lunes, 24 de abril de 2017

EL VAGABUNDO: CAPITULO 18




Pedro metió las manos en los bolsillos de su chaqueta. La temperatura era muy baja y el viento del norte la había calado hasta los huesos.


¿Dónde demonios se había metido Paula? Eran poco más de las once de la noche, lo sabía porque se había marchado de la tienda a las once en punto y sólo le había llevado diez minutos recorrer la distancia entre el Country Club y la casa de Paula. A pesar de que le parecía que llevaba allí horas, era consciente de que sólo habían transcurrido unos quince o veinte minutos.


Se había dicho a sí mismo que era un estúpido por estar allí. 


Cualquier hombre que se escondía entre los arbustos para ver cómo otro hombre acompañaba a casa a la mujer de sus sueños era un imbécil. Se había repetido mil veces que Paula no iba a hacer la locura de acostarse con Sergio Woolton, pero también sabía que esa noche era una ocasión perfecta. Mirta Maria no estaba en casa, iba a irse con Tomas después de la fiesta. Además, era muy probable que Paula se sintiese herida después de lo mal que la había tratado por la mañana. Le había dicho cosas terribles.


De repente, Pedro oyó un coche acercarse a la casa y se escondió en los arbustos.


Era el Mercedes negro de Woolton. Pedro vio a Sergio salir, rodear el coche y abrir la puerta de Paula.


Cuando Paula abrió la puerta de la casa, se apartó hacia un lado y Sergio Woolton cruzó el umbral. Tan pronto como la puerta de la casa se cerró tras ellos,


Pedro salió de su escondite y, lentamente, se acercó a la ventana.







domingo, 23 de abril de 2017

EL VAGABUNDO: CAPITULO 17





Dos horas más tarde, Paula no podía recordar lo que había comido ni cuánto.


Aunque ella y Pedro habían tratado de participar en la animada conversación que durante la cena Mirta y Tomas habían mantenido, ninguno de los dos parecía de humor para una charla ligera. Lo único que Paula recordaba de la conversación era que había habido dos robos más y que Mac había interrogado a Tomas y a Pedro al respecto.


—Vamos a tomar el café al cuarto de estar y a ver esa comedia en la televisión que empieza a las siete y media —dijo Mirta—. ¿Por qué no dejáis todo esto? Yo lo recogeré y fregaré mañana por la mañana


—Tú y Tomas idos a ver la televisión —dijo Pedro al tiempo que se ponía a recoger los platos—. Yo ayudaré a Paula a fregar.


—No es necesario, en serio —dijo Paula inmediatamente.


—Buena idea, hijo —dijo Tomas cogiendo del brazo a Mirta y acompañándola al cuarto de estar.


En silencio, Paula y Pedro recogieron la mesa y, en la cocina, metieron los cacharros en el lavavajillas. Ninguno de los dos pronunció palabra, ambos trataban de no rozarse siquiera.


En el momento en que todo estuvo recogido, Pedro cogió una temblorosa mano de Paula en la suya.


Paula le lanzó una fugaz mirada. Él sonrió, cogió un trapo de la cocina y comenzó a secar las manos de Paula.


Cuando terminó la tarea, Pedro le acarició los brazos y luego, lentamente, la abrazó.


—Hueles muy bien —le dijo acariciándole la garganta.


Al oír el sensual gemido que se le escapó a Paula, pensó que iba a volverse loco.


—Es… es ese perfume —dijo ella con los ojos cerrados.


Pedro la estrechó contra sí.


Pedro, por favor, no.


—¿No, qué? —le susurró al oído—. ¿Que no te hable, que no te toque o que no te desee?


—No me hagas esto. Sabes perfectamente lo que siento y… y lo que quiero.


Bruscamente, Paula se apartó de él, en un intento desesperado por recuperar el control sobre sí misma, sobre sus acciones.


