domingo, 26 de marzo de 2017

SUS TERMINOS: CAPITULO 7




El tiempo pasaba tan deprisa que Paula se sentía arrastrada por un torbellino. En sus días no había nada de particular, pero las horas que compartía con Pedro encajaban de un modo tan perfecto en el caos general que le resultaba sorprendente, inesperado y casi demasiado bueno para ser cierto.


Además, él ya no estaba tenso. La combinación de trabajar duro y de jugar fuerte en el amor, le sentaba bien. Paula se sabía parcialmente responsable de su transformación, aunque aún quedaba camino por recorrer.


—¿Sabes que cambias mucho cuando te pones ese traje?


Paula observó el traje de color azul marino, que obviamente era obra de algún diseñador. Le quedaba tan bien que estaba para comérselo; pero a pesar de que llevaba las manos en los bolsillos y la corbata un poco suelta, le daba un aire tan serio que sentía la tentación de despeinarlo.


Pedro sonrió y las motas doradas de sus ojos parecieron más brillantes cuando la miró de soslayo.


—No me digas…


Ella no se dejó engañar por su respuesta. Ya había notado que su amante tenía la costumbre de dejarla hablar antes de llevarle la contraria o de cambiar de conversación. Era una muy estrategia inteligente, como correspondía a un hombre tan astuto como Pedro Alfonso. Y le gustaba.


Paula se mordió el labio.


—Sí. Te convierte en el estirado y sumamente serio Pedro de Dublín.


Pedro inclinó la cabeza y replicó en voz baja, para que nadie más pudiera escucharlo.


—Ah, pero así tendrás ocasión de relajarme más tarde, ¿no?


—Desde luego que sí —respondió con una sonrisa—. No lo dudes ni por un momento.


Él la sorprendió con un beso rápido. Después, llevó una mano a la puerta del restaurante, le puso la otra en la espalda y la acompañó al interior. Aunque en privado eran extraordinariamente afectuosos, en público procuraban
mantener las distancias; a Paula le parecía bien, porque a fin de cuentas no mantenían una relación, no eran pareja. 


Aquello sólo era una aventura. Y sus encuentros matinales, sus desayunos amorosos, se habían convertido en su hora favorita.


Por supuesto, llegaba un momento en que debían dejarse de caricias y ponerse a trabajar. Solían quedar a comer en algún sitio, normalmente en la casa de Pedro, y luego charlaban sobre la evolución del Pavenham antes de pegarse otro revolcón.


De hecho, aquélla iba a ser la primera vez que comieran en un local público. La idea había sido de él, y Paula se había mostrado de acuerdo porque a Pedro le apetecía comer en un italiano y el local se encontraba a medio camino entre su casa y el hotel.


El dueño del restaurante saludó a Pedro por su nombre y los llevó directamente a una mesa aunque había gente esperando. Paula supuso que era una de las ventajas de ser un Alfonso, pero no tuvo ocasión de pensar en ello; justo entonces, oyó unas voces conocidas.


—Dios mío…


—¡Paula! ¡Estamos aquí!


Paula se giró hacia sus amigas y las miró con recriminación. 


Pedro lo encontró divertido y ni siquiera apartó la mano de su espalda.


—Buenas tardes…


—Hola —dijo Lisa, mirando a Pedro—. Me alegro de verte otra vez…


—¿Otra vez? —preguntó él, arqueando las cejas.


—Seguramente lo habrás olvidado, pero estuvimos con Paula en el Festival de las Ostras de Galway.


Paula deseó que la tierra se la tragara. Pero sacó fuerzas de flaqueza y preguntó:
—¿Qué estáis haciendo aquí?


En general, sus amigas la avisaban cada vez que planeaban una salida. Si se habían reunido sin decirle nada, es que iban a hablar de ella a sus espaldas.


—Gracie ha ganado unas cuantas libras en la lotería y nos ha invitado a comer. Lo habrías sabido si te hubieras molestado en contestar el teléfono; pero supusimos que estarías muy… ocupada.


Paula la miró con tanta ira que su amiga añadió:
—Con el hotel y esas cosas, quiero decir.


