viernes, 15 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 13




Pedro apenas pudo reprimir un juramento al oír la voz de su exmujer. La mirada gris cálida de Paula acababa de dar paso a otra plateada de pánico.


Le sonrió con la esperanza de parecer más tranquilo de lo que estaba, le pasó un brazo por los hombros y se volvió a mirar a su exmujer, que había entrado en la sala desde el interior de la casa.


—¿Qué ocurre, Stephanie? No tengo moscas a las que puedas arrancarles las alas.


Ella apretó los labios. Se movía por la estancia como si fuera su dueña. Su vestido brillante y ceñido era de un color azul hielo.


Observaba el brazo de Pedro en los hombros de Paula.


—Es un asunto privado relacionado con nuestros hijos.


Pedro sintió que Paula empezaba a apartarse.


—Os dejaré solos.


—No es necesario —la sostuvo cerca, mirando todavía a su exmujer—. Sea lo que sea, puedes decirlo delante de Paula.


Stephanie enarcó una ceja imperiosa.


—¿Ésta es la Paula de la que hablaba Ivan?


—Pues como puedes ver es más que una amiga.


Los labios de su exmujer se hicieron aún más delgados. Se acercó a las puertas de cristal y miró fuera un momento antes de volverse hacia él.


—En ese caso, no me gusta que exhibas a tus novias delante de mis hijos cuando se supone que estás cuidando de ellos.


—Cenamos con Paula. No nos pillaron revolcándonos en tu cama


Pedro—murmuró Paula a su lado—. En serio. Debería irme.


—Sí —asintió Stephanie inmediatamente—. Deberías. Pedro tiene que pensar en sus hijos, no ponerse en ridículo por una niña.


—Eso es caer demasiado bajo incluso para ti —musitó él.


—Perdón —Paula se soltó de su brazo. Su voz sonaba decidida—. Los dejaré solos para que puedan hablar.


Se detuvo al lado de Stephanie, que era al menos veinte centímetros más alta que ella, y Pedro  casi se echó a reír al ver que Paula conseguía dar la impresión de que la miraba desde arriba.


—Ha sido… interesante conocerla, señora Walker. Pero permítame decir que, hasta donde yo sé, Pedro  nunca ha hecho nada que no fuera pensando en lo mejor para sus hijos.


Lo miró y había manchas de color en sus mejillas.


—Y ésa es una de las razones por las que creo que será un esposo maravilloso —le sonrió antes de volverse y caminar hacia la terraza.


Pedro  la observó alejarse. Caminaba con tal orgullo que apenas si se notaba que sujetaba la lateral del vestido con la mano para que el dobladillo roto no arrastrara detrás de ella.


No sabía si se sentía atónito por sus palabras o admirado.


—No me digas que estás pensando casarte con esa chica —Stephanie se recuperó antes que él y su tono de voz era más ácido que nunca—. Ni siquiera es de tu clase.


Pedro  la miró.


—¿Cuál es tu problema? Estoy acostumbrado a que revuelques en el lodo todo lo que hago, pero normalmente reservas tu crueldad sólo para mí. Me pregunto qué pensará tu esposo si sabe que has insultado a una mujer a la que Abel Hunt considera de su familia.


—¿De qué estás hablando?


—De Paula Chaves —Pedro  sabía que a Stephanie no le importaría nada que Fiona apreciara a Paula, porque no le importaba nada Fiona. Pero sabía lo que sí le importaba.


Lo mismo que le había importado siempre.


Su esposo y la carrera de éste como uno de los abogados águila de HuntCom.


—Conoce a Abel Hunt muy bien —terminó.


Su exmujer palideció y él supo que la flecha por fin había dado en el blanco.


Miró fuera, donde seguramente no tuvo problemas en divisar la cabeza de rizos de Paula entre los demás invitados.


—¿Esa chica conoce al señor Hunt?


Pedro sonrió con frialdad.


—Es amigo de la familia. Incluso lo llama tío Abel.


—Ernesto no responde ante el señor Hunt, trabaja para su hijo —Stephanie levantó la barbilla, pero seguía habiendo cierta vacilación en su voz.


