sábado, 16 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 18




Poco después estaban en el supermercado que le señaló Paula. Los niños salieron corriendo peleándose por quién iba a empujar el carrito y Pedro movió la cabeza.


—Cualquiera diría que no han ido nunca a un supermercado.


Paula lo miró.


—¿Han ido?


Él se dio cuenta entonces de que no lo sabía. Algo tan corriente y, sin embargo, no lo había hecho nunca con sus hijos. Y dudaba de que lo hubieran hecho con su madre, pues Stephanie se había criado en una casa llena de criados y, cuando se casaron, esperaba tener un ama de llaves a tiempo completo. El hecho de que Pedro no pudiera permitírselo, pues por entonces invertía casi todo su dinero en ampliar Alfonso‐Morris, había sido un motivo más de discordia entre ellos.


—Tranquilo, sólo es un supermercado —Paula le dio una palmadita en la mano.


Pero Pedro sabía que era más que eso.


Era una muestra más del tipo de vida que llevaban sus hijos con su madre y su padrastro.


Él no quería que sus hijos crecieran aislados de las cosas sencillas y normales. Él se había criado así, y si no hubiera sido porque Fiona lo había alentado, jamás habría podido salir de la vida privilegiada que sentía que lo estrangulaba ya antes de graduarse en un colegio privado.


Paula había llegado a la fila de carritos. Sacó uno, pisó la barra de abajo y se alejó hacia la tienda con los niños al lado.


Pedro los oyó reír a los tres y sonrió a su vez.


Respiró con fuerza, metió la mano al bolsillo y sacó una horquilla en forma de flor.


La miró. No sabía por qué no se la había devuelto todavía. 


Ni por qué la llevaba siempre encima.


Volvió a metérsela al bolsillo y siguió a los otros al interior de la tienda.


Al final, lo que debería haberles llevado cinco minutos, les llevó mucho más tiempo. Y cuando salieron de la tienda, todos acarreaban bolsas. Pero cuando llegaron a casa de Paula, los niños perdieron todo interés por los alimentos a favor de los perros. En cuanto Zeus y Arquímedes estuvieron fuera de la jaula, los cuatro no tardaron en empezar a rodar por el suelo de la sala de estar.


Pedro sacó la última caja de macarrones con queso de la bolsa de tela que Valentina había insistido en que compraran en vez de usar bolsas de plástico y se la pasó a Paula, que guardaba las cosas en un armario.


—No recuerdo cuándo fue la última vez que oí a Valentina reír así.


Paula lo miró.


—Los niños y los cachorros son una combinación infalible.


—La combinación infalible eres tú —replicó él.


Ella abrió mucho los ojos y parpadeó. Cerró la puerta del armario con brusquedad y le pasó una cazuela grande.


—¿Te importa llenarla de agua? Yo tengo que buscar la tapa.


Él tomó la cazuela y se quedó mirándola. Ella alzó un brazo hacia otro armario y la parte de atrás del suéter naranja se subió unos centímetros, dejando al descubierto un trozo de piel.


—¿Papá?


Pedro reprimió un juramento y se volvió como si tuviera trece años y lo hubieran sorprendido mirando fotos de mujeres desnudas.


—¿Qué pasa, Valentina?


Su hija sonrió con timidez.


—Me alegro de que hayamos venido aquí.


Paula hizo un sonido apagado.


—Yo también me alegro —dijo él.


Valentina volvió a sonreír y salió de la cocina. Un segundo después, oyeron murmullos entre Ivan y ella seguidos de risas.


Pedro tragó saliva y puso la cazuela bajo el grifo. Un momento después, Paula dejaba la tapa en la encimera.


—Gracias —le quitó la cazuela llena y la puso en el fuego. No lo miró—. No es preciso que te quedes a ayudar —dijo—. De todos modos, hay poco espacio —señaló la jaula que ocupaba la mitad del suelo.


Él, por toda respuesta, tomó la bolsa de zanahorias.


—¿Tienes un pelador?


Paula pareció a punto de decir algo, pero apretó los labios y abrió el cajón al lado de la cocina. Hurgó un momento en su contenido y sacó un pelador de verduras.


—Toma.


Él le agarró también la mano.


