sábado, 15 de julio de 2017

¿CUAL ES MI HIJA?: CAPITULO 18





Cuando Pedro regresó a casa estaba poniéndose ya el sol. 


Sabía que tenía que arreglar las cosas con Paula. Ella no le había dirigido la palabra aquella mañana durante el desayuno y no había ido a la bodega en ningún momento a lo largo del día para hacerle ninguna consulta respecto a la boda. Pedro quería pasar algo de tiempo con ella, los dos solos, y se le había ocurrido una manera de conseguirlo.


Cuando entró en la cocina la encontró metiendo una bandeja en el horno.


—¿Dónde están las niñas? —le preguntó Pedro.


—Eleanor alas ha llevado al desván para buscar ropa de fiesta. Dijo que tenía un viejo baúl. Creo que lo que quería era tenerlas entretenidas porque no le gusta que estén cerca del horno cuando cocino.


—¿Qué estás haciendo?


—Pollo al chilindrón. Estará listo dentro de unos quince minutos.


El tono de Paula era amable pero parecía más educado que otra cosa.


—¿Qué te parecería ir esta noche a Lancaster conmigo? Hay una librería que me gusta mucho. A Mariana y a Abril les vendrían bien cuentos nuevos.


—No sé si...


—La tienda tiene una cafetería en la que preparan capuchinos. También tienen muñecas a juego con los libros y una sección de música.


—¿Quieres que vaya para impedir que les compres demasiadas cosas a las niñas? —le preguntó Paula con cierta sorna.


—No quiero excederme. Pensé que tú me ayudarías a evitarlo.


Ella sonrió muy, muy levemente. Y Pedro supo que no debía
presionarla.


—Quiero una tregua —añadió—. Ayer expusimos ambos nuestras posiciones con firmeza y parecieron opuestas, pero no estoy tan seguro de que lo sean.


—¿Quieres que hablemos delante de un capuchino?


—Por ejemplo.


Paula lo observó fijamente durante unos segundos y luego asintió con la cabeza.


—De acuerdo. No he visitado apenas la zona desde que estoy aquí. Debería empezar a conocerla.


Aquella tarde, mientras caminaban por los pasillos de la librería, la tensión que Paula sentía cuando estaba cerca de Pedro se suavizó un tanto.


—Me encanta este sitio.


—Ya te dije que era una buena librería. Esta noche, sin embargo, hay demasiada gente para ser martes.


La mayor parte de la clientela parecía haberse concentrado en la cafetería.


—¿Leías mucho de niño? —le preguntó Paula al acercarse a una de las estanterías de libros infantiles.


—Me gustaban más los libros divulgativos que la ficción, pero encontré muy interesante la trilogía de El señor de los anillos.


—Yo leía mucho. Supongo que cuando mis padres se divorciaron me sentí muy sola y me refugié en los libros.


—¿No volviste a ver a tus padres juntos después?


—Mi padre siempre me daba largas. Quedaba conmigo y luego cancelaba la cita. Después se mudó y no mantuvo el contacto. Me devolvían sin abrir las cartas que le enviaba.


Paula se detuvo bruscamente, temerosa de haberle contado
demasiadas cosas.


Pedro la miró como si esperara que siguiera hablando. Al ver que no era así, dijo:
—La mayoría de los libros divulgativos que leí estaban
relacionados con el proceso de fabricación del vino. Quería ser un experto, igual que mi padre.


—¿Qué ocurrió para que todo eso cambiara?


Pedro no respondió. De pronto ambos se vieron delante de un gran cartel colocado en medio del pasillo de la librería:
Noche del martes: Cita de los cinco minutos. Reúnase con los demás solteros en la cafetería.


—Claro, por eso hay tanta gente aquí —comentó Pedro tras soltar un silbido—. ¿Qué significa eso de la cita de los cinco minutos?


—He visto anuncios como este en Florida —explicó ella tras
echarle otro vistazo al cartel—. Aunque no en una librería.
Normalmente los ponen en los vestíbulos de los hoteles.


—¿Has ido alguna vez a una de esas citas?


—No, pero conozco a gente que sí. Los hombres se ponen en fila y las mujeres pasan cinco minutos con cada uno para ver si quieren salir con alguno.


La expresión de Pedro provocó en Paula una carcajada.


—¿Qué ocurre?


—Es una manera espantosa de conocer a alguien.


—Resulta muy difícil encontrar a la persona adecuada —aseguró ella metiéndose las manos en los bolsillos de la chaqueta—. Esto es un modo de intentarlo.


—¿Has salido con alguien desde que murió tu marido? —
preguntó Pedro tras echar un vistazo a la cafetería.


