domingo, 6 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 9





Paula observó a Pedro atentamente mientras él tomaba una pieza del puzle y le enseñaba a Joaquin dónde encajarla. 


Parecía ahora más relajado, apoyado en la mesita del café al lado de su hijo. No podía apartar la mirada de su torso, de sus esbeltas caderas, de sus largas piernas y de los muslos musculosos que realzaban los vaqueros tan ajustados que llevaba.


Recordó en un instante todo lo que había leído en la hemeroteca sobre él y sobre su meteórica carrera profesional: sus discos de oro, sus Grammy, un premio de la Asociación de la Música Country al mejor vocalista masculino, sus conciertos con todas las localidades agotadas, giras millonadas por todos los estados… Había visto algunas fotos suyas entrando o bajando de una limusina con mujeres espectaculares llenas de glamour. Incluso había visto una en la que se le veía bajando en helicóptero al lugar del concierto.


¿Por qué estaba entonces allí en el cuarto de estar de su modesto apartamento, perdiendo el tiempo con su hijo y con ella? ¿Qué había de verdad en todos los rumores que corrían acerca de lo que había sucedido en aquel concierto?


Eran demasiadas preguntas y no sabía si conocería alguna vez las respuestas.


Pedro volvió a fijarse en el uniforme que llevaba, cosa que la hizo avergonzarse.


—Me cambiaré de ropa en un momento. Volveré en seguida.


Se dirigió al dormitorio y sacó del armario unos pantalones vaqueros y un suéter largo color rosa de cuello barco. Se puso luego unas zapatillas viejas, se sujetó el pelo con una cinta y se peinó un poco. Se dio finalmente un toque de brillo en los labios y se miró al espejo. Dada su situación, estaba lo más presentable que podía estar para escuchar lo que quisiera contarle aquella celebridad de la música country que había ido a verla esa noche a su apartamento.


Cuando regresó al cuarto de estar, después de unos minutos, Pedro le dio un pequeño codazo a Joaquin en el brazo.


—¿Has visto lo guapa que se ha puesto tu madre?


Joaquin se quedó mirando impasible a su madre un instante y luego se volvió hacia Pedro.


—Yo la veo igual de guapa que siempre. Ella es así. Es la mamá más guapa del colegio.


Pedro se echó a reír por la ocurrencia del niño y por el rubor que vio en la cara de ella.


—Los niños siempre dicen la verdad —afirmó Pedro—. Debes estar hermosa aún cuando te despiertas por la mañana.


Ella tenía veintiocho años. No debería sentirse como una tímida colegiala. Sobre todo, ahora que sabía quién era él. Se sentó en el sofá junto a Pedro, y ayudó a Joaquin a colocar las últimas piezas del puzle.


—¿No te lo terminas? —dijo Pedro, señalando al sándwich que había dejado por la mitad.


—Ya he comido suficiente —replicó ella.


—Paula, tienes que…


—Sé lo que me vas a decir. Pero tengo que confesarte que probé una alita de pollo en el restaurante y también un trozo de pudin de pan con nueces.


—¿Es eso todo lo que comes al día?


—No, está también el desayuno. Joaquin y yo tomamos por la mañana huevos revueltos con una tostada y un poco de fruta.


—Mamá hace muy bien los huevos.


—Estoy seguro de ello, Joaquin. ¿Quieres hacer otro puzle?


Joaquin miró a su madre con cara de inocencia. Ella sabía que era la cara que ponía cuando quería pedirle algo. Así que esperó a que se lo dijera.


—¿Puede leerme Pedro un cuento?


—Bueno, pero tienes que elegir: el cuento o el puzle. Y luego te irás a la cama.


—Oh, mamá, lo estoy pasando muy bien y mañana no tengo que ir al colegio.


—Sí, lo sé, pero se está haciendo tarde. Así que elige. Una cosa u otra.


Joaquin pareció meditar durante unos segundos antes de tomar una decisión tan importante.


—Que me cuente el cuento. Pero en mi habitación, ¿eh?


