sábado, 17 de agosto de 2019
AMARGA VERDAD: CAPITULO 10
Al llegar a casa, Pedro se encontró con su madre y con su hermana en la terraza, pero Hugo y Paula no estaban.
— Papá le está enseñando la biblioteca —lo informó Natalia—. Estarán hablando del pasado.
—¿La conoces ya?
—Sí.
—¿Y?
— ¡Me ha caído fenomenal! Es exactamente como me la había imaginado: guapa, agradable y simpática. Es como si fuera mi hermana.
Pedro enarcó las cejas y miró a su madre.
— No me mires así —dijo ella—. Yo estoy de acuerdo con Natalia. Sé que tú tienes tus dudas, pero Paula parece no tener doblez. Aunque...
—¿Qué? —preguntó Sebastian desconfiado.
—Dijo de pasada en la comida que no tiene trabajo. No sé si es significativo.
—Crees que no, ¿verdad?
— ¡Pedro, por favor! — exclamó Natalia—. ¡Te empeñas en buscar lo peor de la gente!
— Y tú, lo mejor... aun cuando todos sabemos que no lo tienen.
—¿Por qué no aceptas a Paula como el resto de nosotros?
—Porque alguien tiene que arañar la superficie a ver qué hay detrás.
—¿Por qué? ¿Qué te ha hecho para que la tengas enfilada de esa manera?
—Lo que me preocupa es lo que te pueda hacer a ti, Nat.
— ¿Cómo qué? ¿Me va a robar las joyas, me va a envenenar? Pasas demasiado tiempo con delincuentes y te crees que todo el mundo es así.
— Soy abogado de divorcios —contestó sonriendo al ver que su hermana, como siempre, hacía de abogado de los desvalidos —. No trato con delincuentes, aunque alguno he tenido, la verdad, pero no me suelo equivocar cuando emito un juicio sobre alguien.
— ¡Si eso fuera cierto no te pasearías con Esmeralda Stanford por ahí!
—Esmeralda no es mala.
— ¡Eso pone de manifiesto que no das una! Pero si te chupa la sangre de tal manera que lo que me sorprende es que no te tengan que hacer una transfusión semanal.
Era cierto que Esmeralda podría estar intentando cazarlo, pero no tenía nada que hacer.
No lo inquietaba, pero Paula Chaves era otra cosa...
El objeto de su desagrado apareció en ese momento del brazo de Hugo. Llevaba un vestido rojo de gasa que, desde luego, no había comprado en un saldo, y sandalias de seda a juego. Los pendientes de perlas y granates eran la guinda del maravilloso conjunto que resalzaba sus curvas.
Se estaba riendo ante alguna ocurrencia de Hugo, a quien se le veía claramente embelesado con ella. A Paula se le borró la sonrisa de la cara cuando vio a Pedro.
—Ah, estás aquí —dijo deseando que estuviera en cualquier otro sitio—. Creía que habrías cambiado de opinión.
—No haberse hecho falsas esperanzas, señorita Chaves —contestó él preguntándose cómo podía ir así vestida con el sueldo de una florista. Tenía que ser porque hubiera heredado un buen pellizco tras la muerte de sus padres o porque tuviera otra fuente de ingresos. Aquello le picó la curiosidad.
—¿Señorita Chaves? —dijo Nat—. ¡Qué protocolo tan tonto! Por Dios, Pedro, ¿por qué no la llamas Paula, como los demás?
—Sí, no sé por qué lo haces, Pedro. Al fin y al cabo, somos familia —dijo Paula lo más inocente que pudo.
Pedro sintió deseos de ahogarla. «Porque no somos familia y no tengo ninguna intención de hacer lo que tú digas».
— Vamos a beber algo —dijo cambiando de tema—. Hugo, ¿lo de siempre?
—No, esta noche, como es una ocasión especial, voy a tomar champán. ¿Y tú, querida? —le preguntó a Paula.
—Nunca digo que no a una copa de champán — contestó ella.