—No. ¿Y tú?


—No, yo tampoco —respondió él con voz profunda.


Paula tenía la sensación de que las razones de ambos habían sido muy distintas. Ella había querido concentrarse sólo en Abril. Eric le había hecho mucho daño y no sentía ningún deseo de pisar de nuevo aquel terreno, el terreno de las relaciones entre hombres y mujeres. En el caso de Pedro, sin embargo, Paula tenía la sensación de que el
recuerdo de su esposa era tan poderoso que no se le había pasado siquiera por la cabeza la posibilidad de estar con ninguna otra mujer.


—Dicen que salir con alguien puede ser muy divertido —dijo ella con alegría—. Tal vez nos estamos perdiendo algo.


—Las relaciones se acaban siempre complicando —respondió Pedro sacudiendo la cabeza—. Los hombres y las mujeres tienen diferentes expectativas.


—¿Como por ejemplo?


—Las mujeres quieren que sea para siempre, los hombres buscan diversión. Una noche.


—¿Pensabas eso cuando empezaste a salir con tu esposa?


—Nosotros no salimos en el sentido estricto de la expresión. No había la ansiedad ni el nerviosismo que conlleva conocer a alguien nuevo. Trabajábamos juntos, así que todo ocurrió con naturalidad. Empezamos a pasar más tiempo juntos y supimos que estábamos hechos el uno para el otro. ¿Cómo os conocisteis tu marido y tú?


Paula no quería recordar aquella noche. Las esperanzas que
nacieron en ella, los brincos que le daba el corazón por lo suave y encantador que se había mostrado Eric con ella...


—Nos conocimos en una fiesta. Y yo sí sentí mariposas en el estómago y nervios. Cuando empezamos a salir fue como un sueño: Flores, paseos en limusina, los mejores restaurantes...


Los ojos de Pedro reflejaron una emoción que ella no pudo
descifrar. Le había parecido que se trataba de algo parecido a la compasión, pero no podía ser, ya que él no sabía nada de su matrimonio. Y Paula tampoco pensaba contárselo. 


Carla le había dicho una y otra vez que debería dejar a Eric. 


Que no debería permitir que se aprovechara de ella. Pero a Paula le pareció que lo que hizo estuvo bien: Cuidar de él y procurar que estuviera a gusto sus últimos días. Y no quería que Pedro juzgara aquel Capítulo de su vida.


El ruido de la cafetería subió un par de escalas.


—Creo que a la gente se le ha subido ya el capuchino a la cabeza —dijo señalando la sección infantil con el dedo—. Al menos la parte de los niños está tranquila. Vamos a ver qué encontramos.


La sección de librería infantil no sólo tenía libros sino que además había muñecas que acompañaban a los cuentos, libros musicales y libros que se encendían.


Paula seleccionó un cuento del Doctor Seuss que Abril no tenía en su colección y otro de los osos amorosos que le faltaba a Mariana en la suya.


Pedro miró por encima de su hombro mientras ella pasaba las páginas antes de hacerse con el libro. Su mandíbula le rozaba casi la sien, y el aroma de su colonia se le introducía por la nariz. Aquella noche se había puesto un jersey verde y Paula supo que nada le gustaría más que estar entre sus brazos. Pero aquella era una fantasía que podía llegar a traerle muchos problemas. Era consciente de que cada vez que lo tenía cerca, en su estómago se desataba el vuelo de un sinfín de mariposas. Era consciente de que la atracción que sentía hacia Pedro se hacía más y más fuerte cada día. 


Y también sabía que estaba empezando a confiar en él, al menos en lo que a las niñas se refería, de un modo como nunca había confiado en Eric.


—Ya conoces muy bien a Mariana —dijo él con su voz de
barítono, que retumbó dentro del interior de Paula con una intensidad que la asustó.


—Tú también conoces ya a Abril. Ayer estaba encantada cuando la llevaste a dar una vuelta con Prancer. Es una de las cosas que más le gustan. Dentro de poco, Mariana te dejará también que la subas a la silla.


—Gracias a Abril.


Sus miradas se cruzaron, y como si el calor que se generaba entre ellos fuera demasiado explosivo para la librería, Pedro dio un paso atrás y se giró para mirar otra estantería.


Aunque era consciente de que Pedro no estaba muy lejos, Paula se concentró en los libros infantiles como había hecho de niña.


Estaba hojeando un ejemplar ilustrado de Guillermo el travieso cuando alguien a su lado carraspeó.


Paula alzó los ojos.


Delante de ella había un hombre alto y rubio bastante guapo.