Paula sabía que dejar entrar a Pedro en la habitación de Joaquin, sería como dejarle entrar también en su vida. Por eso sintió como si estuviera librando una batalla psicológica consigo misma. Una batalla que, por otra parte, sabía perdida de antemano.


—Ve a buscar el libro de los cuentos. Ahora iremos nosotros.


Joaquin salió corriendo del cuarto de estar y Pedro aprovechó la ocasión para preguntarle a Paula algo acerca del niño.


—Veo que sabe cómo conseguir de ti lo que quiere, ¿eh?


—Sí, es verdad —respondió ella con una sonrisa, y luego añadió cambiando de tema—. ¿Para qué has venido esta noche?


—Quería verte. Espero que no te hayas creído todas esas cosas que habrás leído sobre mí.


—En realidad no sabía casi nada de ti hasta esta misma tarde que fui a la hemeroteca.


—Ya veo —dijo él en tono frío y distante.


—¡Mami! ¡Pedro! He encontrado un libro de cuentos —exclamó Joaquin desde su habitación.


Cuando llegaron al dormitorio del niño, vieron que tenía entre las manos un libro lleno de ilustraciones infantiles y con muchas canciones.


Pedro se sentó en la cama junto a Joaquin y se puso a leerle el cuento con una entonación algo dramática y afectada que consideró la más adecuada para la ocasión.


Joaquin se echó a reír y Paula comprendió en ese preciso instante que, por mucha atención que le prestara a su hijo, él necesitaba algo que ella nunca podría darle: el amor y la presencia de un padre. Se quedó mirando la fotografía de Eduardo que había en la mesita. Él habría amado mucho a su hijo y habría hecho cualquier cosa por él. Lo había demostrado con creces, trabajando en dos sitios tantas horas al día que apenas había tenido tiempo de verle. Y todo por su culpa. Si ella no hubiera faltado tanto al trabajo por sus mareos matinales, si no hubiera empezado a manchar en los primeros meses… si no se hubiera quedado embarazada.


Había cambiado las píldoras anticonceptivas por los parches. Pero se había olvidado de cambiarse el parche una semana. Cuando se quedó embarazada, temió la forma en que Eduardo podría reaccionar. Llevaban juntos más de tres años, pero él siempre le había dado largas cuando le hablaba de algo que sonara a compromiso.


Habían estado viviendo juntos todo ese tiempo, pero ella había tenido siempre la sensación de que él podría irse de su lado en cualquier momento. Sin embargo, cuando le comunicó que estaba embarazada, él le dijo, sin pensárselo dos veces, que debían casarse. Pero fue posponiendo la fecha de la boda hasta el nacimiento del niño, a pesar de que a ella le hubiera gustado más estar casada para entonces. A pesar de todo, se sentía tan feliz de que Eduardo hubiera accedido finalmente a casarse con ella que no quiso presionarle. Aunque a veces se preguntaba si la decisión de Eduardo había sido por amor o solo llevado por su sentido del deber.


Ella nunca llegó a saberlo. Ni lo sabría ya nunca.


—Ya se ha terminado —dijo Joaquin de repente, cerrando de golpe las tapas del cuento—. Podríamos volver a leerlo otra vez.


—No —negó Paula muy seria—. Dale ahora a Pedro las buenas noches y acuéstate.


Joaquin le dio a Pedro un abrazo. Sin duda le estaba tomando mucho cariño. Tal vez, si Pedro fuera un hombre corriente, ella habría dejado que aquello continuara.


Pero ¿cómo podía dejarlo seguir sabiendo quién era? Él no era un hombre como los demás. Su estancia en Thunder Canyon no podía durar mucho. Podría marcharse de allí al día siguiente.


Cuando Paula terminó con el ritual de Joaquin de todas las noches y le dejó dormido en su cama, regresó al cuarto de estar.


Vio a Pedro paseando de arriba abajo como un tigre enjaulado.


—¿Ocurre algo? —preguntó ella, imaginando lo que le iba a decir.


—Creo que ya no tengo nada que hacer aquí. Si un periodista llegara a enterarse de dónde estoy, sabe Dios lo que podría publicar de nosotros.