Pedro la miró fijamente, preguntándose qué era exactamente lo que tenía esa mujer que le volvía loco. Paula era encantadora, eso no podía negarse; sin embargo, el mundo estaba lleno de mujeres atractivas y la mayoría mucho más fáciles de conseguir que Paula. ¿Era su rostro o su cuerpo sumamente femenino? ¿Se debía a la forma en que hablaba o a cómo caminaba? ¿Era el sonido de su risa? ¿La bondad de su corazón? Quizá todo ello junto. Pedro no lo sabía con certeza.


—¿Por qué tiene que ser todo o nada? —preguntó Pedro avanzando un paso hacia ella.


Pedro se detuvo al ver que Paula retrocedía.


—Soy demasiado mayor para conformarme con menos —respondió ella—. Mis mejores años están pasando con mucha rapidez.


—¡Maldita sea, sólo tienes treinta y nueve años, no noventa y nueve!


Pedro siguió avanzando y ella retrocediendo hasta toparse con la pared. El enorme cuerpo de Pedro se quedó a escasos centímetros de Paula.


Pedro era un hombre impresionante. Vestido con aquellos pantalones vaqueros que le marcaban las estrechas caderas y las musculosas piernas y una camisa de franela que realzaba sus anchos hombros, era la personificación de la fuerza masculina.


—La tía Mirta me ha dicho que le has dicho a Tomas que piensas marcharte pronto de Marshallton. ¿Es verdad?


Paula contuvo el aliento, no quería oír la respuesta.


Pedro se inclinó sobre ella hasta que la nariz de Paula casi rozó el botón superior de su camisa.


—No me necesitas aquí, y los dos lo sabemos —respondió él enterrando los labios en los cabellos de Paula.


—¿Adónde… vas a ir?


Las piernas le temblaban, casi no podían sostener la, mientras Pedro le humedecía los cabellos con su aliento.


—Adonde me lleve la carretera. A la siguiente ciudad. La verdad es que me importa poco.


Pedro le acarició las mejillas mientras sus labios le besaron la frente.


—No te vayas, quédate aquí.


Paula no soportaba la idea de no volverle a ver nunca más.


—No puedo quedarme. Por las noches, no consigo dormirme pensando en ti, deseándote. Cada mañana, cuando voy a trabajar, entro en la tienda ya excitado. Y no te molestes en negarlo, sé que a ti te pasa lo mismo, puedo verlo en tus ojos cuando me miras.


Paula quiso negarlo, pero no pudo. Pedro tenía razón.


—Quédate. Quédate unas semanas más, hasta finales de febrero. Quizá…


—Quizá uno de los dos se dé por vencido, ¿no es eso?


Pedro entreabrió los labios sobre los de Paula, saboreando el aroma de la mujer que anhelaba poseer.


—Cabe esa posibilidad. Cualquier cosa es posible.


—¿Un mes más? —preguntó Pedro.


—Si te quedas, al menos tendrás un lugar donde dormir, y comida y algo de dinero.


Paula le rodeó la cintura con los brazos y le estrechó con suma ternura.


—No sabes lo mucho que deseo cuidar de ti —añadió ella.


Aquellas palabras le llegaron a lo más profundo del corazón. 


Nadie le había dicho nunca que quería cuidar de él, ni siquiera su madre y mucho menos su egoísta y mimada ex esposa.


Paula tenía mucho amor para dar, y quería dárselo a él. 


¡Cómo deseaba Pedro aceptar ese amor! Anhelaba refugiarse en esos tiernos brazos y entregarse a la dulzura de Paula. Pero ella quería más que eso, quería un hijo. Pedro cerró los ojos y se estremeció, podía imaginar a Paula con el vientre abultado, llevando su hijo. La imagen le llenó de felicidad y paz. Sin embargo, en los oscuros rincones de su mente, vio el cuerpo sin vida de su hijo Santiago.


Sintiendo la tensión de Pedro, Paula se aferró a él, tratando de absorber parte de su dolor.


