraciadamente, una vez resucitados los recuerdos, no se puede enterrarlos fácilmente, por muy inoportuno que sea el momento.
—¿Hay algún momento oportuno para sacar a la luz el dolor del pasado?
Él se quedó helado al oír el tono afligido y la miró con una intensidad que la estremeció.
—¿Quién te hizo daño, Paula? —preguntó él con delicadeza.
Ella notó que se tambaleaba y se apoyó en la encimera.
—No… No es un tema para la oficina.
—¿Quién? —insistió él.
—Usted tuvo problemas con su padre y yo con mi madre —contestó ella en un tono angustiado.
—¡Qué dos! —exclamó él con una sonrisa—. Somos un par de casos desesperados que tienen problemas con papá y mamá. Cómo se lo pasaría un psicólogo con nosotros.
Durante el año y medio anterior, nunca habría pensado que tenía algo en común con Pedro, pero sus palabras habían sido como un bálsamo para su dolor.
—A lo mejor podríamos pedir precio de grupo.
Ella también intentó sonreír y el dolor fue disipándose de los ojos de Pedro para dejar paso a otra mirada que ella ya empezaba a conocer íntimamente.
—¿Ha venido a buscarme por algún motivo? —preguntó ella otra vez.
—Los investigadores han confirmado la relación entre el accidente y el intento de adquisición.
—¿De verdad?
—Sí. Es muy sospechoso que Moorecroft Oil y Landers Petroleum hicieran una oferta hostil al día siguiente de que mi petrolero encallara —él se dio la vuelta y se dirigió hacia su despacho—. Fue demasiado preciso para ser casualidad.
Ella entró en su despacho justo cuando él descolgaba el teléfono.
—Buenos días, Sheldon —saludó él al jefe de seguridad—. Necesito que indagues más en Moorecroft Oil y Landers Petroleum.
Paula se quedó paralizada al oír el nombre de Landers.
Afortunadamente, su teléfono también sonó y tuvo que volver a su mesa. Cuando Pedro terminó, ella había conseguido recuperar la compostura y podía acompañarlo a la reunión del consejo de administración sin mostrar lo alterada que estaba. Una vez allí, la conversación telefónica con Ricardo Moorecroft se convirtió en un caos a los cinco minutos.
—¿Cómo te atreves a acusarme de algo tan disparatado, Alfonso? ¿Crees que caería tan bajo como para sabotear tu buque para conseguir mis objetivos?
—Lo único que has conseguido es atraer la atención hacia tus operaciones turbias —replicó Pedro sin disimular el desdén—. ¿Acaso creías que iba a tirar la toalla por una adversidad?
—Subestimas el poder de Moorecroft. Soy un gigante del sector…
—Que tengas que recordármelo me impresiona menos todavía.
—Esto no ha terminado, Alfonso. Puedes estar seguro.
—Tienes razón, no ha terminado. Mientras hablamos, estoy indagando cualquier relación que pueda haber entre lo que le pasó a mi petrolero y tu empresa.
—¡No encontrarás ninguna!
La fogosidad de Moorecroft indicaba un nerviosismo que hizo que a Pedro le brillaran los ojos.
—Reza para que no la encuentre porque si la encuentro, puedes estar seguro de que iré por ti y no pararé hasta que haya reducido a cenizas tu empresa. Tampoco se salvarán tus cómplices.
Pedro apretó el botón para cortar la conferencia y miró a los demás miembros del consejo.