—Gracias.


—Sólo es un pelador.


Pedro le acarició los nudillos.


—Sabes que no me refiero a eso.


Ella bajó la vista.


—Lo sé. Pero no necesitamos complicar todavía más esto, ¿vale?


Lo miró con sus ojos suaves grises, unos ojos que le suplicaban que no llevara más dolor a su vida.


Pedro la había deseado desde el día en que la conociera, ¿pero qué tenía que ofrecer a una joven como ella? Ella se lo merecía todo. Rosas blancas, anillos, una casa con jardín y niños.


Cosas que él ya había intentado y en las que había fracasado tan miserablemente que él y otros seguían aún pagando el precio.


Asintió con la cabeza.


—Vale —gruñó. Sacó una zanahoria de la bolsa y empezó a pelarla.


Pero sólo veía la expresión de Paula.


Una expresión que decía claramente que sus palabras la convencían tan poco como a él.








UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 17





A pesar de las buenas palabras del médico, pasaron horas hasta que llevaron por fin a Fiona a la habitación. Para entonces, los hermanos y cuñadas de Pedro se habían ido, y también su madre. Adrian seguía allí y Pedro también.


Éste había conseguido convencer a Stephanie de que dejara a los niños en el hospital con él y se fuera a la cena con su esposo.


A Paula, que casi esperaba otra dosis de veneno por parte de Stephanie, le había sorprendido que no se produjera. Quizá porque los niños estaban allí escuchando o quizá porque estaban en un hospital. Fuera cual fuera la razón, sintió alivio cuando la exmujer de Pedro capituló y dejó a los niños allí.


Desgraciadamente, eso también implicaba que Valentina Ivan habían pasado horas esperando.


Y aunque deseaban ver a su bisabuela, la larga espera había acabado afectando a su paciencia.


Cuando llevaron a Fiona en una silla de ruedas, sólo la presencia de los niños impidió que Paula se echara a llorar. Nunca había visto a su querida amiga tan mayor. Por primera vez, casi resultaba fácil creer que había cumplido ya los ochenta y cinco.


Cuando la enfermera terminó de colocarle distintos cables y tubos y se marchó, Fiona dejó que Ivan usara los botones para alzar más la cama hasta que estuvo sentada a su gusto.


—¿Podemos volver a hacerlo? —preguntó el niño esperanzado con el mando a distancia en la mano.


—No es un videojuego, tonto —lo riñó Valentina.


—Preferiría estar jugando con videojuegos en este momento —le aseguró Fiona—. Puedes jugar con la maldita cama todo lo que quieras mañana, si vienes a verme —miró a Adrian—. Vete a casa a descansar. Parece que eres tú el que ha tenido un infarto.


—No bromees —le dijo él. Se inclinó a besarla en la mejilla—. Nos has dado un buen susto. Llevo años diciéndote que debes descansar más. Esos perros no necesitan que te mates a trabajar.


—No exageres. Y no lo hago por los perros, como tú bien sabes —le dio una palmadita en la mejilla y miró a Pedro y a Paula—. Bueno, con que ésas tenemos, ¿eh? Ya sospechaba yo que en la casita había algo más que reformas. Y cuando os vi juntos anoche, supe que estaba en lo cierto.


Paula se ruborizó.


—Fiona…


—Hablaremos de eso más tarde —Pedro miró a sus hijos. Fiona alzó los ojos al cielo, pero dejó el tema.


—Las nóminas no se han hecho. Paula, tú tienes llave del despacho. ¿Puedes…?


—Madre… —empezó a decir Adrian, pero ella movió una mano para hacerle callar.


—¿… ir a traerme el libro de cheques? Está en un cajón de mi escritorio, pero tú sabes dónde está la llave. Yo firmaré los cheques. Tú sólo tienes que rellenar las mismas cantidades del mes pasado para todo el mundo y devolverlos al despacho para que Cheryl se los dé a todos mañana.


—Madre —repitió Adrian, esa vez con voz acerada—. Tú no necesitas firmar ahora esos malditos cheques.


Fiona lo miró con frialdad.


—Soy la única que tiene firma en esa cuenta —señaló—. Y cuando quiera tu opinión, te la pediré.


