miércoles, 21 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 10





Tras la marcha de Dario, Pedro entró en la cocina y solicitó que sirvieran la cena en el pequeño estudio de la planta principal en vez de servirlo en la habitación de Paula.


Luego subió al dormitorio para asegurarse de que estaba bien.


‐¿Se fue? ‐preguntó, esperanzada.


Estaba sentada a los pies de la cama, envuelta en una gruesa toalla de baño, y llevaba el pelo húmedo, alisado.


Pedro sintió un impulso inmediato hacia ella y, nada más reconocerlo, lo suprimió.


‐Ha vuelto a Buenos Aires, de vuelta a casa y al trabajo.


‐Bien. ¡No me gusta!


‐Paula, tú lo adoras ‐dijo mientras la miraba fijamente, cruzado de brazos, preguntándose dónde se había metido.


¿Y si nunca se restableciese? ¿Y si nunca recuperase la memoria? ¿Qué pasaría si no recobrase su independencia?


Pero no quería pensarlo en esos términos. Recordó que era una mujer joven, fuerte e inteligente. Se recuperaría, pero tendrían que tomárselo con calma.


‐La cena está lista ‐informó con aparente normalidad‐. Pero tú sólo llevas una toalla.


‐¿No te parece muy romántico?


‐No, salvo que seas la pareja de la esterilla del baño.


Pedro fue recompensado con una carcajada. Paula se deslizó fuera de la cama.


‐La verdad es que quería vestirme, pero no encuentro mi ropa. ¿Sabes dónde ha escondido Dario mi maleta?


‐Está en tu armario, Paula ‐señaló, perplejo.


Después se acercó al enorme armario ropero que había frente al cuarto de baño, encendió la luz y señaló con un gesto las barras llenas de ropa y los zapatos.


Paula echó un vistazo. Frunció el ceño mientras contemplaba las hileras de trajes, vestidos de noche, y demás atuendos.


‐Es muy gracioso. Ahora, ¿quieres decirme dónde está mi ropa? ¿Mis blusas, mis zapatos y mis vaqueros?


Pedro estaba totalmente desconcertado.


Ella no lo sabía. No reconocía nada de lo que veía y no comprendía que ya no era una adolescente, sino una mujer. Los últimos cinco años no habían transcurrido... al menos, en su mente.


Pedro sentía una enorme presión en su pecho. Sería un trance muy duro y no sabía cómo se enfrentaría a esa situación... cómo interactuaría con ella. Había llegado a pensar de ella que era una mujer distante, sofisticada y autónoma. Pero ahora era una tan efervescente como una
botella de vino espumoso.


Trató de centrarse en el presente. Tenía que moverse despacio, paso a paso. Cada crisis necesitaba un tiempo antes de encararse con el siguiente problema. Y en ese momento, Paula quería unos pantalones vaqueros.


Encontró algo de ropa vieja en el último cajón de la cómoda. 


Eran prendas que Paula ya no usaba, pero que todavía no había tirado.


‐Gracias ‐dijo, radiante, mientras elegía unos vaqueros y una sudadera desgastada por tantos lavados—. Estaré lista en un minuto. ¿Quedamos abajo?


Pedro accedió y cuando Paula se presentó en la sala, quince minutos mas tarde, llevaba el pelo seco, maquillaje y los labios pintados en color rosa.


‐¿Mejor? ‐preguntó en tono burlón.


‐Sí, ya lo creo ‐asintió Pedro.


Deseaba sonreírle, pero no podía. Eran demasiados recuerdos, demasiadas emociones. Paula rezumaba dulzura y picardía, inocencia y bravura. Era la misma chica de la que se había enamorado.


Pero esa clase de sentimiento era muy peligroso. No podía permitírselo y sometió todo ese caos emocional. Paula necesitaba apoyo racional, lógico. Era preciso que mantuviera la calma y el control.


‐Cenaremos aquí ‐dijo mientras se dirigían a la biblioteca‐. He pensado que podíamos sentarnos junto a la chimenea. Resulta muy acogedor.


‐Y muy íntimo ‐apuntó ella, sonrojada.