Pedro sacó la botella de Montrachet de la cubitera y sirvió dos copas. Al darle una a Paula, aprovechó para agarrarla del codo y hablar con ella aparte.
—¿De qué estabais hablando Hugo y tú en la biblioteca?
—De mi madre, la primera señora Prestón —le contestó desafiante—. En otras palabras, de nada que te incumba, Pedro.
—Mientras estés en casa de la actual y última señora Pedro, sí me incumbe. Además, no sé cómo te atreves a cuestionar la presencia de mi madre en esta casa.
— Si tu madre fuera la décima parte de grosera que tú, me habría ido a un hotel, pero es una mujer encantadora y no es mi intención insultarla. ¡Ni tampoco herirla diciéndole lo que opino de su hijo!
La había hecho enfadar. Se había sonrojado. Pedro se encontró admirando sus
labios, del color de las begonias, y preguntándose si serían tan sedosos al tacto como parecían. Sintió unos tremendos deseos de besarla.
—¿De qué habláis? —preguntó Cynthia acercándose—. La cena ya está servida. Pedro, acompaña a Paula al comedor.
Sin poder negarse, la tomó del brazo. Ante su cercanía, percibió su aroma a flores tropicales. Aunque Paula llevaba tacones, él seguía siendo más alto, lo que le permitió mirarle el escote.
Sintió un intenso calor en el bajo vientre. Furioso consigo mismo, miró a otro sitio deseando que le resultara igual de fácil controlar otras zonas de su anatomía. Se dio cuenta de que no se fiaba de ella, pero, todavía menos, de él. Cuanto más la veía, más la deseaba.
Lo que tenía claro era que lo primero que iba a hacer a la mañana siguiente sería llamar a la costa oeste e investigarla. A Hugo, que se lo había prohibido expresamente, no le iba a hacer ninguna gracia, pero era por su bien.
Durante la cena, en la que estaban sentados enfrente, Pedro no podía apartar la mirada de ella.
Paula tenía la costumbre de apretar los labios tras tomar un trago de vino y se encontró a sí mismo esperando ansioso a que lo hiciera.
—¿Verdad, Pedro? —dijo su madre.
—¿Eh? —dijo él dándose cuenta de que no sabía de lo que estaban hablando los demás.
—Estamos hablando del cumpleaños de papá — dijo Natalia— y tú tienes el voto decisivo. ¿Qué dices?
—A mí me parece bien lo que prefiera Hugo.
—Pues no se hable más —dijo Cynthia—. Haremos una fiesta el sábado que viene para celebrar el setenta cumpleaños de Hugo y dar la bienvenida a Paula. Ya iremos a la finca otro fin de semana de este mes.
— Me encantaría ocuparme de las flores — apuntó Paula—, si no os importa que me dé una vuelta por el jardín, claro.
—Claro que no —contestó Hugo—. Haz lo que quieras, cariño, también hay un invernadero.
— Habrá que encontrar una pareja para Paula —observó Cynthia—. Te lo pediría a ti, Pedro, pero supongo que a Esmeralda no le haría ninguna gracia.
—No, supongo que no —contestó el aludido ignorando la risita de su hermana.
—No importa. Hay muchos solteros a los que les encantará acompañarla.
Pedro no lo dudaba. La sola idea le hizo quedarse sin hambre, a pesar de que había langosta y tarta de frambuesas.
viernes, 16 de agosto de 2019
AMARGA VERDAD: CAPITULO 9
AL día siguiente, llegaron a Stentonbridge poco antes de la hora de comer. Era una ciudad pequeña a orillas de un río, llena de calles residenciales con elegantes casas del siglo XIX. Sin embargo, aquello no fue suficiente para preparar a Paula para la opulencia de la finca de los Presión.
Eran varios acres situados frente al río, una casa de estilo georgiano rodeada de jardines llenos de flores.
— ¡Qué bonito! —exclamó mientras el coche atravesaba la entrada.
— Ya sabía que era así —respondió Pedro secamente—. Le mandarían fotos, supongo.
