miércoles, 8 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 7





—¿Pedro? —dijo Paula en tono incrédulo, su voz escondida entre el tumulto del público asistente.


No podía creerse que fuera él. ¿Pedro Alfonso


Paula sintió como si le acabaran de dar un puñetazo en el estómago.


Cerró los ojos un momento, convencida de que debía tratarse de una alucinación, de que el sombrero de vaquero que la había atraído como la miel a las moscas se desvanecería de un momento a otro.


«¿Un vaquero en un crucero?», había pensado ella al ver el sombrero Stetson que tantos recuerdos de su hogar le traía. 


Pero eran recuerdos de Elmer, no de Pedro.


¡Aquel no podía ser Alfonso! Sencillamente era imposible.


La boca se le secó, tenía las palmas de las manos húmedas y el corazón acelerado.


Abrió los ojos de nuevo, pero la alucinación, no solo no se había desvanecido, sino que, además, sonreía con aquella sonrisa burlona de la que había huido.


—¿Qué tal, Paula Chaves? Me alegro de verte por aquí.


—¿Es esta tu amiga? —preguntó una dulce voz femenina.


Paula miró a la rubia que iba enganchada del brazo de Pedro y que la miraba fijamente. Al otro lado, tenía otra y, por supuesto, apareció una tercera.


¡Ese era Pedro Alfonso! ¡Se embarcaba en un crucero con tres mujeres! ¡Además, su crucero!


—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó ella furiosa.


Las tres rubias la miraron sorprendidas.


—He venido a verte, claro está.


—Sí, claro.


Si realmente estaba allí por ella, sería porque se había propuesto seguirla hasta los confines del mundo solo para humillarla.


Él sabía mejor que nadie hasta qué punto era un fracaso en todo.


Probablemente, Mateo le hubiera contando, en su momento, todos sus fallos.


¡Odiaba a Pedro Alfonso! Porque era un testigo de todos sus horrendos secretos, de todo lo que quería dejar atrás.


Pero estaba logrando construirse una nueva vida. Ya no era la chica que Mateo Williams había dejado plantada delante del altar.


No. Era Paula Chaves, un poco inocente, pero alguien que a los hombres les gustaba. Era una mujer con una vida. No una vida extraordinaria, pero iba mejorando. Había hecho amigos, había conocido a hombres. Quizás no hubiera encontrado al hombre perfecto aún, pero todo era una cuestión de tiempo.


Día a día iba logrando obtener una confianza en sí misma que la empujaba a seguir sus sueños.


Y, de pronto, Pedro se presentaba allí, y lo iba a arruinar todo.


—¿Es esta tu novia, Pedro? —volvió a preguntar una de las rubias.


—¿La de tu ciudad? —preguntó la segunda.


—¿No nos vas a presentar? —preguntó la tercera.


Pedro pareció desconcertado con tal interrogatorio, incluso se ruborizó un poco.


Pedro se ruborizó.


Pero debía de ser producto de la vergüenza que sentía ante la absurda idea de que ellas la hubieran llamado su «novia».


Jamás podría serlo.


Paula esperó una pronta negativa de él, pero no la hubo.


—Esta es… Paula —dijo rápidamente.


Todas la saludaron al unísono.


—¡Hola, Paula!


Ella parpadeó ante el inesperado entusiasmo de las mujeres. 


Pero, cuando se disponía a responder, otra voz se interpuso.


—¿Conoce a este pasajero? —dijo su jefa, Simone, con un claro gesto de desaprobación.


Paula no podía negar que así era.


—Solía trabajar conmigo —dijo Paula—. Eso es todo.


Paula sabía lo que Simone opinaba sobre que sus empleados fraternizaran con los clientes.


—¿Es peluquero? —preguntó la mujer mirando incrédula a Pedro.


—No. Trabajaba conmigo en una tienda. Otro de los empleos que tuve —no era algo que hubiera especificado en su curriculum. Y estaba segura de que a Simone no le agradaría algo tan vulgar, cuando ella tenía aires tan aristocráticos.