—Imagino que éstas deben de ser tus tres mosqueteras… —intervino Pedro, con voz profunda.


Paula asintió.


—Sí, algo así.


—Podéis comer con nosotras. Yo invito —dijo Grade.


—No, gracias, Gracie, íbamos a…


Gracie se giró hacia Pedro y la interrumpió:
—Si eliges el vino, responderemos a todas tus preguntas sobre Paula.


—¿A todas las preguntas? —dijo él—. Es una oportunidad demasiado buena para pasarla por alto… pero sólo aceptaré si permitís que sea yo quien os invite. Es mejor que reserves lo que has ganado en la lotería para otro momento. ¿No te parece, Chaves?


Paula pensó que tenía razón. Podía dedicar ese dinero a comprarle un ataúd.


Pedro, no creo que…


Pedro no hizo el menor caso. A un gesto suyo, el dueño del restaurante apareció de repente con dos sillas más y organizó la mesa para que todos tuvieran espacio.


Paula maldijo su suerte. Él esperó a que se sentara y sólo entonces se deshizo de la chaqueta, la dejó sobre el respaldo de la silla, se quitó la corbata y se la guardó en uno de los bolsillos interiores.


A continuación, tomó asiento y les dedicó la mejor y más encantadora de sus sonrisas.


—¿Tinto? ¿O blanco?







SUS TERMINOS: CAPITULO 6





Pedro se quedó helado.


La dejó hacer durante unos momentos para ver hasta dónde estaba dispuesta a llegar. Descruzó los brazos y apoyó las manos en la encimera mientras ella apretaba los senos contra su pecho. La cálida y suave boca de Paula, que mantenía los ojos abiertos, jugueteó con él, pero cuando le mordió el labio inferior, Pedro se dijo que ya había tenido suficiente: si se empeñaba en seducirlo, tendría que afrontar las consecuencias de sus actos.


Llevó las manos a su cintura, las bajó hasta su trasero y las cerró sobre sus nalgas. Paula sintió la erección de Pedro y sus ojos se iluminaron de inmediato. Él sonrió, inclinó la cabeza y la besó con tal pasión que ella gimió contra su boca, cerró los ojos al fin y se entregó a sus caricias.


Mientras se besaban, Pedro notó que sus pezones se endurecían y sonrió para sus adentros. Su querida Paula Chaves podía controlar las cosas durante el horario de trabajo, pero aquél era su territorio. Y si se excitaba tan rápidamente cuando la tocaba, él jugaba con ventaja.


Introdujo una mano por debajo de su camiseta y le acarició los senos. Después, metió una pierna entre sus muslos, pasó la mano libre por debajo de la minifalda y avanzó hacia su entrepierna con intención de acariciarla. Pero justo entonces, cuando estaba a punto de alcanzar su clítoris, ella se apartó.


Pedro sonrió con expresión triunfante.


—¿Ocurre algo?


Paula entrecerró los ojos y se lamió los labios, hinchados por los besos.


—No, nada en absoluto —respondió ella—. Pero deberías llevar un letrero de peligro.


—¿Yo? Eres tú quien ha insinuado la posibilidad de que tengamos una aventura.


Pedro alcanzó su copa de vino y echó un trago. Ella alzó la barbilla y lo miró con gesto de desafío.


—Porque sólo podemos tener eso, Pedro, una aventura. Tu mundo y el mío no encajan en absoluto. No esperes otra cosa.


Pedro la miró con desconcierto. No estaba seguro de lo que quería decir.


Pero antes de que pudiera preguntar, ella le dedicó la sonrisa traviesa de Galway, la que indicaba que estaba dispuesta a jugar a fondo.


Paula se giró, miró hacia el pasillo que se alejaba desde la cocina, se llevó las manos a la cremallera de la minifalda y preguntó:
—¿Por dónde?


El corazón de Pedro pegó un respingo.


—¿Adonde quieres ir?


Ella se bajó la cremallera, dejó caer la falda y se quitó la camiseta.


—Al dormitorio, por supuesto. Podríamos hacer el amor aquí, en la encimera, pero sospecho que el granito está demasiado frío.