—Pero eso son cosas de las revistas sensacionalistas. A eso no se le puede llamar periodismo.


—Estoy de acuerdo contigo. Pero hay personas que lo ven de otro modo. Hay quien piensa que un artículo sobre abducciones alienígenas publicado en una de esas revistas tiene el mismo valor que otro publicado en el New York Times.


Ella lo miró con cara pensativa.


—¿Te apetece una cerveza?


—Sí, gracias.


—Por cierto, ¿has cenado?


—Me comí uno de esos preparados congelados que me dejaste en el frigorífico.


—¿Qué tal una tortilla al estilo sureño? Compré la salsa en el supermercado y tengo todos los ingredientes. Algunos los conseguí en el restaurante donde trabajo.


—Suena muy tentador. Pero debes estar muy cansada para cocinar después de haber estado todo el día trabajando. No te molestes por mí.


—Me llevará solo cinco minutos. Por las fotos tuyas que he visto de hace seis meses, diría que tú también necesitas alimentarte mejor. ¿Cuánto peso has perdido desde que estás aquí?


—Cerca de seis kilos. Pero suelo perder casi diez cuando estoy de gira.


—¿Lo dices en serio?


—Sí. No tengo un horario fijo y soy un perfeccionista. Trabajo en mi autobús, no solo para escribir música, sino también para planificar con mi manager los discos, los conciertos y las promociones de lanzamiento. Me gusta delegar en la gente, pero quiero también supervisarlo todo personalmente. No me gustan las sorpresas de última hora.


Paula sacó del frigorífico los huevos y la salsa, y puso la sartén con un poco de aceite en el fuego mediano de la placa de vitrocerámica.


—¿Hay alguna parte de tu vida que sea normal?


—Todo el mundo acaba considerando normal lo que hace de forma habitual, ¿no te parece?


—Lo que me parece es que es solo una respuesta retórica.


—Veo que no se te escapa una, ¿eh?


—Soy una madre soltera, Pedro. He aprendido a no engañarme a mí misma y eso ha desarrollado en mí una cierta habilidad para detectar las tácticas evasivas de los demás —replicó ella con una sonrisa, tratando de relajar el tono de la conversación.


Pedro movió la cabeza y sacó una rasera de uno de los cajones del armario de la cocina.


—¿Necesitas alguna cosa del frigorífico?


—Si te gusta echar un poco de queso rallado en la tortilla, mira en la bandeja de arriba. Creo que debe quedar algo…


Tal como había prometido, la tortilla estuvo lista en cinco minutos. Paula la partió en dos partes iguales, puso un par de rodajas de pan en la tostadora y aprovechó para sacar del frigorífico un frasco de mermelada de fresa.


—Ya verás lo buena que está. La ha hecho Olga.


—Hacía tiempo que no disfrutaba tanto de una cena —dijo Pedro al terminar—. Creo que la comida sabe mejor cuando se comparte con otra persona, ¿no te parece?


—Es posible. Yo suelo comer con Joaquin, y algunos domingos con Olga y Manuel.


—¿Comes allí con frecuencia?


—Últimamente, no. Desde que trabajo en el LipSmackin’ Ribs apenas tengo tiempo de nada. Además, suelo trabajar todos los fines de semana que puedo.


Paula no necesitaba aclarar que lo hacía porque los clientes dejaban unas propinas más generosas los fines de semana.


Pedro recogió los platos y los tenedores de la mesa, tiró los restos en el cubo de la basura y luego metió todo en el lavavajillas.


—No tienes por qué molestarte en…


—Tú has cocinado: yo recojo la mesa. Es una vieja ley no escrita que sigo a rajatabla.


—Creo que es una ley muy justa, pero que muy pocos hombres siguen.


—Vayamos a sentarnos al cuarto de estar, tengo que contarte algo —dijo Pedro cerrando la puerta del lavavajillas y poniendo un programa de aclarado—. Creo que mereces saber la verdad de lo que pasó en mi último concierto.


Se sentaron en el sofá, muy cerca el uno del otro.


