jueves, 20 de abril de 2017

EL VAGABUNDO: CAPITULO 4




Pedro dio el último mordisco a su segunda hamburguesa y vació la tercera taza de café.


—No hay mucha gente aquí esta noche —comentó Mirta—. Aunque es natural, estamos a mitad de semana.


—¿Venís a menudo aquí tu sobrina y tú a cenar? —preguntó Tomas.


—De vez en cuando, cuando Paula ha tenido un día de mucho trabajo y no le apetece cocinar —respondió Mirta.


—¿Usted no cocina, señora Derryberry? —preguntó Pedro.


—Es una vergüenza, una mujer de mi edad y sin saber cocinar, ¿verdad? — comentó Mirta sacudiendo la cabeza—. Nunca se me han dado bien las cosas de la casa. Me marché de casa cuando era muy joven y viví de un modo muy bohemio, fue así como descubrí que hay cosas tan importantes como la comida para los hombres.


—¡Tía Mirta!— exclamó Paula en un mortificado susurro.


—Vamos, Paula, no seas tonta —dijo Mirta guiñándoles un ojo a Tomas y a Pedro—. ¿A que tengo razón, caballeros? Los hombres tienen más apetitos que el de la simple comida, ¿no es verdad?


Pedro torció los labios, tratando de no reír. Era evidente que Mirta Maria conocía a los hombres mucho mejor que su sobrina.


—Tienes toda la razón del mundo, Mirta Maria, cariño —dijo Tomas—. Como bien has dicho, no sólo de pan vive el hombre.


Mirta sonrió a Tomas al tiempo que le ponía una mano encima de la suya.


—Mira, no hay nadie sentado en esas mesas de allí. Si las empujamos hacia la pared, tendríamos espacio suficiente para bailar.


Tomas miró en la dirección que Mirta le indicaba.


—Me parece que tienes razón.


Cuando Tomas y Mirta se levantaron, Paula extendió una mano con el fin de detener a su tía.


—Tía Mirta, por favor…


Mirta le dio unas palmaditas en la espalda a su sobrina.


—Vamos, vamos. Tú quédate aquí charlando con Pedro. Tomas y yo no vamos a pelearnos con nadie. Volveremos dentro de nada.


—Pero tía…


—Calla, hija. ¿Por qué no tomáis algo de postre?


E ignorando a su sobrina, Mirta cogió la mano de Tomas.


—Tía, aquí no se baila. Vas a dar todo un espectáculo.


Al ver que su tía no le hacía caso, Paula se cubrió el rostro con las manos y sacudió la cabeza.


—Me gustaría tomar un sundae caliente —dijo Pedro.


Paula alzó el rostro y miró a su compañero de mesa.


—¿Qué?


—Déjelos que se diviertan, no hacen daño a nadie —dijo Pedro asintiendo en dirección a la pareja que estaba ocupada corriendo unas mesas y unas sillas hacia un rincón del establecimiento.


—Usted no tiene que vivir en esta ciudad, señor Alfonso, yo sí —respondió Paula.


—¿Y qué?


En ese momento, Pedro hizo una señal a la camarera que, rápidamente, se les aproximó.


—Yo tengo un negocio en Marshallton, una posición social, una reputación que mantener y, por si eso fuera poco…


—¿Qué desean los señores? —preguntó la camarera que había llegado junto a la mesa.


—Dos sundaes calientes —respondió Pedro.


—Muy bien, ahora mismo.


La camarera miró hacia el fondo del establecimiento y se echó a reír.


—¿Has visto a esa pareja? Podrían ser mis abuelos y ahí están, bailando como si tal cosa. Es encantador, ¿verdad?


—No quiero ningún sundae caliente —anunció Paula tratando de controlar su irritación.


—Lo querrá cuando se lo traigan.


Pedro volvió el rostro y clavó los ojos en Mirta y Tomas, que bailaban abrazados.


—¿Qué es lo que tanto le molesta, señorita Chaves, el amor o el sexo?


—¿Qué? —dijo Paula con voz incrédula.


—Parece molestarle que Tomas y su tía parezcan atraerse.


—Eso es ridículo, ni siquiera se conocen. Se han visto esta noche por primera vez en su vida.


—¿No cree usted en el amor a primera vista?


Ni él tampoco. Pedro no creía en el amor, pero sí en el deseo sexual que le estaba consumiendo en esos momentos.