—Estoy aquí, Pedro. Estoy aquí.


Él la estrechó con fiereza, como si nada en el mundo, a parte de ella, importase.


Su boca se apoderó de la de Paula con un ardor que amenazaba con consumirle.


Por fin, se apartó de ella, tratando de recobrar la respiración.


—Está bien, me quedaré un tiempo más por aquí. Me quedaré porque te deseo y… porque te necesito.


—Oh, Pedro, quiero…


—Sin embargo, no te hagas ilusiones, no pienses que el tiempo me va a hacer cambiar de idea.


Pedro vio los ojos llenos de lágrimas de ella y deseó tener la fuerza suficiente para darle lo que quería, para hacer realidad sus sueños.


—Paula, no voy a tener otro hijo. No tengo derecho a ser padre. Cuando lo fui, no cumplí con mis responsabilidades de padre y mi hijo pago el precio.


—Todos nos merecemos una segunda oportunidad para ser felices.


Paula no podía reprimir el llanto.


—Tú te mereces mucho más de lo que yo puedo darte.


Pedro le besó las lágrimas que se le deslizaban por las mejillas, saboreando la amarga dulzura de Paula.


—Lo que yo me merezco es a ti.


Pedro se apartó de ella unos pasos.


—En ese caso, llévame a la fiesta de caridad —dijo Pedro.


—¿Qué? —preguntó ella con expresión de perplejidad.


—Si lo que quieres es a mí, deja de salir con Sergio. No vayas con él a la fiesta mañana por la noche.


—Pero… ya está todo arreglado. No puedo romper la cita con sólo un día de antelación. No sería justo.


—Tampoco es justo que salgas con él cuando no le deseas.


—Yo… yo…


Paula estaba sumamente confusa. Deseaba a Pedro, pero él no podía ofrecerle matrimonio ni hijos. No deseaba a Sergio, pero él sí podía darle ambas cosas.


—Sigue siendo o todo o nada, ¿no es así? —dijo Pedro sacudiendo la cabeza—. Estamos en un callejón sin salida, cariño.


Pedro se dio la vuelta para marcharse, pero Paula, agarrándole por el brazo, le detuvo.


—No te vayas de Marshallton, por favor.


Pedro la miró.


—Me quedaré… algo más de tiempo.


Pedro se apartó de ella, caminó hacia la puerta y, al llegar, se volvió.


—Al fin y al cabo, todo es posible, ¿no? —añadió él. Pedro se marchó de la cocina, pero Paula no le siguió, sabía que la conversación no los llevaría a ninguna parte aquella noche.



****


Pedro no le había hablado en todo el día. Paula se asomó a la ventana y le vio barriendo la calle, delante de la tienda, que el viento de febrero había llenado de basura, polvo y hojas secas. Paula le sonrió y él se volvió.


La puerta de la tienda se abrió y entró Patricia precipitadamente.


Patricia giró sobre sí misma y luego se detuvo delante de Paula.


—Bueno, ¿qué te parece? ¿Te gusta mi pelo? Sofisticado, ¿eh?


—Está precioso.


Paula nunca le había visto a Pato con un corte de pelo de tanto estilo, le daba un aire muy elegante.


Pato abrazó a Paula.


—Gracias por dejarme ir a Jackson a la peluquería. Tony Sanders es un genio. No podía dejar que cualquiera me peinara para esta noche.


—Sí, ya lo veo.


—No he ido nunca al Club de Campo. Fred es miembro, ¿lo sabías?


—¿Qué tal van las cosas entre Fred y tú? —preguntó Paula.


—Si me lo pide, puede que me case con él.


—No tenía ni idea. Creí que te gustaba demasiado tu independencia.


—Se te está olvidando que también pasa el tiempo para mí. Además, da la casualidad de que estoy enamorada de Fred… ¡Y somos dinamita en la cama!