—Paula…


Ella se quitó uno de los zapatos y preguntó:
—¿Sí, Pedro?


Pedro la miró con desconfianza. Si todo aquello era una broma, sería mejor que lo dijera de inmediato; porque después no sería responsable de sus actos.


—¿Así como así? —preguntó él—. ¿Otra vez? 


Ella se encogió de hombros y se quitó el otro zapato.


—Bueno, no es como si mantuviéramos una relación, ¿verdad? Tú mismo has dicho que nuestra atracción es un obstáculo para el trabajo… pues bien, apartémoslo del camino.


Pedro dejó la copa en la encimera, caminó hacia ella y se metió las manos en los bolsillos de los pantalones.


—No tienes que acostarte conmigo para conseguir el empleo, Paula —dijo—. Eso ya lo has conseguido con tu talento.


Paula cruzó los brazos por encima de sus senos y lo miró con cara de pocos amigos, pero Pedro se limitó a sonreír. 


Fingir que se había enfadado, estando medio desnuda, no resultaba demasiado creíble.


—Olvidaré lo que has dicho porque no me conoces. Sí, es verdad que tengo más talento del que se necesita para el proyecto del hotel… ya lo verás cuando te molestes en abrir mi portafolios —declaró—. Pero esto no tiene nada que ver con el trabajo. Esto es entre tú y yo, porque te deseo. Y a juzgar por el bulto de tus pantalones, tú también me deseas.


—Paula, yo…


—Sólo es eso, Pedro. Deseo, ansiedad. Nada más.


—¿Ansiedad?


Los ojos de Paula se oscurecieron.


—El sexo es el sexo, Pedro. No le des más vueltas.


Pedro sintió la necesidad de saberlo. Paula le estaba ofreciendo la posibilidad de hacer el amor sin compromisos, pero a él no se le ocurrió otra cosa que decir:
—Alguien te ha hecho daño, ¿verdad?


Ella soltó una carcajada. Pero fue evidente que Pedro había acertado, porque no pudo ocultar su rubor.


—¿Por qué te empeñas en buscar explicaciones retorcidas? ¿Es que me crees incapaz de acostarme con alguien por puro placer, Pedro? No veo qué hay de malo en ello. Soy una mujer adulta y no estoy saliendo con nadie, aunque supongo que eso no supondría ningún impedimento para ti.


La última frase de Paula confirmó sus sospechas.


—Ahora lo comprendo. Estabas saliendo con alguien y te engañó.


—Lo que me haya pasado es irrelevante, Pedro. Esto es diferente, algo entre tú y yo, nada más, como la última vez.


Paula se llevó las manos a la espalda, se desabrochó el sostén, se lo quitó y lo dejó caer al suelo.


—Al verte, he recordado lo bien que lo pasamos en Galway —continuó ella—. ¿Es que ya no te acuerdas? ¿Has olvidado lo que sentimos?


Pedro tragó con fuerza. Sus palabras roncas hacían tanto daño a su contención como la visión de las manos que Paula se llevó a la garganta, para bajarlas después hasta sus senos y su liso estómago.


—Me acuerdo de todo.


—Pues si lo recuerdas… ¿por qué no quieres perderte otra vez?


Pedro se preguntó si era eso, perderse, lo que ella deseaba. 


Y en tal caso, por qué quería perderse con él.


El destino le estaba haciendo un regalo extraño al ofrecerle a Paula después de tantos meses de abstinencia y trabajo. 


Porque era verdad que estaba tenso; se sentía como si todo el peso del mundo descansara sobre sus hombros, y a veces no encontraba más forma de relajarse que dedicar varias horas de golpes al saco de boxeo del gimnasio.


Paula le estaba ofreciendo una forma mucho más interesante de descargar su energía. Pero tenía la sensación de que, si aceptaba su oferta, la estaría utilizando.


Ella caminó hacia él, prácticamente desnuda, moviendo las caderas de un modo tan sensual que Pedro pensó que lo hacía de forma inconsciente. Cuando llegó a su altura, lo miró y le pasó un dedo desde la base de la oreja hasta el cuello de la camisa.