Sí, tenía razón. Pero no estaba en el mejor momento para esa clase de intimidad. Obvió el comentario de Paula y procuró que estuviera a gusto. Llevaba un mes almorzando en su habitación y Pedro confiaba en que esa primera cena fuera un paso en su recuperación.


Apenas habló durante la cena, pero Paula vació su plato con verdadera ansia. Había consistido en una típica comida argentina.


‐Gracias a Dios ‐dijo mientras se acomodaba en la silla‐. Auténtica comida.


‐¿Qué has estado comiendo hasta ahora? ‐preguntó, lleno de curiosidad.


‐¿No es curioso? ‐se encogió de hombros y sonrió, sus dientes blanquísimos—. No me acuerdo. Supongo que no estaría bueno. De lo contrario, me acordaría, ¿no?


‐Es una forma de verlo.


‐¿Hay alguna otra? ‐preguntó, risueña.


Pedro se tensó y observó cómo la luz de la chimenea bailaba, trémula, sobre el expresivo rostro de Paula. Adoraba su risa, su vitalidad y esa inclinación juguetona. Cada vez que se burlaba de él, sentía el impulso de sentarla en su regazo, abrazarla y quedarse con ella para siempre.


Pedro... ‐preguntó de pronto, más sombría.


‐¿Sí, negrita?


‐Todavía sigue en pie la idea de casarnos, ¿verdad? ‐dijo, cada vez más sonrojada mientras luchaba con las palabras‐. Todavía quieres casarte conmigo, ¿verdad?


Había tanta inocencia en sus palabras... Por un momento, Pedro no encontró una respuesta.


Y entonces pensó que debía mostrarse honesto y sincero.


Ella lo merecía.


‐Claro que quiero casarme contigo.


‐¿En serio? ‐dijo, sonriente y con una calidez interior que iluminaba sus ojos verdes.


‐Sí, por supuesto.


‐Entonces, hagámoslo cuanto antes. Quiero hacerlo enseguida ‐se inclinó hacia delante‐. ¿Mañana te parece bien?






martes, 20 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 9




EL SONIDO de pasos en la escalera siguió al estremecedor grito. Paula, descalza, saltó los dos últimos peldaños. Llevaba el pelo suelto y la blusa blanca por fuera.


‐¿Qué quieres, Dario? ¿Qué estás planeando ahora? 


Dario retrocedió, perplejo, y levantó las manos para calmar a su hermana pequeña. 


‐He venido a verte.


‐¿Y qué más? ‐preguntó, las facciones marcadas mientras se hacía una coleta‐. ¿O acaso crees que no sé lo que pretendes?


‐No pretendo nada ‐la expresión de su hermano se endureció, impaciente‐. He venido porque has estado enferma y estaba preocupado.


‐No he estado enferma ‐negó Paula con un gesto despectivo de las manos, la mirada encendida‐. Sólo estaba enojada. Echaba de menos a Pedro, pero ahora ha vuelto conmigo. Y nadie podrá separamos esta vez. Nadie, Dario. Ni tú, ni mamá, ni su ejército de mercenarios.


‐Estás exagerando, Pau. No quiero mantenerte alejada de...


‐¡Mentiroso!


‐¡Paula! ‐dijo Dario, pálido.


‐No digas mi nombre en ese tono ‐las lágrimas brillaban en sus ojos‐. No quiero que me dirijas la palabra. Desde que murió Tadeo has intentado controlarme. Temes que me pase lo mismo que a él, pero yo no soy Tadeo. No tomo drogas y no bebo. Sólo estoy enamorada de PedroPero incluso eso te saca de quicio.


‐No es cierto, Pau.


‐Sí, Dario, claro que sí —clavó su dedo en el pecho de su hermano‐. Tú y mamá. Siempre os habéis entrometido. Nunca me habéis dejado en paz. ¿Por qué no puedo aspirar a algo distinto al resto de la gente?


Sus ojos estaban bañados en lágrimas y miraba a su hermano dolida, enojada y confusa.


Dario guardó silencio y ambos se estudiaron como enemigos en el campo de batalla. No parecían hermanos.


Ella vivía anclada en el pasado. Había olvidado que Dario se había convertido en su mejor amigo, su confidente.


‐Si no te marchas, Dario, me iré yo —Paula echó la cabeza hacia atrás y se secó una lágrima—. No quiero quedarme en la misma casa que tú.


