viernes, 23 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 16






Pedro cenó sólo en el porche. Comió en la oscuridad, iluminado por unas velas.


El silencio y la oscuridad trajeron a su memoria su antigua vida. Había sido un gaucho libre, sin responsabilidades ni compromisos. Siempre hacía lo que quería.


Entonces apareció Paula y cambió su libertad por una vida junto a ella. Abandonó las cosas con las que había disfrutado por cosas que ella reconocería. Dinero, poder y una buena posición. Había asumido que ella necesitaría esas cosas.


Encendió un puro después de la cena y aspiró el aroma del tabaco. No era un gran fumador pero adoraba el aroma del tabaco seco. Se acordó de sus amigos, su padre y su hermano. Recordó las noches que había dormido bajo las estrellas y las interminables jornadas a caballo a través de la
llanura con el ganado.


Siempre le había gustado la vida en las montañas y la vida en la pampa. Había sido suficiente para él hasta la aparición de Paula.


Pedro apagó el puro y se apartó de la mesa. Entró en la enorme casa de piedra y encontró irónico que poseyera todas esas cosas que nunca había deseado y que no tuviera a Paula, que había sido su único anhelo.


La casa estaba oscura. Había pasado tanto tiempo en el porche que María había apagado todas las luces y se había marchado.


Pedro cerró las puertas y subió la escalera de caracol hasta la segunda planta. Y a cada paso fue más consciente de la presencia de Paula.


Eran dos mitades de un mismo todo. Y sabía que Paula se sentía sola. Asumió que no podía acostarse sin hablar con ella. Su conciencia no se lo permitiría.


Abrió la puerta de su habitación con cuidado. Estaba oscuro y la luna brillaba en la ventana con un haz amarillento que surgía tras una nube. Observó el cuerpo de Paula acurrucado en su mitad de la cama. No se movió, pero tenía los ojos abiertos y estaba mirándolo fijamente.


‐Quería disculparme si te he herido ‐se aclaró la garganta‐. Perdóname, Paula.


‐¿Qué tengo que perdonarte? ‐replicó en tono frívolo, pero eso no engañó a Pedroconsciente de que había estado llorando.


Se acercó a la cama. Ella se tapó la cabeza con las sábanas. Ocultó todo su cuerpo salvo las yemas de los dedos que sujetaban la colcha. Pedro sonrió.


Quería que bajase la sábana. Quería mirarla a su preciosa cara. Se inclinó y besó, uno a uno, todos los dedos. Notó cómo se ponían blancos los nudillos. Era una cabezota.


Pedro acarició un nudillo con la punta de la lengua. Ella jadeó. Pedro sonrió antes de meterse el nudillo en la boca. Succionó despacio y, después, de un modo sistemático. 


Observó cómo se retorcía bajo las sábanas.


Actuó de la misma manera con los otros dedos, pero Paula permaneció oculta.


‐Bien, buenas noches ‐dijo y se levantó.


‐No te vayas.


Pedro se volvió. Ahora se había sentado en la cama. Estaba tan oscuro que apenas veía nada, pero reconoció sus grandes ojos abiertos y el perfil del mentón.


‐Estamos realmente casados ‐dijo y Pedro asintió‐, ¿hace cuánto que nos casamos?


‐Más de dos años ‐indicó mientras la habitación se oscurecía por momentos.


‐¿Por qué no me lo dijiste antes? ‐su voz era un susurro.


‐No eras tú misma. Cuando vine, después de la llamada de tu familia, estabas muy débil y muy vulnerable ‐explicó.


‐¿Y esta casa es nuestra? ‐preguntó mientras asimilaba todo con esfuerzo‐. No me parece que sea nuestra casa. No nos imagino aquí.


—Hemos vivido aquí cerca de cuatro años ‐dijo Pedro.


Ella separó los labios, pero no emitió ningún sonido. Estaba desconcertada.


‐He pasado toda la tarde intentando acordarme de algo, pero no lo consigo. Mi cabeza está vacía. No tengo una sola imagen.


—Tengo más fotografías en los álbumes. El día de nuestra boda. Si quieres...


—No, esta noche no. No puedo pensar en nada. Estoy tan... vacía.


Parecía exhausta y se veía muy pequeña en esa cama tan grande que habían compartido en otros tiempos. Pedro quería salvaguardarla de todos los males.


‐Lo lamento, negrita ‐apreció el temblor en su labio‐. Siento haberte herido. Sabes que nunca haría nada que pudiera lastimarte.


‐Entonces, acércate y abrázame ‐susurró.