Paula pensó en un principio sentarse en la silla de al lado, pero quería estar cerca de Pedro para oírle contar su versión de los hechos.


Pedro la miró fijamente durante unos segundos y luego se pasó la mano por el pelo. Tenía un pelo castaño muy fuerte y sano que brillaba a la luz de la lámpara de la mesita. Ella no se había fijado hasta ahora porque le había visto casi siempre con el sombrero puesto.


—Comencé la promoción de mi último disco hace ahora un año, cuando acepté dar un concierto en Frontier Days. Canté el Movin’On, la canción estrella del disco por primera vez aquí en el recinto ferial. Cuando el CD salió al mercado, las ventas se dispararon y me llovieron los contratos para dar conciertos en directo.


—¿Cuántos conciertos sueles dar a la semana?


—Eso depende. Preferiría hacer varios seguidos y poder dar así una o dos semanas de descanso a los miembros del grupo. Pero desgraciadamente no siempre es posible. Durante la primavera y el verano es cuando tenemos más contratos y tenemos que aprovechar.


—¿Dijiste que tenías un autobús?


—Sí —respondió él, frunciendo el ceño—. Yo solía llamarlo mi hogar ambulante. Pero ahora…


—Cuéntame, ¿qué pasó? —preguntó ella consciente de que aquel autobús debía tener mucho que ver con el trágico suceso.


Pedro pareció dudar unos instantes. Luego respiró hondo, antes de hablar.


—Fue a principios de abril. Habíamos hecho una gran campaña de promoción del disco en Nueva York y Los Ángeles. Fue un mes muy apretado. Habíamos hecho muchos conciertos y decidimos continuar la gira por el suroeste. Me gusta dar conciertos en Texas porque me da la oportunidad de ver a mi madre y saludar a los viejos amigos que aún tengo en Midland. Actuamos en un lugar cerca de Austin. Era una especie de estadio abierto. Había algunos asientos cubiertos y otros al aire libre junto al escenario. El concierto fue por la noche y se desplegaron todos los medios
audiovisuales que llevábamos. Ya sabes, juegos de luces, láseres y toda esa parafernalia. Fue un gran espectáculo. Todos estaban entusiasmados, cantaban a coro mis canciones, aplaudían a rabiar, movían los brazos, bailaban, sentían la música.


Paula podía ver cómo Pedro parecía estar reviviendo aquel momento. Era como si llevase el ritmo con los pies y tuviese la guitarra en las manos.


—Di una rueda de prensa antes de empezar la actuación y estuve firmando autógrafos durante casi una hora antes de empezar el concierto. Quería marcharme en cuanto terminase la actuación para no ir con el autobús por las carreteras a altas horas de la noche.


Paula podía imaginarse la escena: una multitud enfervorizada de chicos y chicas luchando para conseguir que le firmase un autógrafo en la mano, en la camiseta o en la portada de uno de sus discos. Hacía mucho que ella no asistía a uno de esos conciertos, pero recordaba aún la emoción que se sentía en un lugar lleno de público, cantando los temas favoritos de su ídolo.


—El público estaba cada vez más enfervorecido y nos vimos obligados a prolongar el concierto, cantando algunas canciones más de las previstas. Los miembros del grupo estaban también disfrutando, contagiados por el entusiasmo de la gente. Habitualmente solemos regalar dos canciones, pero aquella noche tuvimos que dar cinco. Resultaba difícil abandonar el escenario cuando el público estaba tan entregado y disfrutaba tanto.


—¿Qué pasó entonces? —dijo ella suavemente.


Pedro se giró y la miró fijamente durante un instante.


Luego cerró los ojos y movió la cabeza a uno y otro lado en un gesto de desesperación.


