Se hizo un silencio.
—Siéntate, por favor —dijo al fin Pedro—. El cacao puede esperar.
Paula se dejó caer sobre el sofá. Los ojos del hombre pedían una explicación que no le apetecía dar. Odiaba resucitar viejas heridas. Sin embargo, por alguna extraña razón, sabía que se lo contaría. Era como si él tuviera derecho a conocer sus secretos más oscuros y profundos.
—¿Cómo murió?
—En la cárcel… en un motín.
El hombre musitó un juramento. Paula sintió que estaba a punto de llorar y se volvió. No quería que él viera sus lágrimas.
—Si no quieres hablar de ello…
La joven intentó sonreír, pero le tembló la barbilla.
Pedro volvió a maldecir.
—A veces parezco un estúpido insensible.
Ninguno de los dos dijo nada durante un rato.
—Mira, creo que debo irme —musitó él, al fin.
—Hubo un motín en la cárcel y Daniel creo que se metió entre dos bandas y lo apuñalaron —dijo ella, de un tirón. Se puso en pie—. Ahora mismo vuelvo. Voy a ver si duerme Olivia y a buscar más cacao.
Una vez en la cocina, se apoyó contra el mostrador. Tenía las manos heladas. Sin saber cómo, preparó el cacao, puso las dos tazas en una bandeja y entró en la sala de estar.
Pedro cogió una de las tazas e hizo una ligera inclinación con la cabeza en señal de gracias. Ambos bebieron el líquido caliente sin decir nada.
—¿Lo sabe Olivia? —preguntó él, al fin.
Paula se inclinó para dejar su taza sobre la mesa.
—Ella sólo sabe que está en el cielo.
—Pero no cómo murió.
—Es demasiado joven para comprender algo así.
—¿Lo amabas?
La joven lo miró un momento.
—Eso creía. Pero luego empezó a tener problemas en el trabajo y cambió mucho.
—¿Alguna vez maltrató a Olivia?
Su tono de voz era más bajo y parecía forzado, como si le hubiera costado trabajo formular aquella pregunta. La joven se dio cuenta de que quería a Olivia y aquello le dio fuerzas para continuar.
—No, ni siquiera cuando la sacó del estado después del divorcio.
—¿Quieres decir que la secuestró?
—Sí —repuso ella.
Luego le contó cómo había contratado a un detective para encontrarlos. Cuando terminó, él estaba muy serio.
—Sé que no se debe hablar mal de los muertos, pero quizá recibió exactamente lo que se merecía.
—Bueno, desde luego, yo sí creí que se merecía la cárcel, pero lo otro… —se interrumpió con un escalofrío—. Cuando me dijeron que había muerto, se me partió el corazón.
Vio que Pedro apretaba la mandíbula, pero continuó hablando.
—No porque lo amara todavía, sino porque era una lástima. Tenía un gran potencial. Fuera como fuera, tuve la oportunidad de volver a empezar y la aproveché —sonrió entre sus lágrimas—. Y, como suele decirse, el resto es historia.
—¿Y ahora tienes todo lo que quieres?
—Casi —repuso ella, contemplando pensativa las llamas—. Cuando haya pagado la librería, tal vez pueda decir eso.
—Eso es importante para ti, ¿eh?
—Sí, porque significa raíces y estabilidad para Olivia y para mí. Y eso es lo más importante. Especialmente después de nuestra tragedia. Aunque espero que a la niña no le quede ninguna cicatriz.
Pedro no respondió. En lugar de eso, terminó su taza de cacao de dos tragos.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó Paula, cuando él dejó su taza sobre la mesa—. ¿Qué es lo que quieres tú?
—Volver a mi trabajo —respondió él, tenso.
—¿Tienes miedo de que eso no ocurra?
—Mucho. No se puede combatir un fuego con una pierna mala.
—¿Qué es lo que dicen los médicos?
El hombre hizo una mueca.
—No saben nada.
—Pero algo deben decir —insistió ella.
—Sí, que le dé tiempo. Que es cuestión de tiempo.
Se levantó de repente y se acercó hasta la chimenea. Paula ardía en deseos de saber qué era lo que le había hecho apartarse de la raza humana. Estaba segura de que su herida no había sido la única razón.
—Bueno… —dijo, quitándose las zapatillas y sentándose sobre sus pies.
Pedro frunció el ceño.
—Bueno, ¿qué?
La joven sonrió débilmente.
—Ahora te toca a ti hablar, airear los esqueletos de familia.