Pedro acababa de entrar en ese momento y le dio tiempo a oír la última frase de Pato. Paula le miró fugazmente y él le lanzó una mirada furiosa. Paula sabía que, con esa mirada, le estaba diciendo que si le daba la oportunidad también ellos serían dinamita en la cama.


—Hola, Pedro. Escucha esto, cuando estaba con Fred almorzando, Mac se me acercó y me ha estado haciendo preguntas sobre ti. Creo que está decidido a cargarte a ti esos robos.


—Sí, ya lo sé —respondió Pedro encaminándose hacia la trastienda—. No te preocupes, no puede arrestarme sin ninguna prueba, y no tiene ninguna.


—Ve a hablar con él.


Al momento, Pedro desapareció en el interior de la trastienda.


—¿Por qué? —preguntó Paula.


—Fred me ha dicho que Sergio Woolton ha estado hablando a Mac de Pedro, le ha estado calentando la cabeza.


—¿Qué razones puede tener Sergio para acusar a Pedro?


—Quizá sea su padre quien le ha metido esas ideas en la cabeza.


—Sergio nunca haría tal cosa —dijo Paula ofendida—. Además, no tiene tampoco ningún motivo.


—¿Quizá por celos?


—Sergio no considera a Pedro una amenaza para nuestra relación.


—Creo que deberías hablarle a Pedro de Sergio. Ese chico tiene malas intenciones —declaró Pato.


—De acuerdo, lo haré —respondió Paula mirando el reloj—. Es casi la hora de cerrar…


—Yo me encargaré del cierre, ve a hablar con Pedro —dijo Pato.


Paula abrió la puerta de la trastienda. Pedro estaba de espaldas a ella, pero sabía que la había oído entrar.


—¿Pedro?


—¿Sí? —respondió él sin volverse.


—Al parecer, Sergio Woolton está convencido de que eres el ladrón que la policía anda buscando y… y ha estado malmetiéndole a Mac.


—No me sorprende.


—Sergio no debe saber nada de lo que su hijo está haciendo.


Pedro se volvió entonces y la miró fijamente.


—¿Crees que Sergio es demasiado caballero para recurrir a esas bajezas?


—Sí.


—Claro, Sergio es un caballero. Un hombre equilibrado en quien se puede confiar —dijo Pedro avanzando hacia Paula—. Sergio es un buen ciudadano con una cuenta bancaria considerable. Puede resolver todos tus problemas, ¿verdad?


Paula retrocedió hasta la puerta de la trastienda, que estaba cerrada. Pedro se detuvo delante de ella, colocó las manos a ambos lados de Paula e inclinó la cabeza.


—Sergio puede saldar tus deudas. Puede ofrecerte matrimonio y el hijo que deseas. Eso es todo lo que quieres, ¿verdad?


—No…


—Dinero, matrimonio e hijos. ¿Qué más puedes pedir? —dijo él apretándose contra ella—. Pero cuando te cases con él y vivas en su bonita casa y duermas en su cama, te acordarás de mí. Te acordarás de esto.


Pedro la atrajo hacia sí y la estrechó en sus brazos. Luego, le besó apasionadamente los labios, la barbilla y la garganta. Le desabrochó los dos botones superiores de la blusa y continuó besándola.


Paula se agitó en sus brazos. Sabía que debía detenerle, que era una locura dejar que continuase, pero él le cubrió un seno con la boca a través del sujetador y la blusa.


El pezón se le endureció al instante y Paula, aferrándose a él, lanzó un gemido de placer.


Inmediatamente después, Pedro se apartó de ella y la miró fijamente.


—Puede que vayas a la fiesta con Sergio, pero desearás estar conmigo. Puede que te cases con él y que hagas el amor con él y que hasta llegues a tener un hijo suyo, pero seguirás deseándome.


Con ojos empañados en lágrimas, Paula le vio coger la chaqueta de piel que colgaba del perchero. A continuación, le vio dirigirse a la puerta y desaparecer tras ella.