‐¡Por el amor de Dios! —Dario dirigió una mirada impotente a Pedro‐. ¡Está loca!


—No es la misma persona que viste hace una semana, ¿verdad?


‐No ‐replicó Dario.


‐Sin embargo es la persona que me he encontrado esta mañana.


—No hables con él ‐Paula tomó del brazo a Pedro—. No tienes nada en común con él y no se puede confiar en su palabra.


—Está bien, Pau.


‐No, no lo está. Intentará deshacerse de ti. Hará algo para asegurarse de que te mantiene alejado...


‐Calla, chica ‐Pedro acarició su mejilla con el pulgar‐. Está bien. Sube a tu habitación y espérame. Yo me ocuparé de todo.


‐¿Y no me abandonarás? ‐preguntó, aferrada a su brazo.


‐No. Es una promesa.


Más tranquila, Paula subió las escaleras. Pero se detuvo a mitad de camino, se inclinó sobre la barandilla y lanzó una mirada desdeñosa a su hermano.


‐Te conozco ‐retó a su hermano‐. Sé lo que piensas.


Pedro ya había tenido más que suficiente. Subió las escaleras y levantó en brazos a Paula.


Ya no soportaba más tensión.


‐Escapémonos ‐susurró a su oído, rodeándolo con los brazos mientras su aliento cosquilleaba su piel—. Vamonos esta noche mientras todos duermen.


Pedro no dijo nada. Dejó que ella hablase mientras subía las escaleras. El mundo en que vivía lo desconcertaba. ¿Dónde estaba? ¿Qué pasaba por su cabeza?


‐Te harán daño, Pedro ‐dijo Paula, aferrándose a su cuello‐. He oído sus conversaciones. Quieren separarnos. Quieren asegurarse de que no volvamos a reunirnos. Hagas lo que hagas, no confíes en Dario. No es tu amigo y no será justo.


Pedro rechinó los dientes, deseoso de que terminase con esa chachara. Todo ese parloteo sin sentido estaba martilleándole la cabeza. Estaba sacando a la luz viejos recuerdos desdichados, recuerdos de la noche en que había recibido una paliza tan brutal que había tardado semanas en restablecerse y meses en tenerse en pie.


‐Paula, nadie puede separarme de tu lado ‐dijo con brusquedad mientras entraba en el baño del dormitorio y sentaba a Paula encima del mostrador de mármol negro‐. Ahora estamos juntos. Y tú me perteneces.


‐¡Dario no lo cree! ‐se echó hacia atrás hasta que su espalda golpeó el espejo de la pared y fijó sus ojos humedecidos en Pedro‐. Dario nunca aceptará que puedo tomar mis propias decisiones.


Parecía empequeñecida sobre el mostrador y, al mismo tiempo, llena de vida. Era como una fiera enjaulada.


Alargó la mano y acarició la sien. ¿Qué recordaba del pasado? ¿Cuánto sabía?


 ‐Paula, ¿dónde estás?


—Estoy aquí, Pedro —respondió con manos temblorosas, los ojos verdes brillantes.


Pedro pensó que todo era muy extraño. Era como una película de ciencia‐ficción. Vivía dos vidas a un tiempo y resultaba muy incómodo.


‐No tienes nada que temer de Dario ‐dijo con calma‐. Y no tienes que preocuparte por mí. Ya no soy tan ingenuo como antes.


Ella se deslizó hacia delante y rodeó su cuerpo con las piernas, igual que un felino. Recorrió con la mano su muslo.


‐Intentará comprarte. Te ofrecerá cualquier cosa porque quiere que te alejes de mí.


Pedro se tensó mientras sus dedos trazaban las líneas de sus músculos. Estaba estimulando su cuerpo y se excitó ante esa caricia tan leve. 


‐Todo eso pertenece al pasado ‐dijo. Intentó zafarse del contacto en su pierna sin herirla. Una cosa consistía en instalarse nuevamente en la hacienda para proporcionarle estabilidad emocional. Y otra, muy distinta, era que actuasen como si todavía fueran... íntimos.


Pero ella no apartaba la mano y clavó las uñas en el pantalón, de modo que Pedro sintió la presión a través del tejido.