Él suspiró con irritación y se apartó de la cabecera de la cama.


—Habla con tu abuela —le dijo a Pedro, que estaba a los pies—. A ti te escucha.


—Paula puede firmar con tu nombre —dijo Pedro sin vacilar—. Sólo por esta vez. Nadie va a acusar a nadie de estafa. Y mañana pediré cartas de autorización en el banco para que no seas la única que tenga firma en la cuenta.


Fiona se cruzó de brazos.


—Muy bien. ¿Paula?


La joven se encogió de hombros con incomodidad.


—Haré lo que tú quieras que haga, Fiona. Ya lo sabes.


La anciana sonrió con benevolencia.


—Sí, lo sé, querida —miró a Ivan—. Ya puedes pulsar el botón para bajar la cama. Después de todo lo que han hurgado en mí, quiero dormir, si es que no me enredo con la red de cables que tienen por aquí —miró de nuevo a los adultos—. Y ahora largo de aquí. Me han dicho que probablemente no estiraré la pata esta noche, así que podéis volver a verme mañana.


—Madre —Adrian se inclinó y la besó de nuevo en la mejilla. 


Su cariño por su madre era indudable, aunque ella lo exasperaba. Sonrió a Paula y dio una palmada en el hombro de Pedro antes de salir.


—De acuerdo. Vosotros también —Fiona miró a Paula y Pedro—. El último lugar en el que deben estar esos niños es un hospital.


—No te vas a morir, ¿verdad? —Ivan arrugó la nariz con el mando a distancia todavía en la mano.


—¡Cielos no! Hoy no —le aseguró Fiona. Tendió los brazos—. Dale un abrazo a esta vieja. Tú también, Valentina.


Los dos niños la abrazaron con el mismo entusiasmo que ella a ellos.


Paula parpadeó con fuerza y miró el suelo. Un momento después, la mano de Pedro agarraba la suya.


Lo miró sobresaltada, pero él no la miraba a ella. Miraba a sus hijos abrazar a su abuela con expresión emocionada.


Paula supo en ese momento que, independientemente de sus reservas, no podía no ayudarle.


Le apretó la mano y él la miró despacio.


—Todo irá bien —musitó Paula.


Y cuando él levantó sus manos unidas y la besó en los nudillos, ella supo también que, independientemente de lo breve que fuera su futuro juntos, no volvería a ser la misma.


Cuando consiguió apartar la vista de él, vio la mirada de Fiona posada en ellos. Parecía muy satisfecha y Paula se ruborizó.


Los niños se apartaron al fin y Pedro soltó a Paula para abrazar también a su abuela. Luego le tocó el turno a Paula, que besó a Fiona en la mejilla.


—No nos des estos sustos —susurró.


Fiona le dio una palmadita en la mano.


—Tú no pierdas el tiempo preocupándote por mí cuando tienes cosas mucho más interesantes en las que pensar —miró a Pedro y sus hijos—. Como todos ellos.


—Vale. Y tú no te preocupes tampoco por la agencia.


Fiona apoyó la cabeza en la almohada.


—Ya no. Vamos, fuera de aquí —dijo. Pero sonreía todavía cuando cerró los ojos.


—¿Podemos volver a casa de Paula? —sugirió Valentina cuando Pedro les preguntó qué querían cenar.


Ivan, que corría delante de ellos para llamar al ascensor, asintió.


—Podemos pedir pizza y jugar con los perros.


Paula reprimió una sonrisa e intentó fingir que no se sentía conmovida.


—Creo que Zeus y Arquímedes estarán encantados.


Entraron todos en el ascensor.


—Paula puede tener otros planes —comentó Pedro.


Los niños la miraron.


—No —sonrió ella—. No tengo otros planes. Y será un placer que vengáis a mi casa. Pero a lo mejor se nos ocurre algo más nutritivo que una pizza.


Ivan la miró con recelo.


—No me gustan las espinacas —le advirtió—. Ni nada verde.


—Ivan—intervino Pedro—. Comerás lo que te pongan delante. Aunque sea verde.


Paula reprimió una sonrisa al ver la expresión horrorizada del niño.


—¿Y zanahorias? —preguntó ella.


Ivan lo pensó un momento.