Simone siempre contaba que había nacido en París y su premisa principal eran la sofisticación y la elegancia con letras mayúsculas.


—¿Cree que los clientes se van a fiar de usted, si tiene un aspecto vulgar? —le había preguntado a Paula la primera semana de trabajo.


Pero, a pesar de que había pensado que necesitaba un estilista, no la habría seleccionado de no haber visto en ella un potencial.


Así que Simone había dispuesto que Stevie, el jefe de peluquería y su mejor estilista, le cortara el pelo.


—Quiero que destaques sus pómulos —le había dicho, y Stevie había optado por un pelo corto e irregular.


Y, efectivamente, había logrado destacar sus pómulos.


Luego Birgit, la maquiladora, le había enseñado cómo con un lápiz de ojos negro, algo de sombra y un poco de colorete podía llegar a estar incluso elegante.


Había llegado a habituarse a aquella nueva imagen, aún más, a sentirse casi cómoda con ella.


Pero en aquel momento, delante de Pedro Alfonso se sentía como un fraude, como una calabaza de campo tratando de pasar por algo urbano y sofisticado.


Estaba segura de que era lo que él estaba pensando.


Paula se ruborizó inevitablemente y deseó que el mar se la tragara.


—No es momento para socializar —dijo Simone—. Tiene que volver a trabajar.


Era una orden y Paula lo sabía y, aunque en aquel instante su trabajo consistía en ayudar a los pasajeros, sabía que lo que Simone le estaba diciendo era: «Al salón de belleza y basta de flirtear con los pasajeros».


¡Cuando no había nada más lejos de su intención! Pedro Alfonso era la última persona en el mundo con la que flirtearía. Pero no iba a decirlo. Simplemente iba a aprovecharse de la oportunidad que Simone le estaba dando.


—Por supuesto —le dijo alegremente a la supervisora—. Voy para allá.


Luego se volvió hacia Pedro y su harén con su mejor sonrisa de crucero.


—Bienvenidos a bordo —les dijo.




lunes, 6 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 6





Voló hasta Salt Lake City y luego hasta Miami. Hacía un calor del demonio, para nada paradisíaco.


Recogió su equipaje en la cinta transportadora y se encaminó hacia el autobús que había de conducirlo hasta el barco.


Trató de imaginarse lo que ella diría cuando lo viera aparecer y luego trató de olvidarlo.


Al subir al autobús, sonrió a los demás pasajeros e intentó no sentirse como un pez fuera del agua que estuviera a punto de encontrarse con un cuchillo afilado


Pero todo el mundo lo miraba y dedujo que sería por su sombrero de vaquero.


Nadie iba como él. Casi todos los hombres llevaban camisetas de polo y, alguno que otro, una gorra.


Pedro se descubrió la cabeza y se pasó la mano por el pelo, con la intención de sentirse mejor, más integrado en el grupo. Lo único que consiguió fue una mayor sensación de vulnerabilidad, como si estuviera desnudo.


Y eso era lo último que necesitaba. Al diablo con todo. Él era un vaquero. ¿Qué había de malo con que lo pareciera? Los demás parecían jugadores de golf profesionales y seguro que ni siquiera lo eran.


No podía permitirse comprarse ropa para una sola semana. 


Además de la camisa de manga larga que llevaba, también había metido en la maleta una camiseta de polo y otras dos normales de manga larga. El agente turístico que le había
vendido los billetes le había recomendado que incorporara unos pantalones negros y él había optado por los que se había comprado para la boda de su hermana Julia, hacía diez años, y que luego había utilizado en el funeral de su padre.


En aquel momento, llevaba puestas unas botas. Y eso era lo que pensaba seguir llevando, pues no estaba dispuesto a comprarse unos mocasines necios. En Elmer se reirían de él si aparecía con ellos.


Claro que se iban a reír igualmente si aparecía sin Paula.


No era lo más grave. Lo grave era la vida sin ella.


Así que trató de no pensar en eso y creyó oportuno centrarse en mostrar algún interés en los pasajeros del autobús. Él era generalmente sociable, y le gustaba hablar con la gente, escuchar, aprender cosas.