—Tienes tanta tensión acumulada, Pedro… en Galway no parecías tan tenso. Te ofrecí mi tila, pero no quisiste.


Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír. Paula volvía a ser la mujer traviesa y tentadora de siempre.


—Porque soy un idiota —declaró.


Pedro inclinó la cabeza, le lamió el cuello y apretó el pecho contra sus senos. Había tomado una decisión. Si Paula le ofrecía una aventura sin compromisos, él le daría unos cuantos recuerdos muy especiales.


La deseaba tanto que casi le resultaba doloroso. Y cuando ella frotó el estómago contra su entrepierna, se supo perdido.


—Es tu última oportunidad, Paula Chaves. Todavía puedes cambiar de opinión.


Paula acercó la boca a su oído y murmuró:
—Te deseo. Te quiero dentro de mí.


Pedro la alzó en vilo y la apretó contra la pared; ella cerró las piernas alrededor de su cintura. Mientras se besaban, él llevó las manos a su cabello, le quitó las gomas que cerraban sus trenzas y le pasó los dedos por el pelo hasta que quedó completamente suelto. Después, le acarició la cabeza, volvió a besarla y le mordió el labio inferior de un modo tan juguetón como ella cuando estaban en la cocina.


—Llevas demasiada ropa… —dijo Paula.


Pedro rió.


—Y tú.


No se podía decir que las braguitas de encaje de Paula fueran un gran obstáculo; sin embargo, estaban en mitad del camino y no se las podía quitar mientras ella mantuviera las piernas en esa posición.


Le acarició la cara, el cuello, los hombros y finalmente cerró las manos sobre sus senos y le frotó los pezones. Ella se arqueó hacia atrás y él sonrió.


—¿Te gusta?


—Hum…


Pedro movió la cintura hacia arriba, de tal manera que la cremallera de sus pantalones rozó el encaje que cubría el sexo de Paula.


—¿Quieres más?


—Sí…


—¿Sabes una cosa? De haber sabido que la única forma de acallarte era hacerte el amor, te lo habría hecho constantemente.


Pedro rió y la llevó al dormitorio. Paula cerró las piernas con más fuerza y se aferró a él.


—¿Insinúas que hablo demasiado?


—Insinúo que las palabras sobran a veces.


—Demuéstramelo.


Pedro la inclinó sobre la cama con la intención de posarla suavemente, pero no salió como esperaba; estaban tan juntos que su peso combinado los arrastró a la vez y tuvo que reaccionar a toda prisa para no aplastarla.


Los dos rieron.


—Te has resbalado…


—Sí. Supongo que «resbalarse» es el término adecuado para esto.


—No lo dudes. Yo me pongo muy resbaladiza cuando estoy contigo —ironizó.


Pedro se excitó un poco más al imaginar a Paula en un estado de excitación constante por culpa suya. La besó otra vez y le acarició el cabello. Ella llevó las manos a su camisa y empezó a desabrochársela; cuando ya había logrado su objetivo, Pedro contempló el rubor de su cara y fue incapaz de resistirse a la tentación de acariciarle el clítoris.


—Oh…


Paula le acarició el pecho, llevó las manos a la cremallera de sus pantalones y preguntó:
—¿Tienes preservativos?


—Sí, en el cajón de la mesita.


Pedro sonrió al ver que intentaba alcanzar el cajón y que no lo conseguía.


—Tendremos que movernos —añadió ella.


—Lo haré yo.


Pedro la posó de espaldas sobre la cama, sin soltarla, y se alegró de que las mujeres fueran tan flexibles. Pero seguía estando demasiado lejos del cajón, de modo que no tuvieron más remedio que separarse.


Gracias a ello, él pudo quitarse los pantalones y los calzoncillos y ella, las braguitas de encaje.


—Me lo pondré yo. Seré más rápido.


Ella sonrió, con ojos brillantes.


—Tienes mucha práctica, ¿eh? Pero no. Quiero ponértelo yo.


Pedro estuvo a punto de gemir cuando ella le quitó el preservativo, lo acarició suavemente y empezó a ponérselo con delicadeza.