—Pero todos son una gran familia feliz, ¿no? ¿No es eso lo que dice Ernesto? ¿Que los Hunt se reservan el poder para sí mismos? Una compañía internacional del tamaño de ésa y la dirige una sola familia.


—Muy bien —replicó Stephanie cortante—. Le pediré disculpas.


—Suponía que lo harías. Nada se puede interponer en la carrera del querido Ernesto. Y por cierto, ¿dónde está?


—Sigue en Washington. Y ha trabajado mucho para llegar donde está.


Pedro no podía contradecirla en eso. No apreciaba a Ernesto, pero no podía negar su éxito. Ni que siempre había sido generoso con Valentina e Ivan, que tenían lo mejor de todo.


Pero eso también dificultaba su batalla por la custodia.


—Todavía no me creo que pienses casarte con ella —musitó Stephanie—. Tú no crees en el matrimonio. Juraste que no volverías a cometer ese error.


—Ya sabes lo que dicen de las maravillas de la pareja ideal


Ella le lanzó una mirada asesina.


—¿Y cuándo es el gran día?


—Queríamos esperar a después de la fiesta de Fiona y decírselo a los niños antes de hacerlo oficial —mentía con tanta facilidad que se preguntó si no sería igual que sus hermanos después de todo. Ninguno de ellos optaba por la verdad si podía conseguir más con una mentira—. Todavía no hemos fijado la fecha. Paula no se ha casado nunca y quiero que tenga la boda de sus sueños.


Su exmujer apartó por fin la vista y Pedro sintió un cierto arrepentimiento.


Stephanie y él se habían fugado para casarse y Pedro sabía que la boda de ella con Ernesto había sido aún más apresurada. Le sorprendió después que ella no estuviera embarazada, pues ésa había sido la única razón por la que había estado dispuesta a prescindir de una boda tradicional con él, que no quería que se notara su embarazo cuando bajara hacia el altar.


—Me alegro por ella —dijo con rigidez—. Si me disculpas, todavía no he felicitado a Fiona.


Pedro suspiró con cansancio. Ya antes del divorcio, hablaban casi siempre picados y, después de años así, estaba más que harto de esa costumbre. Lo único bueno que había salido de su unión habían sido sus hijos. Sería agradable que pudieran dejar de pelear por ellos, aunque no anticipaba que eso pudiera ocurrir mientras Stephanie pensara que su intento de conseguir la custodia compartida ocultaba una intención de robárselos.


—¿Qué era lo que querías decir de los niños?


Ella se volvió.


—El orientador del colegio de Ivan quiere vernos el miércoles para hablar de la posibilidad de cambiarlo a otra clase de matemáticas.


—Querrás decir que eres tú la que ha propuesto la reunión —llevaban un mes discutiendo aquel tema.


—No quiero que Ivan se sienta un fracasado si les dejo que 
lo cambien a una clase más fácil.


Pedro movió la cabeza.


—No se sentirá. Y tú tampoco deberías —estaba seguro de que el verdadero problema estaba allí


—¡Bobadas! —repuso ella—. Que tú siempre elijas el camino más fácil no significa que quiera que mi hijo aprenda a hacer lo mismo.


Pedro casi se echó a reír. El camino más fácil en la familia Alfonso era seguir el patrón establecido, algo que él no había hecho nunca.


Pero Stephanie sabía que él estaba de acuerdo con el orientador, quien no sólo insistía en que aparecieran ambos padres a sus reuniones, sino que creía que trasladar al chico a una clase más acorde con sus habilidades le ayudaría a ganar la confianza que necesitaba para sobresalir. 


Desgraciadamente, lo que pensara Pedro no importaba «oficialmente» porque Stephanie tenía el derecho legal a tomar aquellas decisiones.


Lo cual hacía que el tema llevara ya mucho tiempo bloqueado y era Ivan el que sufría las consecuencias.


—Dime a qué hora es la reunión y allí estaré.