Así que sonrió a la mujer que estaba sentada a su lado.


—¿Qué tal? —dijo él—. ¿Es este tu primer crucero? El mío sí.


La dama sonrió complacida y dejó de mirar su sombrero. 


Respondió que sí, que también era su primer crucero. Enseguida se unieron otras dos mujeres y para cuando llegaron al barco ya se habían convertido en una alegre y numerosa familia: él y tres alegres féminas.


Una de ellas le preguntó si iba contratado por el barco.


—A veces recluían caballeros, que vienen al crucero sin pagar nada, para que bailen con mujeres solas como nosotras.


—Vaya —dijo él—. No lo sabía. Pero no, he venido para ver a una amiga.


—¿Tu novia? —preguntó una de ellas.


—Bueno, no es exactamente mi novia… aún.


Todas lo interrogaban ávidas de información.


—¿Cómo se llama?


—¿Es una pasajera?


—No —dijo él—. Trabaja en el barco


No quería decirles mucho más. Lo último que necesitaba era tener espectadoras.


—No presionéis al pobre muchacho —dijo la mujer que estaba sentada junto a él—. Lo vais a poner nervioso.


Pero al llegar a la cola de registro ya lo estaba. El barco era gigantesco, como un grandísimo y lujoso hotel flotante. Había hombres guapos elegantemente uniformados dándoles la bienvenida por todas partes. Saludaban a los pasajeros y también lo saludaron a él, sin poder evitar reparar en su sombrero.


Pedro se fijó en que ninguno de ellos llevaba anillo. 


Seguramente habrían ido a ese barco para encontrar pareja, lo mismo que Paula.


Se tropezó torpemente y una de las mujeres que había conocido en el autobús evitó que se cayera.


—¿Estás bien? —le preguntó otra.


—Bien, sí, muy bien… —farfulló.


Otra de ellas estaba estudiando la relación de pasajeros y camarotes.


—Vaya, parece que te han puesto en el mismo pasillo que a nosotras —dijo—. Yo soy Lisa, ellas son Deb y Mary. No te preocupes, vente con nosotras y cuidaremos de ti.


Pedro, sintiéndose como si acabaran de darle un mazazo en la cabeza, hizo exactamente lo que ellas le dijeron.


Las tres primas Lisa, Deb y Mary se autoproclamaron sus guardianas. Eran tres maestras de escuela que venían de Alabama, rubias y de unos treinta y tantos años. Todos los veranos se embarcaban en un crucero para estar juntas, sin
despreciar la idea de encontrar al hombre de sus sueños.


—No ha ocurrido aún —le dijo Deb.


—Pero seguimos manteniendo la esperanza —afirmó Mary.


—O somos masoquistas —protestó Lisa.


—Lo que sea —dijo Deb—. Pero no te quitaremos ojo.


—Yo… —Pedro empezó a protestar, porque no era el hombre de sus sueños y quería asegurarse de que ellas eran conscientes de eso.


Lisa le dio unas palmaditas en la mejilla y se detuvo delante de su habitación.


—No vamos a intentar quitarle su posesión a otra chica, estate tranquilo. Ya sabemos que estás comprometido.


—Yo…


Mary sonrió y asintió.


—Ya, lo sabemos. Eres de otra. ¡Y nos parece tan romántico!


¿Era romántico?


—Cierto —asintió Deb fervorosamente—. Nos alegra saber que todavía hay hombres de verdad como tú.


Esperaba que Paula opinara lo mismo y estaba preocupado. 


Todavía no sabía lo que le iba a decir cuando se lo encontrara.


El maldito barco era tan grande que podría pasarse una semana entera sin dar con ella.


Se planteó el volver a casa y decirle a Arturo que la había buscado sin éxito. Pero sabía que no sería una buena idea.


En cuanto las «trillizas de Alabama» lo dejaron solo, se encaminó a su camarote con intención de pensar en un plan.