—Os comunicaré cualquier noticia si la investigación da frutos
Se giró hacia Paula, que estaba sentada en el tercer asiento a su izquierda. La había colocado lejos de su vista para que no lo distrajera, pero se había dado cuenta de que tamborileaba con los dedos durante toda la conferencia. Se daba cuenta de todo lo relativo a Paula desde que se dejó llevar por la atracción que sentía hacía ella. Desde cómo se ceñía su falda azul a su trasero hasta los arcos de sus pies cuando se acercó a él. Incluso, en los momentos menos adecuados, se preguntaba lo largo que sería su pelo y si sería sedoso. Muchas veces, durante las noches insomnes, se imaginaba que la besaría de mil maneras si tuviera la ocasión. Sin embargo, en ese momento, captaba algo más, la vulnerabilidad que escondía bajo ese exterior áspero. Lo que le había hecho su madre, fuera lo que fuese, todavía la hería. Sintió una opresión en el pecho y la necesidad de acercarse a ella para acariciarle una mejilla y asegurarle que él la cuidaría… Apretó los dientes e intentó dominarse. No haría semejante cosa, como no se repetiría lo que había pasado la noche anterior. Entonces, ¿por qué se acercaba a ella y se deleitaba mirando su cuello inclinado sobre la tableta? ¿Por qué se imaginaba que la levantaba de la silla, le subía la falda y la sentaba en la mesa de la sala de reuniones? Estaba disparatando y solo eran las nueve de la mañana. Despidió a los miembros del consejo y esperó a que se hubiesen marchado para murmurar el nombre de ella. Paula levantó la cabeza y lo miró a los ojos, aunque él no supo si la mirada era personal o profesional. Sintió un arrebato de fastidio.
—¿Qué está pasando? Creía que no le diría a Moorecroft que estamos investigándolo.
—Acepté su reto y dio resultado. No sabía si estaba implicado hasta que lo oí en su voz.
—Entonces, ¿por qué no lo perseguimos?
—Sabe que está acorralado. Entre la investigación oficial y la nuestra, o dirá la verdad o intentará hacer cualquier cosa para borrar su rastro. En cualquier caso, está quedándose sin tiempo. Le daré unas horas para que decida qué camino va a seguir.
—¿Y si desvela una relación entre todo lo ocurrido?
Pedro notó que le había temblado la voz y se preguntó por qué.
—Entonces, me ocuparé de que lo pague hasta las últimas consecuencias.
Su padre había salido indemne de muchas operaciones turbias hasta que la justicia lo atrapó. Los mismos periódicos que sacaron a la luz sus infidelidades descubrieron que su padre había privado a muchas familias y empleados de lo que les correspondía. Cuando su padre acabó entre rejas y Ariel tuvo la edad para tomar las riendas de la empresa, lo primero que hizo fue resarcir a las familias afectadas. Nunca permitirían que alguien saliera indemne del fraude y el engaño.
Él miró el rostro de la mujer que había poblado sus sueños con su cuerpo. Estaba mucho más pálida y parecía asustada. Frunció el ceño.
—¿Qué pasa?
—Nada —contestó ella mientras se levantaba y recogía sus cosas.
—Espera.
Le puso una mano en la cintura para detenerla y notó que estaba tensa.
—¿Qué…? —preguntó ella bajando la cabeza para que no viera su expresión.
—Paula, ¿puede saberse qué está pasando?
—¿Por qué iba a pasar algo? Solo quiero volver a mi despacho para seguir trabajando —contestó ella precipitadamente.
Él había dicho algo que la había alterado. Repasó mentalmente sus últimas palabras.
—¿Crees que soy demasiado inflexible?
Ella apretó los labios, pero siguió sin mirarlo.
—¿Qué importa lo que yo crea?
—¿Qué harías tú?
La agarró de la cintura y notó la calidez de su cuerpo. Quiso estrecharla contra sí y acariciarle un pecho como había hecho la noche anterior, pero hizo un esfuerzo para contenerse.
—Yo… Yo los escucharía y averiguaría los motivos de sus actos antes de arrojarlos a los lobos.
—La codicia es la codicia y la traición es la traición. El motivo es lo de menos cuando el daño está hecho.
Ella arrugó los labios y él captó la rabia que se adueñaba de ella.
—Si cree eso, no sé para qué me lo pregunta.
—¿En qué circunstancias perdonarías lo que han hecho?
Ella se encogió de hombros y él se fijó en sus pechos, pero tragó saliva y maldijo la llamarada que sintió en las entrañas.
—Si se ha hecho para proteger a alguien que quieres. Quizá se hizo sin saber que era una traición.
—La traición de mi padre fue intencionada y la de Moorecroft también.
Ella lo miró a los ojos, pero volvió a apartar la mirada.
—Señor Alfonso, no puede atribuir los pecados de su padre a todo lo que pasa en su vida.
Eso estaba volviéndose personal otra vez, pero él no podía mitigar el dolor que sentía.