—Nunca lo olvidaré, mientras viva… Yo tenía un guardaespaldas, Roscoe, que iba conmigo a todas partes. Era el jefe de mi equipo de seguridad. Se habían tomado todas las medidas de seguridad aquella noche. El concierto había terminado sin ningún tipo de incidente. Habíamos abandonado ya el escenario. Y entonces… no estoy aún muy seguro de lo que pasó. Mi autobús estaba aparcado en la parte de atrás del escenario. Solían reunirse allí, a veces, algunos chicos y chicas para vernos salir. Era algo normal. Nunca habíamos tenido ningún problema antes. Pero esa noche se arremolinó una gran cantidad de gente alrededor del autobús. Estaban tan apretados unos con otros que no había forma humana de que pudiéramos acceder al autobús. Roscoe y su equipo consiguieron abrirnos un pasillo entre la gente. Yo estaba empezando a subir al autobús cuando escuché y sentí la avalancha. Los fans habían roto el cordón de seguridad. Lo siguiente que supe fue que había una chica tendida en el suelo y que había gente alrededor de ella gritando. Se llamó en seguida al 911. Todo fue muy confuso. Yo seguía sin saber lo que había sucedido. Roscoe me empujó para que entrara en el autobús. Me dijo que la multitud estaba desbordada y que mi seguridad corría riesgo en aquellas circunstancias. Yo le dije que no me iría de allí sin enterarme de lo que había pasado. Era mi concierto y, por tanto, mi responsabilidad. Llamé varias veces al jefe de la policía y al hospital más cercano, pero nadie me informó de nada. Mi manager decidió llamar entonces a un abogado.
Yo no quise hablar con él. No eran las responsabilidades legales lo que me preocupaba sino la persona que pudiera haber resultado herida. No debería estar contándote nada de esto. Mi abogado me aconsejó que no hablara del caso con nadie y me prohibió expresamente acercarme a la familia de Ashley.


Paula sabía que Ashley Tuller tenía trece años. Se imaginaba lo que debían haber sufrido sus padres… y lo que Pedro estaba sufriendo también.


—Tú no me conoces aún lo suficiente, Pedro —afirmó ella—. Pero puedo asegurarte que no iría nunca a contar esta historia a una de esas revistas sensacionalistas. Eso no significa lógicamente que tengas que creer en mi palabra, la muerte de esa chica te ha cambiado la vida. Por eso, si no quieres seguir hablando de ello, lo comprenderé.


—No he hablado con nadie de ello, excepto con mi abogado. No he comentado los detalles del caso ni con Daniel ni con los muchachos del grupo —dijo él tomando sus manos entre las suyas—. Ashley sufrió un traumatismo craneal severo. La trasladaron con urgencia en helicóptero al hospital de Dallas que era el que estaba mejor equipado para tratar su caso. Estuvo en estado de coma durante tres días. Tres largos días durante los cuales sus padres no supieron nunca si viviría o moriría. Por lo que me contaron, su hermana mayor estuvo en la cabecera de su cama las veinticuatro horas del día. Debió ser algo terrible para la familia. Y yo no pude estar a su lado. Aunque, bien pensado, ¿qué podría haberles dicho para consolarles?
Daniel perdió también a su hijo y sé lo mucho que sufrió. Solo deseo…


—¿Qué?


—No sé. Desearía poder hacer algo para no sentir esta impotencia que me ahoga. Me gustaría que la familia al menos supiera que no salí huyendo del lugar como algunos medios han publicado. Yo no soy como tratan de retratarme en esas revistas. Me gusta hacer cosas por los demás. No puedo quedarme quieto esperando de forma pasiva a ver lo que sucede.


Pedro, tienes que pensar que estás a la espera de un juicio.


—Sí, tienes razón —replicó él, asintiendo con la cabeza—. Será probablemente en diciembre. Aún no tenemos la fecha oficial.


—Supongo que tu abogado tratará de llegar a algún acuerdo.


—Desgraciadamente, nada puede ya devolverle la vida a Ashley. Sus padres no quieren dinero, sino un culpable que pague por la muerte de su hija. Y yo les comprendo. Pero no creo que un juicio o un acuerdo pueda ser la solución.


Paula apartó suavemente la mano que había puesto encima de la Pedro.


Sabía que él había llegado allí en mayo. Ella había estado limpiando su casa y comprándole comida todo ese tiempo. Pero lo que no entendía era por qué había ido a refugiarse allí.