—Y Valentina tiene un recital de baile el jueves por la noche. Me ha dicho que te lo recuerde, aunque le había advertido de que también estarías demasiado ocupado para eso.


—Yo nunca estoy demasiado ocupado para ellos.


—Sólo para tu esposa —replicó ella—. Quizá no será tan difícil tener una conversación amistosa con Paula después de todo. Seguramente debería advertirle de dónde se mete. De mujer a mujer.


—No te acerques a Paula.


—¿No querías que me disculpara con ella?


—He cambiado de idea. Tus disculpas se parecen demasiado a manzanas venenosas.


Stephanie rió con frialdad.


—Tú siempre tan encantador —salió a la terraza y él oyó su voz por encima de la música—. Renée, querida. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Un año? ¡Dos! Estás fabulosa.


Pedro respiró hondo. Se alegraba de que se hubiera ido.






jueves, 14 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 12




La carpa enorme que habían plantado en el césped estaba rodeada de lucecitas blancas que resplandecían en el aire húmedo de la noche. La banda de música tocaba una melodía antigua y calmada que parecía más apropiada para inaugurar un museo que para un cumpleaños y, cuando se acercó a la carpa, vio que había muy pocas parejas en la pista de baile. La pista estaba rodeada de mesas cubiertas con manteles y cristal, la mayoría ocupadas, y los nervios que Paula había conseguido contener desde que se despertara esa mañana salieron por fin a la superficie.


Un joven uniformado que llevaba una bandeja llena de copas de champán se cruzó con ella.


—Espere —los tacones de los zapatos se clavaron un poco en la hierba cuando Paula se acercó a él—. ¿Puedo…?


—Desde luego —él esperó a que tomara una de las copas, cosa que ella hizo con cuidado por miedo a derramar otras.


—Gracias —tomó un sorbo rápido mientras pasaba la vista por la multitud—. Usted no sabrá dónde está la chica del cumpleaños, ¿verdad?


—Creo que dentro —el joven continuó su camino hacia los invitados.


Paula miró la terraza que llevaba a la casa.


Allí también había mesas e invitados. Tomó otro sorbo de champán y se riñó interiormente por estar tan nerviosa.


Había pasado varias horas placenteras con Pedro y sus hijos la noche anterior y él no había mencionado en ningún momento su sugerencia de que ella se hiciera pasar por su prometida. De hecho, la había tratado más bien como a una hermana.


Y habían tenido ocasión de hablar en privado cuando él trabajaba en el suelo del baño y Ivan y Valentina jugaban con los perros fuera en el jardín.


Por lo que sabía, él había recuperado el sentido común y desechado la idea.


Subió los escalones hasta la terraza. Por el camino reconoció a Kanya, la encargada de asuntos comunitarios de la empresa de la que Fiona esperaba sacar un donativo importante. Su cara era la única que Paula reconocía.


Pero cuando vio a Pedro de pie al lado de las puertas de cristal que daban a la sala de estar, olvidó hablar por completo.


Paula había visto a muchos hombres con esmoquin a lo largo de los años, pero ninguno la había afectado tanto. 


Estaba… magnífico.


No era sólo el traje, aunque la chaqueta y los pantalones azul medianoche estaban a años luz de los habituales vaqueros. Se había apartado el pelo moreno de la cara y, cuando se movió a mirar la terraza, ella quedó sorprendida por los ángulos afilados de su atractivo rostro y la sorprendente claridad de sus ojos azules.


Y aquellos ojos la miraban a ella. Pedro sonrió un poco y extendió una mano en su dirección.


A Paula le dio un brinco el estómago y tuvo la ridícula sensación de que su vida en aquel momento cambiaba para siempre.


—Esperamos tener pronto una respuesta para Fiona sobre el donativo —oyó decir a Kanya.


Respiró hondo y tragó saliva con fuerza. Murmuró algo, que esperaba resultara coherente, y se dirigió hacia la mano tendida de Pedro.


Sólo cuando se acercaba a la puerta, notó que estaba con otras personas.


