miércoles, 10 de mayo de 2017
PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 10
¿Qué diablos?
Paula levantó la cabeza, miró la almohada y la echó a un lado.
El teléfono de Pedro estaba sonando… En silencio, porque ella lo había silenciado, pero estaba vibrando.
Y él número que aparecía en la pantalla era el de su móvil.
Que estaba en su bolso.
—Estás haciendo trampa —dijo ella al contestar.
Oyó una palabrota y que cortaban la comunicación.
Conteniendo una sonrisa, retiró la colcha y salió de la cama, se puso los vaqueros y el jersey, se pasó los dedos por el cabello y bajó al piso inferior.
Él estaba junto al bolso, con el teléfono en la mano, mirándola de forma desafiante, pero culpable a la vez, y Paula sintió lástima por él.
—No pasa nada, Pedro, no muerdo.
—Sólo quieres fastidiarme.
—No. Ni siquiera eso. Voy a pedirte, una vez más, que te tomes esto en serio. Que hagas todo lo posible para ver si podemos conseguirlo. Si no por nosotros, por las niñas.
Pedro tragó saliva y miró a otro lado.
—Tengo que hacer una llamada, Pau. Me olvidé de decirle a Andrea una cosa importante.
—¿Va a morir alguien?
Él parecía sorprendido.
—Por supuesto que no.
—¿Va a haber heridos?
—No.
—Entonces no es tan importante.
—Retrasará las cosas unos días, hasta que se den cuenta.
—¿Darse cuenta?
—Hay un documento que tenía que haberle enviado por fax a Yashimoto.
—¿Y crees que no se lo pedirá a Andrea o a Samuel?
—No lo sé.
—¿Y qué es lo peor que puede pasar? ¿Que pierdas unos
cuantos miles?
—Puede que más.
—¿Importa tanto? Quiero decir, no es que estés mal de dinero, Pedro. Ni siquiera tienes que volver a trabajar si no te apetece. Unos billetes de mil, unos días libres durante toda una vida, no es tanto pedir, ¿no crees?
Él se volvió para mirarla de nuevo.
—Pensé que lo teníamos todo. Que éramos felices.
—Lo éramos, pero al final se volvió demasiado agobiante, Pedro. Y no voy a caer en ello de nuevo, así que, si no puedes hacer esto, si no puedes aprender a delegar y a tomarte tiempo libre para disfrutar de tu familia, lo nuestro no tiene futuro. Y para tener futuro, tenemos que ser capaces de confiar el uno en el otro.
Él permaneció quieto un instante. Después, suspiró y metió el teléfono de Paula en el bolso.
—Entonces, será mejor que me enseñes cómo funciona la
lavadora, ¿no crees? —dijo con una media sonrisa.
—Será un placer —repuso ella, y lo guió hasta el cuarto de
lavado para mostrarle cómo debía hacer la colada
martes, 9 de mayo de 2017
PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 9
Pedro aprendió por la vía dura a no poner el cuenco lo bastante cerca de Ana como para que ella pudiera meter la mano.
Y a agarrarle la mano antes de que se restregara la papilla por el pelo. Y que le mancharía la cara cuando se inclinara para limpiar la de ella.
—Toma.
Él levantó la vista y aceptó el paño húmedo que Pau le
entregaba. Sonrió y se preguntó por dónde empezar.
—Mueve el cuenco —dijo ella.
Él lo apartó y limpió la mano de Ana antes de que manchara
algo más.
—Bueno, monstruito, intentémoslo otra vez —dijo él, dejando el paño a un lado—. Abre la boca.
Pedro consiguió darle casi toda la papilla antes de que ella
decidiera que no quería más y la escupiera con una sonrisa. Él cerró los ojos y se rió, antes de levantarse para aclarar el paño y limpiarle la cara a la niña.
La pequeña comenzó a gritar y, cuando él terminó, sonrió de
nuevo.
—Eres una señorita —dijo él, limpiándole las manos.
La niña se rió y trató de zafarse de la silla.