—¿Viniste a Thunder Canyon para huir de los paparazzi?


Pedro la miró de nuevo fijamente como tratando de calibrar si podía confiar en ella. Podría conseguir una bonita suma de dinero si fuera contando su historia por las revistas.


Pero Paula sabía que nunca sería capaz de vender la historia de Pedro a una revista, ni siquiera hablar de ella con nadie.


Él pareció leer su lealtad en sus ojos.


—Mi abogado me sugirió que me alejase de allí durante una temporada. No podría haber seguido con la gira aunque hubiera querido. La misma noche del suceso, comencé a sentir como si tuviera una piedra en mitad del pecho. Y esa sensación no me ha desaparecido desde entonces. Al principio, no podía pensar en otra cosa. Me pasaba la noche y el día pensando en Ashley y en lo que su familia debería estar sufriendo. Incluso, cuando los padres comenzaron a conceder entrevistas a los medios, afirmando que todo había sido culpa mía, no podía sentir rencor por ellos, porque realmente yo me sentía culpable a pesar de lo que me dijese
mi abogado, mi manager o mis compañeros del grupo. Todos ellos tienen mucho que perder. Mi madre está destrozada porque sabe que yo también lo estoy. Es un sentimiento recíproco que hemos compartido siempre.


Paula recordó entonces el titular que había visto en uno de los periódicos que había consultado en la hemeroteca: Pedro Alfonso y su madre se distancian.


—¿Te ha causado todo esto algún problema con tu madre?


—Veo que has estado leyendo los periódicos, ¿eh? —dijo él con una amarga sonrisa.


—No, solo he leído algunos titulares.


—No, no es verdad. Llamo a mi madre siempre que puedo para que sepa que estoy bien. No puedo hacerlo desde la montaña porque allí no hay cobertura hasta que no se llega a la carretera. Fui a casa solo una vez después de aquella noche y los reporteros gráficos —dijo él, entrecomillando las dos últimas palabras con los dedos—, se encargaron de sacar tajada de ello. Así que pensé que lo mejor sería alejarme de allí.


—Debes sentirte muy solo.


—No te estoy contando esto para que me tengas lástima —dijo él, levantándose del sofá—. Solo quería que supieras lo que pasó de verdad, no lo que la prensa y los abogados dicen que sucedió. Si te soy sincero, no podía creer que no me hubieras reconocido al verme la primera vez. Tal vez todo esto me haya venido bien como cura de humildad.


—¿Por qué?


—Antes de esto yo podía tener todo lo que quisiera. Podía ir a cualquier sitio que deseara. Podía hacer lo que se me antojara. Algo que no está al alcance de la gente normal. Yo no he tenido una vida normal desde mi primer éxito discográfico.
Ahora parece como si me estuviera lamentando de ello, pero no, me siento muy afortunado por todo lo que la vida me ha dado. Aunque la verdad es que desde que pasó eso aquella noche, no me viene la música a la cabeza y mucho menos al corazón. Tenía una gran facilidad para componer los versos de mis canciones, estuviera donde estuviera, y luego para componer la música que mejor le iba a la letra, o viceversa. Ahora no me queda nada. Me siento vacío. Solo oigo silencio. Incluso cuando hay ruido alrededor, solo siento un gran silencio dentro de mí.


—No he escuchado aún tu música —replicó ella—. Pedí prestados unos CD en la biblioteca, pero no he tenido aún tiempo de oírlos. Si yo pudiera componer bellas canciones, y de pronto sintiera que había perdido ese don, creo que también me habría ido a vivir a una montaña. Sé muy bien cómo se siente uno cuando el destino le golpea de forma cruel e inesperada —dijo ella pensando en Eduardo y en su accidente, y en el vuelco que había dado su vida cuando menos se lo esperaba.


—Eso fue lo que te pasó a ti con el padre de Joaquin, ¿verdad?


—Sí.


—Pero no quieres entrar en eso ahora, ¿verdad? Lo comprendo. Es tarde y debes estar cansada. Tal vez no debería haber venido aquí esta noche, pero no quería dejar pasar la oportunidad.