— Sí, pero no le hacían justicia. ¡Es... como un palacio! Hugo se debe de gastar una fortuna en mantener estos jardines.
—Intente controlar el símbolo del dólar que tiene en los ojos, señorita Chaves, y recuerde para qué se supone que ha venido. El comité de bienvenida está a punto de llegar y, sinceramente, no me gustaría que lo primero que les dijera implicara que lo único que le interesa es cuánto dinero tiene Hugo.
Paula se había despertado aquella mañana descansada y optimista. Tenía la ilusa esperanza de que Pedro y ella hubieran alcanzado una especie de alto el fuego.
Por eso, se le habría insinuado él. Sin embargo, a pesar de que el día se había levantado despejado, Pedro se había despertado de lo más nube negra. Al principio, ella lo achacó a que tuviera mal despertar y esperó que la cosa fuera mejorando.
Pero no hizo más que empeorar. Cuando le dio las gracias por la comprensión que había mostrado la noche anterior, él se encogió de hombros. No había abierto apenas la boca ante las muestras de entusiasmo de Paula asombrada por lo bonitas que eran las ciudades del camino. Aun así, no había querido dar su brazo a torcer y había hecho un esfuerzo por seguir contenta. No obstante, aquel último ataque ya había sido demasiado.
— No me ha gustado nada ese comentario. No venía a cuento.
—¿De verdad? Cuando me desperté esta mañana, estaba fisgando en el dinero que había dejado en el cajón.
— ¡Eso no es cierto! Estaba buscando las llaves del coche para cargar mis maletas en el maletero y estar lista para irnos cuanto antes. Claro que el señor se ha pasado media mañana en la cama.
—Yo no diría que levantarse a las ocho y estar en camino a las nueve sea pasarse la mitad de la mañana en la cama.
—Yo llevaba despierta desde las seis.
— Sí, pero es que yo no me dormí hasta casi las cuatro.
— ¡No pague su insomnio conmigo! — le soltó tan enfadada que podría haberle golpeado con el bolso en la cabeza—. No es culpa mía.
—Baje la voz y deje de mover los brazos. Por si no se ha dado cuenta, tenemos compañía.
Paula vio que la puerta principal de la casa estaba abierta y, de repente, aquella riña le pareció de lo más trivial.
—¿Ese es Hugo? —preguntó sin apartar la mirada de un hombre de pelo blanco que bajaba las escaleras seguido de un setter inglés.
— Me temo que sí. ¿Decepcionada de que no sea el mayordomo?
—No —contestó con dulzura—, pero me gustaría que el perro fuera un rottweiler y usted su comida.
—Muy bien, señorita Chaves. Por fin, está actuando como realmente es.
—¿Por qué no se tira al río, Pedro? —le dijo sonriendo. Salió del coche y se dirigió hacia las escaleras.
Hugo Presten tenía casi setenta años, pero no aparentaba más de sesenta. Era alto y erguido, tenía un bonito pelo blanco y ojos azules.
— ¡Bueno, Paula, por fin nos conocemos! —le dijo amablemente.
—Sí —contestó ella muy emocionada y sin saber qué hacer. ¿Cómo se suponía que debía actuar ante el hombre que le dio la vida, pero que, por razones aún desconocidas, había preferido permanecer en silencio hasta hacía poco? ¿Un beso, un apretón de manos, un abrazo?
¿Y cómo debía llamarlo? Hugo se le hacía demasiado familiar, pero señor Preston era demasiado formal, absurdo. ¿Papá? No, Nicolas Chaves había sido su padre y no era justo borrar su recuerdo de un plumazo.
Como si se diera cuenta de todo lo que estaba pensando, Hugo la agarró de las manos y la besó en ambas mejillas.
— Querida hija, no tienes idea de lo que representa el día de hoy para mí. Me halagaría mucho que, con el tiempo, me llamaras Padre. Hasta entonces, llámame Hugo. Te presento a Cynthia, mi mujer —añadió girándose hacia una mujer alta y elegante, sencilla y guapa. No encajaba en el papel de la madrastra, su sonrisa y sus ojos demostraban que era buena.