—¿Y ahora qué? —le preguntó a Pau.
—La hora del baño.
—¿El baño? —suspiró él—. Parece complicado.
—Lo es. Dejaré que lo hagas.
—¿Bañarlas? —preguntó en tono de pánico.
—Lo conseguirás —le aseguró ella.
—Iré a vestirme.
Ella se rió.
—No te molestes. Probablemente acabes empapado.
Ella sonrió y él se percató de cómo disfrutaba de todo aquello.
Apretó los dientes para no contestar, llevó a Ana al piso superior y se detuvo en la puerta del baño.
—¿Y ahora qué?
—Déjala en el suelo bocabajo, para que pueda practicar a gatear, y abre el grifo. Toma, también puedes quedarte con Eva. Yo iré a buscarles la ropa. No las desvistas todavía para que no se enfríen.
¿Enfriarse? ¿Cómo podían enfriarse si en el baño hacía un calor tremendo? Pero eran muy pequeñas y él no tenía ni idea. No pensaba discutir.
«Abre el grifo», pensó, y recordó que su madre siempre abría primero el grifo de agua fría para que la bañera nunca tuviera agua caliente únicamente.
Sabia mujer.
Abrió el grifo del agua fría y después el del agua caliente.
Comprobó la temperatura para que no quemara y cerró los grifos.
—¿Eva? ¿Qué estás haciendo?
Le quitó la escobilla del váter antes de que se la metiera en la boca y la colocó en la otra dirección.
—¡Ya he preparado el agua! —gritó.
—¿Está caliente?
—¡No! —contestó con cierto sarcasmo y oyó que Paula se reía.
—Desvístelas. Iré enseguida.
Así que desvistió a Eva y después a Ana. Cuando metió a la
primera en el agua, la pequeña se puso a gritar.
—¿Y ahora qué? —Pau había aparecido a su lado y le había
quitado a la pequeña de los brazos—. Creía que habías dicho que no estaba caliente.
—¡No lo está!
Paula se agachó y tocó el agua, después se rió y se sentó en el borde de la bañera, negando con la cabeza.
—No. Tienes razón, pobrecita. Está helada.
—¿Helada?
—Mmm.
—No quería…
—¿Quemarlas? —su sonrisa se desvaneció—. Está bien. Lo
siento. Me parecía de sentido común.
—Bueno, está claro que yo no lo tengo —contestó él, cansado de todo ese asunto y preguntándose qué sería lo próximo que haría mal.
—Pedro, lo estás haciendo muy bien. Mira, usa la parte interior de la muñeca para comprobar la temperatura del agua. No ha de estar fría, ni caliente. Ésa es la mejor prueba.
Diablos. No sobreviviría a esa quincena.
Por no decir al resto de sus días.
—¿Cómo puede ser tan difícil? —murmuró antes de retirar a
Ana de al lado de la escobilla del váter y de meterla en el agua con su hermana—. Las niñas de catorce años pueden con ello.
—No, no es cierto. Se quedan embarazadas, pero no consiguen cuidar de sus hijos sin ayuda. Tener ovarios no hace que seas una buena madre, y no saber cómo preparar el agua del baño no hace que seas mal padre. Ya aprenderás, Pedro.
Él tragó saliva y miró a otro lado, porque estaban muy cerca y sus hombros se rozaban. Cada vez que ella se movía, sus caderas también se rozaban y él sólo podía pensar en abrazarla para besar sus labios.
—¡Ay!
Paula se rió e hizo que Ana soltara el cabello de Pedro. Al inhalar su aroma, Pedro estuvo a punto de perder el control.
—Bien, ¿y ahora qué? —preguntó él, y trató de concentrarse en la siguiente lección de paternidad.
Tras el baño, vistieron a las pequeñas y Paula dijo que en cuanto Pedro se vistiera saldrían a dar un paseo.
—¿Pueden caminar? —preguntó él.
Ella lo miró asombrada.
—Claro que no. Llevaremos el carrito.
Evidentemente. Por supuesto que no podían caminar.