La habitación le pareció sorprendentemente grande y muy elegante, con una gran cama, excesiva para dormir solo. 


Rápidamente se imaginó a Paula con él allí.


De pronto, todo aquello tomó sentido.


Había aprendido una cosa a lo largo de los años y era que jamás se tenía ninguna posibilidad de ganar el premio si uno se preocupaba por los peligros de la carrera. Lo que importaba era visualizarse en el momento final.


Le resultaba muy fácil imaginarse a sí mismo en la cama con Paula Chaves.


El problema era que no lograba visualizar los pasos intermedios.


Se tumbó sobre el colchón con la cabeza apoyada sobre las manos. Trató de ver la sonrisa de ella al verlo aparecer, sus labios pronunciando su nombre como si se alegrara de verlo. 


Luego se imaginó a sí mismo abrazándola, llevándosela al
camarote, desnudándola lentamente…


Unos golpes en la puerta lo sobresaltaron.


Se puso de pie con el corazón latiendo a toda prisa. ¿Y si era Paula?


Se pasó la mano por el pelo, se metió la camisa en el pantalón y se encontró con la sorpresa de su miembro viril pujante y encendido. Tras unos segundos de indecisión, optó por ponerse el sombrero y dirigirse hacia la puerta.


Por supuesto, no era Paula, sino las «trillizas», vestidas en refulgentes vestidos de colores brillantes.


—Vamos a cubierta, donde van a hacer una demostración de las medidas de seguridad. ¿Te vienes?


Tenía que ir. Según le había dicho un miembro de la tripulación era el único evento obligatorio al que todos los pasajeros debían asistir.


Mary lo miraba fijamente.


—¿Estás bien? —le preguntó.


Pedro se sintió como un adolescente cuya mente y cuyo cuerpo estuvieran fuera de control.


Asintió.


—Sí… es que… me había quedado medio dormido.


Sin esperar a ver si lo creían o no, cerró la puerta, se metió en el baño; se lavó la cara, se puso una camisa limpia y se la metió por los pantalones, todavía demasiado apretados por efecto de su imaginación erótica.


Hacía demasiado tiempo que no había estado con una mujer. Desde febrero exactamente, desde el día en que Paula había pujado por Santiago y se había ganado una
semana en su compañía. Aquella noche, Támara Lynd se había metido en su habitación y se le había insinuado, asegurándole que Paula no era la única del mundo.


Furioso por lo que esta había hecho, decidió desahogarse con Támara.


Había sido un desastre, al menos para él. Esperaba que Támara no lo odiara. Ya se odiaba bastante a sí mismo por aquello.


Agarró su sombrero y se encaminó a la puerta. Al abrir se encontró a Lisa, Deb y Mary con idénticas sonrisas esperando allí. Pedro reparó en que llevaban sus chalecos salvavidas en las manos.


—Un momento —entró de nuevo en la habitación y agarró el suyo—. Ya estoy.


Deb lo agarró de un brazo y Mary del otro, mientras Lisa encabezaba la expedición.


—Seguidme. Ya he estado aquí antes.


La cubierta estaba llena de gente y los miembros de la tripulación que iban a hacer la demostración los miraban sonrientes.


Gary, uno de ellos, los recibió con una de esas sonrisas exclusivas de los cruceros y comenzó la instrucción. Si se daba una emergencia, todo el mundo debía acudir a aquel punto a esperar órdenes.


—Ahora, asegurémonos de que todos saben cómo ponerse el chaleco salvavidas —dijo Gary.


Les mostró cómo se hacía y les dio paso a ellos.


—Les toca a ustedes —los animó—. Tenemos mucho personal que les puede ayudar.


Había demasiada gente en cubierta, todos tratando de ponerse aquello con muy poco éxito.


Él también tenía problemas y se arrepentía de haberse subido el sombrero.


—¡Eh, vaquero! Déjame que te sujete el sombrero —dijo una voz familiar detrás de él.


Se volvió y se encontró con los hermosos y brillantes ojos de Paula Chaves, cuya sonrisa de crucero iba desvaneciéndose a toda prisa.