Dos hombres tan altos como él, aunque no tan anchos de hombros, pero con el pelo igual de oscuro. Supuso que serían sus hermanos mayores, Hugo y Alvaro. Y las mujeres que los acompañaban sin duda eran sus esposas, que iban muy elegantes, con el pelo recogido en alto, diamantes colgados al cuello y vestidos negros de escote palabra de honor que resaltaban sus figuras esbeltas.


Resultaban tan perfectas que Paula volvió a sentirse como una colegiala que jugara a los disfraces.


Pedro le salió al encuentro en la terraza.


—Empezaba a pensar que tendría que ir a buscarte —dijo. La miró un momento—. Pero la espera ha valido la pena. Dame eso —le quitó la caja que llevaba en la mano—. Pesa —comentó.


Ella seguía nerviosa y se esforzó por calmarse.


—He hecho un álbum de recortes mostrando todo lo que ha pasado en la agencia desde que la fundó Fiona. No te imaginas la de cajas viejas y polvorientas que he tenido que abrir —dijo nerviosa—. Y he conseguido que todos me guardaran el secreto. Al final acabé reuniendo muchas cosas.


Pedro frunció los labios.


—Seguro que sí. Y le va a encantar —se inclinó hacia ella—. Me dejas sin aliento —le susurró al oído antes de rozarle la mejilla con los labios.


Paula sintió que se iba a desmayar y lo miró.


—¿Cómo lo sabes? —carraspeó—. Llevo abrigo.


Él le puso el pulgar en la barbilla.


—Créeme, lo sé. ¿Va todo bien?


—Muy bien —Paula tomó otro sorbo de champán—. No pretendía llegar tan tarde, pero he comido con mi madre y me he retrasado. ¿Dónde está Fiona?


—Prisionera de mi madre, que le está presentando invitados.


Pedro le tomó la mano y la llevó hacia la casa. Añadió el regalo de ella a la colección depositada en una mesa larga y bajó la voz.


—Amanda no parece reconocer la ironía de que tenga que presentarle gente a Fiona en la fiesta de Fiona.


—Quizá deberíamos organizar un rescate —susurró Paula, también en voz baja.


A él le brillaron los ojos.


—Sabía que eras un espíritu afín.


Ella sonrió temblorosa. Aquel hombre era demasiado seductor. Le costaba esfuerzo recordar que seguía siendo un hombre con un objetivo… por muy justificada que estuviera su causa.


No quería volver a quemarse y algo le decía que podía sufrir más con Pedro de lo que había sufrido con Leonardo.


Desgraciadamente, también había una vocecita en su cabeza que decía que ya era demasiado tarde para echarse atrás.


Agotó la copa de champán y la dejó sobre una mesa cerca de la puerta.


—¿A qué estamos esperando? —preguntó.


Pedro sonrió. Puso la mano de ella en su brazo y la escoltó al interior de la casa.


Varios pares de ojos se volvieron de inmediato a mirarlos, pero Paula no tuvo ocasión de sentirse tímida porque él le cubrió la mano en su brazo con la otra mano y se la apretó.


—Amigos —la miró de un modo que hizo que el corazón se le subiera a la garganta a Paula—. Ésta es Paula. Es…


—… la que alquila la casita del jardín de Fiona —intervino una de las esposas perfectas con un tono que hizo que a Paula se le congelara la sonrisa.


—… una gran amiga mía —prosiguió Pedro, como si no lo hubieran interrumpido.


—Y una de mis personas favoritas de todos los tiempos —dijo Fiona. Su voz sonaba tan animosa como el vestido amarillo que llevaba—. Paula, querida, nunca te he visto tan adorable —Fiona la besó en la mejilla y sonrió a Pedro y a
ella—. Dame tu abrigo y déjame ver tu vestido. No dejaremos que te congeles. Hay estufas fuera.


Paula se quitó el abrigo y Fiona se lo tendió a un sirviente.


—Sois la pareja más atractiva de la fiesta —dijo con satisfacción.


¿Pareja? Paula confió en que no se notara su sorpresa al oír esa palabra en labios de la abuela de Pedro. Y el modo en que Pedro volvió a colocarle la mano en el brazo de él no ayudó mucho.