‐Pero ¿me crees? 


‐Sí.


‐Bien. Si no fuera así, tendría que castigarte —suavizó el tono, más burlón, y sonrió con esa felicidad que había embargado su vida años atrás cuando habían disfrutado tanto en mutua compañía‐. Quizá te castigue de todos modos.


El tono burlón y la presión de las uñas en el muslo eran una tortura. Había pasado una eternidad desde la última vez que habían hecho el amor. Y Paula era la única mujer que deseaba y que siempre había deseado.


‐Estos placeres tendrán que esperar ‐dijo mientras reprimía la urgencia de tocarla, de atraerla hacia él, de separarle las piernas y juntarse con ella.


No debía sorprenderlo que ella pudiera encenderlo de ese modo. Era incorregible y nadie podía hacerle frente. Y nunca había querido resistirse a sus encantos.


 —¿Cómo está tu cabeza?


—Mejor. Ya no me duele —arrastró las uñas hasta sus nalgas antes de enganchar el cinturón con los dedos—. Ya ves, sólo necesitaba que volvieras a mi lado. Tienes que quedarte conmigo. Nos pertenecemos.


Pedro asintió en silencio mientras estudiaba sus ojos claros y la piel aceitunada, apenas rosada en las mejillas. Se pertenecían y experimentó un repentino impulso, desesperado, por recuperar su esplendoroso pasado. 


Entonces la vida había resultado muy sencilla y había tenido
sentido.


‐¿Por qué no te duchas y te vistes para la cena? —sugirió, reticente ante el deseo de ponerle la mano en la cadera y dejarse tentar por sus curvas.


—Claro, la cena —se inclinó hacia delante y rozó con los pechos el torso de Pedro—. Me parece bien. Estoy muerta de hambre.


Pero Pedro asumió que el destello perverso que iluminó sus ojos verdes no anhelaba únicamente un bistec con patatas fritas.


La excitación creció exponencialmente mientras sentía la rotundidad de esos pechos sobre su cuerpo.


‐Genial. Yo tampoco he comido demasiado a lo largo del día ‐dijo con voz ronca, exhausto a causa del esfuerzo‐. Dúchate. Vístete y tómate tu tiempo. Después disfrutaremos de una agradable cena en el comedor. 


Se inclinó para besarla en la frente, pero ella lo rodeó con un brazo y se deslizó hacia delante hasta que su cuerpo entró en pleno contacto con su erección. Pedro tomó aire al sentirla contra su cuerpo.


Ella levantó la vista, los ojos verdes llenos de vida, y buscó con una mano el lazo que retenía su melena a la altura de la nuca. Notó los dedos entre su pelo y el roce frío de sus yemas en el cuello. Esa caricia lanzó una descarga llena de deseo que recorrió todo su cuerpo. Estaba al límite y se notó al borde del climax.


—No... —suspiró orgullosa, si bien sus ojos verdes reflejaban ironía y buen humor— me beses como si fueras mi abuela.


Pedro se ahogó en una carcajada. Acarició con lo labios la frente de Paula, apartó su cuerpo con firmeza y retrocedió.


‐Me las pagarás ‐dijo ella, sentada erguida en el mostrador.


Pedro rió de nuevo. No podía evitarlo. Era un comportamiento tan propio de Paula que experimentó un tremendo alivio. Estaba seguro de que se recuperaría.


‐Estoy ansioso —replicó antes de volverse y dirigirse al piso principal.


Dario no se había marchado. Caminaba impaciente de una esquina a otra del salón cuando Pedro bajó las escaleras.


‐Está loca ‐dijo Dario al pie de la escalera‐. Ha perdido la cabeza.


‐No está loca ‐contestó Pedro con alegría mientras se anudaba el pelo.


Todo su cuerpo bullía. Estaba hambriento, excitado y aliviado. Empezaba a comprender lo que había ocurrido. Había tardado un poco, pero ya empezaba a unir todos los cabos.


No había perdido la cabeza. Había perdido la memoria.


‐Paula ha vuelto al pasado ‐dijo mientras repasaba todas las conversaciones que había mantenido con ella desde su llegada‐. Y creo que lo está reviviendo.