—Escuche, señor Alfonso, he tenido hoy un día de mucho trabajo, una rueda pinchada, que amablemente ha cambiado usted, y un dolor de cabeza espantoso. Si a todo eso le añadimos que mi espectacular tía está poniéndose en evidencia con alguien que ni siquiera conoce…


Pedro alzó una mano con el fin de interrumpir a Paula.


—No se moleste en tratar de explicarse, sé perfectamente lo que le pasa.


Era obvio que Paula Chaves le despreciaba, que le consideraba un don nadie.


La inmensa atracción que sentía hacia ella no era correspondida.


—Si está usted insinuando que me siento atraída por usted, le aseguro que…


Antes de que Paula pudiera terminar la frase, Pedro lanzó una carcajada. ¡Vaya, vaya! Así que le gustaba tanto a aquella mujer como Tomas a su tía. Y ahora, ¿qué iba a hacer?


—Es evidente que no quiere amor ni sexo, ni para usted ni para su tía.


—No me opongo ni al amor ni… al sexo, pero sí me opongo a…


—Aquí tienen los dos sundaes calientes —anunció la camarera depositando los dos helados cubiertos con chocolate caliente en la mesa—. ¿Se han dado cuenta que
los chicos se han puesto también a bailar junto a los viejos?


Paula lanzó una mirada al fondo del establecimiento y vio que había dos parejas de adolescentes bailando al lado de Tomas y Mirta al son de la canción cuando un hombre ama a una mujer.


A pesar de que sabía que era una equivocación, Paula no pudo evitar mirar a Pedro, y vio que éste la estaba contemplando al tiempo que sonreía.


Paula captó soledad y pasión en los ojos de Pedro, y Pedro vio que Paula era presa del mismo deseo que él sentía.


—Hola, señorita Alfonso. ¿Qué están haciendo usted y su tía aquí esta noche? —preguntó súbitamente un adolescente que acababa de acercarse a la mesa.


Paula apartó los ojos de Pedro y vio a Sergio Woolton hijo.


—Yo… Hola, Sergio.


¿Cómo era posible tener la mala suerte de encontrarse con el hijo de Sergio cuando ella y su tía estaban acompañadas de dos vagabundos? ¡Y para colmo su tía estaba bailando con uno de ellos!


—Me parece que no nos conocemos —dijo Sergio ofreciéndole la mano a Pedro—. Soy Sergio Woolton. Mi padre es uno de los mejores y más antiguos amigos de la señorita Chaves.


Pedro contempló la inmaculada mano de Sergio, casi femenina, y se la estrechó con más fuerza de la necesaria.


—Yo soy Pedro Alfonso, el compañero de la señorita Chaves por esta noche.


Pedro rió maliciosamente.


—Así que engañando a mi padre, ¿eh? —comentó en tono de sorna.


En esos momentos, Mirta y Tomas dejaron de bailar y se encaminaron hacia la mesa.


—Dale recuerdos a tu padre y a tu abuela —dijo Paula rápidamente, con la esperanza de que Sergio se marchase antes de que Mirta tuviera oportunidad de hablar con él.


Su tía le había dejado muy claro que Sergio hijo le gustaba aún menos que el padre.


—¡Vaya pero si es el pequeño Sergio! —exclamó Mirta—. No puedo creer que Cora Woolton te haya dejado salir por la noche en día de diario. No sé a dónde vamos a llegar ahora que dejan a los adolescentes salir por la noche a comer hamburguesas en vez de estar estudiando en casa.


Paula lanzó un juramento en silencio.


—Creo que deberíamos irnos ya. Si no les molesta…


—Todavía no hemos tomado el postre —dijo Pedro sonriendo a Paula, consciente de lo embarazosa que la situación le estaba resultando.


—No quiero postre —respondió Paula con una fingida sonrisa—. Usted puede comerse el suyo, pero mi tía Mirta y yo…


—No se olvide de pagar la cuenta —dijo Pedro.


Paula se puso en pie bruscamente.


—Gracias por la ayuda —dijo entre dientes y luego asintió en dirección a Tomas—. Buenas noches, Sergio.


—Las acompañaré hasta el coche —anunció Tomas cogido del brazo de Mirta.


—No es necesario, en serio —dijo Paula.


—Insisto.