Definitivamente, había perdido el control de la situación. Y sin embargo, había algo increíblemente sexy en estar con una mujer segura y perfectamente capaz de ponerse manos a la obra, en sentido literal.


Por fin, Paula alzó la barbilla, lo miró a los ojos y movió las caderas hacia delante, apretando su humedad contra el pene de Pedro. Después, se puso a horcajadas sobre él y descendió milímetro a milímetro, con una lentitud desesperante.


Sus cuerpos estaban finalmente conectados. Ella entreabrió los labios y empezó a jadear al cabo de unos segundos. Él contempló sus ojos y pensó que era una mujer magnífica; lo excitaba tanto que casi no lo podía soportar.


—Me estás matando, Paula…


Paula se inclinó hacia delante y lo besó durante unos momentos, sin cerrar los ojos.


—Ya sabes cómo lo llaman, ¿no? La petite morte… la pequeña muerte.


—Ahora entiendo por qué.


Pedro llevó las manos a sus senos y bajó una hasta su clítoris, que empezó a frotar. Ella aceleró el ritmo, y cuando él la miró a la cara y notó su rubor, la forma en que se mordía el labio y sus gemidos de placer, estuvo a punto de perder el control y alcanzar el orgasmo.


Mientras se esforzaba por contenerse, Paula lo miró a los ojos y sonrió. Pedro sintió una punzada en el corazón, la misma que había sentido minutos antes, cuando le insinuó claramente que quería acostarse con él. Era una especie de conexión profunda, que no había sentido con ninguna otra persona. Por eso recordaba la noche de Galway con tanta claridad; por eso era incapaz de olvidarla.


Ella le llevó una mano a la nuca y se movió con más fuerza. Pedro supo que le faltaba poco para llegar al clímax y volvió a llevar una mano a su entrepierna para acariciarla una y otra vez, hacia arriba y hacia abajo, hasta donde podía llegar.


—¡Pedro…!


Paula cerró los ojos y se estremeció de placer, sin dejar de moverse, hasta que él ya no pudo soportarlo por más tiempo y alivió su tensión con un gemido bajo y gutural.


Ella se tumbó y le apoyó la cabeza en el hombro. Pedro se dedicó a acariciar su piel suave en mitad del silencio, mientras su respiración se calmaba.


—Somos muy buenos en esto… —dijo Paula.


—Sí, lo somos.


De repente, Pedro notó su aroma a espliego y se dio cuenta de que estaba relajado. Más relajado que nunca. Y se sentía maravillosamente bien.


Ella alzó la cabeza, lo besó dulce y lentamente y declaró:
—Tengo que irme. Llegaré tarde.


Cuando intentó levantarse, él cerró los brazos a su alrededor y se lo impidió.


—¿Adónde vas?


—He quedado con unas amigas en el bar Temple.


Él frunció el ceño.


—No me digas…


—Sí —respondió ella, sonriendo como si no tuviera importancia—. Es el cumpleaños de Lisa y vamos a tomar unas copas.


—¿Ahora? —preguntó él, perplejo.


Pedro empezó a sentirse usado.


—Ya había quedado con ellas. Además, no sabía que acabaríamos en la cama… De hecho, estaba decidida a no hacerlo. Pero tengo que marcharme.


Pedro relajó un poco su presa.


—¿Y por qué has cambiado de opinión?


Ella le acarició la nariz y sonrió.


—No lo sé. Por lo visto, no puedo resistirme a la tentación de tocarte…


—Bueno, supongo que no puedo culparte por ello —declaró, sonriendo.


—¿Lo ves? Ahora eres el hombre que conocí en Galway. El Pedro de Dublín es un tipo tenso y estirado. No estaba segura de que me fuera a gustar.


Pedro se dio cuenta de que la estaba acariciando de forma inconsciente y pensó que ella no era la única que no se podía resistir a la tentación de tocar.


—Ya no estoy tenso.


Paula se quedó en silencio durante unos segundos y lo miró con sus ojos verdes, que no estaban de su color esmeralda habitual sino de un tono musgoso.