—Me alegro de que estés aquí —dijo ella con una tímida sonrisa—. Estaba deseando verte.


Por un momento, pareció como si él fuera a decirle algo o a preguntarle alguna cosa. Pero no lo hizo. En vez de ello, se levantó del sofá. Ella lo miró, no sabría decir sin con angustia o con alivio. Eran dos personas que no tenían realmente nada en común. Pertenecían a mundos distintos y sus vidas llevaban caminos muy diferentes.


Paula se puso también de pie y le acompañó hasta la puerta. Sintió deseos de decirle: «Por favor, no te vayas». Pero luego lo pensó mejor. Ella era una simple camarera y tenía un hijo. Aquella pequeña ciudad era toda su vida, mientras que él podría desaparecer de allí en cualquier instante en un helicóptero, un jet privado o una limusina.


Pedro se puso su sombrero Stetson al llegar a la puerta y miró a Paula con un brillo especial en sus ojos verdes.


—Me gustas, Paula. Me gustas mucho. Pero tengo ahora una vida llena de complicaciones y no me gustaría verte salpicada por los escándalos.


¿Cómo podía ser eso? Él no había hecho nada malo. Y, sin embargo, la prensa le presentaba como un egoísta al que no importaban nada sus fans. Pero ella sabía que eso no era verdad.


—¿Trabajas mañana? —le preguntó él.


—Sí. Pero tendré tiempo para ir antes con Joaquin a la iglesia. A Olga y a Manuel les gusta hacer los domingos una gran brunch entre el desayuno y el almuerzo.


—Creo que esa comida es una vieja costumbre heredada de nuestros colonos británicos.


A ella le hubiera gustado poder invitarle, pero tendría que estar loca para hacerlo. A Olga y a Manuel podría darles cualquier cosa solo de pensar que otro hombre pudiera ocupar el vacío que había dejado su hijo. Además, lo que más necesitaba


Pedro en ese momento era paz y tranquilidad.


—Disfrutad del día. La familia es lo más importante de todo. Es en lo único en lo que puede apoyarse uno cuando las cosas vienen mal dadas.


Se suponía que Pedro se marchaba y que ella se estaba despidiendo de él. Sin embargo, ninguno de los dos parecía querer separarse del otro. Era como si una poderosa fuerza magnética invisible les atrajera mutuamente.


Pedro le acarició entonces el pelo con la mano. Ella se estremeció al notar el suave contacto de su mano. Había tardado varios meses en dejar que Eduardo la besara desde que empezaron a salir. Sin embargo, Pedro, «el hombre de la montaña», la había besado antes incluso de que supiera quien era. Si es que podía llamarse beso a aquel leve roce de sus labios.


—Tengo ganas de besarte —dijo él con la voz apagada mientras acercaba su boca a la suya.


Aquellas palabras tuvieron la virtud de despertar en ella el deseo que llevaba dormido desde hacía años. Recordó la ternura del beso de la otra noche. El de ahora era muy distinto. Estaba cargado de pasión.


Ella le rodeó el cuello con los brazos y le atrajo con fuerza hacia sí. Abrió los labios para dejar que su lengua explorara los rincones más recónditos de su boca y gimió de placer al sentir un fuego abrasándola por dentro. Se apretó con más fuerza contra su cuerpo hasta sentir su excitación entre los muslos, experimentando una satisfacción que creía haber ya olvidado.


Cuando él se apartó unos centímetros, los dos estaban jadeando.


Ella estaba tratando aún de recobrar el aliento cuando escuchó sus palabras.


—Recuerda que ha sido Pedro el hombre que te ha besado, no el cantante country.


Luego la soltó y salió del apartamento a grandes zancadas. 


Ella oyó las pisadas de sus botas mientras bajaba las escaleras, hasta que se desvanecieron en el silencio de la noche.


Se quedó quieta en la puerta, pensando. De una cosa estaba segura. Si Pedro Alfonso cantaba tan bien como besaba, no tardaría en recobrar su inspiración
musical.