Apenas sabían gatear. Excepto a por la escobilla del váter. Pedro la dejó sobre el alféizar de la ventana para que no pudieran alcanzarla y se duchó para quitarse la papilla del pelo. Y de los ojos y de la nariz.
Después se vistió y bajó a la cocina.
—¿Estamos listos?
Ella lo miró pensativa.
—¿Y los vaqueros?
—Sabes que no tengo vaqueros —dijo él, y suspiró al ver cómo lo miraba ella—. ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Es un defecto que no tenga pantalones vaqueros?
—No —dijo ella—. No, lo que es un defecto es que no te importe no tenerlos.
—Bueno, ni los tengo ni los necesito.
—Oh, sí que los necesitas, claro que sí. ¿Cómo vas a tirarte al suelo con las niñas y con el perro con unos pantalones de traje hechos a medida?
Él se miró las piernas y pensó que, visto así, era ridículo.
—Podemos ir a comprarme unos —sugirió.
—Buena idea.
—Y ya que estamos en la ciudad podemos ir al concesionario de Mercedes y ver si pueden cambiarnos el coche por alguno más adecuado para las niñas.
—A mi coche no le pasa nada y, además, es de Joaquin.
—Al tuyo no —dijo él con paciencia—. Al mío.
Ella giró la cabeza y miró por la ventana.
—Pero Pedro… Te encanta tu coche.
—¿Y? Necesito uno en el que pueda llevar a las niñas, Pau.
Independientemente de lo que pase entre nosotros. Así que será mejor que haga algo al respecto. Y en casa no tengo sitio para más de un coche, así que tendré que cambiarlo.
—Puedes dejarlo allí y usar el mío cuando estés con las niñas.
—Creía que era el coche de Blake.
Ella frunció el ceño.
—Oh, sí, lo es. Claro, no puedo dejártelo.
—Entonces, volvemos al plan A.
Paula miró hacia el coche de Pedro y se mordió el labio inferior, dubitativa. Nunca lo había conducido, pero sabía que a él le encantaba y le daba lástima que tuviera que deshacerse de él.
—O al plan C —sugirió—. Te compras otro coche y dejas éste aquí para cuando vengas.
Él la miró un instante y después miró hacia otro lado para
disimular su expresión. De pronto, se había dado cuenta de que estaban hablando como si ella fuera a quedarse allí y él fuera a regresar a Londres sin ellas. Y eso no le gustaba en absoluto.
Se compró unos pantalones vaqueros, unos zapatos de sport y un par de sudaderas. Cuando salió del probador con la ropa nueva, preguntó:
—¿Mejor?
—Mucho mejor. Ahora vamos a solucionar lo del coche.
Y eso hicieron. Fue sencillo, porque tenían un coche de
demostración que podían llevarse en el acto.
Pedro tendió la mano hacia Paula y dijo:
—¿Mi teléfono?
—Está en casa. Pero yo tengo el número de Andrea en el mío, si quieres llamarla para que se ocupe del seguro del coche.
Él la miró resignado y agarró su teléfono. Realizó la llamada y se lo devolvió con cara de disgusto. Una vez terminada la negociación, el vendedor le dio las llaves y regresaron a casa en los dos coches.
Ella con las niñas y él con su nueva adquisición.
Una vez en casa, Pedro tendió la mano de nuevo.
—¿Mi teléfono?
Ella sonrió con cara de culpabilidad.
—No lo necesitas.
—Puede que sí. Aparte de para llamar a Andrea para lo del
coche, por si tengo una emergencia.
—¿Como tener que contactar con tus socios para hacer un nuevo trato o para comprobar que tu equipo, el cual está sobre remunerado pero infravalorado, hace bien su trabajo?
—¡No está infravalorado! —protestó él. Al ver que ella arqueaba una ceja, añadió—: Está bien —suspiró—. Me cuesta delegar en otros.
—¡Aleluya! —exclamó Paula, igual que había hecho Andrea—. En cualquier caso, no necesitas tu teléfono.