Pedro contuvo la respiración. Deseaba hacerlo más que nada en el mundo, pero no confiaba en sus instintos. Ella necesitaba ternura y no estaba seguro de que pudiera controlarse si llegaba a tocarla.


Habían pasado un montón de meses desde que habían hecho el amor por última vez.


‐No puedo ‐dijo, consciente de que debía frenarse‐. No sé si podré quitarte las manos de encima si te abrazo.


‐Entonces, no lo hagas ‐contestó Paula.


Esas pocas palabras bastaron para que el deseo incontenible creciera en su fuero interno con una violencia peligrosa. Sabía que tenía que reprimirse. Pero no podía moverse. Sentía que tenía melaza en las venas.


Ese calor en sus venas era producido por Paula. Su excitación se hacía insoportable. Si no tenía cuidado terminaría abalanzándose sobre ella para poseerla.


—Dijiste que estamos casados —recordó Paula.


‐Sí, pero ha pasado mucho tiempo... ‐masculló.


—Bueno, tú has venido a verme a mi habitación ‐apuntó ella.


Su voz flotaba en la oscuridad. Apenas veía nada, pero podía sentirla. Sólo deseaba una caricia, nada más. Pero ya no estaban juntos y ella no recordaba que había solicitado el divorcio.


Hacerle el amor resultaría insoportable, pero abandonarla era del todo imposible.


‐Quédate ‐la voz ronca fue una súplica‐. No te morderé.


‐Ya lo creo que lo harás ‐dijo con una falsa sonrisa.


A menudo lo había mordido y arañado mientras hacían el amor. Unas cicatrices que habían desaparecido con el tiempo. Llevaban demasiado tiempo sin entregarse de un modo salvaje en los brazos del otro.


‐Has sufrido mucho, Paula ‐dijo con la voz teñida de deseo‐. Todavía estás débil.


Notaba la tirantez de los pantalones, de la piel. Sabía que su cuerpo lo traicionaría. Escuchó el sonido del roce entre diferentes tejidos. Ella había salido de la cama y se acercaba. Distinguió un reflejo dorado y, de pronto, se plantó frente a él.


‐Eres muy testarudo ‐dijo Paula con burla‐. Estás decidido a portarte como un buen chico, pero yo estoy cansada. He sido buena toda mi vida y no hay nada más aburrido.


‐Nunca has sido buena ‐replicó Pedro.


‐Gracias a Dios ‐se rió con un irresistible atractivo‐. No quisiera ser aburrida.


Estaba sucumbiendo bajo el peso de un montón de sueños que habían perturbado sus noches solitarias en los últimos meses.


‐Tócame, Pedro —solicitó—. Sólo tú puedes hacer que me sienta real, viva. Y es lo que más deseo en este mundo.


Estaba en el paraíso y la manzana del pecado lo había tentado.


‐No ‐gritó con voz ahogada, desgarrado por dentro‐. No puedo hacerlo, Paula.


Sabía que ella nunca se lo perdonaría si le hacía el amor en esas condiciones. Recordaba el resentimiento y el desdén de la mujer que se había divorciado de él.


También odiaba portarse bien. No era su estilo.


Ella lo rodeó por la cintura. Entrelazó las manos en su espalda y apoyó la cara en su pecho.


La luna apareció tras una nube e iluminó el cielo con su blancura. En esa súbita claridad distinguió el rostro de Paula y sus grandes ojos verdes llenos de pasión. Incapaz de resistirse a tanta belleza, besó sus labios.


Pensó, mientras la besaba, que la amaba más allá de cualquier horizonte. Y el cuerpo de Paula tembló, aferrado al suyo.


Ella estaba implorando que la abrazase, pero ese deseo sería su perdición. Se separó muy despacio y levantó la cabeza. Paula parpadeó y abrió los ojos. Estaba mirándolo y Pedro advirtió el reflejo de las lágrimas en sus ojos verdes.


‐Antes te encantaba besarme ‐dijo con una inocencia devastadora.


‐Y sigue siendo así ‐aseguró, consciente de que ella necesitaba una dosis de racionalidad en vez de más fantasía.


‐Pero no me deseas, ¿verdad?


‐Has estado muy enferma ‐acarició su pómulo—. Tu cuerpo necesita reposo.


‐Ya estoy restablecida ‐protestó‐. ¡Mírame! Mi salud es envidiable.


Sí, su cuerpo parecía en perfecto estado. Y era una maravilla. No podía apartar la mirada de sus pechos y el contorno de los pezones contra la seda del camisón.