—Mi padre fue infiel y engañó en sus operaciones empresariales durante décadas. Traicionó a su familia haciéndonos creer que era algo que no era. No sintió remordimiento ni cuando lo desenmascararon. No cambió ni en la cárcel. Se fue a la tumba sin arrepentirse. Te engañas si crees que existe la traición inconsciente e inofensiva.
Vio el dolor y la compasión en los ojos de ella, como pasó en Point Noire. Incluso, fue a acercarse a él, pero se detuvo y lamentó que no lo hubiese hecho.
—Siento lo que le pasó. Tengo unos correos esperándome. Si no le importa, volveré al despacho.
—No.
—¿No? —preguntó ella mirándolo con incredulidad.
—Todavía no has desayunado, ¿verdad?
—No, pero iba a pedir frutas y cereales a la cocina.
—Olvídalo. Vamos a salir afuera.
—No sé por qué…
—Yo sí lo sé. Llevamos encerrados aquí desde ayer. Nos vendrá bien comer algo y un poco de aire fresco. Vamos.
Él empezó a alejarse y sintió cierta satisfacción cuando, al cabo de unos segundos, oyó las pisadas de ella.
*****
—Solo sirven tortitas.
—Lo sé y por eso te he traído. Ya es hora de que satisfagas esa… debilidad que tienes, agapita.
Su forma de resaltar la palabra hizo que una punzada ardiente la atravesara.
—¿Por… qué?
Ella intentó recuperar el dominio de sí misma. Esa mañana, en vez de volver a ser tan profesional como había creído, estaba convirtiéndose en un campo de minas personal.
—Porque es la… munición perfecta —contestó él con otra sonrisa.
—¿Le parece que mi debilidad por las tortitas es munición? —preguntó ella con media sonrisa.
Entonces, el camarero pasó con un montón de tortitas con arándanos y ella intentó sofocar un gruñido, pero Pedro lo oyó y la miró con unos ojos voraces que le atenazaron las entrañas.
—No sé si sentirme complacido o enfadado por haberte contado esto sobre ti, Paula. Por otro lado, podría ser el arma perfecta para que hagas lo que quiero.
—Ya hago lo que quiere.
La respuesta hizo que ella se sonrojara y él le clavó la mirada en los ojos.
—¿De verdad? Recuerdo que más de una vez te has negado a obedecerme.
—No habría durado ni un minuto si me hubiese plegado a todos sus deseos.
—Es verdad. Le dije a Ariel que eres mi perro de presa.
—¿Me comparó con un perro? —preguntó ella sin poder creérselo.
—Era una metáfora —contestó él con cierta incomodidad—, pero ahora me doy cuenta de que debería haber utilizado una descripción más… halagadora.
Él llamó al camarero, pero la curiosidad la corroía por dentro.
—¿Cómo me habría descrito?
Él, en vez de contestar, pidió café y dos raciones de tortitas con arándanos. Paula agarró al camarero del brazo para detenerlo.
—¿Podría ponerme una ración de arándanos más, por favor? Y un cuenco con miel, y un poco de nata… Y dos rodajas de limón y algo de mantequilla…
Se detuvo cuando vio que Pedro, muy divertido, arqueaba las cejas. Bajó el brazo y volvió a sonrojarse mientras el camarero se alejaba.
—Lo siento, no quería parecer una glotona absoluta.
—No te disculpes. Darse un placer de vez en cuando es muy humano.
—Hasta que tenga que pagarlo con horas en el gimnasio.
Se acordó inmediatamente de lo que había pasado la noche anterior y, a juzgar por el brillo de sus ojos verdes, él también se acordó. ¿Qué estaba pasándole? En realidad, sabía muy bien qué estaba pasándole. A pesar de todas las advertencias que se había hecho, Pedro la atraía con una fuerza irracional y tenía que curarse esa locura antes de que se descontrolara.
—Si te arrepientes antes de hacerlo, no lo disfrutarás.
—¿Quiere decir que debería pasar por alto las consecuencias y disfrutar el momento?
Él le miró los labios y fue como una caricia que hizo que quisiera gemir.
—Efectivamente —contestó él antes de callarse.
Se hizo el silencio y solo se oyó el sonido de los cubiertos y los platos. Ella solo pudo resistirlo unos minutos, hasta que creyó que iba a arder en llamas por la tensión. Se aclaró la garganta y buscó un tema de conversación neutro que distendiera el ambiente.