—¿Y si hay una emergencia?
—¿Como qué?
Él se encogió de hombros.
—No lo sé. Si prendo fuego a la casa, o me caigo sobre ti y te aplasto, o se me cae una de las niñas por la escalera…
Ella se puso pálida.
—Pues usas el teléfono fijo.
—¿Y si estamos fuera como esta mañana? —insistió él.
—Yo llevo el móvil. Podrás usarlo. Siempre lo llevo en el bolso.
Él miró el bolso, que estaba en la encimera de la cocina.
Saber que el teléfono estaba allí hizo que le entraran ganas de sacarlo y de esconderse en el jardín para hacer un par de llamadas.
Pero claro, no tenía los números que necesitaba.
—Pedro, asúmelo.
Él se dio cuenta de que no había manera de convencerla.
Tragó saliva y pensó que Andrea lo llamaría si lo necesitaba.
Pero se había olvidado de decirle…
—Pedro, déjalo. Andrea dijo que llamaría si era urgente —y
entonces, preguntó con curiosidad—: ¿Qué aspecto tiene? Parece agradable.
Él sonrió.
—Yo no sé si diría que es agradable. Tiene cincuenta y tres años, es delgada, elegante y muy eficiente. Me lleva con mano de hierro. Probablemente te encantará, pero no es como tenerte a ti, Paula. Era estupendo trabajar contigo. Sabías lo que necesitaba a cada momento y siempre lo tenías preparado. No tenía ni que pensarlo. Te echo de menos.
—No voy a regresar sólo porque tu nueva secretaria no sea tan buena como yo.
—Oh, es buena, pero al final del día, cuando ya hemos terminado de trabajar, no me mira como tú me mirabas —dijo él, y bajó el tono de voz—. Como si quisiera arrancarme la ropa. Y tampoco la desnudo en la ducha y le hago el amor contra los baldosines mientras el equipo de seguridad se pregunta a quién están asesinando a causa de los gritos.
Ella notó que se ponía colorada y negó con la cabeza.
—Pedro, basta. Sólo fue una vez.
—Y fue asombrosa —dijo él, acariciándole la mejilla antes de
sujetarle la barbilla para besarla despacio.
Ella dio un paso atrás.
—Pedro, ¡no! Basta.
Él se enderezó y esbozó una sonrisa.
—Lo siento —murmuró, pero no parecía nada arrepentido—. ¿Y qué hay de ese paseo que íbamos a dar? —preguntó, demostrando lo poco que sabía sobre los horarios de los bebés.
—Las niñas tienen que comer y dormir la siesta, y yo también. Podemos ir más tarde, si sigue haciendo bueno.
—Entonces, ¿qué se supone que tengo que hacer? —preguntó.
Ella se percató de que se sentía completamente perdido con
tanto tiempo disponible, y puso una pícara sonrisa.
—Puedes lavar los pañales.
****
Él nunca había curioseado en su bolso. Era una de las normas que su madre le había inculcado de pequeño, como no maldecir delante de una mujer, o cederles el sitio.
Pero, con la casa en silencio y todas ellas durmiendo, se puso en pie y miró el bolso. Sólo quería el teléfono.
Hacer una llamada. Podía ir al jardín, o al coche, y ella nunca se enteraría.
Lo sacó con cuidado y lo miró. Era un teléfono normal, y él sabía usarlo porque había hecho una llamada al mediodía.
Sabía que el número de Andrea estaba allí.
«Tengo que hablar con ella», se dijo, tratando de justificarse.
Entró en la agenda y, de manera impulsiva, bajó hasta la P. Y allí estaba. Pedro, su número de móvil, el del apartamento y el del trabajo. También miró qué número había registrado bajo el nombre de «Emergencias», y encontró sus teléfonos.
En el teléfono nuevo de Paula.
«Por las niñas», pensó, borrando todo sentimiento de esperanza.
Entonces, tuvo una idea. Si llamaba a su móvil, sonaría y él podría encontrarlo…
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