Tendría unos treinta y pocos años y resultaba muy atractivo con su hoyuelo en la barbilla y su fuerte mandíbula. Llevaba puesta una chaqueta y pantalones vaqueros y en aquellos momentos le estaba sonriendo a Paula.


—¿Sí? —dijo ella, preguntándose si estaría haciendo algo mal y aquel hombre era uno de los dependientes de la tienda.


—No he podido evitar fijarme en que está usted mirando los libros infantiles. ¿Tiene usted hijos?


Paula no supo qué decir. Estaba todavía en guardia.


—Lo siento —dijo el hombre riéndose con facilidad—. No suelo hacer preguntas así de personales, pero he venido a la cita de los cinco minutos y tengo un hijo de cinco años. ¿Va a venir a la cafetería a reunirse con nosotros? Me encantaría pasar cinco minutos con usted.


Un movimiento a la espalda del hombre captó la atención de
Paula. Pedro estaba allí, y ella habría dado un millón de dólares por saber qué le estaba pasando en aquel momento por la cabeza.






¿CUAL ES MI HIJA?: CAPITULO 17





A lo largo de la siguiente semana, Pedro observó que Paula
consultaba con él muchas cosas respecto a la boda de Sherry y Tom. Se trataba de preguntas lógicas que ella necesitaba saber para que aquel acontecimiento no interfiriera con el desarrollo normal de la bodega. Y sin embargo, aquel contacto adicional en el despacho, en la sala de catas o incluso al aire libre, sin la presencia aunque fuera discreta de su madre, le hacía recordar a Pedro las ganas que tenía de besarla de nuevo, le hacía recordar que el deseo seguía allí latente, que él era un hombre con necesidades aunque las hubiera dejado de lado durante mucho tiempo.


Parecía como si Paual estuviera presente en todo momento:
Hablando por teléfono en el salón con el encargado del catering, ayudando a su madre en la cocina, o jugando fuera con las niñas y el perro. El teléfono móvil de Paula sonaba constantemente y la mayoría de las veces se trataba de Sherry. Pedro se dio cuenta de lo obsesivas que podían llegar a ser las novias por muy sencilla que fuera a ser la celebración.


El domingo por la mañana llevó la prensa y las revistas. Paula estaba haciendo tostadas. Llevaba el pelo suelto, un jersey azul clarito que le daba un aspecto de lo más sensual y unas mallas que se ajustaban a cada curva de su cuerpo. 


Pedro hizo caso omiso de la excitación que intentaba llamar su atención y se sentó a la mesa, concentrándose en una de las revistas.


No tardó mucho en llegar a la sección de estilo. Primero observó las fotografías. Algunas eran las que le había enseñado a Sherry, en las que salía el jardín lleno de flores. Había otra tomada a lo lejos en la que se veía la casa y la bodega. Al lado de un primer plano de la bodega se contaba la historia de los viñedos según lo que Pedro le había contado a la periodista. Estaba bastante bien escrito.


El único aspecto del artículo que no le gustó fue su propia foto.


Se trataba de una instantánea que había salido en un periódico de Washington cuando ganó un premio.


—Hemos salido en la edición del domingo —dijo como quien no quiere la cosa en voz alta para hacerse oír por encima de las voces y las risas de Paula y las niñas.


Al instante, ella estaba a su lado mirando la revista por encima de su hombro con la tostadora en la mano. Al inclinarse hacia delante le rozó la mejilla con el cabello. Olía a bollos mezclados con flores, y a Pedro se le puso el estómago del revés. Pero no de hambre. Al menos no de hambre de comida.


—Las fotos son buenas —aseguró Paula mientras repasaba el artículo—. ¿Lo que cuenta se adapta a la realidad?


—Bastante —respondió Pedro con cierta brusquedad al ver que ella se apartaba.


Paula lo miró y él le sostuvo la mirada, inundado por el deseo de abrazarla. Cuando Paula se humedeció los labios estuvo a punto de gritar. Brillaron ligeramente gracias a la saliva de su lengua y Pedro pensó en la posibilidad de volver a saborearlos.


Eleanora se acercó a Paula y le quitó la tostadora de la mano.


—Se van a quemar —dijo con expresión seria.


Pero los ojos de su madre tenían un brillo que Pedro no le había visto nunca.


—Este artículo es el sueño de cualquier relaciones públicas —dijo Paula con las mejillas sonrojadas.


Pedro recordó el sueño que había tenido la noche anterior con ella y las cosas que habían hecho en su cama.


—No pensé que le fueran a dar tanto espacio en la revista.


—¿Les diste tú tu foto?