Imaginaba su cuerpo desnudo, el vientre liso y los rizos morenos en su entrepierna. Adoraba el contraste de ese vello oscuro contra su piel blanca y las diferentes texturas. 


Era suave, húmedo y aterciopelado.


Las mujeres estaban hechas con mimo y Paula era la mejor de todas. Y deseaba tenerla entre sus brazos, desnuda bajo su peso. Anhelaba ese pecho en su boca, sus manos en las caderas.


Pero eso no ocurriría.


‐Buenas noches, Paula ‐forzó una sonrisa que aliviara el intenso dolor‐. Te veré por la mañana.


Una vez en su habitación, apoyó la frente en la puerta. Su sueño consistía en tenerla nuevamente y había renunciado a eso. Sentía una urgencia atroz por romper la distancia que los separaba, pero no podía.


Decidió que contaría hasta diez para que su mente no pensara en la satisfacción que requería su cuerpo. Y después contaría hasta veinte y volvería a empezar.






jueves, 22 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 15






Paula tenia miedo, pero sabía que debía reconstruir su pasado y necesitaba todas las piezas del rompecabezas.


Tenía que saber qué había ocurrido entre ellos. Y qué había sido de su hijo.


‐¿Qué hay del bebé? ‐preguntó, nerviosa‐. ¿Llegamos a encontrarlo? Ya sé que no quieres que hable de eso y que no quieres escucharme. Pero tenemos un hijo, Pedro.


Pedro experimentó una infinita ternura y una gran tristeza. 


Paula nunca había aceptado la pérdida de su hijo ni el hecho de que ya no pudiera tenerlo.


Había sufrido un aborto cuando el embarazo estaba muy avanzado. El esfuerzo para contener la hemorragia había causado daños irreparables en su cuerpo, si bien lo habían intentado con todas sus fuerzas. Y Paula había pasado un auténtico infierno mientras intentaba que enmendasen su maltrecho cuerpo.


‐Paula, hablas mucho del bebé ‐dijo con calma‐. Pero no hay ningún bebé.


‐Claro que sí ‐replicó con amargura‐. Tenemos un hijo. Y es un chico.


Pedro se esforzó para controlarse. El doctor había previsto que Paula sufriría cambios de humor y lagunas. Imaginó que se trataba de una pequeña recaída. Avanzó lentamente en paralelo a la veranda. La luna ya había salido y las luces de los árboles brillaban como luciérnagas en la noche.


—Pedro, ¿me estás escuchando?


—Sí —aseguró, consciente de que debía apoyarla pese a lo doloroso que resultase el tema que había elegido‐. ¿Y dónde está nuestro hijo, Paula? ¿Dónde vive? ¿Quién cuida de él?


‐No lo sé ‐dijo, temblorosa‐. Por eso tenemos que encontrarlo y traerlo a casa.


Se acomodó en una de las butacas del porche y tiró de ella para que se sentara a su lado.


Ella obedeció, de modo que su cadera y su hombro rozaban a Pedro.


Resultaba extraño sentarse de ese modo. Recordaba el tacto de su piel cuando sus cuerpos desnudos se aferraban, prisioneros del deseo.


Pero no podía detenerse en las cosas que echaba de menos. Tenía que ayudarla.


‐Negrita, si realmente existiera ese niño, nuestro hijo, me lo habrías dicho ‐apuntó‐. Te conozco, Paula. No hubieras podido ocultármelo.


‐¿Y si lo hubiera hecho? —murmuró, la mirada humedecida y el labio inferior trémulo‐. ¿Y si lo mantuve en secreto y el remordimiento me fue corroyendo por dentro hasta que fui incapaz de dormir, comer o conciliar el sueño?


Pedro parecía desconcertado, perplejo. Bien estaba terriblemente confusa, bien había mantenido oculta una gran parte de su personalidad.


‐Confiaba en encontrarlo antes de que volvieras ‐entrelazó las manos‐. He intentado buscarlo, pero he perdido su pista.


‐Creo que, en estos momentos, te exiges demasiado...


‐¡No estoy loca!


‐Nunca he dicho semejante cosa ‐Pedro se estremeció ante la idea.


‐No, pero has sugerido esa posibilidad. Y estoy diciéndote la verdad ‐agarró su mano con fuerza, desesperada—. Tenemos un hijo. No murió en el parto. Tenían que devolvérmelo, pero nunca lo hicieron. Se lo llevaron y... lo vendieron.


Pedro sintió arcadas y se levantó. La incongruencia de Paula estaba afectándolo. La imaginación perturbada de Paula estaba fuera de control y no creía que pudiera ayudarla si hablaba de ese modo. Había dicho unas cosas terribles.