Paula siguió a Tomas y a Mirta hasta el coche.


—Y ahora, Tomas, no te olvides de pasarte mañana por mi casa a hacerme esos trabajos —le recordó Mirta—. Tengo varios vecinos que necesitan a alguien para que les arregle los jardines y también…


—¿Va a quedarse en Marshallton, señor Tomas? —preguntó Paula interrumpiendo a su tía.


—Por supuesto. Después de conocer a Mirta Maria tengo la intención de quedarme aquí indefinidamente.


Tomas miró a Mirta a los ojos y, cogiéndole las manos, se las llevó a los labios y las besó.


—¿No te parece maravilloso, Paula? Ha sido una suerte que se nos pinchara la rueda del coche esta noche. Hemos conocido a dos hombres maravillosos —dijo Mirta mirando a Tomas fijamente.


«Tranquila», se dijo Paula a sí misma. «Coge a tu tía y métela en el coche rápidamente, luego solucionarás esto».


—Vamos, tía Mirta, es hora de que nos vayamos.


—¿Es que no vas a despedirte de Pedro? —le preguntó Mirta a su sobrina.


—Ya nos hemos despedido.


—El sundae estaba delicioso —dijo Pedro a espaldas de Paula—. Debería haberse comido el suyo. Claro que quizá esté controlando su peso.


Paula se quedó helada. ¿Cómo demonios se había comido el sundae tan pronto?


Debía haberlo devorado. ¡Y para colmo la estaba llamando gorda! Sin duda alguna se estaba refiriendo a sus caderas, siempre había sido ancha de caderas.


Paula cogió a Mirta del brazo y tiró de ella.


—Bueno, caballeros, buenas noches y adiós.


—Espera un momento, se me ha olvidado decirle a Pedro una cosa —dijo su tía.


—¿Qué? —preguntaron Paula y Pedro al unísono.


—También sé dónde puedes tú encontrar trabajo —anunció Mirta con una radiante sonrisa—. Paula siempre contrata a un trabajador temporal en esta época del año. Pásate por su tienda mañana y te pondrá a trabajar inmediatamente, ¿verdad, Paula?


—Yo… suelo contratar a gente joven o a personas jubiladas —respondió Paula temerosa de que Pedro Alfonso trabajase para ella.


—Pues ya es hora de que contrates a un hombre grande y fuerte.


—¿Dónde está su tienda? —preguntó Pedro mirando a Paula fijamente.


—En el centro. Se llama Country Class, no tiene pérdida.


Al momento siguiente, Paula consiguió meter a su tía en el coche y también logró salir de allí.


—Dios mío, qué prisa tienes —comentó Mirta mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.


Cuando Paula salió a la calle principal, volvió el rostro y miró a su tía fugazmente.


—No deberías haber flirteado con ese hombre.


—Quería flirtear con Tomas. Me gusta y yo le gusto a él, le gusto mucho.


—Te prohíbo que tengas nada que ver con ese hombre. Aunque también te digo que no deberías haberle dicho a Pedro Alfonso que viniese a mi tienda.


—No puedes prohibirme que vea a Tomas. En fin, ¿qué te pasa, Paula? ¿Por qué te estás comportando de forma tan rara?


—Me pone enferma tu comportamiento irracional. No dejo de defenderte delante de todos mis amigos, mis clientes, mis socios y…


—Y delante de Sergio Woolton y la estirada de su madre, ¿no es eso? Te diré una cosa, no tenemos que justificarnos delante de nadie, y menos de la familia Woolton. No deberías olvidar que somos unas auténticas Derryberry. Tu tatarabuelo, James Clayburn Derryberry, era coronel del ejército confederado; la familia de Cora Woolton vino aquí después de la guerra. Advenedizos, eso es lo que son.


—Tía, no empieces a…


—Y tu ilustre antepasado, John Herston Chaves, fundó esta ciudad.


—La historia de nuestra familia no tiene nada que ver con que tú le hayas ofrecido trabajo en mi tienda a un vagabundo. No sabemos nada de ese hombre y…


—Excepto que es increíblemente atractivo —dijo Mirta lanzando un suspiro.


—Y un maleducado —dijo Paula.


—Te diré una cosa, si yo estuviera buscando un hombre para que me dejara embarazada, elegiría a Pedro Alfonso. No me cabe ninguna duda de que el proceso sería infinitamente más divertido que con Sergio Woolton.