—No, pero es de domino público. Me la hizo un fotógrafo de un periódico de Washington. Tendrás que pensar un nombre para tu nuevo negocio —le aconsejó para cambiar de tema.


—Supongo que sí. En el artículo se refieren a mí como la
organizadora de la boda, pero...


El teléfono sonó en aquel instante y Pedro se alegró de tener la oportunidad de distraerse.


—Yo contestaré —dijo poniéndose en pie y apartándose de la tentación.


Unos minutos más tarde le hizo una seña a Paula con una mano mientras tapaba con la otra el auricular del teléfono.


—Alguien ha leído el artículo y quiere contratarte.


—¿A mí?


—Tú organizas bodas, ¿no? —preguntó él divertido.


—Supongo que a partir de ahora se convertirán en mi
especialidad.


Por la tarde, Pedro ya no estaba tan divertido. Estaba dispuesto a desconectar aquel maldito teléfono. La bodega tenía un contestador automático en el que se detallaban horarios y servicios. Pero las mujeres que habían llamado eran muy persistentes. Habían encontrado el teléfono de la casa de Willow Creek y querían saber cómo ponerse en contacto con Paula Chaves. Paula se había pasado todo el día al teléfono. Aquella noche ya había seis bodas más previstas en Willow Creek. Pedro pensó que se pasaría el verano rodeado de gente con esmoquin, flores y novias radiantes. Se sentía invadido, perturbado por la cercanía de Paula y necesitado de dar un paseo nocturno a lomos de su caballo, Desperado.


Durante la cena hubo otra llamada. Cuando Paula regresó a la mesa, anunció:
—Tenemos una gran boda para la próxima primavera.


—Tal vez todo esto haya sido un error —gruñó Pedro.


—¿Has cambiado de opinión respecto a celebrar bodas en los viñedos?


—Lo que me preocupa es el tiempo que vas a pasar trabajando. ¿Sabes la cantidad de tiempo que todas esas llamadas telefónicas te han mantenido hoy alejada de Abril y de Mariana?


—El negocio es el negocio, Pedro —respondió ella frunciendo el ceño—. Todavía no me he organizado. Tengo que poner una línea privada sólo para llamadas de trabajo de modo que los clientes potenciales puedan dejar sus mensajes. No te olvides de que yo me dedico a esto desde antes de que naciera Abril... de que naciera Mariana —se corrigió.


—Tú sabrás hasta dónde puedes llegar, pero no quiero ver a Abril y a Mariana tristes porque estés demasiado ocupada para cuidar de ellas.


—Yo puedo echar una mano —intervino en aquel momento
Eleanora.


—No se trata de eso. Nadie puede remplazar a... una madre.


Pedro vio cómo el espíritu de lucha de Paula asomaba a sus ojos.


Entonces suspiró con fuerza y miró a su madre.


—¿Te importa llevarte un momento a las niñas al salón?


—Por supuesto que no me importa —aseguró Eleanora poniéndose en pie—. Abril, Mariana, vamos a ver si encontramos la caja de chocolatinas que tengo escondida en algún sitio...


Las dos niñas la siguieron encantadas al salón.


—No hace falta que trabajes, Paula —insistió Pedro de inmediato tratando de tomar una posición de ventaja—. Estaré encantado de pagarte una pensión para...


—¿Que no trabaje? Baja de la nube, Pedro. Tengo la intención de seguir siendo autosuficiente. Y nunca, nunca estaré demasiado ocupada como para ocuparme de Abril y de Mariana. Tú seguiste trabajando después del nacimiento de tu hija. Ambos somos viudos.


—Entonces, ¿pretendes trabajar la jornada completa?


—Sé como organizar mi tiempo, y no pienso abusar de tu madre. Cuando nos traslademos a la casa de invitados...


—¿«Nos» traslademos? —la interrumpió Pedro.


—Abril, Mariana y yo.


—Entonces supongo que vivirán contigo media semana y la otra media conmigo.


—No quiero confundir a las niñas.


—Entonces tal vez deberíais quedaros en esta casa.


—No creo que sea una buena idea —respondió Paula tras apartar la vista de él y fijarla en su taza de café.


—Y yo no creo que separarlas de ninguno de los dos sea una buena idea. No hay soluciones fáciles para esto, Paula. Creo que deberías tener cuidado con la cantidad de trabajos que aceptes ahora.


—Creía que querías publicidad para las bodegas —replicó ella.


—Quería que te quedaras en Pensilvania. Quería que estuvieras en Willow Creek. Y si eso significa que haya que organizar bodas aquí, de acuerdo. Pero recuerda la razón por la que vas a venir a vivir aquí. Recuerda que ante todo eres madre.