Un bebé. Un hijo arrebatado de las manos de su madre para venderlo.


Quizá Paula hubiera perdido el juicio.


Pedro se tiró del cuello de la camisa. Estaba demasiado apretado y se desabotonó para que el aire aliviara la presión. Notaba un bulto en la garganta.


Pedro, que no se percató de que había abandonado a Paula, entró en la casa, cruzó el pasillo y se dirigió a la entrada principal. Subiría a su coche y daría una vuelta.


‐¡Pedro!


La voz atravesó el pasillo, iluminado con candelabros antiguos. No quería detenerse. Intentó ignorar ese alarido, pero no pudo.

Vaciló un instante, si bien parte de sí mismo quería alejarse.


—Es la verdad, Pedro —repitió con la voz más tenue, pero nítida en su cerebro—. Y tienes que ayudarme. Te necesito para encontrarlo, por favor.


Pedro se volvió muy despacio. Estaba muy cerca de la puerta, la libertad. Necesitaba evadirse un poco.


La verdad era que ese aspecto de la enfermedad de Paula lo sobrepasaba. Podía enfrentarse a las cicatrices, los huesos rotos... pero esa confusión en su cabeza... era demasiado para él.


—Sólo voy a dar una vuelta —dijo—. Volveré para la cena. Tengo que arreglar unos asuntos en el despacho y...


—Tengo una prueba ‐dijo con la voz temblorosa de indignación—. Es cierto.


Condujo a Pedro a su dormitorio y se detuvo en el centro.


‐¿Dónde estás mis cosas? ¿Y las cosas del bebé? ‐preguntó.


‐Nunca he visto nada de eso entre tus cosas.


Paula se llevó la mano a la sien. Tenía un fuerte dolor de cabeza. Nada tenía sentido. Sabía que guardaba todos los documentos en una caja azul.


‐Lo sé. Siempre lo he guardado, escondido. Es una caja de zapatos. Quizá María haya reordenado mis cosas.


‐No he visto ninguna caja de zapatos azul.


‐Bueno ‐sintió lágrimas en los ojos‐, tampoco lo sabes todo.


‐¡Ni tú! ‐gritó Pedro.


Ambos respiraban con fuerza y se miraron desde una punta a la otra de la habitación. En ese instante odiaba a Pedro. Era tan arrogante y estaba tan seguro de sí mismo. Pero ¿qué sabía él?


‐¿Y qué es lo que no sé? ‐preguntó Paula.


‐Ha pasado mucho tiempo ‐señaló Pedro.


‐¿Cuánto? ‐preguntó, el corazón acelerado mientras cerraba los puños.


‐Cinco años.


Paula se tambaleó y creyó que las piernas iban a doblarse. Si Pedro no hubiera reaccionado, se habría desmayado. Pero la sujetó a tiempo. Pese a sus protestas, Pedro la aupó en sus brazos, la tumbó en la cama y tomó el teléfono.


‐No irás a llamar al doctor, ¿verdad? ‐su voz reflejaba incredulidad‐. No hay ninguna razón. Me he mareado...


‐Sí, Stephen, se ha desmayado delante de mí ‐dijo, ignorándola.


‐¡No me he desmayado! ‐gritó Paula‐. He perdido el equilibrio. No me he desplomado. ¡Déjalo ya! ¡No estás al cargo!


‐¡Ya lo creo que lo estoy! ‐replicó malhumorado antes de recuperar la conversación‐. Sí, se ha recuperado enseguida. No, no ha perdido el conocimiento.


‐Estoy bien ‐insistió Paula.


‐Túmbate ‐ordenó y señaló la almohada.


‐No estoy enferma ‐dijo con altivez e intentó hacerse con el auricular, sin éxito‐. Estaba conmocionada. Y todavía lo estoy. ¡Dame ese maldito teléfono!


Logró hacerse con el aparato y quitárselo de la mano a Pedro.


‐Hola, Stephen. Sí, está todo bien. Apenas perdí el equilibrio. Y no perdí el conocimiento. No ha sido nada. Dile a mi marido... ‐entonces su voz se quebró, horrorizada, y miró a Pedro.


Notaba cómo le latía el corazón, desbocado. Se humedeció los labios.


‐Dile a mi... marido... que estoy bien ‐concluyó.


Aturdida, devolvió el auricular a Pedro antes de sentarse en la cama. Estaba casada.


¿Cómo lo sabía? ¿Cómo lo había recordado?


Estaba casada con Pedro. ¿Cómo? ¿Cuándo? Era imposible. Pero había dicho que habían pasado cinco años... ¿Sería posible?