—Abuela, hieres nuestros sentimientos —dijo la misma mujer que había hablado antes, pegándose a su esposo.


Fiona movió una mano en el aire.


—Renée, no temas. Todos sabemos que Diana y tú tenéis el armario lleno de trofeos de concursos de belleza.


Renée sonrió complacida.


—¿Pedro te ha presentado a todo el mundo? —Fiona tomó el otro brazo de Paula, haciendo que ésta se sintiera rodeada de apoyo.


—Estaba en ello.


—¡Ah! —Fiona señaló a Renée y su esposo, un hombre alto con algún toque blanco en su pelo castaño oscuro—. Éstos son Hugo y Renée —Paula sabía que Hugo era el hermano mayor de Pedro—. Y Alvaro y Diana —señaló a la otra pareja—.Hugo y Alvaro son los Alfonso del Grupo Legal Alfonso, junto con, ah, ahí está, Adrian —Fiona esperó a que el hombre alto de pelo plateado se acercara a ellos—. Mi hijo Adrian. Querido, ésta es Paula Chaves. Te he hablado de ella.


—Por supuesto.


Paula se encontró cara a cara con el padre de Pedro y supo que probablemente estaba viendo cómo sería el futuro Pedro: de pelo plateado e increíblemente atractivo. Y su sonrisa era mucho más natural que la de Hugo o Alvaro. Más bien como la de Pedro, de hecho.


—Me alegro de conocerte por fin, Paula. Conozco a tu madre. Estuvo en un comité con Amanda hace unos años. Es una mujer encantadora.


—Gracias —Paula consiguió sonreír—. Es un placer conocerlos a todos —incluyó a los otros en su sonrisa.


—Y ahora vamos a bailar —dijo Fiona. Señaló las puertas de cristal y la carpa de fuera—. Voy a ver si consigo que toquen algo de este siglo —avanzó hacia la puerta.


—Y yo voy a procurar que no tenga otro encontronazo con
Amanda —murmuró Adrian, con una sonrisa nerviosa.


Salió por la puerta seguido por sus nueras, que tiraban de sus maridos.


Paula se quedó a solas con Pedro y se dio cuenta de pronto de que su pecho se apretaba muy cerca del brazo al que se aferraba.


Se humedeció los labios y se soltó despacio.


—Tu familia parece agradable.


Él enarcó una ceja.


—Son pretenciosos y criticones. Y a mis cuñadas sólo les importa cuántos diamantes llevan y cuánto tiempo pueden espantar las arrugas.


—¡Pedro!


Él frunció los labios en una sonrisa.


—No te preocupes, todo eso ya se lo he dicho a la cara. Para ellos yo soy tan raro como ellos para mí. Pero todos apreciamos una cosa.


—¿Fiona?


—Exacto —él le puso las manos en los hombros y la volvió hacia él—. Ya te he dicho lo increíble que estás, ¿verdad?


Ella asintió.


—Tú tampoco estás mal —miró la puerta, intentando concentrarse en algo que no fuera la atracción descontrolada que sentía por él.


Ni siquiera Leonardo le había producido aquel efecto y eso que había pensado casarse con él.


Tragó saliva y lo miró.


—No has renunciado a la idea de hacerme pasar por tu prometida, ¿verdad? —preguntó.


La mirada de él no vaciló.


—Nunca he dicho que lo hubiera hecho.


—No habías sacado el tema desde aquella noche en el restaurante.


—Si lo hubiera hecho, te habrías vuelto a negar. Y yo quería darte tiempo para que lo pensaras bien. Porque una vez que accedas, necesito que sigas ahí hasta el final.


—Y el final es un dictamen de custodia satisfactorio —musitó ella—. No es que no te comprenda, Pedro. He visto cómo quieres a tus hijos y espero de verdad que consigas lo que quieres por el bien de los tres. Pero supongo que no soy la única mujer a la que se lo puedes pedir.


—Ya te dije que no salgo con mujeres.