‐¿Ha regresado al pasado? ‐Dario parecía horrorizado‐. Pero ¿dónde? ¿Cuándo?


‐Todavía no estoy seguro.


‐Pero ¿crees que ha retrocedido varios años?


‐Está claro que se instalado en un punto en el que se sentía oprimida por ti...


‐¡Nunca he sido opresivo!


Pedro rió sin el menor rasgo de humor. Dario estaba burlándose.


‐Llamaste a la policía para que nos siguiera. Y tu madre contrató a unos matones que estuvieron a punto de matarme.


‐Mi madre sólo quería que Paula volviese a casa.


‐Ya es suficiente.


Dario suspiró. Se mesó el cabello de la nuca en un gesto de derrota. Nada resultaba fácil. Y nada tenía demasiado sentido.


—¿Así que no crees que haya perdido la cabeza?


‐No. Sólo requiere tiempo y menos presión. Y, francamente, creo que tus visitas resultan más perjudiciales que otra cosa. Tienes que concederle un poco de espacio. Tiene que recuperarse poco a poco, a su ritmo.


‐Creo que su médico está más capacitado para decidirlo.


‐Olvidas que el doctor trabaja para mí, Dario. Quizá Paula sea tu hermana, pero es mi esposa ‐apuntó Pedro.


‐¿Tu esposa? ‐levantó la cabeza‐. ¡Está divorciada!


‐El divorcio no es definitivo.


‐Pero, según la ley...


‐Todavía estamos casados ‐concluyó Pedro


‐Así que vuelves a estar al mando, ¿no? ‐dijo Dario tras una larga pausa.


Pedro odiaba la violencia de sus emociones. Deseaba golpearlo. Respiró hondo, contuvo la respiración y mantuvo el control.


Soltó el aire lentamente. Necesitaba calmarse. Un enfrentamiento verbal con Dario no ayudaría en nada a Paula. Estaba en el piso de arriba y podría enterarse de cosas que no convenía que escuchara.


‐Esta situación me gusta tan poco como a ti, Dario. Tampoco me resulta fácil. Yo nunca quise el divorcio. Paula tomó esa decisión. Y quizá haya olvidado el presente, pero yo no. Sé que sus sentimientos cambiaron y que se sintió muy desgraciada a mi lado.


‐Sin embargo no recuerda nada de eso en estos momentos ‐Dario amusgó la mirada. 


‐Pero lo recordará.


‐¿Y qué pasará hasta ese día? Por lo que he visto, Paula imagina que estáis perdidamente enamorados.


‐En ese caso, supongo que tendrás que seguirnos el juego ‐su sonrisa se borró.


‐¿Y puedes hacerlo? ‐Dario ocultó sus intenciones‐. ¿Puedes quedarte aquí y situarte en mitad de su fantasía?


‐No tengo otra alternativa ‐contestó. 


‐¡Claro que sí! Tienes otra casa, otra vida. Puedes quedarte allí ‐el conde se giró y se frotó los ojos‐. Pretendes aprovecharte de su enfermedad. Intentarás ganarte su confianza otra vez. 


‐¿Y eso sería un crimen?


Dario alzó la vista y su mirada cínica chocó con Pedro, pero éste no parpadeó. Se había comprometido con Paula cinco años atrás, tres años antes de su boda. Su amor no descansaba en una ceremonia y un contrato.


Amaba a Paula por la sencilla razón de que existía en el mundo.


‐Nunca ha sido feliz mientras vivía contigo ‐dijo Dario‐. Está enamorada de la imagen que proyectas, de un ideal romántico. Pero ésa no es la realidad.


Esas palabras se repitieron en la cabeza de Pedro. Se quedó muy quieto, dolido en lo más profundo mientras la frase se asentaba en su memoria.


La afirmación de Dario había sido dura, hiriente y esas palabras le habían dolido. Pero Pedro no permitió que el dolor se reflejase en su expresión.


‐Te llamaré si hay novedades ‐dijo en tono neutral—. Prometo que te avisaré en cuanto su salud mejore un poco.


—Pero, mientras tanto, ¿me pides que me quede en mi casa?


‐Sólo te pido que le concedas un poco de tiempo ‐explicó con una sonrisa mínima.