Pedro la volvió a acariciar y habló con voz rasgada.


—¿Qué ocurre?


—Este proyecto es muy importante para ti, ¿verdad?


—Sí, es verdad.


—¿Por qué?


Paula se acercó a él y se estiró un poco más, de manera que ahora tenía los senos apretados contra su pecho y los muslos contra sus piernas. Pedro pensó que si seguía así dos minutos más, no iría a ninguna parte.


—Porque sí —respondió.


—Eso no es una respuesta…


Pedro frunció el ceño.


—Si te doy conversación, ¿te quedarás aquí?


—No.


Él habría fruncido el ceño otra vez si no hubiera notado un fondo de arrepentimiento en su negativa.


—No puedo, Pedro, en serio. Cumple treinta años y es una ocasión especial para ella. Además, soy su mejor amiga; hemos pasado por muchas cosas juntas…


Pedro se preguntó qué habría querido decir con ese comentario. Sonaba como si alguien le hubiera roto el corazón; y de ser así, eso explicaría su empeño por fingir que no necesitaba relaciones amorosas.


—Pero no te preocupes —continuó ella—. Vamos a trabajar muchos meses en el Pavenham… ya habrá otra ocasión.


—Sí, por supuesto.


Paula lo besó otra vez, pero de forma más breve.


—Si quieres que volvamos a jugar, tendremos tiempo de sobra. Y quién sabe, hasta puede que me salga con la mía y te saque alguno de tus secretos profundos y oscuros…


Él sonrió y se dijo que podría ser divertido.


—El cuarto de baño está en esa puerta. Lo digo por si te apetece ducharte —comentó él.


Paula se levantó y le ofreció una vista perfecta de su cuerpo desnudo.


—Prefiero llevarme tu aroma conmigo, para no olvidarte con demasiada rapidez. Si me retraso demasiado, querrán saber por qué… y dudo que te apetezca que cuatro mujeres se dediquen a analizarte a tus espaldas.


—No, no me apetece nada.


—Lo suponía…


Paula salió del dormitorio. Él aprovechó y se puso los pantalones vaqueros, aunque sin molestarse en cerrar el botón, y la siguió. Cuando llegó a su altura, ella ya se había vestido y se estaba poniendo los zapatos.


Tenía el pelo tan revuelto y estaba tan ruborizada que sonrió al verla. En cuanto entrara en el bar, sus amigas adivinarían lo que había estado haciendo.


—Será mejor que te peines un poco —le aconsejó.


Ella sonrió y se puso de puntillas para besarlo.


—Lo sé. Alguien me ha enmarañado la melena…


Pedro la atrajo hacia así y la besó con pasión. Ella cerró los ojos, se dejó llevar y soltó un gemido, frustrada.


—Si te quedaras, te demostraría que estoy lejos de haber terminado contigo —declaró.


Ella le pasó la lengua por los labios como si quisiera saborearlo.


—Hum… lo sé.


—Quizás deberías venir mañana a desayunar. Así podré decirte lo que pienso de tus bocetos y luego… bueno, veremos lo que pasa.


Paula volvió a abrir los ojos y lo miró con malicia.


—Me encantan los desayunos.


Pedro sacudió la cabeza y le indicó la salida.


—Anda, márchate de una vez y abandóname. Ve a jugar con tus amiguitas. Estaré bien, no te preocupes por mí.


Paula se alejó y él la acompañó hasta la salida.


—Pobrecillo… —se burló.


Pedro le abrió la puerta.


—Vete…


Ella ya estaba a punto de salir cuando él carraspeó. Paula se detuvo, se giró, le puso las manos en el pecho y lo besó en la mejilla.


—Paula…


—¿Sí?


—¿Qué puntuación me das? De uno a diez… 


Paula se llevó las manos al pelo y empezó a recogérselo otra vez con las gomas.


—Prefiero no dar puntuaciones con un solo partido. Si quieres que te responda a esa pregunta, tendremos que jugar más veces.


Pedro sonrió.


—No te metas en líos…


—Lo intentaré.


—Hasta mañana