Escuchó cómo Pedro se despedía del médico y colgaba. La habitación quedó sumida en un largo y oscuro silencio.


‐Te has acordado ‐señaló Pedro al cabo de un minuto.


Ella permaneció sentada, paralizada, mientras sus pensamientos volaban como las hojas en otoño. No podía retenerlos ni gobernarlos.


‐Si han pasado cinco años... ‐su voz se debilitó y se mordió el labio.


Cinco años de los que no recordaba nada salvo que Pedro era su marido.


‐Estás a punto de cumplir veintitrés años ‐prosiguió Pedro.


Paula agradecía que la habitación estuviera a oscuras. Se sentía como una estúpida, extremadamente vulnerable. Pedro se acercó a la mesilla y encendió la lámpara de latón con pantalla dorada. Paula apartó la cara del reflejo dorado. No quería enfrentarse a nada en ese momento.


‐¿No podríamos hablarlo más tarde? Necesito un poco de tiempo.


‐Tenemos que discutirlo.


‐No ‐apretó los dedos sobre sus rodillas‐. Ahora, no.


‐Querías que lo hablásemos hace un momento. Insististe, en las escaleras, para que...


—¡Eso fue antes! —gritó, la voz rota‐. Entonces pensaba... pensaba...


‐¿Qué pensabas, mujer? ‐preguntó con ternura.


Paula notó un picor en los ojos, pero ya no le quedaban lágrimas. Estaba nerviosa, destemplada. Estaba casada con Pedro... Era demasiado abrumador.


Pedro notó la rigidez de Paula cuando rodeó la cama. Apretaba las manos contra las rodillas con tanta fuerza que le temblaban. Y observó la tensión en su cuello. Era curioso cómo podía trastocarse todo su mundo sin que se modificara ni un ápice la intensidad de su atracción física por ella.


Era algo que había sentido desde la primera vez. Había sido como una ráfaga de fuego, una barra de hielo, una pedrada en la cabeza. Y Paula le había tirado una piedra a la cabeza en una de sus primeras peleas. Entonces había aprendido que tenía buena puntería y un brazo poderoso. El golpe abrió una brecha y sangró.


Su negrita era una chica ingobernable.


‐No sonrías ‐dijo, de rodillas.


‐¿Por qué no? Me haces sonreír.


De pronto sintió la fuerza del deseo quemándole las entrañas. ¿Cómo había ocurrido semejante tragedia?


Estaban hechos el uno para el otro. ¿Por qué se habían divorciado?


‐Al menos, me hacías sonreír en el pasado ‐dijo mientras apretaba los dientes.


Paula levantó la cabeza y lo miró. Esos ojos verdes como esmeraldas se toparon con la mirada oscura de Pedro.


‐Te encantaba provocarme ‐continuó‐. Siempre te ha gustado la provocación. Eras muy testaruda. Sacabas de quicio a tu familia, en especial a tu hermano. Dario siempre estaba preocupado por ti.


‐No lo recuerdo ‐confesó tras un largo silencio‐. Quizá no me acuerde nunca.


Hundió la cara y su larga melena azabache se desparramó sobre su espalda como una cascada de ébano líquido.


Pedro sintió un terrible ardor en el estómago. Mascaba la preocupación.


‐En ese caso, empezaremos de cero ‐dijo.


Ella no respondió. Se quedó mirándolo fijamente con sus grandes ojos brillantes y esa boca que llevaba horas sin esbozar una sonrisa. De pronto comprendió que no soportaría un segundo más de esa charla. No deseaba oír una sola palabra más. Estaba abrumada y necesitaba tiempo para digerirlo todo. Requería un poco de tranquilidad para encararse con sus propios sentimientos.


‐Es tarde, ¿verdad? ‐dijo mientras miraba por la ventana hacia la noche cerrada.


Estaba al borde las lágrimas, pero no entendía el motivo. 


Tendría que haberse sentido inmensamente feliz ante la noticia de su matrimonio con Pedro. Siempre había deseado
convertirse en su esposa. ¿Por qué no estaba contenta ni aliviada?


—Falta poco para la cena —asintió Pedro.


‐Estoy bastante cansada ‐dijo mientras luchaba para que su voz no la traicionase‐. ¿Te importa si esta noche ceno sola en mi habitación?


Pedro vaciló y ella lo miró por encima del hombro. Su expresión era seria. Parecía tan enfadado como ella. Pero su respuesta sonó relajada, demasiado tranquila.


‐No, claro que no. Haremos exactamente lo que quieras, querida.