— Cuánto me alegro de conocerte, Paula —le dijo abrazándola—. Hugo ha esperado este momento durante mucho tiempo. Los dos, la verdad. Gracias por hacerlo posible. Bienvenida a nuestra casa. Perdona a la perra, te ha puesto perdida, es que se cree de la familia.
Aquella bienvenida tan cálida hizo que Paula se pusiera a llorar de emoción.
— Gracias —lloriqueó mojándole la camisa de seda a Cynthia—. Me alegro mucho... mucho de estar aquí.
— Nosotros, también —dijo Cynthia agarrándola de la cintura y guiándola escaleras arriba—. Te voy a enseñar dónde está tu habitación antes de comer. Pedro, recoge el equipaje de Paula y llévalo a la habitación rosa.
Si no hubiera estado tan turbada por sus propias emociones, le habría encantado girarse para ver al altanero Pedro Alfonso convertido en simple botones.
—Normalmente, no soy así —se disculpó secándose las lágrimas con el pañuelo que le había dado Hugo.
—Nosotros, tampoco —dijo Cynthia—. Nosotros también estamos muy emocionados. Los encuentros familiares es lo que tienen.
«¡Menos para Pedro!», pensó al verlo de reojo cargando con sus maletas. Se preguntó cómo se iba a desarrollar la comida y si podría aguantar sin hacer alguno de sus mordaces comentarios.
Cuando Paula volvió de lavarse la cara y peinarse un poco, se encontró con que había una comensal más. Una mujer que dejó muy claro que Pedro le pertenecía.
—Hola, soy Esmeralda Stanford —se presentó mirándola de arriba abajo—. No quería perderme la llegada de la hija prodiga que me quitó a mi hombre ayer por la noche.
«¡Para ti enterito! Por cierto, ¿sabes que tiene otra mujer en la ciudad que está a punto de dar a luz?», pensó Paula.
—Encantada —dijo sin embargo.
—Vamos a tomar un vino antes de sentarnos a la mesa —propuso Hugo —. Esmeralda y tú os quedaréis, ¿verdad, Pedro?
—No —contestó —. Tengo muchísimo trabajo y Esmeralda tiene que trabajar esta noche, así que debería dormir un poco.
— Soy enfermera jefe de cirugía en el hospital local — informó Esmeralda a Paula.
— Yo vendo flores.
—Qué bonito —dijo apartando a la perra—. Para de chuparme, no es higiénico. Bueno, Pedro, he dejado mi coche en las cuadras, así que casi me voy contigo, ¿de acuerdo?
—Claro. Que comáis bien —dijo mirando a Paula.
Cynthia levantó la mirada.
— Vendrás a cenar, ¿verdad?
—Creo que no.
—Pero es la primera noche aquí de Paula. Quiero a toda la familia reunida en un momento tan especial— sonrió—. Hay langosta y Clara te está haciendo tu postre favorito.
— Eso es chantaje, Cynthia —apuntó Hugo —. Tiene otros planes. Ya habrá más cenas.
—Además, Pedro ya ha hecho suficiente. No te sientas obligado a venir por mí. Estaré estupendamente sin ti. Por mí, no hay problema —dijo Paula.
—¿Has dicho langosta? —preguntó Pedro posando sobre ella una mirada fría como el acero.
Cynthia asintió.
— Y tarta de frambuesas con helado casero de vainilla. Una comida digna de un rey, Pedro, o, en este caso, de una reina
—Contad conmigo, entonces. No me lo perdería por nada del mundo — dijo con satisfacción.
Paula deseó no haber dicho nada que él se pudiera haber tomado como un reto.
—Tengo que ir a la oficina a hacer unas llamadas— dijo besando a su madre en la mejilla—. ¿A qué hora cenamos?
—A las siete y media, como siempre, pero ven antes, si quieres.
—¿Estará Natalia?