—Iba a contarme cómo me habría descrito.
No había estado muy acertada… Él se dejó caer contra el respaldo y ella se fijó en los músculos del pecho, que la camisa no conseguía disimular, y tuvo que tragar saliva.
—Quizá no sea ni el momento ni el lugar.
—¿Tan malo es?
—No, es muy bueno.
Ella tomó aliento y prefirió callarse. Cuando llegó la comida, intentó satisfacer el apetito culinario como no podría satisfacer el apetito carnal que veía en los ojos de Pedro.
Levantó la mirada unos minutos después y lo vio con una expresión entre asombrada y divertida.
—Lo siento, pero es culpa suya. Ha desatado mi anhelo más profundo y ya no puedo parar.
—Al contrario, es un placer verte comer algo que no sea una ensalada, y con ese… anhelo.
—No se preocupe, no voy a repetir la escena de Cuando Harry encontró a Sally.
—¿El qué? —preguntó él desconcertado.
—¿Nunca ha visto esa escena cuando la actriz finge un orgasmo en un restaurante?
—No —él tragó saliva—, pero prefiero que los orgasmos sean auténticos. ¿Tú no?
¿De verdad estaba desayunando con su jefe y hablando de orgasmos?
—Yo… Esto era… Solo estaba hablando de algo. No tengo una opinión sobre los orgasmos.
Él se rio en voz baja y fue como la caricia de las alas de una mariposa.
—Todo el mundo tiene una opinión sobre los orgasmos, Paula. Es posible que algunos las tengamos más contundentes que otros, pero todos las tenemos.
No iba a pensar en Pedro y los orgasmos a la vez.
—De acuerdo, pero prefiero no seguir hablando de eso, si no le importa.
Él terminó la última tortita y tomó el café.
—En absoluto, pero algunos temas se quedan flotando hasta que se tratan.
—Algunos temas merecen más atención que otros. ¿Cuál era su otro asunto?
—¿Cómo dices?
—Antes de que nos desviáramos de conversación, dijo «por otro lado». ¿A qué se refería?
Era una táctica de distracción, pero tenía que dejar ese tema que estaba despertándole un deseo que la ofuscaba y podría llegar a pensar que podía probar la fruta prohibida y salir indemne. No saldría indemne si se dejaba llevar por el deseo que la abrasaba por dentro cuando Pedro la miraba.
Necesitar así a un hombre como Pedro acabaría destruyéndola. La conversación en la sala de reuniones le había confirmado que tenía cicatrices por lo que le había hecho su padre. Él nunca confiaría en nadie y mucho menos necesitaría a otro ser humano como ella creía que podría necesitarlo si no dominaba sus sentimientos.
—Por otro lado, me alegro de conocer tus debilidades porque me da la sensación de que no te permites disfrutar con las cosas sencillas de la vida.
El corazón se le aceleró con algo sospechosamente parecido a la euforia.
—Y… ¿usted quiere darme eso?
—Sí. Quiero mimarte como no te han mimado antes.
Unas palabras muy sencillas, pero muy peligrosas en su estado mental.
—¿Por qué? —preguntó ella antes de que pudiera evitarlo.
—Para empezar, espero que me recompenses con una de esas sonrisas que prodigas tan poco.
La miró con los ojos abiertos y ella se quedó sin respiración.
Reflejaban un cariño que le dio un vuelco al corazón.
—Además, porque yo tenía a mis hermanos mientras sobrellevaba los problemas con mi padre, pero tú, que yo sepa, eres hija única, ¿no?
—Sí… —balbució ella intentando contener las lágrimas.
—Entonces, lo consideraremos una terapia —miró el plato y vio que tenía un trozo de tortita con miel clavado en el tenedor—. ¿Has terminado?
Ella no pensaba meterse ese último trozo en la boca mientras la miraba con esos ojos que todo lo veían, era insoportable.
—Sí, he terminado. Y gracias… Por esto, quiero decir. Y por…
Ella se calló al notar un torbellino de sentimientos. Él asintió con la cabeza y se levantó.
—Ha sido un placer —replicó Pedro tendiéndole una mano.
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