Paula no sabía qué la irritaba más, si la loca sugerencia de su tía o la idea que se le pasó fugazmente por la cabeza en esos momentos, la idea de hacer el amor con Pedro Alfonso.






miércoles, 19 de abril de 2017

EL VAGABUNDO: CAPITULO 3




Paula le siguió cuando Pedro se acercó al maletero con la rueda pinchada. Era un hombre muy fuerte. Alto y fuerte. 


Tenía algo… un extraño magnetismo que la fascinaba.


—Le… agradezco la ayuda. Es… muy amable.


Pedro sacó la rueda de repuesto y la hizo rodar hasta la parte delantera del coche.


—Soy muchas cosas, pero no amable.


Desde luego, era el hombre más rudo que había conocido en su vida. A pesar de lo cual, no parecía poder quitarle los ojos de encima mientras seguía trabajando.


Era muy atractivo y masculino.


—Arreglado —dijo por fin Pedro poniéndose en pie.


Fue entonces cuando la examinó detenidamente. Por lo poco que podía ver de su físico, parecía bonita. Sus ropas no eran caras ni de moda, pero daba la impresión de ser una mujer de buena educación. Era guapa de cara, aunque muy sobria. Sus modales de mostraban una fría superioridad. 


Evidentemente, le consideraba un ser inferior. En ese caso, ¿por qué demonios la deseaba cuando llevaba años sin desear a una mujer?


—Gracias, muchas gracias.


Paula abrió su bolso, sacó un billete de diez dólares y se lo ofreció.


Pedro miró el dinero y luego alzó los ojos y los clavó en el rostro de ella. Cuando extendió la mano para coger el billete, Paula notó que estaba limpia y las uñas arregladas. Aquel vagabundo vestía con ropas viejas y gastadas, pero limpias.


—No podemos aceptar el dinero de esta dama, ¿verdad, Pedro? —dijo Tomas en ese momento, acercándose a su amigo.


Paula miró a los dos hombres. Su tía Mirta estaba cogida al brazo de Tomas.


—Por supuesto que pueden aceptarlo. Es más, insisto —dijo Paula.


—Tengo una idea mucho mejor —interrumpió Mirta—. Si Tomas y Pedro son demasiado caballeros para aceptar nuestro dinero, no podrán rechazar una invitación a cenar.


—¿Qué? —dijo Paula con voz estridente.


—No podemos —declaró Pedro.


Pero Paula sabía que ya era demasiado tarde. Tomas había abierto la puerta del coche para que Mirta entrase. En cuestión de segundos, Tomas y Mirta se encontraron sentados en el asiento trasero del vehículo.


—Me parece que ellos han tomado la delantera —dijo Pedro, que no quería ir a ninguna parte con aquella mujer.


Podía intentar disimularlo, pero era bastante snob. Una hermosa snob, pero una snob. Cuanto más tiempo pasara junto a ella, peor. Un sexto sentido le decía que aquella mujer no tenía aventuras pasajeras. Él era un vagabundo, un aventurero que no deseaba ataduras ni compromisos.


—Sólo vamos a una hamburguesería que hay aquí, en esta misma calle un poco más arriba —le informó Paula.


—Me gustan las hamburguesas.


¿Por qué demonios había dicho que le gustaban las hamburguesas? Debería haber rechazado la invitación.


—Bien, en ese caso, será mejor que nos pongamos en marcha.


—Mi nombre es Pedro Alfonso —dijo él súbitamente.


Paula le miró a los ojos y se preguntó qué clase de rostro se escondería tras aquella espesa barba. ¿Sería guapo? Tenía unos ojos hermosos y espesos cabellos castaños. La nariz era recta y los pómulos pronunciados.


—Yo me llamo Paula Chaves, señor Alfonso. Puede sentarse delante conmigo.


—¿Está segura?


—No, no estoy segura de nada. Pero mi tía Mirta parece decidida y, a pesar de que la gente cree que mi tía está loca, sabe juzgar bastante bien a la gente.


—Y a usted, Paula Chaves, ¿se la engaña con facilidad?


—No más que al resto de las personas.


Tomas bajó la ventanilla del coche.


—¿Qué os pasa? Mirta Maria y yo estamos muertos de hambre.


—Vamos.