— Claro, está deseando conocer a Paula—dijo Cynthia despidiéndose de Pedro y de Esmeralda—. Natalia está dando un curso de verano en la universidad y tenía una clase que no se podía perder. Me ha dicho que te dijera que sentía no estar aquí para darte la bienvenida, pero llegará sobre las tres. Así, podrás echarte a descansar un poco antes de conocerla.
—Me apetece mucho. ¿Qué estudia?
— Quiere ser trabajadora social. Es su sueño desde que era pequeña. Le gustaría trabajar con niños. Bueno, ya te contará ella. Tu padre y yo estamos más interesados en que nos cuentes cosas sobre ti. Eres horticultora, ¿no?
— Bueno, solo florista. Hasta hace poco, tenía una tienda con otra persona.
—Así que te gustan las flores. ¡Eso te convierte en la clara hija de tu padre! Yo siempre he dicho que si Hugo no hubiera sido abogado, habría sido paisajista o algo así. Entonces, ¿ya no tienes la tienda?
— Mi socio y yo decidimos disolver la sociedad —contestó con cautela. A pesar de lo bien que la habían recibido, estaba entre extraños. No sabía cómo encajarían que Jonathan Speirs, el pequeño contable que se encargaba de los libros, había sído detenido por fraude, evasión de impuestos y contactos con el crimen organizado.
Por su culpa, ella misma había sido investigada.
Su abogado le había aconsejado que permaneciera lo más alejada posible de él para no verse salpicada; hasta después del verano, cuando se celebrara el juicio.
Cynthia introdujo la cuchara en la crema fría de berros.
—Entonces, ¿ahora trabajas para otra persona?
—No, acabé con las bodas de mayo y de junio y ahora estoy de vacaciones.
—¿No tienes prisa por volver a Vancouver?
—Cynthia —dijo Hugo sirviéndole vino blanco—. Creí que habíamos dejado claro que no íbamos a presionar a Paula a tomar decisiones hasta que no nos conociera un poco más.
— No la estoy presionando, cariño, solo quiero que sepa que se puede quedar todo el tiempo que quiera. Es parte de la familia y esta es su casa. Además, hay sitio de sobra.
—¿Pedro vive aquí?
—No exactamente —contestó Hugo —. Vive en las antiguas habitaciones del servicio que hay encima de las cuadras. A veces, no nos vemos en una semana entera. La única que queda en casa es Natalia.
¡Menos mal! La idea de encontrarse con Pedro en cuanto pusiera un pie fuera de su habitación no le hacía ninguna gracia.
Cynthia le pasó una bandeja de langostinos al ver que había acabado con la crema de berros.
—Tienen una pinta estupenda, pero no tengo hambre, gracias. El sol y el vino me han dado sueño.
—Ven conmigo. Te acompaño a tu habitación para que descanses —dijo Cynthia levantándose y guiándola por la gran escalera—. Si necesitas algo, me lo dices — añadió, abriendo la puerta de una gran habitación que hacía esquina al final del pasillo.
—No creo que necesite nada —contestó observando la lujosa estancia—. Esta habitación es preciosa, Cynthia.
La aludida sonrió.
—Me gusta que todo esté bien. Si quieres que te planchen algo para la cena, dilo.
¡Había que vestirse para cenar! Paula agradeció el sutil comentario y se alegró de haber llevado un par de conjuntos arreglados.
Al quedarse sola, Paula miró a su alrededor. La habitación era espectacular, tenía cuatro ventanales con cortinas de tafetán rosa. A un lado daba a los jardines y al río y, al otro, a la piscina. Algo alejado, se veía un tejado de otro edificio más pequeño.
Las paredes estaban enteladas en tono rosa palo y había un ramo de rosas en un florero de plata sobre una mesita situada junto a una butaca tapizada en terciopelo rosa. La moqueta era suave y la cama era antigua.
Había una puerta doble que daba paso a un baño de ensueño.
— ¡Dios mío! —exclamó Paula—. Hay sitio como para dar una fiesta.
Miró la tentadora bañera de mármol, pero decidió dormir primero una siesta.
Tenía que enfrentarse a Pedro en la cena.
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