—Supongo que están bien.


—En ese caso, creo que se nos ocurrirá algo —no sabía qué, pero podía llamar a Jimena de camino a casa para pedirle consejo y nadie se enteraría—. ¿Y tú, Valentina? ¿Hay algo que no te guste?


El ascensor llegó a la planta baja y salieron todos. Valentina se puso el pelo rubio detrás de la oreja.


—Me da igual lo que comamos mientras nos podamos sentar en el suelo. Mi madre nunca nos deja sentar en el suelo.


—Bueno, si yo tuviera una mesa en la cocina, nos sentaríamos en ella —musitó Paula.


—Entonces me alegro de que no la tengas —repuso Ivan—. Es más divertido.


—Yo he aparcado en la parte norte —dijo Pedro—. Espera aquí a que venga con mi coche y te llevo al tuyo —se alejó sin esperar respuesta.


Paula miró a los niños.


—¿Qué soléis comer en casa de vuestro padre?


—Casi siempre vamos a restaurantes porque él sólo tiene sándwiches de atún o bistecs al grill.


Paula sonrió.


—No quiero asustaros, pero mi repertorio no incluye mucho más.


Ivan la miró.


—¿Sabes hacer macarrones con queso? —preguntó.


—Sí —Jimena le había dado una receta para hacerlos al horno, pero llevaban cuatro quesos y mucho tiempo de preparación.


—Yo quiero los que vienen en un cartón —repuso Valentina—. Los probé una vez que me quedé a dormir en casa de mi amiga Elie —se acercó más a Paula—. Los hicimos nosotras —susurró como si fuera un crimen.


—¿Hace mucho tiempo de eso?


La niña negó con la cabeza.


—Antes de Navidad. Pero luego se enteró su cocinera y se enfadó y le dijo a la madre de Elie que se despediría si no mantenía a esas pesadas fuera de la cocina. «Esas pesadas» son Elie y su hermana —respiró con fuerza—. Nunca había cocinado nada y fue divertido… hasta que nos pillaron. Louisa, nuestra ama de llaves, dice que la cocinera de Elie es… —volvió a susurrar—, una lunática.


Paula tomó a Valentina del brazo. La niña era ya casi tan alta como ella.


—Mi hermana Jimena cocinaba antes de la edad de Ivan. Ahora tiene un restaurante.


Valentina abrió mucho los ojos.


—¡Guay!


—A mí también me lo parece. Podemos ir allí algún día.


—¿Esta noche? —preguntó Ivan, cuando Pedro acercaba ya su vehículo a la acera.


—Esta noche está cerrado.


Los niños subieron en el asiento de atrás del enorme vehículo y ella se colocó delante para indicar a Pedro.


—¿Por qué no lo dejas ahí? —sugirió éste—. Te traeré a buscarlo luego, cuando pasemos por la agencia para hacer los cheques de Fiona. No tiene sentido que conduzcamos los dos cuando de todos modos tendremos que volver hacia aquí.


—Vale, pero tendremos que parar en la tienda a comprar algo de comer.


—Deberías haberlo dicho —repuso Pedro—. Podemos comer fuera.


—¡No, papá! —Valentina metió la cabeza entre los dos asientos—. Paula nos va a hacer macarrones con queso. De los de caja.


Pedro miró el rostro animado de su hija y después a Paula y sintió un calor peligroso en su interior.


—No sabía que unos macarrones con queso baratos tendrían una acogida tan positiva.


—¿Eso significa que no comeremos zanahorias? —preguntó Ivan desde atrás.


—Zanahorias también —repuso Paula—. Y quizá rodajas de naranja. Haremos una comida naranja en honor de Halloween, que es mañana.


Valentina rió y volvió a acomodarse en su asiento. Pedro miró a Paula.


—No tienes por qué hacer todo esto.


Cuanto más tiempo pasaban juntos y más la aceptaran sus hijos como parte de su mundo, más fácil sería hablarles del «compromiso» y quedarían mejor en el tribunal. Eso lo sabía. Pero cada vez le costaba más recordar que ésa era su única motivación.


—Ya sé que no tengo —ella levantó un dedo y él se dio cuenta de que el semáforo había cambiado a verde.