—Y eso me cuesta tanto creerlo ahora como la primera vez que lo dijiste —bajó la voz—. Puede que no salgas con alguien ahora, pero puedes recurrir a alguien de tu pasado.


—Si te digo que no he salido con nadie desde que llegué a Seattle, ¿te convencerás?


—¡Pero hace años de eso! —exclamó ella.


—Ya lo sé —sonrió él—. Admito que, después de mi separación, hubo muchas mujeres. Pero ninguna importante. Y desde que llegué a Seattle, he tenido cosas más importantes que hacer —frunció los labios.


—Yo no quiero estropearte nada.


—No me vas a estropear nada —repuso él con aire de sorpresa.


—Eso mismo decía mi prometido.


—¿Estuviste prometida?


—Sí.


—¿Cuándo?


—Hace casi un año.


—¿Y qué pasó?


Paula respiró hondo. Quizá si él lo sabía, lo entendería.


—Estaba prometida con Leonardo McKay.


Él frunció el ceño.


—Tiene algo que ver con el Ayuntamiento, ¿verdad?


—Es concejal, pero tiene aspiraciones mucho más grandes.


Se apartó de Pedro con la esperanza de que su mente funcionara más claramente si él no la tocaba. Pero al retroceder, el tacón de aguja se clavó en el vestido y oyó un desgarrón.


Pedro la atrapó antes de que cayera al suelo de espaldas.


—¿Ves? —ella volvió la cabeza y levantó el vestido para mirar el dobladillo desgarrado—. Siempre me pasan estas cosas.


—¿Te enganchas el tacón?


—O me tiro tarta de cereza en una blusa blanca en una comida de recaudación de fondos, o me río demasiado alto, o no entiendo una broma que entienden todos los demás. O le digo al hombre que más apoya las aspiraciones políticas de mi prometido que es un hipócrita por criticar públicamente una urbanización costera en la que invierte en privado.


—Eso es de hipócritas.


—Pero ésa no es la cuestión. Leonardo necesitaba una mujer al lado que lo ayudara, no una que no ha sido capaz de mantener un empleo más de un año seguido y a la que siempre tenía que disculpar o…


—Y él parece un muermo —repuso Pedro.


Paula lo miró.


—Eso mismo lo llama Fiona.


—Y ella suele acertar a la hora de juzgar a la gente. ¿Y qué pasó cuando llamaste hipócrita al hipócrita?


Ella hizo una mueca.


—Leonardo se enteró de que no tenía el fideicomiso que él creía que tenía.


—¿Y por qué creía que lo tenías?


—Porque mi padre era socio de Abel Hunt cuando montó HuntCom y yo había donado una… pequeña cantidad a su campaña —si se podía llamar así a casi todos los ahorros que tenía en su cuenta. Se frotó un lado de la nariz y apartó la vista.


Su tío Abel había dado cien mil dólares a todas las hermanas al graduarse en el instituto. Paula era la única que había conseguido fundirse el dinero sin haber hecho nada interesante con él como abrir un restaurante, recorrer el mundo o pagarse una carrera importante.


—Le pasó lo mismo que le pasa a mucha gente que conoce mi conexión con los Hunt. Pero mi padre murió cuando yo era pequeña y a nosotras no nos quedó mucho. HuntCom no despegó del todo hasta después de su muerte.


—¿Y McKay?


—Rompió el compromiso, por supuesto.


—Es un idiota.


—Delante de quinientas personas que asistían a una cena de recaudación de fondos —añadió ella.


Pedro hizo una mueca.


—Un muermo sin clase. La política probablemente es el lugar ideal para él.


Paula soltó una risita.


—No me hagas reír. Esto es serio.


—No me puedo tomar en serio a alguien que es tan estúpido como para hacer daño a la mujer que se supone que quiere. Pero para mí es una suerte que ahora estés libre de él.


Ella miró sus ojos azules, que parecían llenos de sinceridad.


—Yo…


Pedro —dijo una voz femenina fría y cortante—. Si has terminado de flirtear con el servicio, quiero hablar un momento contigo.