—No necesito que me lo recuerdes. Siempre cuidaré de Abril y de Mariana lo mejor que pueda.


—Eres una mujer fuerte, Paula. Pero incluso tú tienes tus
limitaciones. Voy a dar una vuelta a caballo —dijo Pedro, frustrado por el rumbo que había tomado aquella conversación y por cómo había transcurrido el día—. Llegaré a tiempo para ayudarte a acostar a las niñas.


Pedro agarró el cortavientos que estaba en el perchero, se
embutió en él y salió al frío de la noche.


Aspiró con fuerza el aire y al soltarlo trató de eliminar todas las sensaciones que experimentaba al tener a Paula en la misma casa y todas las complicaciones de aquella difícil situación.


La discusión que había tenido con Paula afectó a Pedro más de lo que quería admitir. Al día siguiente, mientras examinaba en el laboratorio unas muestras de vino que había recogido, se dio cuenta de que la idea de la custodia compartida no le convencía en absoluto aunque Paula estuviera en la misma propiedad.


¿Y si ella no quería vivir en los viñedos? ¿Y si quería un
apartamento o una casa?


La idea de que no se quedara en Willow Creek le provocó una sensación de vacío que no comprendió, porque no tenía nada que ver con Mariana y con Abril.


Mientras comprobaba el nivel de azúcar del vino recogido en el tubo de cristal, Pedro recordó los besos de Paula.


Recordó cómo la había abrazado. Recordó cómo lo hacía sentirse en cuanto ponía el pie en una habitación. Su mente racional le proponía una idea que él había rechazado en un principio pero que ahora se volvía a replantear. Sólo había una manera de mantener a las niñas juntas y criarlas ambos sin perder contacto con ninguna de las dos.


Una única manera.


Casándose.


Entonces se abrió la puerta y Pedro no tuvo tiempo de analizar si aquella idea era tan descabellada como parecía.


Stan entró en el pequeño laboratorio.


—¿Quieres ver las muestras de Susurros de Willow Creek? —le preguntó Pedro a su tío—. El nivel de azúcar es bueno.


—No necesito verlas —aseguró Stan echándole un vistazo a los tubos—. Tú eres el bioquímico.


Pedro estaba harto de la actitud de su tío, pero siempre lo había respetado.


—¿Hay algo en concreto de lo que me quieras hablar? —le
preguntó, consciente de que Stan tendría alguna razón para haber ido al laboratorio.


—Eleanora me ha dicho que Paula va a quedarse en Pensilvania — dijo su tío cruzándose de brazos.


—Sí, así es. Es la única solución razonable.


—¿Y va a vivir en Willow Creek?


—Todavía no hemos ultimado los detalles, pero nos parece lo más adecuado.


—¿Significa eso que tienes intención de quedarte aquí
permanentemente?


—Desde que he regresado me he dado cuenta de cuánto había echado de menos los viñedos. Creo que con estos vinos podremos volver a ganar premios, ¿no estás de acuerdo?


Stan apartó la vista de su sobrino y la fijó en las cajas de vino apiladas en la habitación de al lado, visibles a través de la puerta de cristal. Parecía como si estuviera tratando de visualizar el futuro, o tal vez mirar hacia el pasado.


—Soy demasiado viejo para pensar en premios.


—Sólo tienes sesenta y siete años. Hay hombres que empiezan a estudiar una segunda carrera a esa edad —bromeó Pedro.


Sin embargo, su tío no sonrió.


—Yo no soy de ese tipo de hombres. Yo sólo quiero... —comenzó a decir antes de detenerse bruscamente.


—¿Qué es lo que quieres?


Stan se encogió de hombros y se dirigió hacia la puerta.


—Da lo mismo. Me voy. Tengo que hacer unos recados. Necesito comprar pintura porque quiero pintar las molduras de mi casa.


Stan vivía a pocos kilómetros de Columbia, el pueblecito más cercano. Había comprado una casa antigua y la había ido restaurando habitación por habitación. Se había convertido en el refugio de un auténtico solterón y le faltaba el calor y la mano de una mujer, pero Stan siempre había parecido sentirse cómodo y feliz allí.


—¿Vendrá la cuadrilla mañana para embotellar el vino? —
preguntó su tío.


—Estarán aquí Ralph, Jack y Bud. Si vienes a echar una mano sería perfecto.


—Aquí estaré. No empezaré a pintar la casa hasta el fin de
semana.


—Si prefieres no venir puedo llamar a Rosa. Dijo que podría venir siempre que la necesitáramos mientras sus hijos están en el colegio.


—Aquí estaré —repitió Stan con sequedad antes de salir del
laboratorio en dirección a los viñedos.